Mafia

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Tres meses después » Seremos tú y yo

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Seremos tú y yo

Kathia

Aquella mañana, la primera tras haber mirado a Cristianno bajo las estrellas de un cielo japonés, tuve la certeza de que al despertar todo mi cuerpo estaría bañado por la luz del sol. No sería una sensación inédita, ni tampoco distinta de otras ocasiones. Pero me causó una reacción que cerca estuvo de hacerme llorar. Quizás porque sentí que ese sería el primer día viviendo mi vida exactamente como quería.

Desde luego, en las últimas semanas, había experimentado la calma y lo que era sentirse desprovista de miedo y dolor, aunque todavía rondase cierta inquietud. Muy despacio, había ido habituándome a la normalidad; tomar un café, sentir la curiosidad por realizar un quehacer trivial, disfrutar de un momento improvisado. Pero, en ocasiones, cuando me deshacía de la ropa y veía la cicatriz en mi vientre, me era inevitable reproducir los momentos en los que temer era el motor de mi universo.

Cuando eso sucedía, levantaba la cabeza y observaba mi reflejo en el espejo. Casi siempre, Cristianno aparecía tras de mí y sonreía porque sabía que ese gesto me traía de vuelta a mi nueva realidad junto a él y a todas las personas que amaba.

Que esos recuerdos formarían parte de mí toda la vida, ya lo sabía. Que a veces sentiría debilidad y el peso de aquellos días aumentaría su protagonismo, también lo sabía. Pero que me había convertido en una nueva mujer, dichosa y satisfecha, era algo que todavía me costaba asimilar.

<<Deja que el tiempo cure lo que nada más puede hacerlo.>> Ken Takahashi sabía bien lo que decía cuando elegía hablar.

Tal vez ese consejo fue lo que me empujó a disfrutar como nunca de ese calor del sol sobre mi piel desnuda.

Cristianno

Había cogido la costumbre de observar a Kathia mientras dormía. La oía respirar hondamente, un aliento cálido surgiendo por entre sus labios. De vez en cuando tenía pequeños espasmos. Entonces acariciaba su vientre y notaba como su piel regresaba a la calma bajo mi contacto. Había sido así desde la noche en que casi fallece entre mis brazos.

Por eso mis padres comprendieron a la perfección mi deseo de viajar a Japón, llegando incluso a compartirlo conmigo.

No moví a toda mi familia de Roma para fingir un casamiento que ya no era necesario ni pretendía rescatar a Kathia. De hecho no necesitaba nada que certificara mi relación con ella porque la habría amado de todas las maneras. Pero quería darnos la oportunidad de experimentar el simbolismo del sentimiento que compartíamos. Se trataba de algo meramente alegórico tan necesario para mí como respirar o estar junto a Kathia. Una ratificación de que todo había terminado y ahora podíamos decidir cómo iba a ser nuestra vida. Acto que podía aplicarse a cualquiera de los míos.

Ese puente forrado de pétalos sobre un río suave bajo una luna creciente fue el escenario que vio el momento en que Kathia me besaba y susurraba en mis labios «Gracias por elegirme», como si conocerla no hubiera sido mi mayor recompensa.

Fui incapaz de tocarla esa noche. Permanecimos tumbados en aquel futón[1], mirándonos el uno al otro, asombrándonos en silencio de la multitud de momentos que todavía nos quedaban por vivir y que experimentaríamos con placidez.

Ahora nuestros deseos, nuestras ambiciones, nuestras decisiones no tenían margen de tiempo. Éramos jóvenes. Éramos libres. Y éramos dueños de nosotros mismos.

Es justo decir que pensaba precisamente en eso cuando dejé una pequeña nota para mis padres y Enrico en la recepción de aquel hotel en la ciudad de Nikkō[2]. Después regresé a la habitación. Vi a Kathia despertar. Y me la llevé conmigo.

Kathia

Cristianno no sabía a dónde nos llevaría aquella carretera. Simplemente conducía. Y farfullaba de vez en cuando al notar como el vehículo se le escoraba hacia un lado, señal de lo complicado que le resultaba conducir con el volante en la derecha.

