Mafia

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Segunda parte » 40

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40

Sarah

Dicen que desear algo sin pensar en el daño que se puede causar en los demás es demasiado egoísta. Y yo lo era. Mucho.

Probablemente mi muerte daría de qué hablar. Provocaría un vacío, quizás también dolor. Causaría desconcierto y tal vez tormentos. Pero no me importaba lo que podía dejar en vida, sino lo que iba a encontrarme tras la muerte.

Un pensamiento egoísta me llevaba hasta los brazos de Enrico. Los Gabbana, Kathia, todos mis amigos, tendrían que entenderlo. Tendrían que aceptar que me costaría vivir sin tener a ese hombre a mi lado.

Pero un simple colapso no te roba la vida. En todo caso, la empeora. Porque estaba despertando y poco a poco volvía a ser consciente del sufrimiento que me esperaba.

Todo comenzó con un extraño hormigueo en las piernas, y también un frío intenso que había penetrado en mis huesos. Era pura reacción emocional, no tenía nada que ver con una indisposición física. Mi mente no quería despertar y tener que gestionar que Enrico había muerto.

El rastro de un contacto ajeno sobre la palma de mi mano. Y después rodeando mi rostro con demasiada delicadeza.

Pude temer, y creo que en cierto modo lo hice; fue inevitable pensar que tal vez Enrico se despedía de mí. Pero ese contacto ni siquiera me dejó continuar pensando.

Lentamente abrí los ojos. Y lo primero que vi fue un azul capaz de detener el transcurso del tiempo. Ese azul intenso como el cielo, moteado de amatista.

Con pulso tranquilo, levanté una mano y la llevé hacia su rostro. Ese calor que desprendía su piel sobre la yema de mis dedos. El modo en que su aroma despertó hasta el último rincón de mi cuerpo. Todo aquello no podía ser la muerte.

Exhalé y me incorporé rauda notando un extraño vaivén en la cabeza. De pronto me ardía el cuerpo, me quemaba, y mi propio aliento me estaba asfixiando. Enrico me observaba, sentado en el filo de mi cama. Vivo.

—La máquina… —No pude hablar más. Me llevé la mano a la boca en cuanto empecé a sollozar.

Enrico se acercó un poco más mostrando media sonrisa y observándome con exquisita dulzura. Fue su forma de tranquilizarme, o al menos eso creía.

—Yo fui quien retiró los cables, Sarah —confesó al tiempo en que yo cerraba los ojos.

—Di por hecho que habías muerto. —Di por hecho que no podría volver a verle a menos que yo le siguiera.

Y entonces pensé en el momento en que Enrico se arrodilló en el suelo de la azotea y me miró a los ojos porque pensaba que íbamos a morir de aquella manera.

—Te equivocaste —susurró acariciando mi frente con la suya—. ¿Recuerdas lo que te dije una vez? —Me bastó mirarle para saber lo que estaba recordando, y yo cogí su rostro entre mis manos y me acerqué un poco más a él, hasta casi rozar su boca.

—«Crees que dejaría esta vida sabiendo que tú estás en ella.» —Cité su frase mientras mi mente evocaba el recuerdo de aquel día en que amanecí por primera vez junto a él.

—Exacto —gimió. Y después dejó que acariciara su rostro, rincón por rincón, mientras saboreaba mis caricias.

Jamás creí en las segundas oportunidades hasta que me vi allí, tocando al hombre al que amaba sin miedos ni restricciones.

Enrico capturó mi mano y sin dejar de mirarme la guió hasta colocarla sobre su herida. Latió bajo mis dedos un instante antes de que sus labios envolvieran los míos. Enrico no me besó con euforia, ni tampoco con deseo. Ese beso pretendía hacerme sentir su vigorosa vida hormiguear en mi boca, sobre mi lengua.

Me perdí en él, en la maravillosa sensación de saber que volvía a tenerle y que me apretaba contra su cuerpo deseando más, pero disfrutando de un dulce contacto.

