Mafia

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Segunda parte » 30

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30

Kathia

Quizá debería haber mirado a Enrico una vez más antes de que un helicóptero aterrizara en la azotea y le evacuara junto con Sarah, pero no pude. Ni siquiera entendía cómo demonios era capaz de mantenerme erguida. Una parte de mí pensó que sí no miraba, probablemente viviría. Qué gilipollez…

Aquella podía ser la última vez que le hubiera visto con vida. ¿Cómo iba a soportar esa carga? ¿Cómo iba a poder continuar existiendo sin él a mí lado? No era justo para ninguno de los dos. Y tampoco lo era que mi mente fuera incapaz de reaccionar. Debería haber encontrado valentía, la misma que tuve al extraer la bala de su pecho, y haber subido con él a ese maldito helicóptero. Era una mala hermana. Por mi culpa, por mis deseos, por mi rebeldía, Enrico iba morir.

Me tambaleé al ponerme en pie mientras el fuerte viento provocado por las aspas de helicóptero me rodeaba y empujaba. No miré hacia él hasta que se colocó frente a mí y emprendió su marcha a través del cielo.

Entonces una fuerte soledad me invadió. Sentí cómo mi corazón se abría paso en mi pecho y volaba junto a Enrico. De alguna manera, mi fuero interno insistía en rebelarse contra el shock que me inundaba, pero no bastaba. No era suficiente.

—Cristianno, tenemos que evacuar. —Esa era la voz lejana de Thiago, que acababa de entrar algo precipitado en la azotea. Él, Valerio y varios hombres más habían venido a cubrir nuestra salida del hotel.

—De acuerdo. —Cristianno respondió por inercia, pero no me hizo falta prestar demasiada atención para saber que él no podía dejar de analizarme. Con un poco de suerte, Cristianno comprendería mejor que yo porqué demonios no era capaz de reaccionar.

Y de pronto noté una descargar al mismo tiempo en que alguien caía. Ajena al motivo, mi corazón se detuvo un instante antes de asfixiarme con sus latidos. Enrico no iba a ser el único herido grave allí.

Me di la vuelta, asustada, temerosa de encontrarme con más muerte. Honestamente esperé que mis instintos se hubieran equivocado y aquella reacción se debiera a que poco a poco empezaba a controlarme.

Vi como Eric se aferraba a los brazos de Diego. Estaba tirado en el suelo mientras el Gabbana le sostenía. Él todavía no sabía que estaba pasando, pero a ninguno nos hizo falta obtener una explicación para ser conscientes de la sangre que empapaba la chaqueta de Eric.

Posiblemente había resultado herido en la carretera, antes de su caída, y había resistido por querer ayudar, por no darle importancia al hecho de que esa podía ser la bala que terminaría con su vida.

Sin apenas fuerzas, avancé un par de pasos. Cristianno enseguida echó a correr hacia su amigo y se acuclilló junto a él intentando buscar el foco de la herida. Por su mirada me di cuenta que se encontraba en el lumbar.

—No dejes que me vaya, Diego —tartamudeó Eric antes de que el Gabbana acariciara su mejilla y negara con la cabeza. Seguramente no lloraría, pero no hacía falta que lo hiciera para que Eric y los demás comprendiéramos el dolor que estaba atravesando—. No me dejes ir, por favor —sollozó enredando sus dedos con los de Diego.

Jadeé al ver como mi amigo cerraba los ojos con lentitud. Solo tenía diecisiete años… Solo era un niño…

Me llevé una mano a la boca y presioné con fuerza notando escozor en los ojos. No, todavía no era capaz de llorar, pero aquella reacción indicaba como mis emociones estaban colisionando entre sí. Ignoraba si aquello estaba sucediendo rápido o lento, pero estaba segura de que era muy destructivo.

—No… —gimió Diego aferrándose a Eric—. No, no. Eric. Eric… —Y tembló con brusquedad mientras el cuerpo de su amante yacía inconsciente pegado a su pecho.

La respiración de Cristianno se desbocó. Tal vez nadie se dio cuenta, pero yo pude ver el modo en que se descontrolaba. No era rabia lo que sentía, ni tampoco miedo. Si no la misma mezcla de sentimientos que a mí me bombardeaba. Jadeaba, el aliento se le amontonaba en la boca mientras contraía los brazos creyendo que así dominaría la situación. Apretó los puños, observó a su hermano y a su amigo y después miró hacia esa parte del cielo por la que había desaparecido Enrico y Sarah.

