Mafia

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Tercera parte » 48

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Cristianno

Había nubosidad. Pero esa repentina falta de luz a mitad de la tarde no le restó luminosidad a la que había sido la habitación de Kathia en la mansión.

Cuando entre allí, todo olía a ella. Era inevitable pensar en su cuerpo extendido sobre aquella enorme cama o en su húmeda desnudez saliendo del baño y caminando de puntillas al vestidor. Casi me parecía estar viéndolo en directo, como si fuera una especie de espectador invisible venido de otra dimensión.

Hubo un tiempo en que me moría de ganas por ser el chico de los sueños de Kathia, por poder entrar libremente a esa alcoba y esperar por ella mientras observaba el jardín desde su ventana. La emoción prohibida de hacer el amor locamente en un lugar que me había sido vetado.

Supongo que por eso temblé al notar que alguien más entraba en la habitación, había conseguido que esos pensamientos se hicieran realidad.

Desvié un poco la cabeza. Yo ya sabía que Kathia se acercaba sigilosa y que no hubiera querido interrumpir la intimidad que estaba compartiendo con mis emociones, pero es que ella era la protagonista.

Miré de nuevo hacia la terraza, acomodando mis manos dentro de los bolsillos del pantalón.

—Estaba recordando la noche en la que trepé hasta aquí y entré en esta habitación —comenté dejando que mi imaginación volara. Aquel fue el primer beso que di y me robó por completo la razón… Kathia rodeó mi cintura con sus brazos y apoyó la cabeza en mi hombro—. Todavía me parecía increíble que por aquel entonces no te hubiera besado. Y ni siquiera sé cómo pude resistirme.

Su aliento me acarició la mejilla.

—¿Lo hiciste? ¿Te resististe? —murmuró.

—Desde el primer momento. —No hubo un instante en que pudiera sacarla de mi mente. Me di la vuelta y atraje su cadera hacia la mía, que lentamente despertaba—. Haces que me descontrole. Y no me canso de ello —susurré en su sus labios al tiempo en que Kathia los entreabría.

—¿Ni un poquito?

—¿Buscas enfadarme? —Era una broma que murió en mi lengua al colarse dentro de su boca.

No era el mejor momento para dejarse llevar, pero me importó una mierda todo lo que nos rodeaba y repetí la maniobra que hice la noche en que ya no pude resistir la locura por besarla.

La empujé hacia el escritorio y la senté sobre la madera aprovechando el gesto para colarme entre sus piernas. La excitación llamó a mi cuerpo y yo le di paso al notar como la yema de los dedos de Kathia se me clavaban en los omoplatos. Ella jadeaba entre beso y beso, gemía con la presión de mi cuerpo y movía su cintura sabiendo que de esa forma me hacía perder la razón.

Me quité la chaqueta a tirones y ella se deshizo de su jersey de la misma manera, quedándose con una camisetita capaz de marcarle los senos a la perfección. Hundí mi boca en ellos y los mordisqueé mientras ella desabrochaba mi cinturón.

Llevé mis besos hasta su cuello y lo lamí reteniendo el poco control que me quedaba.

—Ahora mismo no querría que me hicieras el amor. —jadeó Kathia y entendí perfectamente a lo que se refería, quizás por eso un escalofrío atravesó el centro de mi cuerpo pidiéndome más. Me exigía meterse dentro de Kathia. Y ella se dio cuenta, y abrió aún más las piernas.

—Tendrás que ser más concreta —susurré en su clavícula.

Llegados a ese punto, quería ser lascivo, quería oírle decirme las cosas de una forma obscena, sin tapujos. Porque ya no había barreras entre los dos y podíamos ser libres. No contener nada de lo que sintiéramos.

—¿Por qué me haces esto? —Suspiró.

Se había dado cuenta de mis intenciones y en respuesta cogió una de mis manos y la acercó a su sexo. Hizo la presión necesaria para que ella gimiera y yo me volviera loco por lamer aquel tramo de piel.

—Porque ahora en lo único que puedo pensar es en terminar de corromperte. —La excitación me hizo gruñir—.Contaminarte por completo… —Uno de mis dedos tocó el punto más erógeno de su cuerpo y Kathia se deshizo en mis brazos echando la cabeza hacia atrás.

Ella era ese tipo de mujer magnánima, a la altura de todas mis intenciones. La única capaz de soportar mi oscuridad.

—¿Qué te hace pensar que soy honorable? —Me miró a los ojos. Creo que aquella fue la primera vez en que perdíamos la cabeza por el deseo y nos tomábamos la valentía de hacerlo observándonos de frente, respetando una distancia que pudiera analizarlo todo.

Torcí el gesto y sonreí, perverso y oscuro.

—¿Serías capaz de decirme que te gusta?