Sonreí porque me gustaba el modo en que se le fruncía el ceño cuando se ofuscaba y, al mismo tiempo, empeñaba en algo.

—¿Te parece gracioso? —rezongó.

—Bastante.

—Me gustaría verte conducir a ti, monada.

—Recibiríamos una clase magistral de botánica. —Soltó una carcajada.

Miré al exterior. Por un instante me pregunté cómo sería sacar el brazo por la ventanilla y dejar que el viento se colara entre mis dedos mientras mi cabello se sacudía y mis ojos engullían la exuberante naturaleza.

De pronto escuché el chasquido de un mecanismo electrónico. El techo de aquel coche estaba abriéndose y el aire inundó el interior con elegante violencia.

—¿Por qué no lo pruebas? —sonrió Cristianno, observándome de soslayo.

No dudé ni un instante. Encogí las rodillas en el asiento, me enderecé y abrí los brazos dando la bienvenida a la sensación de liberación. Me sentí privilegiada, libre. Completamente conectada a esa tierra, a mí misma… A Cristianno.

Él sonreía abiertamente y disfrutaba de mi reflejo en el parabrisas. Acercó una mano a mi pierna y la rodeó con cuidado mientras yo cerraba los ojos. Me acerqué y besé la curva de su mandíbula.

La espesura del bosque que nos rodeaba aumentó. La copa de los árboles prácticamente ocultaba el cielo.

—Para el coche —murmuré y, casi al instante, Cristianno obedeció.

No teníamos límite de tiempo. Podíamos hacer lo que nos diera la gana. Así que abrí la puerta y eché a correr. No buscaba huir, ni esconderme, tan solo disfrutar de mi propia autonomía. Del hecho de hacer cualquier cosa en cualquier momento.

—¡No te oigo seguirme! —le grité a Cristianno.

Segundos más tarde, tenía sus brazos rodeando mi cintura y su cuerpo ejerciendo una fuerza que nos lanzó sobre la espesa hierba.

Nos besamos durante horas. Luego reanudamos la marcha para volver a parar una decena de veces más. Nos reímos a carcajadas, compartimos tabaco, comimos tirados en el suelo, hablamos de todo y nada. E incluso dejamos que nuestros gritos se perdieran en la nada. Simplemente fuimos Kathia y Cristianno.

—Tengo algo para ti —le dije al incorporarme. Nos habíamos tumbado sobre el capó de nuestro coche. Atardecía en aquella silenciosa y solitaria carretera.

—¿Ah, sí? —No disimuló su curiosidad. Lo que me puso un tanto nerviosa.

Cogí un sobre del bolsillo de mi vestido y lo coloqué sobre su pecho.

—Hoy es tu cumpleaños —susurré. Aquel sábado de julio Cristianno cumplía diecinueve años.

—Kathia…

Le detuve. Ya sabía lo que iba a decirme y, por mucho que yo fuera su mayor regalo, eso no iba a calmar mis ganas de entregarle algo.

—Cállate. Y ábrelo —le ordené.

Cristianno se tomó su tiempo antes de ver una llave reposando sobre la palma de su mano. La observó concentrado, asimilando todo lo que simbolizaba.

Lo habíamos hablado. Queríamos buscar un lugar que compartir, nuestro propio refugio, pero también sabíamos que disponíamos de tiempo para dar con algo que nos convenciera a ambos.

—Enrico me ayudó a prepararlo. Hemos comprado el edificio completo —admití porque Cristianno sabía perfectamente a qué lugar me refería. Aquella llave abría la asombrosa y elegante finca en Via Frattina, propiedad de mi hermano hasta hacía unos días—. He pensado que, cuando regresemos a Roma, podríamos iniciar las reformas. Sé que te gustan los espacios grandes. —Pero Cristianno no decía nada, tan solo me miraba con fijeza—. Tienes que decir algo, cualquier…

Aishiteru —me interrumpió de pronto.

—¿Qué significa? —pregunté nerviosa.

—Te quiero. —Y entonces me besó y lo hizo como si no hubiera podido hacerlo en mucho tiempo.

