Madrid

Madrid


8, Auxiliar de museos, archivos y bibliotecas

Página 13 de 67

8,

AUXILIAR DE MUSEOS, ARCHIVOS Y BIBLIOTECAS

Leí la guía de Juan Antonio Cabezas y un librito de Gaya Nuño (los dos habían pasado por la cárcel tras la guerra y ninguno era nativo de Madrid) y aprendí a estudiar sentado en los bancos del Retiro y en la Casa de Campo, en una terracita, frente al lago, mirando a los jubilados que hacían como que pescaban.

De aquellos meses ya veraniegos apenas me quedan recuerdos buenos, erosionados sus contornos como los de las estatuas de los reyes godos y castellanos de los jardines de la plaza de Oriente.

El temario empezaba, como es natural, con algunas nociones del Madrid prehistórico. Se sabe de él lo que dicen las piedras de sílex y las quijadas de algún mamut, que es lo mismo que dicen el sílex y los mamuts en todas partes.

El primer Madrid árabe debió de ser un destino tranquilo, con sus mezquitas y un alcázar que tenía la mirada puesta en la lejanía, como las ensoñaciones. Un día al fin emergieron de esa lejanía los cristianos, y, como ya se ha contado, interrumpieron las ensoñaciones sarracenas y construyeron unas cuantas iglesias sin destruir las mezquitas, pasando desde entonces a convivir el grito del muecín y el tañer de las campanas.

Las guerras que empeñaron los reyes de León contra los moros madrileños pronto se desviaron a otras tierras. Cuando se produce el último traspaso de poderes y queda la ciudad definitivamente en manos cristianas, una docena de familias principales se hacen con su gobierno, en fin, algo viejo como el sol. Los Vargas, los Lasso de Castilla, los Lujanes, los Luzón, los Barrionuevo, los Cárdenas, Zapatas, Ayala, Coello, Arias, Dávila, Gato…

Otra digresión, más breve.

A los madrileños, como es sabido, se les llama coloquialmente gatos . En 1083, durante el «sitio apretado» que puso Alfonso VI a Magerit, unos soldados originarios de Madrid, tratando de expugnar la plaza, escalaron la muralla con el sigilo y la celeridad de los felinos y cambiaron de su astil el estandarte moro, audacias de gente moza de las que cuestan la vida; el rey quiso guardar memoria de una gesta que seguramente elevó la moral de sus tropas y honrarles cambiando su apellido por el de Gato… Las leyendas, claro, no están para creérselas, sino para trasmitirlas.

… Arias, Dávila, Gato. Esta parte de la historia no viene en los libros que compré en la calle Libreros y he tenido que buscarla en otros, porque tampoco es cosa de abusar de la propia memoria; claro que también los datos están para olvidarse por aquello que le decía Goethe a Eckermann: «La memoria llega hasta donde llega el verdadero interés».

Sigo. Estas primeras familias nobles emparentaron pronto con otras foráneas, Toledo, Pimentel, Girón, Pacheco, Bazán, Osorio, Cisneros, Luna, Cerda…

Conquistada la ciudad, los notables eligieron ediles, alcaldes, corregidores, y decidieron quién y cuánto había de tributar para el sostenimiento de la ciudad, y llegado el caso, a qué facción real entregarla, a don Pedro o a don Enrique, a Isabel o a la Beltraneja, al emperador o al comunero, y si los nobles madrileños no siempre eligieron con tino al que iba a resultar vencedor, hay que reconocer que sus torpezas políticas no les impidieron hacer que la ciudad creciera.

Dice Mesonero, quien conoció parte del caserío antiguo de Madrid, que este era «impropio y mezquino», y que esos nobles se contentaron con levantar «enormes caserones» que solo se diferenciaban de las demás casas en la extensión. Dice también que en el siglo XVII había en Madrid unas seis mil casas, la mayoría de ellas con dos viviendas. A partir de entonces, y desde Felipe IV, que abrochó la ciudad con la cerca mayor, ese caserío no hizo más que dividirse y subdividirse en infames guaridas, y ya en tiempos de Larra, crecer en altura, añadiendo pisos a las casas, pero no prestancia.

Celebraba Madrid sus cabildos y plenos como todas las ciudades medievales. Las familias próceres se disputaban honores y beneficios, por las armas o por los tratos, y los descontentos o sometidos pedían amparo al rey.

