Mafia

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Tres meses después » Enrico

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Enrico

Fue repentino.

Al ver como mi despacho en la comisaría general se sumía en la oscuridad tras apagar las luces, supe que había llegado el momento de hacer lo mismo con mis propios demonios.

Mantenerlos despiertos era una tontería. Ya todo había terminado. La ciudad nos pertenecía, nos respetaba y entendía, teníamos prácticamente el control de todo el país. Silvano era alcalde, mi familia y todos nuestros aliados estaban a salvo y completamente reubicados. Y mi hermana compartía su vida con un hombre excepcional.

Todo lo demás eran detalles sin importancia perfectamente controlables.

Atrás quedaba el momento en que la sangre de Kathia resbalaba por mis manos mientras le practicaba un masaje cardíaco. O los gemidos agonizantes de Cristianno al ver cómo la vida de la mujer que amaba se escapaba bajo mis piernas. Bajo mis lamentos.

Había estado tan cerca de perderlos a los dos en una misma noche…

Atrás quedaban los llantos de histeria, el miedo, la resignación, el desconcierto. Las luces del quirófano, el aroma a sangre y pólvora, el sonido de las descargas.

Esos eran recuerdos que permanecerían en mi memoria. Hasta mi último aliento. Al igual que el resto de situaciones que habían definido mi vida.

Sin embargo, ya no era necesario que esas circunstancias sirvieran de alimento al odio que desprendía las heridas de mi alma. Eso formaba parte del pasado, había cumplido con mis propósitos. Todos ellos. Sin excepción.

Sí, había llegado el momento de emprender una nueva travesía. Y Sarah se había dado cuenta casi tan bien como yo. Por eso no se sorprendió al llegar al aeródromo de Ciampino, ni al subir a un jet privado en mitad de la madrugada para atravesar medio país. No mencionó palabra en todo el trayecto. Tan solo miraba por la ventanilla y respiraba profundo cada pocos minutos mientras sostenía mi mano.

Me tentó preguntarle, insistirle en que me contara lo que se paseaba por su mente, pero era de sobra evidente. Se estaba preparando para lo que yo pudiera contarle, con todas las consecuencias. Hecho que me estremeció hasta resultarme imposible poder permanecer dentro de mi cuerpo.

Pero, de pronto, dejé de pensar en ello y me concentré más en la enormidad de mis sentimientos por aquella mujer.

Cuando la conocí en Tokio, esa noche dejó de ser una cualquiera para convertirse en el momento más excepcionalmente asombroso que experimentaría jamás. Con solo una mirada suya enseguida supe que había sido atrapado por completo. Sin embargo no imaginé que llegaría a compartir tal cohesión con ella. Habíamos llegado al punto de entendernos a la perfección sin necesidad de hablar.

Volví a mirarla. Se había quedado dormida en una pose en la que su vientre se marcaba un poco más de lo normal. Empezaba a notársele la prominencia; allí dentro se estaba gestando la vida de mi hijo.

Aterrizamos en Milán con mi mano sobre su barriga y mis ojos devorando su tranquila belleza. Eso despertó a Sarah y se removió intimidada en el asiento. Sonreí, me gustaba causarle aquel descontrol.

Al bajar del jet, nos esperaba un vehículo. Me despedí del chófer y tomé asiento frente al volante en cuanto supe que Sarah ya estaba en el interior. Salí de allí, todavía en silencio.

—¿Y ahora? —pregunté mientras atravesábamos la ciudad.

—¿Te incomoda tanto silencio? —Me entraban unas ganas locas de reír cuando Sarah se hacía la arrogante. Esa faceta no era nada suya.

—Me incomoda que estés conjeturando —admití y ella mordisqueó uno de sus nudillos.

—En realidad estaba pensando en apuntarme a clases de ganchillo con Ofelia. —Alcé las cejas, incrédulo—. No me gusta en absoluto, pero creo que sería divertido.

—¡Ja! Ganchillo, eh —bromeé y no esperé que ella se acercara tanto a mí.

—Ganchillo —susurró convirtiendo aquella simple palabra en algo completamente erótico. Sentí un latigazo en la ingle.

Me mordí el labio y resoplé una sonrisa mientras Sarah regresaba a su asiento con gesto pícaro. De no haber sido por el motivo por el que estábamos allí, habría detenido el coche y habría colocado su cuerpo a horcajadas sobre el mío. Le habría hecho el amor de una manera un poco salvaje, murmurándole delicadas indecencias al oído.

