Madrid

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9, Catálogo de las calles de Madrid

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CATÁLOGO DE LAS CALLES DE MADRID

Quizás sea el momento de interrumpir esta historia. En todo libro debiera haber un catálogo de las naves, o de ballenas, o de topónimos, o, en fin, de cualquier cosa…

Este es el catálogo de las calles madrileñas.

A menudo es lo único que permanece en una ciudad, el nombre de las calles, que decía Ferlosio, repitiendo una idea general anterior de JRJ.: «No han de quedar sino los nombres». Los antiguos de Madrid no le tienen que envidiar nada a ninguna otra ciudad (a Sevilla, quizá, y a su calle de la Cabeza del Rey don Pedro, tan gótico, tan surrealista, tan lírico y solanesco, nombre que, por cierto, entusiasmaba al autor de Alfanhuí ).

Hablaba Corpus Barga de «la dinámica de las calles», y se preguntaba: «¿Por qué unas nos son simpáticas, y otras antipáticas, y aun en una misma calle, una acera nos atrae y otra nos repele?».

Más aún: hay calles, a menudo cercanas a la nuestra, por las que no pasamos en años.

Con más razón, sucede algo parecido con los nombres que tienen, unos nos encandilan y otros nos repelen.

Mientras estuvo en pie el precinto con que Felipe IV abrochó Madrid definitivamente en 1625, la ciudad, claro, no creció.

Más que cerca era una tapia de «desigual en altura» (algo más de dos metros) y en su mayor parte de ladrillo recocho. Rodeaba la ciudad. Seis kilómetros. Con puertas (llegó a tener más de veinte, de las que quedan en pie tres importantes), portillos (unos doce) y postigos (unos cinco) que se cerraban de noche y se abrían al amanecer. No tenía, desde luego, propósitos defensivos, sino recaudatorios de «alcabalas y sisas», y de regulación de flujos, en un sentido y en otro, de dentro afuera y al revés, para controlar la mendicidad y la delincuencia, principalmente. Quienes no querían pagar tributos llevaban sus tabernas, ventas y aguaduchos fuera y allí dispensaban más baratos «vinos y refacciones».

Durante esos dos siglos las calles conservaron su nombre primitivo, algunos de ellos desde la época árabe. Son preciosos, todos obedecían a una razón, la realidad en ellas se imponía: Alamillo, Mezquita, Cuesta de la Vega, Cava. Unas veces porque describían el lugar o los meteoros (Viento, Cerrillo, Arenal, Codo), otras, a alguno de su moradores por su notoriedad (Caíd), el oficio (Tintoreros, Boteros, Cuchilleros), o sucedidos extravagantes o propios de las Mil y una noches (Sombrerete del Ahorcado, Carnero, estas ya en tiempos cristianos). Las calles conservaban, sí, el misterio de la vida: Cedaceros, Bordadores, Coloreros, Yeseros, Caños, Morería, Convalecientes, Cuesta de los Cojos, Tinte, Relatores, Madera (esta en el barrio donde estuvieron desde el siglo XVI hasta casi hoy la mayor parte de los almacenes de madera) o del Almendro («tuvo siempre para mí un encanto y un misterio indefinibles», confesó Galdós), o la de la Sal («la más salada», dijo de ella Gómez de la Serna un día que no estuvo a la altura de sí mismo).

Los cristianos los respetaron y ampliaron el espectro a exclamaciones (Válgame Dios), el recuerdo de un rey, un santo o una virgen (una de mis preferidas es la calle Peligros, Nuestra Señora de los, y muchas más Vírgenes: de los Afligidos, del Buen Consejo, del Buen Fin, del Buen Suceso, de la Buena Dicha, de la Buena Leche, de la Consolación, de los Desprecios, del Destierro, de la Esperanza, de las Estrellas, del Favor, de la Luz, de las Maravillas, de los Milagros, de la Misericordia, del Silencio, del Socorro, de los Remedios, de la Soledad, de las Victorias, o de las Virtudes o Peregrina, todas ellas madrileñísimas), y en otros casos, por algún hecho histórico o prodigioso.

En la época del Madrid imperial las tres cuartas partes de sus vecinos habían llegado de fuera. Lo que hicieron estos fue acomodarse donde pudieron. Nuevas calles, nuevos nombres. La ciudad creció de una manera tumultuaria. Dice Ponz: «Y cosa de ser notada, al mismo tiempo que construíamos en América ciudades donde reinaba una perfecta simetría, las calles de la capital se trazaban sin ninguna regularidad. La mayoría están construidas al azar. Ni siquiera se ha tenido el cuidado de trazar plazas regulares a cierta distancia unas de otras, ya que las que existen merecen mejor el nombre de rincones o de encrucijadas». Así pues, una de las características de esta ciudad era la mezcla en una misma calle, en un mismo barrio, de casas humildes y palacios. El palacio podía estar flanqueado por las casas de aquellos que en presencia de un noble bajaban la vista y abrían los brazos en un ademán de vasallaje, o de clérigos y funcionarios. Solo en los barrios bajos preponderaban las clases populares. Y tampoco era extraño que las casas de dos o tres alturas las habitaran gentes de diferente condición social, nobles en los pisos principales, empleados y menestrales en los más altos. Las calles, como se han encargado de recordar los tópicos, los viajeros extranjeros y las películas españolas, eran un archivo de porquerías, malos olores y escretos, lanzados desde las ventanas al grito de «¡agua va!», cuando no guardados en zaguanes y portales hasta el paso de los volquetes y chirriones. El relato del padre Feijoo sobre la hediondez de Madrid es aterrador, con perros y gatos muertos y abandonados en medio de la calle, sin que eso pareciera molestarle a nadie; y eso duró hasta mediados del XIX .

Vino luego el siglo XIX , el del romanticismo, o sea, el de la vanidad exacerbada, y los ediles se volvieron locos repartiendo nombres de calle a todo el mundo. Pero también fue, con un poco de retraso, el siglo de las luces (sobre todo de gas). Sin ir más lejos, la calle de la Inquisición pasó a ser la de Isabel la Católica (y no sabemos si hubo en ese cambio alguna secreta intención, porque fue esta reina quien le dio a la Inquisición precisamente su definitivo impulso).