Desde que los reyes cristianos fueron cobrándole afición cinegética a Madrid, mejoraron y ensancharon el Alcázar, quién le agregaba una torre y quién otra, quién adecentó los alrededores con ornatos y fililíes, árboles, estatuas, fuentes (plaza de Oriente, Campo del Moro), y quién enriqueció su interior con sus colecciones privadas.

Durante las disputas familiares entre reyes, las ciudades se ponían a favor de unos o de otros, haciendo sus cálculos. Así se llegó al pleito famoso entre doña Juana de Castilla, hija de Enrique IV y Juana de Portugal. A este rey castellano, heredero del trono de Fernando III el Santo, se le conocía con el nombre de El Impotente (que lo fue, al parecer, únicamente con las mujeres), circunstancia que aprovechó don Juan Beltrán de la Cueva, duque de Alburquerque, para hacer una visita a la reina. Fue su pleitesía en extremo cortés, y aunque el rey se apresuró a reconocer como suya la hija resultante de su afición, parte de la nobleza se negó a aceptarla, dándole el mote afrentoso de la Beltraneja. No así la nobleza madrileña, que, en cortes celebradas en la villa en 1462, la proclamó Princesa de Asturias y heredera al trono. Los adversarios no perdieron el tiempo, y proclamaron rey a Alfonso, hermano del Enrique IV. Buscó este la reconciliación de ambos partidos, ideando, primero, una boda entre Alfonso y la Beltraneja, y luego otras muchas combinaciones parentales todas fallidas, hasta llegar al punto en que las aspirantas al trono eran Isabel, hermanastra de Enrique IV, y la Beltraneja. Una maraña. Finalmente Isabel casó con un primo suyo, Fernando, rey de Aragón, y ambos, tras combatir primero a Enrique IV y vencer finalmente a doña Juana la Beltraneja, le consiguieron a Isabel el reino de Castilla, uniendo a continuación Aragón y Castilla en uno solo, bajo el célebre «tanto monta, monta tanto, Isabel como Fernando», y a ese laberinto, resultante de la primera guerra civil librada entre 1475 y 1479, se le dio el sencillo y perdurable nombre de España.

Por causas parecidas en la línea sucesoria, se libraron cuatro siglos más tarde otras tres guerras civiles, conocidas como carlistas (sin contar la de la guerra de Sucesión, también civil, que terminó en 1714). Está documentado que Isabel y Fernando, una vez culminada la conquista de Granada a los moros, descubierta América y expulsados los judíos de sus reinos, estuvieron en Madrid. ¿Haciendo qué? Lo que hacían entonces los reyes, mirar por sus posesiones, espiar a los nobles, convocarles a cabildo de vez en cuando, bendecir enlaces o estorbarlos, urdir disputas… No en vano se dijo que Fernando fue uno de los príncipes en los que se inspiró para el suyo Maquiavelo, cumbre de una teoría política todavía en vigor.

Llegaron por entonces a oídos de Isabel noticias de cierta dama, hermana de uno de sus secretarios y famosa por sus latines y su piedad. Estaba esta a punto de meterse a monja. Mandó llamarla a la corte, pasajeramente en Madrid, y se quedó tan prendada de sus prendas, que le encomendó la instrucción de sus hijos, al tiempo que la misma reina se aprovechaba de los conocimientos de su súbdita para formarse. Como pago a estos servicios Isabel le cedió títulos sobre un terreno de Madrid, al lado de la Puerta de Moros (hoy plaza de la Cebada). La benefactora levantó allí un hospital para enfermos pobres en el que dar rienda suelta a sus virtudes. El pueblo de Madrid se lo reconoció llamando a Beatriz Galindo familiar y respetuosamente la Latina, y dándole su nombre a un instituto de enseñanza media y a todo un barrio, una parada de metro y un teatro de variedades, dedicado durante muchos años a la sicalipsis. La fachada del hospital, una de las joyas del plateresco español, estuvo en su lugar (calle de Toledo) hasta bien entrado el siglo XX . El impulso primero de los empresarios teatrales fue servirse de las piedras de la elegante fachada para la cimentación del vicio, pero los detuvieron a tiempo y tras la guerra del 36 la montaron de nuevo en la Ciudad Universitaria, donde el viento da la vuelta y pocos puedan ver uno de los monumentos más delicados que haya habido en esta ciudad. Y no digo que el soldado Eloy Gonzalo, hijo de la Inclusa y héroe de Cascorro, no merezca una de las estatuas más populares de la ciudad, pero a quien verdaderamente debemos el que el Rastro se encuentre en el lugar en el que está es a la Latina, que pidió a la reina desplazar los mataderos que había junto a su hospital al emplazamiento que tuvieron hasta hace bien poco. Alrededor de esos mataderos se organizó el mercado de despojos animales, y este trajo el de los despojos humanos, o sea, el de los trastos viejos y quincalla.

