Madrid

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10, La vida sigue y Madrid espera

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10,

LA VIDA SIGUE Y MADRID ESPERA

Ya podemos seguir. Nos presentamos a las oposiciones unas doscientas o trescientas personas (si no fue en el Museo Romántico, ¿dónde? ¿En alguna de las aulas de la universidad de la calle San Bernardo?). A mí me parecieron dos mil. Sorprendía que fuéramos tantos, incluso había ancianos que estaban más en edad de jubilarse que de andar opositando. Producían estos una gran tristeza, como si fuera aquella su última bala de suicidas. Nos sentaron, repartieron las preguntas y antes de acabar de leer yo las mías ya había ganado la puerta de salida, y me despedía para siempre del sueño de ser auxiliar de Museos, Archivos y Bibliotecas.

A la semana estaba en Valladolid.

Si nos cautiva tanto la juventud es porque se pierde poco tiempo en las transiciones. No puedo asegurar que aquel fuera un final triste a la historia de amor más grande jamás contada, pero me dolió tener que darle la razón al boxeador. Volví a verlo una última vez y cuando le conté cómo había acabado la cosa, puso cara de «te lo advertí», reiteró su idea de que «con las mujeres no se puede», y me aconsejó que me pasara a ver a «la Vicky», porque esta le había estado preguntando por mí; yo sabía que no era verdad, que lo decía solo para subirme la moral. Hoy creo que igual tenía que haber ido a despedirme.

Me consoló de todos modos saber que había vivido en cinco meses lo que muchos no logran vivir en cinco años.

Los cuatro de Valladolid fueron tal vez no demasiado buenos para vividos, pero tampoco tan tristes como para no querer recordarlos de vez en cuando; al contrario, recordados, la mayoría son mejor de lo que fueron en realidad, como les sucede a algunas películas malas, que ganan cuando se cuentan o se recuerdan. Están, más o menos, en la novelita El buque fantasma , y acabé de nuevo en Madrid sin demasiados desperfectos.

Cuentan que Baroja había dado este consejo a un joven que quería ser escritor: «Váyase a Madrid, y póngase a la cola». En Antonio Azorín se dice lo mismo, pero más literario: «Es preciso vivir en este Madrid terrible, en provincias no se puede conquistar fama». No era mi caso, aunque por entonces ya tenía el sueño de convertirme en escritor, un sueño tan íntimo que ni siquiera era figurativo, al contrario, era bastante abstracto, y la fama me ha dado bastante igual, quizá porque los aplausos acaban llevándole a uno, sin querer, a las ceremonias y cortesías lumbares. Yo entonces leía a Rimbaud y me habría muerto de vergüenza siguiendo el consejo barojiano, y también leía a Baroja y no me parecía que él se hubiera puesto a la cola de nada. Los escritores se dividen en dos: los que viven de una manera que ellos consideran literaria (trasnochar, escoger su vestuario, hablar mucho de libros, de escritores y de críticos) y los que hacen lo posible por no llamar la atención. Uno es, creo, de estos últimos. Si me hubieran ofrecido aquel trabajo en otra parte, quitando León, lo hubiera aceptado, porque en realidad no era tanto venir a Madrid, como salir de Valladolid.

Volvía con un trabajo en una revista de arte y un apartamento en el que meterme. Pese a ser un octavo piso, el lugar estaba a la altura de un hombre ya bastante descreído: metro Empalme y calle Tembleque (sin solución de continuidad, como suele decirse). En los billetes de metro de un solo viaje se agravaba con un «Empalme sencillo». Pensé escribir un libro de aforismos con ese título, pero por suerte no pasó de proyecto. Se encuentra en Aluche, no lejos del Carabanchel donde seguía viviendo la que había sido el amor de mi vida. En la visita de cortesía que le hice me encontré con uno con barbas y dos hijas en una cuna, saludé y me fui. Un día, veinte años después, me crucé con ella en la Cuesta de Moyano. Ya estaba, creo, divorciada. Nos saludamos efusivamente. Hasta hoy. Solo siento que en aquella ocasión, por ponerse uno al día, dejé con la palabra en la boca a don Julio Caro Baroja. Fuimos ilusionados a tomar una caña en Atocha «por los viejos tiempos». Era la ocasión, veinte años después, de darle las gracias por haber tomado ella la decisión de la ruptura, pero debí de expresarlo mal, y se enfadó: «O sea, que te alegras de haberte librado de mí». Esas cosas suceden cuando uno improvisa con el pasado. Pero lo cierto es que conservo de aquel primer amor solo recuerdos buenos y guardo por mi prima un gran afecto, aunque es posible que si nos cruzáramos de nuevo por la calle ya no la reconociera.