Hubo en el XIX y XX una verdadera simonía municipal, y todos querían cambiar el rótulo a las calles. Se le quitó la calle a san Opropio y se le dio al cronista de la Villa Serrano Anguita que había demostrado que jamás hubo ningún santo con ese nombre, cambio este en el que salimos perdiendo todos. ¿Cómo se van a comparar una ficción secular y un cronista de la Villa? Por disposición del marqués de Pontejos se cambiaron «por ridículos, impropios o repetidos» los nombres de más de doscientas cuarenta calles (casi la mitad de las que había entonces en Madrid). Se entiende que cambiaran algunas (del Ataúd, del Azotado, del Verdugo, del Nabo, de los Muertos, del Piojo, del Burro, Alza Piernas, de Noramala Vayas, de la Pedrada, de la Inclusa, de la Mancebía, del callejón de los Muertos, del Arrastraculos, de las Pulgas, del Perro, del Tufo, de las Negras (por las esclavas), de Aunque Os Pese, de la Pingarrona, del Campo de las Calaveras –se siguió llamando así hasta después de la guerra del 36, y en él asesinaron a Trilla «sus propios camaradas comunistas haciendo pasar el crimen por un ajuste de cuentas entre maricas», lo que era falso–, del Infierno, del Colmillo –que pasó a ser de Pérez Galdós–, del Quebrantahuesos), pero otras tenían su gracia (la angosta de Salsipuedes o Tentetieso, tan en cuesta). Y tampoco habría estado mal dejar la de las Pulgas, en el Rastro (la que hoy es Arganzuela), para recordarnos qué género se vendía allí (ignoro si ese nombre de Pulgas tiene que ver con el que llevan en Francia los mercados de cosas viejas o el mercado de la Liendre, que había en Burgos y del que hablan Davillier y Doré), y desde luego la de la Amargura, tan actual siempre (ahora se llama del 7 de Julio, fecha que a todos nos da ya igual: muy corta, y comunica la calle Mayor con la plaza Mayor). Al tiempo se nombraron algunas por los palacios o iglesias que había en ellas o por razones políticas o atendiendo a efemérides patrióticas (Independencia, Amnistía, Dos de Mayo, Bailén, Vergara). En algún caso los cambios no por razonables fueron menos lógicos: la calle Francos, que es donde tenía la casa Lope de Vega, se le dio a Cervantes (enterrado en las Trinitarias que está enfrente), y a Lope de Vega la de Cantarranas, así conocida por sus charquetales, y en la cual vivió Cervantes, vigilados ambos de cerca por la placa que figura en una casa que hace esquina con esta calle, informando que perteneció a Quevedo (pero no que este se la compró a Góngora, medio arruinado después de llevar en la corte un gran tren de vida de tahúr, y acaso solo para desalojarle de la forma más grosera, como leemos en los versos que le dedicó al asunto).

La irrupción de la burguesía lo cambió todo. Se construyeron los barrios burgueses fuera de la antigua cerca. Un bonito surtido: el barrio de Salamanca, de primera clase; Argüelles, de segunda A y Chamberí, de segunda B ; y con el tiempo las colonias obreras, de tercera. Hoy los terrenos de las casas de barrios de tercera clase (y algunas casas de ellos) han pasado a primera especial y primera, el de primera se ha mezclado con segunda, y los de segunda, con segunda B .

En cuanto empezaron a levantarse estos barrios, en el último tercio del XIX , algunos se apresuraron a dejar el Madrid antiguo, aunque otros «ni por pienso» los habrían dejado (la Barbarita de Fortunata : «Por más que dijeran, el barrio de Salamanca es campo»; aunque Rosalía Pipaón de la Barca, en La de Bringas va más lejos: «Creo que no me aprovecha la misa cuando no la oigo en Santa Catalina»).

Galdós nos ha descrito esas calles madrileñas del XIX como nadie lo ha hecho jamás. Salvando algunos detalles, parece escrito ayer. Lo hace a través de Salvador Monsalud, protagonista de Un faccioso más y algunos frailes menos y de toda la segunda serie de los Episodios nacionales , quien «por las noches gustaba mucho de pasear un poco por las calles antes de retirarse a su casa, poniendo así entre la tertulia y el sueño un trozo de meditación trans-urbana de más gusto para él que la más entretenida y docta lectura. La soledad sospechosa de algunas calles, el bullicio de otras, el rumor báquico de la entreabierta taberna, la canción que de una calleja salía con pretensiones de trova amorosa, el cuchicheo de las rejas, el desfile de inesperados bultos, indicio del robo perpetrado, del contrabando o quizás de una broma furtiva; la disputa entre viejecillas terminada con estrépito de bofetadas… por otra parte el rodar de magníficos coches; la salmodia insufrible del dormido sereno que bostezaba las horas como un reló del sueño, funcionando por misterioso influjo del aguardiente; el rechinar de las puertas vidrieras de los cafés, por donde salían y entraban los patriotas; el triste agasajo de las castañeras que se abrigaban con lo que vendían tendiendo una mano helada para recibir los cuartos y otra mano caliente para dar las castañas; las singulares sombras que hacían las casas construidas sin orden, unas arrumbadas hacia atrás, las otras alargando un ángulo ruinoso sobre la vía pública; los caprichos de claridad y tinieblas que formaban las luces de aceite encendidas por el Ayuntamiento y que podían compararse a lágrimas vertidas por la noche para ensuciar su manto negro; el peregrino efecto de la escarcha en las calles empedradas, que parecían cubrirse de cristal esmerilado con reflejos tristes; el mismo efecto sobre los tejados, en cuya superficie se veía como una capa de moho esmaltada por polvo de diamante, el grandioso efecto de la helada, que en flechazos invisibles se desprendía del cielo azul ante las miradas aterradoras de la luna, la deidad funesta de Enero; la consideración del frío general hecha dentro de una caliente pañosa; el estrépito de la diligencia al entrar en la calle, barquichuelo que navegaba sobre un mar de guijarros, espantando a los perros, ahuyentando a los chiquillos y a los curiosos…; el buen paso marcial de los soldados que iban a llevar la orden prendida en lo alto del fusil; el coro sordo de los mercados al concluir las transacciones, cuando se cuenta la calderilla, se barre el puesto y se recogen los restos; el olor de cenas y guisotes que salía por las desvencijadas puertas de las casas a la malicia, y el rasgueo de guitarras que sonaba allá en lo profundo de moradas humildes; la puerta sobre la cual había un nombre de mujer groseramente tallado con navaja, o una cruz o un cartel de toros, o una insignia industrial, o una amenaza de asesinato, o una retahíla de palabras groseras, o una luz mortecina indicando posada, o un macho de perdiz que cantará a la madrugada, o un cuadrito de vacas de leche, o un objeto negro algo semejante a un zapato, o una armadura de fuegos artificiales pregonando el arte de polvorista, o una alambrera cubierta con un guiñapo, señal de la industria de prendería, o una bacía de cobre, o un tarro de sanguijuelas… todo esto, en fin, y otros muchos accidentes de la fisonomía urbana durante la noche, páginas vivas y reales, abiertas entre la vulgaridad de la tertulia y el tedio de su casa solitaria, le cautivaban por todo extremo».