Pero me contuve y suspiré tratando de volver a la conversación.

—Mientras no me hagas ir al trabajo con alguna prenda. —Sarah me dio un golpecito en el brazo.

—No desprecies mis muestras de amor —se quejó.

—Preferiría que me quisieras un poco menos.

El interior de aquel vehículo se llenó con nuestras sonrisas antes de que la verja de aquella explanada asomara ante nosotros.

Habíamos llegado a nuestro destino.

Detuve el coche y apreté el volante.

—Gracias. —Un gemido.

—¿Por qué?

La miré.

—Por ponérmelo tan sencillo… —Tragué saliva y volví la vista hacia el lugar donde debería haber estado mi casa de no haber ardido una madrugada de junio—. Hace mucho que no vengo a este lugar.

Bajamos del vehículo y nos acercamos a la verja. Yo sabía que Sarah empezaba a atar cabos, pero terminó de confirmarlo todo cuando vio la placa de cerámica que había pegada en uno de los muros.

Materazzi.

Contuvo un gemido.

—Era la casa de tus padres. —Me pareció más un pensamiento dicho en voz alta que un comentario.

—Así es… —Cogí aire al abrir la verja y entrar en el perímetro.

—Enrico…

—No hablaré de las traiciones. —La interrumpí. Sarah no quería ver cómo me hería a mí mismo—. De eso ya estás bien informada. Tan solo… —Dudé—…necesito contarte aquella noche. —Y de pronto noté como unos dedos se enredaban con los míos.

Disfruté unos segundos del contacto antes de adentrarme un poco más en el terreno.

Habían retirado los escombros del que una vez había sido mi hogar y, en su lugar, se había plantado nueva hierba y unos árboles que resultaban intimidantes en la oscuridad.

Jamás se edificaría de nuevo en aquel terreno. Por muy codiciada que fuera la zona, aquella enorme explanada se quedaría vacía de por vida, representando el santuario de mi familia biológica.

Caminé hacia los árboles sabiendo que Sarah me seguía de cerca.

—Ken Takahashi me dijo una vez que en Japón algunas familias tiene por costumbre plantar un árbol cuando fallece un ser querido —expliqué sorteando los troncos—. Así se aseguran de que su alma siempre esté con ellos. Recuerdo que me quedé muy callado y miré a Fabio.

Este me regaló una sonrisa. Había entendido bien lo que se me había pasado por la cabeza. Una semana después había diecisiete árboles plantados en la llanura. Cinco representando a los componentes de mi familia, uno en honor a nuestro perro y once representando al servicio.

—Este es mi favorito… —Señalé el tronco de uno de los árboles—. Simboliza a mi hermana Bianca.

Lentamente, al ritmo suave de mis palabras, me dejé absorber por mi pasado.

Aquel 22 de junio me caí por las escaleras del jardín principal al ver como mi hermana se bajaba de su coche. Me hice dos brechas en las rodillas y un pequeño corte en el labio. Pero ni eso ni las histéricas carcajadas de mis hermanos Ricciardo y Enzo me importaron.

Solo podía pensar en llegar hasta ella. Bianca.

Llevaba cuatro meses sin verla, no había pasado un día en que no maldijera su bonita ambición de estudiar medicina en Berlín, porque ello provocaba estar lejos de ella. Bianca era la mayor. Tenía diecinueve años y se describía con una personalidad «revolucionaria». Solía llevar su cabello rubio trenzado, quizás por eso me sorprendió que luciera una melena tan corta.

—¡Enrico! —Exclamó y enseguida echó a correr en mi busca—. Vosotros dos, callaos de una vez. —Le reprendió coqueta a nuestros hermanos.

Y yo les miré presuntuoso y me reí de ellos sabiendo que no tardarían en seguirme. Nos divertíamos muchísimo juntos.

—¡Oh, Dios mío, estás sangrando! —Volvió a exclamar Bianca.

—¿Dónde están tus trenzas? —protesté—. No me gusta ese peinado.

—Yo también te he echado de menos. —Fue su forma de quejarse por la bienvenida.

Me lancé a ella y le di un abrazo. Pero noté algo extraño en su cuerpo. Bianca siempre había sido bastante menuda, me extrañó su corpulencia. Aun así, me pudo más la sensación cautivadora de su contacto.