Mauro

—¡Papá, mírame! —Me oí gritar. Y de pronto mi mente evocó a la perfección la oscuridad del aeródromo y la mirada perversa de Alessio Gabbana. En mis recuerdos, aquellas pupilas azul pálido brillaban de una forma sobrecogedora.

—Tú no eres mi hijo. —Alessio sonó como si quisiera destruirme, y en realidad sentí que así era. Me sobrevino un fuerte dolor en el pecho y después le siguieron miles de pinzamientos por todo mi cuerpo. No pude mantenerme en pie.

Pero cuando creí que me desplomaría en el suelo, mis ojos se abrieron como un resorte y volví a la realidad entre convulsiones nerviosas.

—¡Ey! —Exclamó Cristianno, que se levantó rápidamente del sofá que había instalado al lado de mi cama—. ¿Estás bien? —Preguntó retirando el sudor de mi frente con el reverso de su mano. Esa caricia suya me ató a él con más intensidad que nunca.

—Tengo sed —jadeé con la boca pastosa.

—Espera. —Mi primo cogió un vaso de agua y lo acercó a mis labios mientras me ayudaba a incorporarme—. Toma. —Bebí sabiendo que varias gotas de agua se derramarían.

Cristianno las limpió tras haber dejado el vaso sobre la mesita.

Después hubo silencio. Me dolía todo el cuerpo, notaba las heridas latiéndome en la espalda, pero no me importaba porque Cristianno estaba allí como me había prometido. Siempre cumpliendo sus promesas…

—Lo sabes, ¿verdad? —murmuré mirándole de reojo. Aunque siendo honestos me llamó mucho más la atención el enorme reloj de agujas que había colgado de la pared de enfrente. Marcaba las tres y cuarto de la madrugada—. Seguro que sí. Puede que incluso lo supieras desde hace mucho.

Y que no me lo contara me habría dolido, pero lo habría entendido. ¿Cómo se le cuenta eso a un compañero? De hecho, ya habíamos pasado por situaciones similares y sabíamos perfectamente lo que dolía tanto para el que lo dice como para el que lo descubre.

Cristianno apoyó los codos en el filo de la cama y unió las manos mientras agachaba la cabeza para coger aire.

—Ken Takahashi regresó conmigo de Tokio —admitió—. Me lo contó ayer.

Resoplé, en el fondo, me contentaba que no me lo hubiera ocultado. Después sonreí y miré el techo sintiéndome algo pequeño.

—Siempre pensé que tú podrías haber sido mejor hijo de Fabio que yo.

—No digas gilipolleces —espetó Cristianno.

Acerqué mi mano a su brazo.

—¿Qué ha pasado? —Quise saber—. ¿Cómo ha podido irse todo a la mierda de esta manera? —Había estado encerrado cuatro días hasta que mi primo y nuestro equipo me salvaron. En todo ese tiempo debían de haber pasado miles cosas y quería saberlas. Quería sentirme el Mauro de siempre cuanto antes.

—No lo sé —resopló Cristianno—. Pero lo importante es que tú estás bien.

—¿Y tú, lo estás? —Su silencio me dio la respuesta. Estaba tranquilo porque Kathia estaba allí con él, pero eso no lo era todo. No aseguraba su protección—. Debes contármelo, Cristianno. Tengo que saberlo.

Seguramente pensó que no era el momento, pero se dio cuenta de que no podría evitar insistir. Sin embargo, eso no le ahorró a Cristianno sentirse como si le hubieran lanzado una piedra de cien kilos sobre la cabeza. No hacía falta que me contara mucho para suponer por su mirada que habían sido días tremendamente difíciles.

—Todo marchaba hasta que llegué a Japón con Kathia y descubrí que tú no estabas —confesó mirándome de reojo.