En cuanto a los aristócratas, durante un siglo más se negaron a abandonar sus viejos palacios y palacetes, pero tras la guerra del 36 se les hizo desagradable compartir barrio con aquellos que los habían denunciado o «paseado» en los primeros meses de la guerra (si acaso habían sobrevivido a las cárceles donde acabó la mayoría de ellos), y terminaron por irse a zonas exclusivas de la ciudad (la Castellana y la avenida del Generalísimo) o fuera de ella (en los guetos de lujo de Puerta de Hierro, Conde de Orgaz y otros). Los viejos palacios y palacetes pasaron entonces a manos de los especuladores (a menudo sus propios propietarios convertidos en empresarios) que o bien los derribaron (la mayoría) o les dieron otros destinos (grandes almacenes, hoteles, oficinas).

Una de las prerrogativas proverbiales de los vencedores en cualquier cambio de régimen ha sido la de poner patas arriba el callejero. Por ejemplo: la plaza del Rey, tuvo su nombre al principio en honor de Fernando VII, pero a su muerte se lo quitaron y pasó a serlo de Felipe II. Ahora con el genérico nombre de plaza del Rey, ya nadie recuerda para quién fue, y todo queda en casa. A Prim, que con sus tres famosos jamases mandó a Isabel II al exilio, se le dio la plaza que había sido de esa reina (la de Ópera) al tiempo que se le quitaba también a ella la calle que llevaba su nombre, pero su hijo Alfonso XII repuso a su madre en la plaza y la calle en cuanto volvió, buscándole a Prim acomodo en una calle de compromiso; fueron a encontrarla en la del palacio de Buenavista, en el que Prim murió tras sufrir el atentado de la vecina calle del Turco.

El franquismo llenó el callejero de Madrid y el de toda España con sus gestas y héroes, desde el 19 de julio de 1936 en los territorios conquistados y a partir del 1 de abril de 1939 en toda España, pero respetó el nombre de algunas calles que se prestaban a las ensoñaciones (Libertad, Amnistía).

Para la fiebre del callejero, al contrario que para la pauperal, no parece haber vacuna. En cierto modo el rótulo de una calle es la calderilla de la posteridad. O sea, que lo que decía Ferlosio tampoco es del todo exacto. Pasado un tiempo ni los vecinos que viven en esas calles conocen los méritos del nombre que la nombra (¡Oh, Andrés Borrego!), pese a haberlo escrito millares de veces en todos los documentos, carnés y cartas que se verán obligados a cumplimentar a lo largo de la vida. Yo mismo, cuando repito en un trámite administrativo el nombre de Conde de Xiquena me he olvidado de preguntarme quién fue.

Lo vio muy bien Corpus Barga: «¡Qué error de la gloria dar a las calles el nombre de personas […] Algo queda de las carretas cuando se sube la calle [Carretas] que las nombra; nadie piensa en Isabel II al atravesar la plaza de ese nombre».

En una carta de 1922, Manuel Bartolomé Cossío le escribe al doctor Marañón a propósito del homenaje que quieren hacerle a Maurice Barrès, autor de un libro célebre sobre Toledo: «No me parecería bien que cambien ningún nombre de calle. Lo tengo por algo de profanación en cualquier pueblo, ¡pero en Toledo…! Una lápida en el sitio más prominente, todo menos cambio de nombre». No sé quién dio con la cuadratura del círculo, a mi modo de ver perfecta; hoy puede verse en la calle toledana correspondiente este rótulo: «Calle del Barco dedicada a Maurice Barrès».

58. Azulejos de la Visita General (1756) y de la calle del Carnero (1835), salvados de la piqueta.

Cuando entraron los cristianos en Madrid en el siglo XII conservaron muchos de los nombres antiguos y conforme abrían nuevas calles, les daban uno un poco al tuntún, con ese instinto infalible que tiene el pueblo para titular caballos, perros y vacas en cuanto nacen: calle de la Espada, Esgrima, Mancebos y Angosta de Mancebos, Costanilla de los Desamparados… Se diría que muchos de estos nombres eran fruto de una decantación poética (y qué maravilla poder entrar en la librería del viejo Gomis por la calle de la Luna y salir por la de la Estrella). A menudo una calle sin nombre tardó cien años en tenerlo, cuando hubo al fin uno que se impuso por alguna razón descollante.

En 1749 y por necesidad recaudatoria se inventarió el caserío de Madrid con el nombre de Visita General de Regalía de Aposento («la Visita se encargaba de identificar cada manzana y cada casa»), y en 1765, con Carlos III ya, se procedió a rotular las esquinas con azulejos de Talavera, en los que figura el número de parroquia o colación (de collatio , contribución, y de ahí, la porción tributaria de una parroquia) y la manzana respectiva. Se catalogaron quinientas cincuentaisiete manzanas. Como la numeración por manzanas originaba confusión, por la coincidencia en la misma calle de números iguales, el marqués viudo de Pontejos, alcalde de Madrid, rotuló en 1835 por primera vez el nombre de las calles (en placas de cerámica más grandes que las otras, fondo blanco y letras en negro) y numeró las casas de una manera lineal, pares a la derecha, impares a la izquierda, de menos a más en relación con la proximidad de la Puerta del Sol. Ese modo de numeración sigue en uso y quedan aún bastantes de estos azulejos originales donde los pusieron.