55. Calle de Toledo, h. 1900. Hasta el primer tercio del siglo XX una de las tres más importantes de Madrid, baluarte del pasado como del porvenir lo sería la Gran Vía.

La reina Isabel no fue excesivamente justiciera con los nobles madrileños partidarios de la Beltraneja, mayoritarios en la ciudad, y dejó correr los tiempos, mostrando en ello ser no solo la reina prudente y sabia de que habla la historia, sino ese ser excepcional que encarnaba «una maternidad implacable que no pertenece propiamente a la Historia, sino a la Naturaleza», y que hubiera merecido ser rescatada de los archivos y cancillerías, como del infierno Eurídice, por alguien como Cervantes o Galdós.

Transcurrieron los años y casi medio siglo después, los nobles madrileños volvieron a equivocarse de bando. Fue con ocasión de las comunidades de Castilla.

Tras la muerte de Isabel y Fernando sus reinos conocieron de nuevo convulsiones sucesorias, que el amigo y finalmente albacea de este último, el cardenal Cisneros, solventó con suma diplomacia. También con la fuerza. Aún se recuerda la respuesta que le dio a un impertinente que le preguntó con qué mando iba a imponer su voluntad. Vivía entonces el cardenal en el palacio de los Lasso de Castilla, en la plaza de la Paja. Desde allí se avistaban las tropas de su ejército acampadas a orillas del Manzanares. Cisneros llevó al impertinente a una de las ventanas, mostró sus mesnadas y asombró a la Historia con su respuesta: «Estos son mis poderes». La frase, muy utilizada por generales en asonadas, parlamentarios y periodistas, pasó a socorrer desde entonces a quienes tratan de aludir a las famosas turmas del caballo de Espartero, sin mentarlas.

Felipe I el Hermoso, casado con Juana la Loca (hija de los Reyes Católicos), mal avenido con su suegro y aspirante al trono, murió sin alcanzarlo (pero no la leyenda: Gómez de la Serna y muchos más novelaron el amoroso desatino de ella trotando con su insepulto esposo por media España). Pasó el reino directamente a Carlos, su hijo. Nacido en Gante, sin prisas por conocer los estados heredados, retrasó cuanto pudo su venida para tomar posesión de la corona. Los nobles castellanos, incluidos los madrileños, descontentos de la actitud de su rey, lo estuvieron aún más cuando apenas llegado a España volvió a ausentarse para hacerse cargo del título de emperador que le llegaba por la muerte de Maximiliano, su abuelo. El desacuerdo con las primeras disposiciones reales y el ver amenazadas sus libertades, fueros y cortes, así como el temor de algunos de ellos, judíos conversos, a los desafueros de la Inquisición, y algunas cosillas más personales (que el rey no concediera a algunos de ellos honores a los que creían tener derecho o que les obligara a escotar las campañas militares en los Países Bajos), todo ello, digo, hizo que se constituyeran en comunidades armadas que no dudaron en alzarse contra el emperador y sus ejércitos.

