Mafia

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Segunda parte » 25

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Kathia

Un viento furioso nos rodeó cuando nuestros cuerpos quedaron suspendidos en el aire. El vértigo me cortó el aliento, ni siquiera pude gritar. Lo único que fui capaz de manifestar, más allá de la maldita precipitación, fue el empeño en mirar a Cristianno. No me bastaba con saber que su mano estaba enredada a la mía. Necesitaba que me mirara, necesitaba saber que los dos estaríamos bien, que volveríamos a sentirnos.

Pero caímos al agua y el empuje nos arrastró hasta separarnos. La dureza con la que me golpeó la caída me lastimó demasiado. Sentí cómo mis piernas se entumecían por el dolor y cómo mi vientre empezaba a contraerse por la falta de oxígeno. Si al menos hubiera podido fijar la vista en algo, pero solo veía burbujas a mi alrededor. Y el efecto que estas hacía cuando las balas atravesaban el agua. Nos estaban disparando desde lo alto del acantilado.

Súbitamente sentí unos dedos acariciar mi pecho y más tarde me vi empujada contra el torso de Cristianno. No tuve tiempo de reacción: sus brazos me rodearon con rapidez, y me besó llenando mis pulmones con su aliento. Estaba proporcionándome aire porque sabía que lo había perdido al caer, y lo hacía con firmeza, impidiéndome que rechazara el gesto. No pude oponerme, quizás porque me maravillé demasiado con la forma en que sus labios se enroscaron a los míos.

El tiempo pareció congelarse.

Me aferré a él sabiendo que lentamente subíamos a la superficie. Ambos cogimos aire con violencia, pero fui yo quien miró desesperada hacia arriba con el temor a que nos vieran. Por suerte allí ya no había nadie.

—¿Estás bien? ¡¿Estás bien?! —Cristianno deshizo el abrazo para poder mirarme de frente. Su voz sonó muy desesperada.

Asentí con la cabeza.

—¡Sí! —Exclamé y volvimos a abrazarnos antes de empezar a nadar hacia la orilla.

Tuve calambres en las extremidades y terminé arrastrándome por la orilla notando como la arena se me pegaba a la piel y las piedras se me clavaban en el vientre. Era una sensación muy desagradable, pero me gustó sentirla. Me gustó poder tener un momento para respirar.

Solo un momento.

Enseguida Cristianno se recompuso. No le importó que su asfixia fuera atropellada ni que su cuerpo se tambaleara, me cogió de las caderas, me cargó hasta ponerme en pie y me instó a que corriera de nuevo.

Fuimos dando tumbos hacia la carretera.

Cristianno

No creí que el aviso de alerta que había activado antes de saltar provocaría una reacción tan inmediata de mis compañeros. De hecho, siquiera imaginé que sería mi hermano Diego quien vendría a recogernos.

Lo primero que pensé al verle fue que la insistencia de nuestros enemigos había tenido que ser bastante dura tras nuestra huida porque aquel coche estaba muy dañado. Había agujeros de bala por todas partes. La luna trasera y el cristal del conductor habían desaparecido y el capó desprendía un humillo, señal de que apenas le quedaba horas de vida al motor. Como mucho podríamos regresar a Roma.

—¡Vamos, subid! —exclamó Diego.

Seguí tirando de Kathia y subimos al vehículo dando tumbos. Al pararme a coger aliento noté como todos los músculos de mi cuerpo se quejaban y se contraían por el intenso cansancio.

Kathia continuaba jadeado, aún no había recuperado el aliento y no era de extrañar. Estar completamente empapados tampoco ayudaba. Acaricié su mejilla y de paso le retiré un mechón de pelo de la cara.

—¿Dónde están los demás? —pregunté arrastrando la mirada hacia Diego y Eric. Probablemente no lo admitirían ni siquiera después de aquello, pero entre los dos había una tensión que saltaba a la vista.

—Hemos podido contenerlos en la autovía. Papá envió refuerzos de sus antiguas unidades de la central. La autovía ha quedado inhabilitada.

—¿Y Sandro? —Él había sido uno de los que se habían visto obligados a tomar Tiburtina para darnos un respiro.

—Controlado —concretó Diego—. La autovía A-90 se ha convertido en un coladero.

Me hubiera gustado tener fuerzas para sonreír.

—Bien —jadeé antes de toparme con la mirada de mi amigo.

Eric se volteó hacia atrás y nos examinó a Kathia y a mí con una rápida ojeada. No tenía buena cara, mostraba un pálido azulado bastante extraño, pero supuse que se debía al trastorno de la situación. No quise creer en las alarmas que se dispararon en mi cuerpo.

—¿Estáis heridos? —quiso saber extendiendo la mano hacia Kathia. Ella la cogió y le dio un rápido beso que Eric agradeció con una dulce sonrisa.

—No, tranquilo —le dije—. ¿Y tú? No tienes buen aspecto.

—Mira quién habla —sonrió.

Y me permití el lujo de cerrar los ojos un instante sabiendo que mis dedos se enredarían con los de Kathia. Pero al sentir su contacto… tuve un escalofrío. Fue como una especie de remolino helado que erizó por completo toda la piel de mi nuca. En las ocasiones en las que me había sucedido eso siempre había resultado ser una señal de peligro casi inminente.

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