—Vamos, te curaremos eso —me sonrió.

Un rato más tarde, mostraba mis heridas de guerra a mis hermanos mientras Bianca saluda a nuestros padres. Sin embargo, no fue una bienvenida cálida. Desde el salón, podíamos escuchar a la perfección la discusión entre mi madre y mi hermana.

—¡Es una locura! —Gritaba mi madre—. ¡Ni siquiera estás casada! Además, ¿quién es ese Dani?

—Se llama Dennis, mamá, y hablas como si estuviéramos en el siglo pasado. ¿Qué tiene de malo?

—¡Leonardo, ¿estás escuchándola?!

—Prefiero ignorar las estupideces. —La voz robusta de mi padre le dio seriedad al asunto—. Hablaré con el doctor.

—No voy a abortar, papá —se quejó mi hermana y a mí me costó deducir el significado de esa palabra. Por eso miré a Ricciardo.

—Bianca va a tener a un bebé —me susurró con paciencia, pero para entonces mi respiración ya se había contenido.

Mi hermana dio un portazo y salió de nuevo al jardín. La vi tomar asiento en las escaleras y enterrar la cara entre las manos con mucha exasperación. Me dirigí allí con sigilo.

—¡Ey, pequeñajo! —Advirtió forzándose en cambiar el gesto—. ¿Qué haces ahí? —Fui hasta ella y me senté entre sus piernas—. No creces ni a tiros, colega.

—No tengo prisa en hacerlo —dije preocupado porque mi cuerpo pudiera herir al bebé que había en su vientre.

—¡Bien dicho!

Me di la vuelta y la miré de frente.

—Si tienes un bebé, ¿podré seguir viéndote?

No quise disimular el miedo que me producía alejarme de ella. Bianca era la persona más preciada para mí.

—¿Pero qué dices, Enrico? —Me abrazó—. ¡Claro qué sí! Tú eres mi favorito, lo sabes.

—Ese Dennis nunca te querrá como te quiero yo —le susurré al oído, apretándome fuerte contra ella.

La noche cayó y el enfrentamiento entre mis padres y mi hermana no pareció transcender durante la cena. Es más, comentamos anécdotas y nos reímos de las payasadas de Enzo. Aquella fue la primera vez que trasnoché. Por eso al notar el aroma a madera quemada me sorprendió tanto estar en mi habitación. Seguramente mi padre me había llevado hasta allí.

Al colocar los pies en el suelo noté un extraño calor hirviendo en la planta de mis pies. Por el filo de la puerta se colaba un humo grisáceo que me encogió el corazón. A priori, creí que se trataba de una pesadilla muy vívida y me llevé las manos a los ojos. Me concentré en contener los temblores que me producía el miedo, pero el olor a quemado empezaba a asfixiarme. Y escuché un fuerte estruendo.

Gemí y me lancé a la puerta. Tenía que proteger a mi familia, tenía que proteger al bebé de mi hermana. El pomo abrasó mi mano, pero logré abrir la puerta, sin saber que terminaría estrellándome contra la pared. Las llamas me habían empujado y se colaron en mi habitación. Iba a ser imposible salir.

—¡Enrico! —La oí gritar. Bianca—. ¡Enrico, cariño!

—¡Bianca! —Eché a correr—. ¡Bianca!

Me dieron igual las quemaduras que me estaban provocando las llamas del pasillo al atravesarlas. Mi hermana me necesitaba… O quizás yo la necesitaba a ella y por eso corría tan desesperado.

La vi. Estaba junto a la puerta de la habitación de nuestros padres. Se había atado un pañuelo a la cara y espantaba las llamas con una sábana. En ese momento, escuché unos gritos. Alguien se estaba abrasando y me aterrorizó que se tratara de alguno de mis hermanos o mis padres.

El fuego crecía a mi alrededor. Los cimientos de aquella casa se tambaleaban. Íbamos a morir, estaba seguro de ello. Y de pronto un nuevo fogonazo. Algo se desprendió del techo justo cuando mi hermana me levantó del suelo y me apartó del lugar donde cayeron los escombros. Hubiera sido aplastado si no llega a ser por ella. Pero eso no fue lo que más me importó. Su rostro… Su hermoso rostro, estaba herido. Las ampollas de sus mejillas resaltaban.

—No respires sin esto, ¿de acuerdo? —Se quitó el pañuelo de la boca y lo colocó sobre la mía.

—¿Y tú? —protesté.