De 1835 acá se les ha cambiado el nombre a unas mil doscientas calles y se les ha dado el suyo propio a otras miles de nueva planta a medida que Madrid iba creciendo y anexionándose los pueblos vecinos.

La moda de cambiar el nombre de las calles se extendió con la Revolución francesa y llegó a España treinta años después.

Tras la independencia de la mayor parte de las colonias y la pérdida de las remesas que de ellas llegaban, los próceres de la patria idearon una manera de activar y sanear la economía, expropiando los bienes de la Iglesia. Esa política de desamortización se había aplicado ya antes, con Godoy y José Bonaparte. Pero ninguna tan decisiva como la que recibió el nombre de su ejecutante, el ministro de las finanzas Juan Álvarez de Mendizábal, «un revolucionario de guante blanco», llevada a cabo tras la muerte de Fernando VII, en 1837. Fueron expropiaciones en toda regla (quinientos edificios entre templos, parroquias, conventos, oratorios y cofradías e instituciones de beneficencia) con el fin de sanear la Hacienda pública. El gran negocio: aristócratas y burgueses emergentes compraron lo expropiado (entre amenazas de la Iglesia, que llegó a excomulgar a quienes se hicieran con bienes sagrados; y siguieron aquellas con la segunda gran desamortización de 1854-1856, después de que el Cristo de Medinaceli sudara sangre primero y sangrara luego abiertamente, pese a lo cual la reina firmó la ley Madoz). Donde estuvieron los conventos e iglesias se construyeron palacios, dependencias de la administración del Estado y casas de viviendas para alquilar (el sueño de todo burgués fue entonces convertirse en un rentista), o abrieron plazas que avaloraban aún más los edificios con los que habían hecho sus ganancias (este último fue el caso de Mesonero: derribó un gran convento y se construyó una casa de pisos en lo que pasó a llamarse plaza de Bilbao –no confundir con la Glorieta, donde estaban los pozos de la nieve–, hoy llamada de Zerolo y antes de Vázquez de Mella).

Cayó definitivamente la cerca o tapia tras la revolución de 1868 (esta sin guantes), y la ciudad se desbordó. Ahora de verdad, como la leche hirviendo. En 1725 Madrid tenía unos ciento treinta mil habitantes; en 1825, ya tenía casi doscientos mil; en 1870 iba ya por los trescientos treinta mil, que serían en 1900 más de medio millón.

Entre otras consecuencias beneficiosas, la desamortización de Mendizábal supuso la reactivación definitiva del Rastro, como lugar en el que se vendían los despojos provenientes de los derribos, y se crearon barrios de nueva planta (Argüelles, Salamanca, Chamberí), a cuyas calles hubo de dárseles un nombre. ¿Cuál?

Hasta entonces, decíamos, estos respondían a una razón morfológica, histórica o vecinal relacionada con el lugar. Los políticos municipales no lo dudaron un momento, y con la excusa de la ejemplaridad y la pedagogía se repartieron los nombres sin esperar muchos de ellos a pasar a mejor vida, al tiempo que se decoraban un poco dándoselo también a indiscutidas figuras del pasado.

59. Tejados de Madrid. Fernando Fernán Gómez escribió un libro con ese título, lleno de fotos de tejados. El último reducto del carácter de una ciudad se encuentra siempre en los tejados. A menudo dicen más y mejor de las personas que cobijan que los bajos y llamados pisos nobles. Los tejados de Madrid siempre han sido de pobres, de «pobres de lujo», pero de pobres.

En el nuevo barrio de Argüelles (primer preceptor de Isabel II) encontramos el de todos sus amigos, desde Mendizábal a Fernández de los Ríos. Este alude a ello en su propia Guía , recordando con más o menos ironía lo que había dicho en El futuro Madrid a propósito de la manía de cambiar los nombres de las calles. Ante la demanda, no hubo nadie que se quedara sin la suya: Olózaga, Ríos Rosas, Espronceda, Larra, Mesonero, Alcalá Galiano, Espartero, Narváez, Prim, Serrano, O’Donnell y cien más, sin olvidarse, claro, de ennoblecer otras muchas con el de los héroes de la reciente guerra de Independencia, Castaños, Espoz y Mina, Díaz Porlier, El Empecinado (a este militar romántico que noveló Galdós y que liberó Madrid de los franceses, se la quitaron al poco tiempo, para acabar dándole la de quinta categoría que todavía tiene hoy, añadiendo al baldón de una muerte atroz e injusta la injusticia de una decisión municipal), o los del 2 de mayo, Ruiz, Daoiz, Malasaña, Velarde o el sargento Barriga. Y fue una lástima quitarle el nombre al paseo Novelesco para dárselo al general Martínez Barrios. A veces los responsables municipales, investidos de un talante caballeresco, no dudaron en rotular algunas de esas calles con el nombre de quienes fueron enconados enemigos políticos entre sí, como el caso de Diego de León, el general que intentó, secuestrando a la reina niña Isabel II, un golpe militar. Fracasó y el regente, Espartero, amigo suyo, mandó fusilarlo. Murió de una manera gallarda, pues le fue concedido el honor de dar él personalmente la orden de fuego a su pelotón de ejecución. Hoy Diego de León y Príncipe de Vergara, o sea, Espartero, son dos calles que se cruzan. Cien años después volvió a pasar: al doctor Fleming, el descubridor de la penicilina, le dieron en Estocolmo el Premio Nobel y una calle en Madrid. Al año siguiente ese mismo premio recayó en un tal Waksman por descubrir la estreptomicina, el segundo antibiótico útil de la Historia, y Madrid también le dio una calle. Tiempo después se supo que este le había robado el descubrimiento a un estudiante de posgrado, pero no le quitaron el premio ni en Madrid le han quitado la calle, que todavía tiene, cruzándose la suya con la de Fleming. Hasta Riego, que murió en la horca con menos presencia de ánimo que Diego de León y que don Rodrigo Calderón, cuenta con una calle que sus enemigos respetaron, después de quitarle su nombre a la plaza de la Cebada, que llevó un corto tiempo, y ponerla aquí y allá, e incluso a Simón Bolívar, el sedicioso dictador americano que habló de «la malvada raza de los españoles», a él, que era descendiente de ellos, le han levantado una estatua los madrileños, que pensaron: «pelillos a la mar».