No servía de nada saber que uno de nuestros más grandes enemigos yacía muerto a unos metros por debajo de nosotros. No servía de nada…

Aun así, Cristianno siempre había sido más fuerte que yo. Deshizo el abrazo de su hermano, acomodó sus brazos entorno al cuerpo de su amigo y lo levantó del suelo tras emitir un gruñido.

Con Eric entre los brazos, observó a Diego. No hizo falta que le hablara para que este entendiera que debía resistir si sentía algo real hacia Eric.

Tras eso, abandonó la azotea con Thiago.

—Tienes una oportunidad —le dijo Valerio, mirándole desde arriba, consciente de todo lo que estaba sintiendo su hermano mayor. Pero al ver que Diego no reaccionaba, tiró de él hasta ponerle en pie—. Si te quedas ahí parado, no conseguirás nada —masculló, le empujó y después se fue dejándonos a los dos solos.

Lentamente, caminé hasta él. No necesitaba saber qué había pasado entre Eric y Diego para darme cuenta de que entre ellos había amor. Precisamente eso fue lo que me hizo comprender como se sentía mi cuñado. Era el mismo dolor que yo sentía. Ambos podíamos perder a alguien querido.

Solo me faltaba un paso para tocarle, pero de pronto me detuve y me dije a mí misma que nada de lo que hiciera podría servir de mucho, pero que serviría mucho menos siquiera intentar hacer algo.

Cogí la mano de Diego y tiré de él.

Abandonaríamos juntos ese maldito hotel.

Sarah

La posibilidad de que Enrico pudiera morir cobró mucho más sentido cuando llegamos a nuestro destino. De pronto temí que aquellos médicos no fueran capaces de salvarle en un lugar como ese. Era un búnker que estaba a varios metros bajo tierra. Rodeada de roca y un sistema de seguridad militar.

En Prima Porta.

La nueva y secreta sede Gabbana.

Pero tras unos segundos me dio igual el dónde y el cómo. Solo necesitaba que Enrico continuara respirando.

Mis pasos se habían adaptado al ritmo frenético que impusieron los sanitarios. Empujaban la camilla mientras controlaban las constantes de Enrico. Ni siquiera me di cuenta de hacia dónde íbamos o de la gente que había allí, solo podía mirarle a él y el modo en que su piel había palidecido. Su mano fría pegada a la mía.

Nos adentramos en un pasillo, estaba tan iluminado que tuve que entrecerrar los ojos. Olía a desinfectante y hospital. Aquel lugar estaba habilitado para emergencias sanitarias, disponía de quirófano.

Miré al frente al tiempo que veía como dos doctores ya uniformados empujaban las puertas y se acercaban hacia nosotros a grandes pasos.

—¿Qué tenemos? —dijo uno de ellos, con voz grave y denotando una seguridad que aumentó el ritmo de mis lágrimas.

—Barón, 27 años —respondió el sanitario que mantenía la respiración asistida de Enrico. Un enfermero me alejó de él—. Posible neumotórax traumático por arma de fuego. No descartamos hemorragia interna…

Pero no pude terminar de escuchar.

—Debe quedarse aquí, señorita —me dijo con amabilidad mientras Enrico y el equipo médico desaparecía tras la puerta.

Quise ir, quise correr hasta él y gritarle que viviera. Sin embargo me aferré a aquel hombre y le miré a los ojos.

—Por favor… —sollocé con violencia—. Tiene que salvarlo, por favor… —Una súplica que solo obtuvo una caricia por respuesta.

Aquel enfermero desapareció dejándome sin fuerzas.

Me arrodillé en el suelo, frente a la puerta, y rompí a llorar en silencio mientras sentía como todo mi cuerpo se convulsionaba por la fuerza del llanto. Si Enrico moría no me importaba en absoluto irme con él.

Sentí una mano sobre mi hombro y cómo esa calidez que desprendía se extendía por mi espalda enfrentándose a mi dolor. Supe quién era, supe que resistía por entereza, quizás también por mí, pero que también sufría. Silvano iba a perder al hombre que quería como a un hijo.

—Va a morir por mi culpa —gemí cabizbaja, saboreando mis lágrimas—. Por protegerme.

—Entonces será una muerte noble. —No lo dijo con la intención de prepararme para su muerte, sino para borrar todo rastro de culpa en mí. Silvano sabía que me reprochaba.

Levanté la cabeza y le miré desafiante desde el suelo. Silvano parecía incluso más grande desde aquella perspectiva.

—¿Qué tiene de noble morir? —gruñí tras sorberme la nariz.