—Yo estoy bien.

—Tenemos que rescatar a mamá, papá y…

—Ellos ya están a salvo, cariño. —En realidad supe que me había mentido, pero algo de mí quiso creer esa verdad—. Vamos. Tenemos que saltar.

Me empujó hacia el alfeizar de la ventana. Pero le fue imposible gruñir de dolor. Al tiempo, las llamaradas nos rodeaban, desesperadas por capturarnos; era tan enorme la luz que desprendían que me cegaron. Me aferré con fuerza a los hombros de mi hermana. Ella no iba a decirme que la mitad de su cuerpo se había quedado atrapado en los escombros.

—Tienes que saltar —se esforzó en sonreír.

—No vienes conmigo, ¿verdad?

—Por supuesto que sí. —Dios mío, la odié tantísimo en ese momento.

—¡Mentirosa! —Aparté sus manos para volver a entrar en la casa. Pero Bianca me retuvo bien.

—Enrico… —gimió ella mientras sus lágrimas se mezclaban con las mías sobre mis mejillas.

—¡No, no, no!

—Lo siento mucho, cariño.

Entonces me empujó y se me cortó el aliento al estamparme contra la hierba humedad de mi jardín.

Bianca me observó con una sonrisa en los labios hasta el último instante. Hasta que las llamas la engulleron.

Sarah se llevó las manos a la boca al tiempo en que yo apretaba los dientes. Había empezado a sollozar al ver que mi mirada también se humedecía mientras mis dedos se clavaban en el tronco del árbol que representaba a Bianca.

—Estuve tres días inconsciente… —murmuré—. Lo primero que vi al despertar fue el rostro de Fabio. No dijo nada y supe que, en cuanto lo necesitara, podría enterrar mi cabeza entre sus brazos. Supongo que por eso rompí a llorar. —Me pellizqué el entrecejo y fruncí los labios creyendo que de esa forma podría detener mi ansiedad—. A partir de entonces fui incapaz de separarme de él.

Súbitamente, miré a Sarah. Fue como si una parte de mí me empujara a aferrarme a la realidad. Temí quedarme atrapado en mis recuerdos.

—No ha habido día en que no tuviera presente ese momento. Él los mató. —No fue necesario mencionarle porque Sarah supo bien que me refería a Angelo Carusso—. Y, por si no fuera bastante, más tarde me arrebató a mi hermana y a Fabio. Todo lo que he hecho, toda mi vida la he dedicado a mi venganza.

Agaché la cabeza, me acuclillé en el suelo y acaricié la tierra.

—Ahora ya podéis descansar en paz —susurré.

<<Ahora ya os he vengado.>>

Sarah se acuclilló frente a mí y me obligó a mirarla cogiéndome de la barbilla.

—Y tú también —musitó y la abracé dejando que mi cuerpo temblara y mis lágrimas cayeran sin tapujos.

Se mantuvo callada, me abrazaba con fuerza y besaba mi sien cada pocos minutos, atándome a ella, atándome a mi nuevo presente.

Me alejé despacio y besé sus dedos antes de esconder mi mano en uno de los bolsillos de mi pantalón. El oro brilló sobre la palma de mi mano un instante antes de que Sarah lo viera.

—Fabio rescató este anillo —jadeé sin apartar la vista de sus ojos grises—. Es lo único que me queda de mi hermana. Ahora quiero que lo tengas tú.

El corazón se me disparó, me latía tan deprisa que creí que se me saldría del pecho. Me oprimía el vientre y me abrasaba en la garganta. Era una emoción tan perturbadora como extraordinaria.

Se lo entregué. Sarah tembló al extender sus dedos.

—Dios mío… —sollozó.

—¿Te atreves a compartir el resto de tu vida conmigo?

Ella sonrió nerviosa entre lágrimas y jadeos.

—¿Tú que crees? —Y resoplé una sonrisa, sincera y nostálgica al mismo tiempo.

—En realidad, yo soy el único que debería estar de rodillas y todo ese rollo… —Sarah se lanzó a mí, tirándonos al suelo, y me besó.

—Te quiero. Muchísimo. —Lo mencionó mirándome a los ojos, volviéndome loco y robándome el poco control que pudiera tener.

—Soy completamente tuyo desde el primer momento, Sarah —le aseguré, frente a frente, manteniendo su cintura pegada a la mía—. Completamente tuyo, mi amor.

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