Cristianno

No era difícil imaginarme viviendo bajo el mismo techo que Kathia, ciertamente llevaba haciéndolo desde hacía unos meses. Pero no dejó de sorprenderme el hecho de tener en mi poder la llave que nos llevaría a compartir un mismo lugar, los dos a solas. A partir de ese momento, nuestra convivencia sería diferente, sería solo nuestra.

Ese pensamiento me persiguió hasta que entramos en la ciudad de Nagano. Misteriosamente, allí hacía un poco más de fresco en comparación a Nikkō. Supongo que se debía a que ya estaba anocheciendo.

No estábamos allí porque yo lo hubiera decidido. En verdad, si ese hubiera sido el destino que llevaba en mente, habría tardado unas tres horas en llegar desde que salimos. Sin embargo, habíamos pasado casi todo el día en carretera; divirtiéndonos como adolescentes y deseándonos como amantes.

Nunca había sentido el libre albedrio de esa manera. El arrancar el motor de un vehículo y dejarte llevar sin límites. Desde luego aquel viaje permanecería en mi memoria el resto de mi vida.

Atravesamos la ciudad, sin saber muy bien lo que hacíamos allí. Pero no importaba. El rostro de Kathia bien merecía la pena. Observaba todo con tal devoción que me tentó pasarme meses recorriendo el país de aquella manera. Le fascinaba la tierra nipona, y me encontré con que yo también había sido hechizado.

No nos costó encontrar un hotel. De hecho dimos con uno que disponía de baños termales y te metía de lleno en las raíces de la cultura japonesa.

—Podría acostumbrarme a esto… —susurró Kathia ante las extraordinarias vistas que teníamos desde los ventanales de nuestra habitación. Que hablara en ese tono de voz mientras el vapor que desprendía el onsen[3] privado que teníamos en el jardín se arremolinaba en sus tobillos, hizo que la atmósfera se tornara demasiado erótica.

—¿Sabes cuáles son las normas de un baño termal? —Mi aliento acarició su nuca. No la toqué, simplemente me acerqué con mucho sigilo.

—Dímelas. —Pero ambos sabíamos que ella las conocía. Aunque no había participado en la conversación, Kathia entendía suficiente inglés como para saber lo que nos había dicho la encargada de aquel lugar mientras nos guiaba hacia la habitación.

—Hay que lavarse bien… —Rocé la curva de sus caderas—…antes de introducirse en el agua… completamente desnudos. —Aquel pequeño jadeó que liberé se mezcló con un suspiro de Kathia. Hice una poca de presión en su vientre al rodear su cintura. Ella inclinó la cabeza hacia atrás—. Dicen que el agua está muy caliente…

—¿Ah, sí? —gimió ella al notar mi boca sobre su cuello. Las ganas por devorar su cuerpo empezaban a volverme loco.

—Sí…

—Tendremos que… probarlo.

—Exacto.

Se alejó y fue desprendiéndose del vestido conforme se dirigía al baño. Pude ver la curva del final de su espalda antes de que desapareciera tras regalarme una mirada que me enardeció.

Kathia

Una hora más tarde, salí de aquel baño con un fino albornoz blanco cubriendo mi piel. Apenas había luz. Tan solo la débil luminiscencia que desprendían los pequeños candeleros del jardín que colgaban del cenador sobre el onsen.

Cristianno ya estaba en el agua. Con los brazos apoyados en el bordillo de roca y los ojos cerrados. Aquella imagen suya, tan apacible y arrolladoramente sensual me cerró la garganta y disparó mi pulso. Casi me creí incapaz de caminar.

Sin embargo me pudieron las ganas de tenerle cuanto antes. Así que avancé, algo tímida, pero ansiosa por estar con él. Todavía tuve un poco más de tiempo para observarle sin que él se diera cuenta. La curva de la elegante musculatura de sus hombros, la terriblemente erótica forma de su clavícula y su pecho. Su boca entreabierta. Su respiración profunda y lenta. Ese extraordinario contraste entre lo japonés y Cristianno se grabó a fuego en mí.

—Hola… —Ya sabía que estaba allí. Y abrió los ojos estremeciéndome con su resplandor.

Me engulló con la mirada. Llegó hasta el último rincón de mi cuerpo, despertando mis necesidades más primarias. Esa noche haríamos el amor hasta perder el aliento.