—Me gusta… —Kathia saltó al suelo y me empujó hacia la cama—… Y se me ocurren mil formas de dejártelo bien claro. —Terminó de decir tras caer en el colchón.

Se colocó a horcajadas sobre mi cintura, levantó mi camiseta y deslizó su boca hacia mi vientre. Comenzó acariciándome con sus labios y la punta de su nariz mientras sus dedos desabrochaban el pantalón. Después rozaron mi pubis haciéndome tragar saliva.

—¿Vas a seguir bajando? —Pero Kathia no escuchaba. Arrastró su boca hacia mi miembro ahora que sus dedos ya estaban preparados para desprenderme de la ropa interior—. Tu lengua… —Jadeé al notarla segura y caliente sobre mi piel.

Y me mordí el labio con fuerza al notar como me colaba en la profundidad de su boca. Estaba alcanzando cotas de excitación en exceso altas, cuando de pronto unos pasos lejanos tenían como objetivo cortarnos por completo el rollo.

—Joder… —resoplé frustrado llevándome las manos a la cara.

Con una alarmante relajación, Kathia deshizo su provocativa postura, se levantó y cogió su jersey antes de mirar hacia la puerta con un enfatizado enfado. Me alegró no ser el único allí que se sentía a punto de reventar. Aunque claro, por motivos muy diferentes.

Salté de la cama, me ajusté los pantalones, tiré de su brazo y engullí su boca al tiempo en que nos empujaba hacia el baño. Cerré la puerta con el cuerpo de Kathia justo cuando se abría la de la habitación. Y después me quedé mirando las mejillas enrojecidas de mi novia como si fueran la octava maravilla del mundo; Kathia se volvía increíblemente bella cuando estaba excitada.

Pero mi pelvis reclamaba atención. Sentí un latigazo al mirar al techo.

—Va a doler… —resoplé y a ella le hizo gracia. Como supo que la risa sería demasiado escandalosa, escondió su cara en mi cuello—. Sí, tú ríete. —Al final terminé uniéndome a su sonrisa.

—Lo siento.

—Me lo debes —le susurré al oído. No se me iba a olvidar lo que quería hacerme antes de que…

—Sé que estáis en el baño. —Mauro aporreó la puerta. ¿Quién iba a ser si no?—. Terminar con lo que estéis haciendo, os esperamos aquí. —Claro, no venía solo. Las profundas carcajadas de Alex no tardaron en surgir.

—Será capullo.

—Ejem, te he oído. —Su puñetera voz cantarina hizo que me odiara a mí mismo por querer a ese tío.

—Lo he dicho en voz alta para que pudieras escucharme —espeté. Kathia continuaba riendo.

—Pregúntale a tu mini Cristianno si le gusta que seas tan amable conmigo.

—Es evidente que no. —No tenía remedio. Al final siempre terminaba haciéndome reír.

—Pues tendrá que joderse porque la prensa ha registrado el momento en que Olimpia disparaba a Adriano Bianchi.

Kathia me miró de súbito, empalidecida. Ella no sabía que había llamado a Ettore advirtiéndole de la estrategia y que se encargaría de enviar cámaras a que grabaran el momento. Y seguramente Olimpia tampoco lo esperaba.

Sonreí a Kathia antes de besarla en la frente.

—Hijo de puta… —susurró ella saboreando ese beso.

—Solo un poquito. —La miré dejando su cabeza entre mis brazos.

Esa mueca de satisfacción que hizo me produjo un nuevo latigazo.

Kathia

El vídeo se detenía cuando media decena de hombres se lanzaban a por Olimpia y la tiraban al suelo. Enseguida pensaba en que sería demasiado macabro volver a verlo. Pero, de pronto, me encontraba reproduciéndolo de nuevo, y mis ojos no podían apartar la atención.

Olimpia había entrado por el aparcamiento del hotel. Había subido hasta el vestíbulo y esperado en él hasta que Adriano hizo su salida de los ascensores. Él no esperaba encontrarse a la que creía su socia con un arma en las manos. Tanta era la confianza que le tenía que incluso le sonrió antes de ver cómo le apuntaba. Después, Olimpia presionaba el gatillo y una bala reventaba la cabeza del alcalde de Roma, penetrando por su frente y saliendo por su nuca.

Era satisfacción, pura y retorcida, lo que sentía mientras veía aquella imagen. Y me asustaba que siquiera me sintiera culpable.

—Kathia. —Me llamó Enrico y yo levanté la vista de aquella tableta electrónica que me habían dado nada más llegar a la comisaría.

Resultaba que la viuda de Angelo había sido arrestada por los carabinieri y había pasado a disposición judicial por la policía nacional italiana, de la que mi hermano tenía el mayor cargo en la ciudad. Por tanto ahora, Olimpia se encontraba detenida en la comisaría central, acusada de asesinato.