63-64. Billetes de metro.

Aluche era uno de los barrios nuevos; segunda B con estribaciones de tercera B y aun de cuarta B. A medio camino entre los Carabancheles y Madrid. Los incorporó Franco a la ciudad en 1944, junto a Villaverde, Vallecas, Vicálvaro, Canillas y Canillejas, Barajas, Chamartín, Hortaleza, Fuencarral y El Pardo, donde él tenía, como es sabido, su palacio-cuartel.

La mayor parte de estos pueblos que cercaban la capital no supieron conservar sus centros antiguos. Cuando escribí una biografía de Cervantes, manejé fotografías de los años cuarenta y cincuenta de Barajas, de Navalcarnero, de Móstoles y otros pueblos madrileños de donde procedían los linajes maternos del escritor: eran aún lugares de lo más cervantinos, su plaza Mayor empedrada y vacía, con carros aún, sin automóviles, las casas bajas, la iglesia con su torre, su espadaña o chapitel, y su cigüeña, tenían muchísimo encanto… Recordaban lo que Madrid había sido en origen.

Yo entonces no conocía un ensayo de Luis Bello sobre el cine, de 1920: «Los pueblos que viven a dos o tres leguas de la Puerta del Sol siguen siendo, poco más o menos, como en la época de Cervantes, en cultura y costumbres». Bienvenido Mr. Marshall se rodó (1953) en uno de ellos, Guadalix de la Sierra, a menos de cincuenta kilómetros de Madrid. Y Bello añadía: «Pero, eso sí, ya que Madrid no ha ido a los pueblos, los pueblos vienen a Madrid». El aire pueblerino de Madrid, uno de sus mayores atractivos, proviene de esa nostalgia que Madrid ha sentido del campo desde tiempos de san Isidro.

Lo ha dicho uno otras veces, la España cervantina desapareció para siempre con el Plan de Estabilización de 1959.

Estos pueblos son «a todos los efectos», parte de Madrid. Al incorporarlos a la capital Franco trató de hacer crecer la ciudad tanto como de concentrar en ellos y tener vigilados a los obreros, la peligrosa fuerza que, en su opinión, había invadido Madrid durante la República. Para mayor seguridad trató de aislar ese «cinturón rojo», separándolo de Madrid, con un «cinturón verde» (casitas para menestrales y modestos empleados con sus huertos, necesarios en tiempos de autarquía). Foxá describe en Madrid de corte a checa esa «invasión de los bárbaros», «la piojera marxista». Las cosas no le salieron a Franco como pensó (ni a Foxá), pero lo cierto es que Madrid dobló en menos de treinta años su población y pasó del millón de 1939 a los tres millones de 1970. La mayor parte de los nuevos inmigrantes se quedaron a vivir en esos barrios improvisados, a menudo en poblados de chabolas (casi cuarenta mil cuando yo llegué a Madrid), y los más afortunados casitas con la luz robada y sin agua corriente o en bloques deshumanizados que se levantaban de la noche a la mañana y que acabaron con los idílicos arrabales de Antonio Trueba para dar paso al Pozo del Tío Raimundo, el Cerro del Tío Pío, el Tejar de Luis Gómez, el Patio de don Román, Las Carolinas, Entrevías, Huerta Lachero, el Puente de los Tres Ojos, Cañada Real…

Aluche no era propiamente un barrio rojo, sino a medio camino, de aquellos que se llamaron «dormitorio», como otros del cinturón, sumidos en un letargo que desesperaba a menudo a los partidos de izquierda y asociaciones de barrio. En mi caso fue un barrio dormitorio, desde luego, aunque no dormía mucho entonces.

Salía de casa muy temprano y no regresaba hasta la noche, a veces de madrugada. Viví en Tembleque dos años con cuatro buenísimos amigos (Chabe Serrano, Laurence Schröeder y Luis Remartínez, músicos profesionales de lo serio (fundaron la Camerata de Madrid), y Jose Serrano, aficionada a la canción ligera: bachianas brasileiras cantadas por Victoria de los Ángeles y Mercedes Sosa a partes iguales).