Me detuve al filo del agua.

—No vas a darte la vuelta, ¿verdad? —Quise saber refiriéndome al hecho de desnudarme ante él.

No me avergonzaba que me viera desnuda (conocía muy bien mi cuerpo), pero de pronto noté cierto pudor. Supongo que era debido a la creciente e íntima excitación que se respiraba entre ambos.

Cristianno empezó negando con la cabeza.

—No. —Me gustó que fuera tan tajante.

Sonreí. Y tiré del lazó de mi cintura. El albornoz se abrió con lentitud mostrando una la línea de piel que iba desde mi cuello hasta el inicio de mi pubis. La potencia que desprendían los ojos de Cristianno aumentó considerablemente al ver como yo me hacía con la costura de la prenda y me deshacía de ella sin apartar mi mirada de la suya.

Totalmente desnuda, dejé que él me examinara mientras descendía al agua. Cristianno contuvo las ganas de saltar sobre mí mordiéndose el labio.

—Lo sobrellevas bien —bromeé. Él no era el único que podía disfrutar de mi desnudez. La suya comenzaba a ser consciente de mi cercanía.

—Ni de coña —afirmó con una bonita sonrisa.

Acepté la mano que me entregaba y me dejé llevar por su inercia. Cristianno apoyó mi espalda en su pecho, dejándome atrapada entre sus piernas.

—¿Qué les has dicho a tus padres y a mi hermano? —comenté asimilando el fuerte ardor de aquel agua.

—Que voy a escaparme contigo —me dijo bajito, descontrolándome, y me dejé de contemplaciones al darme la vuelta y besarle. Ese instante exigía nuestro contacto, ya hablaríamos cuando saciáramos la incitación.

Cristianno rodeó mi torso con sus brazos y me apretó contra él permitiéndome sentarme a horcajadas sobre su regazo. Se me cortó el aliento al notar la exquisita suavidad con la que su endurecido miembro acarició el centro de mi cuerpo.

—Nunca me acostumbraré a esto —murmuró mientras besaba mi cuello y rodeaba uno de mis pechos.

—¿A qué? —gemí arqueado la espalda para darle espacio.

—A estar contigo de esta manera. —Porque todas las veces eran como la primera vez, notando el mismo fuego enloquecedor que nos abrasaba cuando decidíamos tocarnos o simplemente mirarnos. Ese deseo fervoroso que insistía incluso en la distancia.

—No quiero que lo hagas —jadeé capturando su cabeza entre mis manos—. Quiero que pierdas el control siempre que te bese. —Clavó sus dedos en mis caderas y tiró de ellas hasta pegarme a las suyas.

—Cuidado con lo que deseas, Kathia… —Podría haber alcanzado el clímax con el modo que tuvo de nombrarme, tan provocador y siniestro. Mirándome a los ojos, sus dedos se deslizaron por mi piel y me hicieron contener una exclamación al sentirlos—. Aunque no te tocara, perdería el control contigo, mi amor.

Comenzó a acariciarme. Primero formando círculos lentos y después entrando y saliendo de mí. Aumentaba la presión cuando nuestras miradas se encontraban. Me sostenía para que el deseo no me empujara. Creo que podría haberme desmayado por la tremenda necesidad que se estaba estableciendo entre mis piernas.

—Cristianno… —Su boca absorbió mis gemidos.

—¿Lo notas? —Por supuesto que lo notaba, pero…

—…No es suficiente. —Estaba empezando a retorcerme del placer, temblaba, me asfixiaba y deseaba más y más de él—. Sabes que… que quiero más. —Tartamudeé.

—¿Cómo lo quieres? —Su lengua perfiló mi garganta—. Dímelo, Kathia.

—Ah, de todas las maneras. Hasta que ya no… no me queden fuerzas.

Entonces me cogió de las caderas y me levantó a pulso. Conmigo en brazos, completamente aferrada a él, nos sacó del agua, entró en la habitación y me tumbó en el futón. Al principio creí que sus movimientos serían intensos, pero me equivoqué. Cristianno decidió tomar las riendas y disfrutar de aquel momento lentamente, hasta desgarrarnos.