Los ediles madrileños tuvieron por fin a mano el instrumento para hacer catequesis con sus vecinos, y el callejero se convirtió en una página de la Historia que se estaba escribiendo a la vista de todos.

El país se volvió loco, y no había semana que no hubiera un pronunciamiento militar, una batalla, unas bonitas ejecuciones, un pillaje, una emigración… Y un baile de nombres en el callejero.

En unos años, Madrid recordó a aquella ciudad de la que hablaba san Pablo, Éfeso, en la que había erigidos altares a todas las deidades, incluido el «dios desconocido». Pues tras los héroes de guerra y los políticos, se colaron los nobles, industriales y gentes piadosas que se resistían a prescindir de tanta gloria póstuma. Y tras ellos, aquellos en cuyas manos estaba el otorgar esas distinciones, ministros, directores de academias y cualquiera que hubiera detentado algún honor público, por pequeño que fuera. Hasta quienes instituyeron el derecho de tener también el nombre de una calle, alcaldes, archiveros y cronistas de la villa, empezaron a repartirse ese pequeño doro, desdorando de paso a una vieja calle que llevaba su título desde hacía cuatro siglos. Por ejemplo, la de Mesonero Romanos; antes se llamaba del Olivo, y le cambiaron el nombre porque en ella nació el ilustre costumbrista, y a Zorrilla, que compuso versos tan sonoros, le dieron la del Sordo, y la del Lobo se la dieron a Echegaray (a la que Valle-Inclán aseguró haber enviado una carta poniendo en el sobre «calle del Viejo Idiota», y llegó), y la de la Gorguera a Núñez de Arce, tan engolado… Un cronista de la época lo contó muy bien: «Este barrio que “absorbe” la Puerta del Sol no ha sido de los más ultrajados en lo que se refiere a los antiguos nombres de sus calles, siempre atractivos y congruentes, por otros estúpidamente personales. Da gusto comprobar que aún conservan los suyos tradicionales de Bordadores, Hileras, Veneras, Conchas, Rompelanzas –la más corta de Madrid–, Chinchilla, Salud, Trujillos, Flora, Coloreros, Pasadizo de San Ginés, Aduana, Jardines, Peligros, Cedaceros, Caballero de Gracia, de la Cruz, Caños». Al trazarse la Gran Vía, desaparecieron calles de nombre estupendo: de la Garduña, En Mala Hora Vayas, Aunque os Pese, Sal si Puedes…

El empeño fue, sobre todo, de Mesonero: entendía que las estatuas en plazas y el nombre de un varón esclarecido en las calles (porque solo figuraban varones) era una manera de instruir a los vecinos y apiñar a la nación en torno a unos nombres indiscutibles. ¿Cuáles lo eran a su juicio? Él lo vio claro: «Trajano, Teodosio, Honorio, Ataúlfo, Arcadio y Recesvinto». Sic transit … Hizo extensivo su propósito a la creación de un Panteón de Hombres Ilustres (la idea la había lanzado primero José Bonaparte, a imagen del de París), tanto si tenían a mano los huesos o no (en cuyo caso había que ponerse a buscarlos): el arcipreste de Hita, Cervantes, Luis Vives, Viriato, Elcano, el Cid, Lanuza, Gonzalo de Córdoba, Cisneros, Arias Montano, Moreto, Gravina, Meléndez, Ventura Rodríguez, Calderón, entre otros… Se votó llevar el panteón a la iglesia de San Francisco el Grande, secularizada. Debían estar en ese panteón aquellos cuyos huesos contaban con un certificado de autenticidad: Garcilaso, Quevedo, Calderón, y otros que como Ercilla, Lanuza o Ambrosio de Morales ya han perdido mucho lustre. Cuatro años después cargaron con todos ellos y se los llevaron a la basílica de Atocha, añadiéndolos a otros de algunos militares y políticos como Castaños, Ríos Rosas y Prim, aumentados, en ligero goteo, con los de Olózaga, Cánovas, Canalejas, Dato y Sagasta: «Borrón del Estado y la Monarquía, pues uno y otra no supieron dar aposento más miserable a las cenizas y a los trofeos de tantas victorias», dijo Galdós de ese ilustre panteón en Bodas reales . En la actualidad hay en la sacramental de San Justo una especie de corralillo a modo de panteón portátil de la Sociedad de Escritores y Artistas, en una de cuyas tumbas reposan los restos de Larra junto a los de Gómez de la Serna y los de Manrique de Lara, quien aprovechó su cargo de presidente de la asociación de escritores a finales del siglo XX , para hacerse un huequecito entre sus dos ilustres colegas. A su lado Espronceda, Rosales, Núñez de Arce, Bretón de los Herreros, Villaespesa, Marquina, Claudio de la Torre, Vico, Calvo, Arjona, Castillo, Manuel del Palacio, Palmaroli, Llorente, Osorio y Guzmán dan una idea aproximada de los caprichosos vaivenes de la gloria (y a uno, francamente, la mitad de ellos ya ni le suenan). Y sí, ninguna mujer. Porque de no ser así no hubieran podido llamarlo Panteón de Hombres Ilustres y porque cuando entonces tampoco lustraban mucho las mujeres, aunque algunas había que sí, y más aún que la mitad de los varones (Carolina Coronado, Fernán Caballero, Rosalía de Castro, Emilia Pardo Bazán).

La fiebre del trasiego de nombres se contagió incluso a los personajes de ficción: «Es que yo solicité del Ayuntamiento que se llamara calle de la Emancipación Social a la de Coloreros; pero no accedieron, y sigue llamándose calle de Coloreros », se lamentabla el memorable Patricio Sarmiento, protagonista de El terror de 1824 .