La historia quiere presentar a los comuneros y sus caudillos, Juan de Padilla, Juan Bravo y Francisco Maldonado, no tanto como desleales al emperador, sino como leales a la libertad y adalides de una causa justa. Y así acabó reconociéndolo el propio Carlos, quien, aunque mandó a los cabecillas al patíbulo, dejó libres a la mayor parte de ellos. Uno de estos comuneros, el toledano Padilla, arrastró a muchos de los nobles madrileños que le entregaron de buena gana el gobierno de la ciudad. Ni siquiera hubo enfrentamientos de cuidado, únicamente algunas algaradas callejeras. La calle de Carretas debe su nombre a las que sirvieron entonces de barricadas. «Contra el derecho de la fuerza , triunfante con Carlos en Villalar, protestó y se levantó la nación española con la fuerza del derecho », nos dirá el siempre admirable Fernández de los Ríos. Los liberales del siglo XIX , deseosos de hallar antecedentes democráticos en la historia española y mártires contra la tiranía, les reconocieron su arrojo, dándoles una calle a cada uno de los jefes en lo mejor del callejero del nuevo Madrid, al tiempo que los pintores de tema histórico se complacieron en recrear en cuadros de aparatosas dimensiones las escenas de su ejecución. Estos artistas tampoco desatendieron un tema suculento: las prisiones de Francisco I, rey de Francia, en Madrid. Lo derrotó el emperador Carlos (sus generales, él estaba en España) en la ciudad italiana de Pavía en 1525. Lo trasladaron a Madrid y tras tenerlo un tiempo en el Alcázar, que el detenido encontraba lóbrego y triste, sus carceleros, en atención a la importancia de su persona, lo trasladaron a la torre de los Lujanes. Sigue esta en pie, como se ha dicho, en la plaza de la Villa. Visitó el emperador al rey francés varias veces, sin doblegarlo del todo, pese a que se pasó casi un año llamándolo «primo» y «sire». Se contó también que el emperador empleó con su prisionero, y desde el primer momento, no su lengua materna, el francés, ni la de la diplomacia, a la sazón el italiano, sino el castellano, lengua que ninguno de los dos manejaba con soltura, mostrando una vez más con ello que en lengua diferente los mismos mensajes significan cosa distinta: así fue como le recordaba que fue España quien lo había derrotado. Francisco I acabó claudicando en todo, le cedió el ducado de Borgoña e incluso se comprometió a casarse con la hermana del emperador, lo que no le impidió volver a armar sus ejércitos en cuanto se vio libre para disputarle por la fuerza mucho de lo que por la fuerza le había cedido.

56. La torre de los Lujanes en una postal de 1890.

La torre de los Lujanes es uno de los pocos vestigios de aquel tiempo que quedan incólumes. Era propiedad entonces de una de las grandes familias madrileñas y desde mediados del XIX sede de diferentes entidades y sociedades académicas que han prestado grandísimos servicios a la nación española, aunque ninguno comparable al de haber servido de torre del primer telégrafo óptico y de cuna de Federico Chueca, autor de La Gran Vía, que nació en ella. Desde aquel invento y hasta hoy mismo, Madrid ha estado conectado a todos sus confines mediante la gran pregunta, telégrafos mediante: «Y Madrid, ¿qué dice?». Porque Madrid es el que en política, y en casi todo lo demás, dice al resto de España: «Por aquí» o «Por aquí no».

Pasó Francisco I, y pasó Carlos V, como pasa todo, y su hijo Felipe II tomó su cetro, su corona y lo más importante, el derecho de la fuerza, o sea, que ejerció este como acaso ningún otro rey en la historia de España, sin levantar la voz, porque aquellos sus poderes eran profusos.

Por ser rey hermético y retraído («el rey Prudente»), jamás conoceremos las verdaderas razones por las que eligió a Madrid como capital del reino y sede de la corte. Algunos contemporáneos, como su secretario el traidor Antonio Pérez, iniciador de la leyenda negra, lo presentan como un hombre soberbio, sinuoso, vengativo. Pero no debía de serlo mucho cuando, al igual que su padre el emperador, decidió no tener presente la deslealtad de los nobles madrileños en las guerras de las comunidades contra su padre, y trajo la corte a Madrid.

Durante cuatro siglos se han buscado en las costuras de la política, la geografía y las inclinaciones personales del rey las razones de la capitalidad madrileña (frente a la toledana, la pucelana o la lisboeta), sin encontrar una sola decisiva. En vista de ello, la opinión más asentada es la de sumar unas cuantas razones.

Empecemos por el agua. La de Toledo quedaba demasiado hundida en el Tajo. Pese a que Juanelo Turriano se las había ingeniado mediante un artilugio para subirla al Alcázar, no era suficiente, y las recuas de los aguadores se pasaban el día acarreando sus cántaros por las empinadas callejuelas de la ciudad. Madrid, con sus pozos y su sistema de viajes o minas , que proporcionaban a sus vecinos agua de relativa buena calidad y en abundancia, era una razón poderosa. En cuanto al río… «Aprendiz de río» lo llamó Quevedo con ternura insólita en él. «El Manzanares no nos trae a Madrid más que epigramas», decía con mucha gracia Fernández de los Ríos. Y habiendo nacido en Manzaneda, ¿qué voy a decir de las sátiras que se hacen del Manzanares? De todas («charco ambulante», «seco y casto como don Quijote», «más agua trae en un jarro / cualquier cuartillo de vino», «Manzanares claro, / río pequeño, / por faltarle el agua, / corre con fuego», etc.), a mí me parece que la única fina es la de Lope sobre el Puente de Segovia: «Y aunque un arroyo sin brío / os lava el pie diligente, / tenéis una hermosa puente / con esperanza de río». Ese «esperanza de río» es bonito (y hubo en Madrid una calle Esperancilla, con una historia detrás preciosa, y esta: «Al pasar por la calle / de la Esperanza, / tropecé con la esquina / de tu mudanza. / No me hice daño, / porque vivo en la calle / del Desengaño»).