La revista tenía la redacción en un pisejo de La Prosperidad, La Prospe en castizo, uno de los barrios más antiguos y populares del norte, en el que vivió hasta su muerte Ferlosio. Allí hacía uno de ñáñigo (cruce de negro y chino). Con todo, el trabajo, después del que había tenido en Valladolid haciendo la Revolución en la Joven Guardia Roja del Pce (i) y trabajando en una delegación del diario madrileño Pueblo , el de los Sindicatos, era bastante bueno: por la mañana aporreaba una olivetti , vigilado de cerca por la secretaria, una muchacha con la cara chupada y avinagrada. La polio le había dejado una cojera fea y eso creía que le daba derecho a amargarle la vida a cualquiera que estuviera por debajo en el rango. Se pasaba el día espiándome para chivarse al jefe, del que estaba secretamente enamorada. Este era un tipo de ceja fuerte y corrida que permanecía en su despacho todo el día, cerrando tratos por teléfono, y como apenas veía la luz del sol, tenía mal color. En cierto modo, ahora que lo pienso, él y su secretaria estaban unidos por las ojeras y aquel color estancado de la cara. Las mañanas, pues, eran para el trabajo de mesa, y las tardes para el de campo en El Dorado (barrio de Salamanca, Almagro y Justicia, las zonas de galerías de arte). A cuenta de aquello conocí los estudios de muchos pintores, que vivían casi siempre en lugares alejados, lo que me permitía largarme por ahí tres o cuatro horas, libre del espionaje. Comía donde me pillaba, mejor que en mi segundo Madrid, distraído con las conversaciones de la gente, que tanto juego le han dado siempre a la literatura. Empecé a llevar unas libretas donde apuntaba esos diálogos robados por mí como roban los fotógrafos a veces sus instantáneas, o frases sueltas, a modo de aforismos, pensando meterlos en Empalme sencillo .

Y en eso, murió Franco. Cuarenta años esperándolo y sin embargo lo de su muerte pasó muy rápido, como si todos quisieran ocuparse de otras cosas. Por ejemplo, el policía que me seguía en el metro desde Tembleque a La Prosperidad. Unos meses antes se había suicidado un amigo, compañero en Pueblo y camarada en el Pce (i). Había pasado uno o dos años en la cárcel, y, cuando salió de ella, se había venido de Valladolid a vivir a Madrid, siguiendo al amor de su vida, quien encontró a su vez el amor de su vida en otro, de modo que nuestro pobre amigo abrevió la suya saliendo por la puerta falsa. Al levantar el cadáver y registrar la casa encontraron una maleta de propaganda debajo de su cama, y empezaron a buscar, supongo, a alguien que les condujera hasta el comité central. El policía no se molestaba en disimular en los trasbordos y al llegar yo a la oficina, se metía en un bar y a veces me esperaba a la salida, seis horas después, y otras no, y no todos los días. Así durante uno o dos meses. Siempre el mismo. Entraban ganas de llegarse a él y decirle «mire, inspector o lo que sea, a mí ya me han largado de eso; pierde el tiempo». Al morir Franco dejó ese servicio, y nunca más volví a verlo.

Lo mejor del trabajo fueron las visitas a la imprenta. Su dueño era un pariente de Caro Raggio, en Usera. Echaba la mañana allí. Estaba en una calle que moría en un arrabal donde había un tiovivo parado y una cabra pastando cardos, atada a una cuerda, y a veces en primavera un hato pequeño de ovejas. Yo he visto esa cabra allí, en el Campillo de Mundo Nuevo y en un solar cerca de donde vivía Julio López, el escultor. La gente atravesaba para atajar los desmontes userinos, y se habían formado como veredas entre los montones y vacies de escombros. Siempre había hombres por allí que no se sabía nunca si iban al delito o volvían de cometerlo y las mujeres caminaban con susto, temiendo el ultraje.

Tenía también que visitar las exposiciones y escribir las críticas, que el jefe cobraba ora a los galeristas y marchantes, ora a los artistas, que le pasaban el dinero en sobres abultados, porque, hay que reconocerlo con gallardía, aquel hombre de cejo tortuoso era un lince para los negocios (estoy tratando de decir que era sobrecogedor). Contaba también con una galería de arte propia, donde exponía a muchos de aquellos soñadores, a los que luego organizaba los bombos en su revista, de modo que, tras unos pases de magia, los artistas se quedaban con cara de panolis y sin cuadros, cobrados por mi jefe en pago a sus habilitaciones, pero con una reseña de lo más hiperbólica (mi humilde aportación al engranaje). No era el timo de la estampita, porque era consentido y cultural. Cuando los artistas salían de la redacción desplumados y se quedaba a solas contando los montones de billetes, soltaba siempre la misma muletilla con una risilla maliciosa: «No creería que esto le iba a salir de bóbilis bóbilis ». Se había tirado unos años en el seminario y le salían muchas frases en latín macarrónico. Yo, que veía aquel trasiego de dinero, me maleé pronto. Dejé de ir de galerías y me dediqué a recorrer y conocer Madrid. Viniendo de Valladolid, Madrid justificaba el «de Madrid al cielo y allí un agujerito para verlo». No me cansaba de ir a todas partes a pie. Tengo una cuartilla en la que Azorín responde a un cuestionario de Pérez Ferrero. Está a máquina. Una de las preguntas es: ¿de no ser hombre qué le hubiera gustado ser? Y Azorín, ya muy viejo, responde: «Un perro callejero». Luego, a mano, Azorín ha añadido pobre , «un pobre perro callejero». Siempre me ha gustado esa respuesta. En Azorín lo de pobre está bien, pero a mí con lo de perro me basta. No me cansaba de Madrid, me gustaban de él todos los barrios, y la gente, franca, a veces maliciosa, bien dispuesta, aunque, la verdad, al principio no hice muchos amigos. De no haber sido por los de mi piso, hubiera recaído en la endofasia o «hablar interno» de Felipe II. Al año mi jefe, que no daba abasto a contar los billetes que le traían los pintores en los susodichos sobres, y aun en maletines, trasladó la redacción a un pisazo de Claudio Coello y se compró un chalet tipo palacio de la Zarzuela en una urbanización de por allí. Si alguna mudanza merece lo de «salto cualitativo», fue aquella, y de esa nos beneficiamos todos, empezando por mí.