Por suerte para nosotros, aquellos políticos del XIX murieron antes de que pudieran cambiarlos todos, y los alcaldes y concejales no suelen leer novelas, de modo que siguen en su sitio la travesía de Bringas, Tribulete, las Vistillas, el Campillo del Mundo Nuevo, Tres Peces, Ave María, Convalecientes, Cenicero, Molino de Viento, Limón, Madera, paseo de la Esperanza, paseo del Prado y paseo de Recoletos, Luna, Salud, Misericordia, calle de la Unión, Fomento, Beneficencia, la plaza de la Morería, Mediodía, el Pretil de los Consejos, Candil, Buen Suceso, Amor de Dios, Areneros (vivió allí Galdós), de la Bola y de las Sierpes, la plazuela del Alamillo, Amparo (y cuánto me gustaría que nuestra calle tuviera este nombre, o el de los Remedios, lo cual me lleva a pensar que los nombres de las calles deberían poder rotar, para beneficiar a todos), la de la Sal, la de las Veneras, la del Biombo, la del Espejo, Lechuga, Laurel, del Olmo, la de los Preciados (y de cuántas calles en Madrid repetimos sus nombres sin caer en la cuenta de lo bonitos y significativos que son, como el paseo de las Delicias), la Cuesta de los Ciegos, la Ancha de Majaderitos, el paseo de los Melancólicos, la del Bonetillo, Clavel, la plaza de la Cebada, Libertad (también se la pide uno después de haber disfrutado un tiempo de la del Amparo o Unión), y le buscaría una, quitándosela a algún prócer ya olvidado, a la de la Emancipación Social (haciéndole así el merecido homenaje a don Patricio Sarmiento), Peligros, Acuerdo, la de las Fuentes, que está al lado de la de Bordadores, Coloreros e Hileras… y muchas más.

En fin, así fue como se inició ese acuerdo tácito en el callejero madrileño del hoy por ti mañana por mí. El tiempo, no obstante, castigó a muchos de ellos volviéndolos, tan solo pocos años después, unos perfectos desconocidos. «Andrés Borrego, ¿quién sería ese señor que se ha quedado en la calle, después de haber echado de ella a los Panaderos que en mis mocedades le daban nombre?», se preguntaba Unamuno. Y mira por dónde a Unamuno le dieron el segundo tramo de la calle de Rafael Riego, el general revolucionario, pero en 1939 se lo quitaron a este para dárselo a la Batalla de Brunete, y en 1941 se lo quitaron a Unamuno para dárselo a la Batalla de Belchite, y en un barrio extremo (a Riego, para acallar la ignominia de su muerte y la cobardía del reo, y a Unamuno…, porque era Unamuno; a Riego le devolvieron el suyo en 1980, pero al pobre Unamuno le mandaron a la Elipa, en una calle tan insignificante y apartada que la familia llegó a pedir se le quitara por parecer más afrenta que homenaje, comparada con la que le dieron a Ortega y Gasset (quitándosela a don Alberto Lista, pobre, con lo civil que fue), y Gonzalo Menéndez Pidal recordaba «que mi padre luchó, junto con otros vecinos, para que la Cuesta del Zarzal [donde tenían su casa, hoy Fundación Menéndez Pidal] recuperase su antiguo nombre, [pero] resulta que hoy uno de sus tramos lleva el de mi padre, cosa que él nunca hubiera querido». (Y hoy, como se venden tan caras las calles del centro, a poco que se descuide uno acaban dándole el suyo a alguna de nueva planta en Rivas-Vaciamadrid, como a Saramago, nuestro don Alberto Lista portugués).

60. Platería Martínez fue una de las reales fábricas impulsadas por Carlos III y uno de tantos edificios de los que Madrid prescinde periódicamente sin que le tiemble la piqueta.

61. Frontón de Recoletos (1935), de Eduardo Torroja y Secundino Zuazo. Otra pequeña joya que se dejó hundir para acometer su demolición (1973) y sustituirla por un bloque de viviendas, más lucrativo.

A mí me ha hecho siempre mucha gracia esa calle del Doctor Mata, porque me acuerdo de los roces que mantuvo este con su ilustre vecino Bretón de los Herreros. Harto de que los amigotes del escritor aporrearan cada noche el portal, colocó una cartela ripiosa para alejar a los trasnochadores («No vive en esta mansión / ningún poeta bretón»), convenientemente respondida por este: «Vive en esta vecindad / cierto médico poeta / que al final de la receta / pone Mata y es verdad». Y como hubiera dicho mi colega en la campaña de Llantada y Villoria: «Anda que dedicarte a la medicina llamándote Mata; hay que ser…».

La sugestión de los nombres nos vence a todos, tienen un raro poder evocativo, un vago perfume que nos transporta a una especie de utópico Dorado de la memoria, porque la mayor parte de las veces ni siquiera conocemos la razón por la que se lo dieron. Basta oírlo solo o verlo en su rótulo para sentir que hemos llegado a un lugar hospitalario. «El Ayuntamiento siempre ha sido el padrastro de las calles más típicas de Madrid. ¿Donde está el callejón del Infierno, donde vivió el cura Merino, y las calles del Candil, de la Pasa, de la Cuerda, del Cura, llenas de oficios y gente industriosa?», se preguntaba Solana, quien, hablando del «bueno del señor Dimas» [Dimas Topete, el Saca-Tripas], nos dice: «Gusta mucho de estos títulos sencillos de las calles de Madrid, y se recrea diciéndolos en voz alta, como Tabernillas, Sombrerete, Esgrima, Carnero, Beatas, Calvario, Pasión, Espada, Quiñones, Caravaca, Cabezas, Canillas, Toro, Curtidores, Juanelo, Cuchilleros, pero en cambio le molestan y dolían mucho las calles de nombre moderno y esas gentes que por quitar lo pintoresco y antiguo concluían por poner el nombre de todos los botarates de España, daba asco ya; se ponían por todos lados mamarrachos de estatuas de personajes en la política, en las ciencias y en las artes, que no tenían más mérito que el que debieron estar en galeras». Baroja dijo algo parecido unos años después en Reportajes : «Los nombres antiguos estaban mucho mejor: la calle de Carretas, la del Pez, la de Peligros, la de la Flor, la del Sombrerete, etc., se recuerdan muy bien, pero esos nombres de personajes [la calle García Pérez, de González Martínez] o de fechas [calle del 14 de marzo, calle del 17 de septiembre], eso no hay nadie que lo recuerde. Imposible».