Más en serio se ha dicho que una de las razones de la elección fuera por el gran número de molinos harineros que había en sus riberas. No sé, no parece que la corriente del Manzanares tenga caudal suficiente como para mover nada que no sea un barquito de papel, y Madrid jamás se ha autoabastecido ni de trigo ni de nada. Pero «aquí lo dejo».

Clima y situación geográfica. «La sanidad y lindos aires, e los cielos menos nubosos que otros, e claros», dice Fernández de Oviedo, y «aires muy delgados», González Dávila. El aire serrano, frío y seco, procedente de la sierra del Guadarrama, mantenía a raya epidemias y barría la pestilencia de unas calles secularmente repugnantes, fangales en invierno y polvorientas en verano y con permanentes montones de porquerías, y eso, en unos tiempos en que cualquiera moría por toser tres veces, era tenido en cuenta. Pero tampoco esta razón es concluyente, porque lo primero de lo que hablan los viajeros y muchos cronistas es de la hedentina que había en la ciudad, con la gente amontonando las inmundicias en los portales durante una semana y vaciando en la calle los orinales o acopiando su contenido en letrinas ambulantes, unos armatostes de hierro pestilentes.

En cuanto a su situación… Es cierto que Madrid tenía, cuando Felipe II la eligió, menos habitantes que Medina del Campo, y los mismos que Zamora o Soria. Y que el rey podría haber dejado la corte en Toledo, o llevársela a Valladolid, por historia y ser cabeza de Castilla, o a Barcelona, en un momento en que la política mediterránea era crucial, o instalarla en Sevilla, entonces una de las grandes urbes del mundo, junto a Nápoles o Constantinopla, y por encima en habitantes e importancia a París, Roma o Londres. Incluso hay quienes dicen que podría habérsela llevado a Lisboa. Habría sido difícil, porque cuando Felipe II eligió Madrid para corte, Portugal no pertenecía aún a su corona. Pero pudo hacerlo más tarde, cierto, cuando el reino de Portugal vino a Felipe II por carambolas sucesorias y un bonito paseo militar. Muchos son los que creyeron entonces y creen hoy que de haber hecho esto último, su hijo Felipe III se habría ahorrado la guerra consiguiente y Portugal no se habría independizado. Claro que todo argumento tiene su refutación: alejar aún más la corte hubiera permitido a Cataluña independizarse, poniendo su frontera en el Ebro. Ahora, dejar la corte en Madrid fue una manera de privarla de mar y de un río en condiciones. Se propaló incluso el consejo (apócrifo) que Carlos V habría dado a su hijo Felipe: «Si quieres aumentar tus reinos, lleva la corte a Lisboa; si quieres conservar los que tienes, déjala en Valladolid, y llévala a Madrid, si quieres perderlos».

Muchos creen que la elección se debió a que era un lugar a medio camino de todo. Entre estos, Fray José de Sigüenza, consejero de Felipe II. Le nombró este bibliotecario del monasterio de San Lorenzo del Escorial (del cual escribió una crónica en una de las mejores prosas castellanas), y él cuenta que el rey «comenzó lo primero a poner los ojos dónde asentaría su corte, entendiendo cuán importante es la quietud del príncipe […] Contentole sobre todo la villa y comarca de Madrid por ser el cielo más benigno y más abierto, y porque es como el medio y centro de España, donde con más comodidad pueden acudir de todas partes los negociantes de sus reinos y proveer desde allí a todos ellos; razones que es bien las miren los Reyes, pues no se hicieron los reinos para ellos, sino ellos para el bien de su reino, y así están obligados a mirar más las comodidades comunes que los propios gustos, dejando aparte que aun para estos ninguna villa o ciudad de España es más a propósito».