Esa mirada suya se clavó en la mía con poder y rotundidad.

—Nunca reproches las decisiones de un hombre que sabe amar. —Me cogió del brazo y tiró de mí hasta colocarme frente a él—. No tienes derecho a robarle ese sentimiento, Sarah. —No fue brusco. Ni siquiera un ápice. Toda su voz inundó mi cuerpo e hizo que el llanto fuera incluso más duro.

—Yo solo quiero que viva, Silvano. —Me derrumbé sobre él sabiendo que me protegería. Y así lo hizo. Silvano me abrazó con tal fuerza que olvidé donde empezaba su cuerpo y terminaba el mío.

Lloré hasta quedarme sin fuerzas.

—Señor —dijo Gio, uno de los esbirros que apareció allí—, tenemos otro herido. —Lo dijo cabizbajo.

—¿Quién? —preguntó Silvano, sin valor a mirarle. Apretó con fuerza la mandíbula.

—Eric Albori. —Se me cortó el aliento.

Cristianno

Solo se oía el silencioso rumor del motor de aquel Lexus LC entremezclándose con la respiración tímida y contenida de Kathia. En mi caso, mi aliento siquiera parecía manifestarse.

Habíamos dejado el hotel aprisa. Thiago decidió que lo mejor era separarnos, así que cogí a Kathia y me la llevé conmigo optando por dar el rodeo más largo hasta Prima Porta.

Cuando mi padre dijo que había organizado un protocolo de evacuación como vía de escape, no creí que llegaríamos a necesitarlo. Y mucho menos que todo dependería de ese plan. Ahora, toda mi familia y cualquiera de nuestros aliados estaban condenados a esconderse en una sede bajo tierra si quería vivir.

No quise mirar a Kathia. En ese momento no necesitaba palabras vacías o caricias que intentaran reconfortar, mucho menos si venían de alguien tan herido como ella. Nos conocíamos bien. En situaciones como aquella lo mejor era esperar. Quizás esa era la mejor cura.

Así que mantuve mi mirada en la carretera mientras el silencio se prolongaba y nos engullía. Nos dirigíamos a Prima Porta.

—Para el coche. —Un susurro lúgubre y distante.

Obedecí casi de inmediato y detuve el coche en el arcén de aquella carretera desierta junto a una arboleda, cerca de Labaro. Kathia abrió la puerta y salió del coche. Se movía con lentitud. La ropa y el chaleco magullados y llenos de polvo, todavía un poco húmedas, el cabello enredado pegado a la cara.

Apreté el volante y los dientes antes de apagar el vehículo. Y la miré creyéndome su peor enemigo. Volver a pensar en lo mismo, en mi culpa, en mi insistencia en seguir amándonos, no me devolvería una buena respuesta. Solo quedarían los errores que habíamos cometido.

Allí ya no había culpables, solo actos, hechos. ¿Qué más daba quien los hubiera provocado?

Kathia empezó a respirar acelerada y miró al cielo.

Lo entendí. Comprendí porqué me había pedido que me detuviera. Había llegado el momento de despertar de su shock, de reaccionar. De derramar las lágrimas que deseó liberar en la azotea y no pudo.

Salí del coche al tiempo en que ella se llevaba las manos a la cara. Los hombros le temblaron, se convulsionaban. El llanto poco a poco se hacía un fuerte protagonista.

Y entonces todo mi mundo se derrumbó bajo aquella mirada que me entregó. Me pedía ayuda, me preguntaba si todo saldría bien, si su hermano viviría, si algún día podría estar junto a mí sin temer. Pero ¿qué podía decirle yo en ese momento? ¿Qué podía hacer para ahorrarle ese sufrimiento?

<<Resistir.>>

Fui hasta ella y rodeé su cuerpo con mis brazos sin saber que ella se abandonaría a mí con tanta desesperación. Mi contacto aumentó el ritmo de sus sollozos, pero no me importó. No pensé en ahorrarle ese momento, habría sido estúpido enterrar esa necesidad. Solo me quedaba luchar por transmitirle hasta qué punto estaba implicado con ella.

Ambos los sabíamos. <<Te seguiré allá donde vayas… Incluso después de la vida.>>

Su nariz rozó mi cuello. Noté como sus lágrimas se me resbalaban por la clavícula, y la abracé con más fuerza.

Si el tiempo decidía detenerse, aquel era un buen momento, con Kathia entre mis brazos y el dolor y el amor repartiéndose a partes igual entre nuestros cuerpos.

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