Muchos siguen heredando el título de sus antepasados y pueden mostrarse ufanos de su suerte, porque a cuenta de decir «calle del conde tal» o «calle del marqués cual», disfrutan de su calle sin más méritos que el ser sus descendientes. ¿Quién sería el conde de Xiquena, cuáles serían sus méritos para desposeer a la calle donde nosotros vivimos del nombre que tenía en el siglo XVIII ? Había tenido incluso otro más antiguo en el XVII , de los Reyes, con el que figura en el plano de Texeira y en uno de los Episodios de Galdós, Napoleón en Chamartín (aquí como Reyes Alta, para distinguirla de otra que se llama igual), pero en el siglo XVIII cuando construyeron las Salesas Reales, la llamaron calle de las Salesas, que también tiene sentido. Este conde (creo que fue gobernador de Madrid durante un breve espacio de tiempo) ni siquiera vivió aquí, pero se murió y sus compinches buscaron cómo darle una alegría a la viuda y a toda la línea sucesoria, y aun a la antecesoria de condes de Xiquena, incluido el actual, titular también de dos ducados, cinco marquesados, ocho condados más y un señorío, si es verdad lo que dice la wikipedia. ¿Memoria histórica? Yo volvería a ponerle a nuestra calle el que tuvo la primera vez que se trazó, a menos que encontráramos uno más bonito, por ejemplo, calle del Arco Iris (no existe aún en Madrid una que se llame así), porque es desde donde hemos visto los arcoíris más bonitos de Madrid, con el sol de poniente tirando el compás de lado a lado, y de paso honraríamos a los chaperos y chicas que trabajaron tantos años en esta calle para el amor («Yo estoy aquí pa’ hase’l amor por lo que me den», imploraba una mujer que se negaba a desalojar una de aquellas esquinas, cuando los chaperos la insultaban por entender que era de su «propiedad»: «Esto es pa maricones», le espetaban, «no pa putas»). O calle del Cuartel General (por nacer del palacio de Buenavista, sede del mismo), o calle de los Clarines (que yo oigo cada mañana y cada tarde), o de la Urraca (por la que se posa desde hace cuarenta años, la misma, en una antena de televisión, haciendo metrónomo de su cola, tras, tras, de un lado para otro). Cualquier rótulo antes que el del difunto marqués y sus ilustres deudos, a quienes les deseo las mayores venturas, excepto el nombre de nuestra querida calle. Claro que «cuando se muera uno y ya no escriba más nada», este fastidio dará lo mismo y se mostrará en toda su pequeñez humana.

62. Calle de Lope de Vega, lugar donde vivió y murió Miguel de Cervantes. Foto actual y ejemplo neto de la desidia y mal gusto municipales: cables, canalones, persiana sobre la efigie, efigie y relieve alusivo a las armas y las letras, placa autocelebrativa, innecesaria y absurda de la Rae («de existir entonces, el primer Premio Cervantes habría sido para Lope», hay que repetirlo cuantas veces haga falta), farolillo, azulejos de la Visita General (que nunca estuvieron en esa casa, sino en una anterior), número de la calle, réplica comercial, aldabas funerarias… Por no faltar, al baratillo no le falta ni el cartel de «se vende».

A partir de los años diez y veinte del siglo pasado, con el plan de las colonias llamadas de Casas Baratas (hoy carísimas, y otras como las del Viso, en barrios silenciosos, escondidos, provinciales, casas de uno o dos pisos, con jardincitos y el olor, en invierno, a humo de leña, y en primavera a azahar; se construyeron en su día en los arrabales de la ciudad, pero hoy ya son como quien dice parte del centro), los ediles hubieron de rotular las nuevas calles echando mano a series temáticas para sus bautizos colectivos: ríos, ciudades, pájaros…

Tras la guerra los vencedores, comprometidos con muchos caídos a los que debían la victoria y deseosos de recordársela a todos, vencedores y vencidos, llenaron las calles de Madrid de alféreces, falangistas, militares, banqueros, aristócratas, obispos, mártires, gestas patrióticas, unas veces en calles de nueva planta, otras levantando el nombre a alguna vieja, tal y como ya era costumbre.

Y así fue como se llegó en 2017 y, con el acuerdo de todos los partidos políticos del Ayuntamiento, a la creación del citado Comisionado de la Memoria Histórica.

Durante dos años estudiamos el nombre de las más de trescientas calles que pedían los ediles comunistas que se retitularan.

Tenía mucha razón Mesonero: el nombre de las calles es un documento insustituible de memoria de nuestra cultura, aunque también la tenía WBenjamin: la cultura es un documento de barbarie. Y, sí, Madrid es tan grande ya y tiene tantas calles que ha acabado pareciéndose a Éfeso. Y a la mayor parte de los madrileños les dan lo mismo Honorio que Ataúlfo, Este que Aquel, pero no la vida que han de vivir.

Baroja tiene en su Vitrina pintoresca (1935) un capítulo dedicado a «Las calles siniestras», empezando por la del Olivo, que luego se llamó de Mesonero Romanos: «¡Qué carácter tenía esta en su tiempo! ¡Qué barrio el formado por la de Mesonero Romanos, Jacometrezo, Tudescos, Horno de la Mata, Silva, Abada, etc.! Es el rincón de Madrid donde había más prostíbulos, tabernas, cafetuchos, tiendas oscuras, casas de citas y consultas de enfermedades secretas. También había librerías de viejo, ¡y esto nos atraía a muchos! Casi todas esas calles han desaparecido o se han transformado…». Y concluye: «Madrid se ha agrandado, se ha saneado, ha dejado de ser un pueblo laberíntico y sucio […] Madrid ha perdido su misterio, ha dejado de ser mujer fatal», pero vaticina: «Es muy posible que así como ahora se tiran las calles siniestras, con el tiempo se construyan para atracción de forasteros. Al hombre le gusta todavía el misterio y la confusión. La ciudad monstruo, la mujer fatal, son caras ilusiones de su alma».

No iba muy descaminado (cada día se hacen más cafés y tabernas a la manera de los de 1900: «Lo irónico es que no hacemos más que abrir locales que intentan parecerse a los que acaban de cerrar», decía Ignacio Peyró del Hispano, un célebre bar de la Castellana al que todos hemos ido mucho), y por lo mismo estaría bien recuperar los nombres de algunas calles, mucho más barato como procedimiento, ya que parte del carácter de esa ciudad se lo daba su callejero.

María Teresa Gea en El Madrid desaparecido enumera algunas calles que han ido desapareciendo o cambiando de nombre a lo largo de los siglos, así como muchos de sus edificios singulares, palacios, templos y conventos, cuarteles y teatros. Leer ese listado produce una gran melancolía y parece propiciar el ir «de lamento en lamento».