Una buena razón, como también la de que empezara en El Escorial la construcción del monasterio y la iglesia que iban a recordar la decisiva victoria sobre los turcos en Lepanto. Esta última razón es aceptada por muchos historiadores como la más probable. En todo caso Felipe II apenas pisó la capital, y se dijo que cuando no tenía más remedio que pasar unos días en el viejo alcázar, se deleitaba en avizorar con un potente catalejo el estado de los trabajos en su faraónica obra, a más de cincuenta kilómetros. En una de las delicadas cartas que escribe a sus hijas desde Lisboa, les dice con infinita nostalgia del Escorial, pero no de Madrid: «Y de lo que más soledad he tenido es del cantar de los ruiseñores, que hogaño no los he oído, como esta casa es lejos del campo. No sé si los oiré por el camino…». La nostalgia es caprichosa, porque es seguro que también desde el alcázar se oirían los ruiseñores que en abundancia anidaban en las riberas del Manzanares, y aun en mayor cantidad que en la sierra, más inclemente.

En todo caso, si se desconocen las razones de Felipe II para hacer de ella su corte, también se desconocen las de sus sucesores para mantenerla como capital del imperio, primero, de la monarquía luego, y ya en el siglo XIX , con la restauración de la monarquía borbónica, de la nación.

En La redención de las provincias , que se publicó en 1928, Ortega y Gasset trató el asunto de cómo hacer que Madrid, capital del reino, pasara a serlo de la República. Partía del «fracaso de nuestra ciudad carpetovetónica como órgano único de capitalidad» (1919). Sus palabras parecen escritas ayer: «Cuando una ciudad moderna es una capital de Estado, se puede a priori determinar cuál es su estructura social. El vecindario de una capital-corte se compone de las siguientes clases de ciudadanos: 1.ª) El rey, símbolo del Estado. 2.ª) Los palatinos y sus familias y allegados, servidores de ese símbolo. 3.ª) Los gobernantes de la hora, los supervivientes y los aspirantes. 4.ª) Los parlamentarios o los que en otro régimen hagan sus veces. 5.ª) La gigantesca burocracia inmediata del Estado civil y militar. 6.ª) Los grandes bancos y las representaciones de todas las grandes industrias del país, que velan por las relaciones de estas con el Estado. 7.ª) Los pretendientes a cuantas cosas dependen del Estado. 8.ª) La gran Prensa. 9.ª) Las instituciones científicas –academias, universidad, etcétera–, en número incomparablemente superior a las que residen en cualquier otra provincia. 10.ª) Los intelectuales, en densa concentración. 11.ª) Como todas estas clases tienen amplios ocios, ha de haber en la capital un número enorme de juglares –espectáculos de toda índole–, clase social que vive de proporcionar placer a las anteriores. Por eso la capital es siempre ciudad abundante en placeres. 12.ª) Lo cual atrae a una masa enorme de ricos, cuya riqueza está en las provincias. Vienen a la capital para gastar sus dineros. 13.ª) Todas estas clases de vecindario, salvo, en cierto sentido, los intelectuales y los juglares, no son productoras, sino gastadoras. La capital es concentración de compradores; por eso acuden a ella en legión los comerciantes. Estos viven atentos a su clientela, que, como se ve, está compuesta principalmente de gentes de Estado o congéneres. 14.ª) Un estado inferior de pequeños servidores, artesanos, obreros, etc.; en suma: la “plebe”, la plebe típica y eterna de toda gran capital.

No pretendo haber agotado con esta las categorías de vecinos madrileños […] El punto decisivo está en si el vecindario del resto de España es homogéneo al de Madrid, si Madrid es toda España, o si “toda España” es muy distinta de Madrid; tal vez, lo contrario de Madrid».

57. Mantua Carpetanorum sive Matritum Urbs Regia o Plano de Texeira (detalle), 1656. Un prodigio y acaso el documento más valioso de la ciudad. También una novela en clave: todo el Siglo de Oro está encerrado en él, trazados y nombres de calles y plazas, iglesias, palacios: «Madrid en compendio». Aquí sale la calle de los Reyes (hoy del Conde de Xiquena).

La decisión de Felipe II cambió el futuro de la ciudad en apenas cuarenta años. Pero también, claro, su pasado. «El primer deber del cronista de Madrid», nos dice Gómez de la Serna con mucha gracia, «es remontarse hasta hace por lo menos setenta siglos y revolver en el yacimiento paleolítico de San Isidro».