Me levanté de mi asiento tras entregarle la tableta a Cristianno y me acerqué a mi hermano.

—¿En serio quieres hacer esto? —preguntó bajito mientras caminábamos hacia la sala de interrogatorios.

—Bueno, tú y Cristianno habéis tenido vuestro momento con ella. Ahora me toca a mí. —Quería ser la persona que le escupiera a Olimpia la realidad de lo que le esperaba. Sin miramientos. Esa era mi recompensa.

—Tal vez te exiges demasiado. —Enrico insistía en protegerme, ignorando intencionadamente el bien que me hacía tener esa oportunidad.

Pero entendía su resistencia. Era probable que Enrico estuviera viendo esa parte de mí que ni siquiera yo me atrevía a entender. Esa en la que todo aquello me sobrepasaba y apenas me dejaba respirar. Tanto tiempo sufriendo para por fin poder encontrar una solución… Pasaba factura.

—¿Por qué clase de debilucha me has tomado? —Le sonreí—. ¿Es aquí?

—Sí. —Extendí mi mano para recibir el arma que Enrico me entregaba. Me la guardé en la parte baja de la espalda y le guiñé un ojo a Cristianno antes de abrir la puerta.

Entré en la sala. Olimpia estaba sentada presidiendo una mesa de metal en la que tenía apoyadas las manos esposadas. Su piel sudada, el cabello pegado a la sien, marcándole aquella expresión desquiciada que había adoptado su rostro.

Mentiría si dijera que algo de mí no se removió en ese momento, pero después de analizar que aquella mujer me había intentado destrozar la vida en varias ocasiones, me dije que era una estúpida si ahora retrocedía. Además en el fondo estaba muy segura de lo que iba a hacer.

—Buenas tardes, mamá —me mofé tomando asiento frente a ella.

Olimpia desvió la mirada y apretó los puños.

—He hecho llamar al Materazzi —gruñó—. No tengo nada que hablar contigo.

—Bueno, resulta que tienes uno delante. —Fue una buena manera de empezar. Ninguna de las dos hubiera esperado mi contundencia, fría y segura.

—¿Qué quieres decir? —preguntó con los ojos bien abiertos. Lo había entendido bien, pero no se atrevía a admitirlo.

Torcí el gesto y mostré una sonrisa maligna.

—Te has equivocado de persona, Olimpia —le confesé inclinándome hacia delante sobre la mesa. Tenía captada toda la atención de la mujer—. Te estafaron delante de tus narices y no te has dado cuenta en todo este tiempo. Fabio tuvo un hijo, sí, pero este se llama Mauro Gabbana y no Kathia Carusso. —Noté un extraordinario placer expandirse por mi boca al mencionar aquello—. Después de todo, tu querido Gabbana estaba enamorado y una vez más no fuiste tú la elegida.

La herí más de lo que ya estaba, y hasta un tonto podría haberse dado cuenta de ello. Olimpia apretó los dientes con rabia porque sabía que no podría detener la humedad que se había iniciado en sus ojos. Era producto de la ira, de la impotencia, de la frustración más destructiva. Ella, en un solo momento, estaba recibiendo todo el mal que había provocado en los demás.

—Hija de puta… —masculló muy bajito. Y yo noté que mi alegría no podía permanecer sentada. Me levanté sonriente.

—Van a acusarte de asesinato en primer grado a un cargo público. —Después de que toda la ciudad viera como presionaba el gatillo de un arma, era inevitable no sentenciarla.

—Teníamos un trato —gimió irascible, con la mirada perdida en algún punto del metal de aquella mesa.

—Es probable que te caigan unos cuarenta años de cárcel —canturreé—. Por tu edad, saldrás más o menos ¿a los setenta? —Rodeé la mesa y me coloqué tras ella antes de inclinarme para susurrarle al oído—. No te queda nada, Olimpia. Tan solo eres un estúpido saco de huesos podridos. Ni siquiera puedes arremeter. —Cada una de mis hirientes palabras se convertía una explosión de júbilo.

—Teníamos un trato. —Olimpia se había perdido a sí misma. Se había quedado atrapada en las promesas que creía que íbamos a cumplir. Lentamente perdía la cabeza.

Era el momento de pasar al siguiente capítulo. Empuñé el arma que tenía escondida y la coloqué junto a ella, sobre la mesa.

—Yo que tú siquiera lo pensaba —le aconsejé—. Solo contiene una bala.

Y salí de allí con autoridad, sabiendo que Cristianno y Enrico lo habían visto todo a través del cristal espejo.

Apenas caminé una docena de pasos cuando de pronto se oyó un disparo que me hizo temblar.

Olimpia se acababa de suicidar.

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