En resumen: de los que ella cita y de otros recogidos por mí, aquí van los nombres que, habiendo existido ya, me habría gustado que se hubiesen conservado. Esperan un verdadero alcalde ilustrado que los reponga: Lanzas Agudas, plazuela de los Afligidos, calle del Aguardiente, plaza de la Alegría, callejón de las Ánimas, Bajada de los Ángeles, Bazar de las Américas, La Bombilla, Candil, Cantarranas, plazuela de los Caños Viejos, Cerca del Arrabal, cerrillo del Rastro, Gitanos, de las Negras, travesía del Desengaño, callejón de la Duda (al lado de donde asesinaron al conde de Villamediana, poeta, por presumir de ponerle los cuernos al rey, según unos, y por «pertenecer a los sométicos del pecado nefando», según otros), calle del Empecinado, calle de la Ese, calle de la Esperancilla, calle del Espejo, calle de la Garduña, Angosta de Peligros, calle del Gato, de las Rejas (en esa nació Gómez de la Serna, y le quitaron el nombre para dárselo a un capitalista; lo único simpático del cambio es que ese amasó su fortuna empezando de buhonero y vendiendo por las calles), la calle de la Reforma Agraria (maravilloso nombre, imperecedero, actualísimo en toda época, que llevó durante la guerra la calle de Alfonso XII; yo lo hubiera dejado), calle de la Unión Proletaria (como recuerdo de algo que jamás existió), callejón del Perro, calle del Soldado, paseo de Trajineros (hoy del Prado), paseo del Invierno, paseo Novelesco (se lo dieron a Martínez Campos), calle del Límite, calle de Salsipuedes, calle de los Pajaritos, calle de la Sartén, plaza del Progreso, Quitapesares, calle de la Ventanilla, Portal del Contraste, Portal de los Mauleros, la Quinta del Sordo, calle de San Opropio (y otros dos que también la perdieron, Rosso de Luna y el Turco), campo del Tío Mereje, calle del Tostado, travesía de la Rosa, calle del Viento, Cuesta de las Vistillas, callejón de las Yerbas, Sin Salida, el campo de la Lealtad, calle de los Federales y, por lo que me atañe personalmente, calle de Andrés Gana.

Si a estas añadimos las que han sobrevivido y he citado antes, tendremos un buen catálogo de las calles, como el que hizo Homero de las naves, como el de las ballenas de Moby Dick y como el de las toponimias de los pueblos del Périgord de À la recherche .

Al contrario de lo que creía Mesonero, también la ejemplaridad de hoy puede cambiar de signo mañana, sin referirnos a aquellos que defienden se mantengan todos los signos de cultura de cada tiempo, como recordatorio del horror del que proceden (sea la tumba de Franco en el Valle de los Caídos, la estatua del tirano o el monumento al idiota. Y contaré aquí algo, porque viene a cuento: durante la Transición, siendo alcalde de Madrid Tierno Galván, que había cambiado ya el nombre de veintisiete calles dedicadas a los antiguos jerarcas del Alzamiento Nacional, no se atrevió a quitar la estatua ecuestre de Franco que había en los Nuevos Ministerios para no soliviantar más aún a los militares que acababan de intentar el golpe de Estado del 23F . Pero se le ocurrió una añagaza para contentar a quienes, por el contrario, trataban de apearla de su pedestal: les propuso que se erigieran dos al lado, una a Largo Caballero, que tanto alentó la guerra civil, y otra a Indalecio Prieto, tan golpista como Sanjurjo y Franco contra la misma República. Se pusieron la de Largo Caballero y después la de Prieto, y a los pocos años se quitó la de Franco, pero allí siguen las de esos dos prohombres, que se diferencian del dictador, el primero, en que murió en el exilio, y el segundo en que aún tuvo tiempo de pedir perdón por una aventura que le trajo a España más de mil muertos y la excusa perfecta para el golpe de 1936).

Cuando Galdós hacía que su novela transcurriese en Madrid ponía buen cuidado en detallarnos todas y cada una de las calles en las que sus protagonistas vivían, por las que pasaban, donde se ubicaban los diferentes negocios, talleres, cafés, instituciones. Sabía que el mero nombre de esa calle ayudaba a sus lectores a hacerse una exacta composición de lugar histórica y sociológica, incluso sentimental, de sus personajes.

De ahí que cuando nos encomendó el pleno del Ayuntamiento de Madrid a los que formábamos el Comisionado de la Memoria Histórica a modificar el callejero, nos lo pensáramos tanto. De las más de trescientas propuestas para el cambio no llegaron a confirmarse ni cincuenta. El berrinche de los valientes (con dinero público) subió de punto, y su furia aún creció más cuando vieron que no solo no desaparecían las calles dedicadas a Manuel Machado o Álvaro Cunqueiro, como habían exigido, sino que llegaban al santoral de Madrid la Institución Libre de Enseñanza, Chaves Nogales o José Castillejo, nombres de los que, dicho en favor de los sectarios, tampoco habían oído hablar hasta entonces. También estuvimos algunos a punto de sugerir que se llevaran las estatuas de Prieto y Largo Caballero, pero desistimos al comprender que hubiera sido «pedir cotufas en el golfo».

Alguna vez ha explicado uno que la aplicación estricta del artículo 15 de esa ley tan mal pensada y peor redactada obligaría a suprimir del callejero español y de muchos institutos y colegios el nombre de Miguel de Unamuno, Manuel Machado y tantísimos más. Pero en lo que nadie reparó, y yo me alegro de ello, fue en que algunos de los nombres que sustituyeron a los antiguos (Edgar Neville, Mercedes Fórmica) también contravenían dicho artículo, por lo que quienes los aprobaron en el pleno correspondiente (a propuesta nuestra: Paquita Sauquillo, José Álvarez Junco, Octavio Ruiz Manjón, Teresa Inestrillas, Amelia Valcárcel, Santos Urías y un servidor) hubieran podido ser acusados de prevaricación, dicho sea esto en honor de la verdad.

Y de ahí también que comprendiera uno, casi medio siglo antes, y aun oscuramente, en cuanto puse los pies en la plaza de España aquel 4 de mayo, la importancia del Palé: aquel era también el retrato de Madrid y en cierto modo donde mi destino estaba escrito con los rótulos de la avenida José Antonio (antes Gran Vía) y de la calle Leganitos.

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