Se necesitaba, pues, un pasado de Madrid a tono con su previsible gloria futura. Para ese menester siempre hay a mano una cáfila de eruditos y sabios. Y estos se remontaron como los salmones en el río de las conjeturas, y desovaron, como no podía ser de otro modo, en las fuentes: Ptolomeo, Estrabón y mil autores aún más antiguos como Nabucodonosor (sic). Así lo dice Pedro Estala, el clérico, en El viajero Universal (1795): «Me he dedicado al estudio de la antigüedad, no de la griega, romana o española, sino de otra más útil e interesante. Las antigüedades matritenses son las que me han llamado la atención. Pues he contado por los almanaques que cuenta esta corte por lo menos con tres mil años de antigüedad».

Por eso los eruditos a la violeta, avant la lettre , se trajeron de allí, como primera provisión, la leyenda de que a Madrid la había fundado un personaje mitológico, un héroe griego, Ocno Bianor. Fue este un hijo de Tiberio (habría estado bien que Iberia hubiera salido de ese nombre, pero parece que los griegos, los primeros en llamarla así, lo tomaron de un río, el Íber , que en un triple salto mortal etimológico acabaría en Ebro), Ocno fue, decía, el rey de los toscanos y a su vez descendiente de Eneas, primo lejano, como todo el mundo sabe, de Homero.

Ocno dio al enclave el nombre, en latín por supuesto, de Mantua Carpetanorum, o sea la Mantua de los cárpetos, nombre con el que se conocía en Roma a los aborígenes de esta región. Con el tiempo los cárpetos, al aparearse con sus vecinos los vetones, dieron lugar a los carpetovetones, la nectarina como quien dice de las razas prehispánicas. En cuanto a lo de Mantua, fácil: Mantho se llamaba la madre de Ocno, quien quiso tener un recuerdo para ella en el momento de poner su pica en el cerrillo de San Blas, cien años antes de que se fundara Roma y cuatro o cinco siglos antes de que san Blas se decidiera a sanar a toda criatura en forma, racional o bestia. Esa es la justificación de que en muchos planos antiguos de la ciudad figure en visible lugar, a modo de orla, lo de Mantua Carpetanarorum, o madre de los carpetanos, como en el deslumbrante de Texeira.

Naturalmente el éxito de la leyenda estaba asegurado: sigue ocupando sus buenas páginas en las historias de Madrid. Lo mejor de ella, no obstante, es la versión según la cual el auténtico punto en el que penetró la susodicha pica de Ocno con formidable impulso no fue el cerrillo de San Blas, sino un lugarejo próximo, que existe aún con un nombre que recuerda aquel bigbang: Villamanta, derivado de «Villa de Mantua» (Fernández de Córdova y López de Hoyos).

Para la exégesis del escudo se ha echado mano también de la poética. Ciertos pleitos (documentados, estos sí) con el Concejo de Segovia en el siglo XIV , acreditan que Madrid estaba rodeado de robledales, encinares y madroñedas abundantes en caza; un «buen monte de puerco y oso», dice Argote de Molina en su Libro de la montería (1582) de los alrededores de Madrid. Aunque no sería fácil poner de acuerdo a dos cazadores sobre la bondad de un cazadero, sígase el razonamiento y ya tenemos un oso rampante y un madroño en el escudo de la ciudad, por más que los osos que se hayan visto en Madrid desde Argote de Molina hayan sido siempre en los cortejos de los cíngaros, encadenados, y el de la Casa de Fieras (hoy zoo); y de ahí que a Madrid se la llamara en esas crónicas antiguas Osaria u Orsaria , la ciudad de los osos («Osaria, de fuego cercada y sobre agua fundada»). Las siete estrellas que coronan el escudo fueron regalo de Carlos V a ruegos del cronista Juan Hurtado de Mendoza, en consonancia con las siete que forman la Osa Mayor. Del lema, contemporáneo del escudo («Fui sobre agua edificada. Mis muros de fuego son. Esta es mi insignia y blasón») ya se dijo algo en páginas anteriores, y de su autor, López de Hoyos. Fue este el preceptor de Cervantes (a saber) y uno de los primeros cronistas de la ciudad, y esta así se lo reconoció dándole su nombre (en fecha muy tardía, todo hay que decirlo) a una calle que está camino del aeropuerto.

Ir a la siguiente página

Report Page