—¿Te haces idea de lo preciosa que eres? —siseó observándome con devoción. Eso me arrancó un sollozo. Tiré de él, cogiéndole del cuello.

—Te quiero —suspiré con cierta agonía.

Ahora le entendía cuando me decía que al mencionar esas dos palabras no se sentía satisfecho, y es que no terminaba de mostrar la inmensidad de nuestros sentimientos.

Esa vez, cuando abrí las piernas y permití que Cristianno se acomodara entre ellas, no hubo preámbulos ni intrigas con las que jugar. Ni él quiso que fuera un sexo corriente, ni yo se lo exigí. Tan solo entró en mí con una delicada profundidad hasta saberse completamente dentro. Luego me embistió arrancándonos un gemido a los dos que nos catapultó a las estrellas.

Tenía la definición de mi existencia entrando y saliendo de mi cuerpo, a su antojo, a su ritmo. Enloqueciéndome.

Cristianno Gabbana era mi perfecto e íntimo universo.

Cristianno

Decidí consumirme en sus ojos plata, entregárselo todo hasta que ninguno de los dos supiera donde empezaba uno y termina el otro. Tenernos de ese modo definía todas nuestras ambiciones y deseos. Nuestro mundo.

Kathia se aferró a mi espalda, con fuerza, apretando sus caderas contra las mías. No quería que hubiera espacio entre nosotros y eso provocó que mis embestidas fueran incluso más intensas.

Me pausaba, procuraba que me sintiera lento y por completo. No buscaba simplemente hacer el amor. Quería que fuera algo mucho más poderoso. Una declaración absoluta de mi devoción por ella. Y Kathia se dio cuenta. Quizás por eso empezó a llorar entre gemidos descontrolados y jadeos temblorosos. Me acerqué un poco más. Su corazón se estrellaba contra sus costillas e impactaba en mi pecho con violencia. Pero no le sucedía solo a ella. El mío también había adquirido un ritmo endiablado. Notaba como una fina capa de sudor sustituía la humedad de nuestros cuerpos y se nos pegaba a la piel, el calor aumentando hasta quemarnos. Cada caricia estremeciéndonos y sus lágrimas pegándose a mis mejillas.

No me detendría porque Kathia no quería que lo hiciera y yo no concebía apartarme de ella.

Si alguien me hubiera dicho que vería a la mujer de mi vida llorar por culpa de mi contacto, habría creído que eso era imposible.

Temblé al mismo tiempo que Kathia, y entonces estallamos. Llegué al orgasmo, dentro de ella. Mientras la miraba a los ojos y dejaba que su boca absorbiera hasta el último de mis quejidos.

Perdí la cuenta del tiempo que estuvimos abrazados. Solo fui capaz de concentrarme en el modo en que mi cuerpo volvía a la calma rezagado en el interior de Kathia mientras ella dibujaba mi espalda con la yema de sus dedos.

Era el momento perfecto para saborear aquella sensual calma. Sin embargo mi mente quiso volar y lo hizo sin control. Volviendo al principio. Al día en que la vi con el uniforme de San Angelo por primera vez y algo de mí enseguida supo que la amaba. Me tentó reír al recordar su arrogancia de entonces, y luego me tentó llorar y enfurecerme al verla cubierta de sangre.

Acerqué mis dedos a su vientre y acaricié la cicatriz, y como si de una película se tratase, repasé involuntariamente cada uno de los instantes vividos hasta llegar a esa habitación japonesa.

—Prométeme una cosa, Gabbana… —murmuró Kathia buscando mi mirada—. Prométeme que será eterno.

Mis promesas… Absolutamente todas mis promesas se cumplían.

—¿Acaso lo dudabas, Materazzi? —Había sido creado para estar con ella—. Tú eres y serás mi única compañera.

<<Será eterno… y un poco más, ¿verdad, Fabio?>> Besé a Kathia sabiendo que mi pensamiento había sido escuchado.

Gracias por todos estos años,

por todos esos momentos.

Pero, sobre todo, gracias por darme la

oportunidad de conoceros.

Y por estar ahí.

Mafiosos por siempre.

Os espero en la siguiente aventura.

¡Os quiero!

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