Continuó explicándome todo, paso a paso. Me contó que al llegar al aeródromo les esperaba un grupo de esbirros, que Valentino y Angelo sabían toda la verdad sobre nosotros, que Alessio había sido la rata. Y que eso desembocó en un tiroteo que les llevó hasta el hotel donde pudieron evacuar a Enrico y Giovanna.

—¿Cómo demonios supieron que aterrizaríais? —Esa era una información de la que no gozaba Alessio.

Entonces Cristianno suspiró y se levantó del asiento. Con las manos guardadas en el bolsillo, se puso a caminar de un lado a otro.

—Valentino obligó a Giovanna… —No hizo falta que dijera más.

Apreté los dientes y me concentré en él para detener la ira que buscaba desatarse en mi interior.

Me confesó que Angelo había muerto, que Enrico había resultado herido y que…Eric estaba en coma.

—¿Despertará? —pregunté notando el cosquilleo de las lágrimas en los ojos. Que mis compañeros, con los que me había criado, estuvieran heridos me proporcionaba una sensación de impotencia muy agria.

—No lo sabemos. Pero yo estoy seguro de que sí. —La forma que tuvo de admitirlo me llenó de optimismo—. Debemos confiar. —Me dio la mano al volver a sentarse.

Me sorbí la nariz y me pellizqué entrecejo verificando que no me había puesto a llorar como un gilipollas.

—¿Las chicas están bien? ¿Sarah y Kathia?

—Dentro de lo que cabe, sí, lo están. —Cristianno me miró al tiempo en que alzaba las cejas y me mostraba una sonrisilla, sabía lo que iba a preguntarle a continuación.

—¿Y Giovanna?

Chasqueó la lengua y enseguida reconocí que ahora le tocaba el turno a sus comentarios más burlones.

—Todavía sigo pensando que si lo digo en voz alta me saldrá un puto salpullido, pero tienes una buena novia —confesó incrédulo. Que admitiera eso, era bastante chocante. Aunque también lo era que yo me hubiera enamorado de ella.

—Ni siquiera sé si lo es —murmuré.

—No me jodas, ¿eres tonto o qué? —Empezó a pellizcarme—. ¿Te dieron un golpe en la cabeza?

—Capullo. —Solté una carcajada que él adornó con una sonrisa cómplice.

Hasta que volvió a ponerse serio. Miró la nada y cogió aire.

—Está demasiado implicada, Mauro —me confesó y me pareció que se ponía a recordad algo. Tal vez una conversación con ella—. Demasiado. Me lo ha dicho, a mí. —Ahí estaba.

—¿Dónde está? —Necesité saber.

—Bueno, la eché mientras podía —bromeó de nuevo.

—Voy a arrancarte las pelotas, ¿lo sabes, verdad?

Tras unas risas, volvió a mirarme.

—Está aquí. Y te necesita, mucho.

Cerré los ojos y la imaginé. Todavía no la había visto. El recuerdo más cercano que tenía de ella era durante nuestra despedida. Realmente empezaba a necesitar tenerla junto a mí.

—Joder, no pensé que hasta quemaría. —Y lo hacía, mucho, de una forma muy insistente que se duplicaba en cuanto tenía a la Carusso cerca—. Cuando me burlaba de ti, no pensé que estarías pasando por esto.

—Te acostumbrarás. —Cristianno me palmeó el hombro y creí que continuaría con su tono bromista, pero me equivoqué—. Ha dado la espalda a su familia. No le ha importado quedarse sola. No se me ocurre mejor demostración —explicó—. Ahora duérmete de una puta vez. Me está empezando a doler la cabeza.

Se desplomó en el sofá mientras yo echaba mano a la mesita. Una enfermera, con un pecho majestuoso, me había dejado unas pastillas por si acaso las necesitaba.

—Tómate una de estas, son masticables. —Se las lancé a

Cristianno sabiendo que este cogería una.

Se la metió en la boca y puso una cara de interesante mientras las saboreaba.

—Sabe a… ¿regaliz?

—No, es cola —le corregí sonriente.

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