Desde la boca del metro que sale a Goya tenía que recorrer a diario la calle de Serrano, el mismo tramo donde había ejercido la venta ambulante cuatro años atrás, y esa coincidencia me permitía hacer a un tiempo la elegía (por los tiempos idos) y la oda (celebrando que no volvieran). Me tiré casi dos años revisitando los lugares, calles, rincones, cines y cafés en los que había estado, por el gusto de comprobar que todo lo malo acaba pasando (lo bueno no se pasa nunca, contra lo que creen algunos, y gracias a ello sobrevivimos), y cuando al día siguiente volvía a mi olivetti , sin haberme personado en ni una sola de las exposiciones que se me había ordenado ver, salían de mi imaginación unas críticas de lo más primorosas. Me guiaba únicamente por los catálogos que llegaban a la redacción, mirando las fotos. Otras veces era sin catálogos, a ciegas, por el nombre del artista únicamente, como hacen las videntes y pitonisas a las que llevan los zapatitos de la niña desaparecida: Modesto Ciruelos, Alfonso Fraile, Narciso Peral… Raro era el nombre que no llevaba dentro una novela, incluso los pintores abstractos contribuían a ello como los que más: Antoni Tàpies, Cruz Novillo, Pablo Palazuelo, José Guerrero, Manolo Millares… Nunca he vuelto a escribir por amor al arte tanto como entonces ni tan inspirado. No me gustaría parecer presumido, pero creo que no se me daba mal. De hecho, nadie, ni mi jefe ni los artistas, sospecharon jamás de mis reseñas y gacetillas, y las creyeron siempre hechas del natural, como las mascarillas mortuorias, así que todos contentos. Yo, la verdad, no estoy orgulloso de aquellas pifias. No, desde luego, por mi jefe y por los pobres artistas que se dejaban timar, sino por mí mismo. Alguna vez pensé escribir unas breves memorias de aquel tiempo, y titularlas De bóbilis bóbilis . Me alegro también de no haber perdido el tiempo con ellas ni la fe en el ser humano. Todo lo entretenida que es la picaresca en otros, verla en uno desalienta, y quizá habría sido mejor seguir guardando estos recuerdos en mi almario, bajo llave. Igual sí.

En cuanto pudo, el Sobrecogedor acabó echándome de la cosa nostra, que era sobre todo suya, y hoy es el día que sigue uno con la pena de no haber podido agradecérselo lo bastante. Al fin y al cabo fue quien me rescató del gulag pucelano y este hecho cambió mi vida tan de arriba abajo, que en dos o tres carambolas di al final con el amor de mi vida, el definitivo, ese amor que nos revela que el primer amor tiene que ver con el amor tanto como el sarampión con la edad adulta.

Vivía ella en la calle Conde de Xiquena y se llamaba y se llama Miriam Moreno Aguirre. Me la presentó una amiga que se convertiría a los pocos meses en mi nueva jefa. Vivía esta en la calle Pedro Muguruza, en la misma casa donde estuvo el Dado’s, y puestos a decirlo todo: Miriam se parecía físicamente mucho a la Vicky. ¿Quién ha dicho que la vida no es una novela?

Y lo mismo: cuando conocí el número y nombre de la calle donde había nacido y vivido Miriam (y antes su madre, sus abuelos y bisabuelos, el 68 de Serrano, barrio de Salamanca neto), recibí una impresión fortísima. Fue una prueba más de que la vida es lo más parecido a un tablero de ajedrez, como decía Jorge Manrique, pero con dados (incluso con dado’s), una mezcla bastante equilibrada de azar y destino. O sea, que lo que tiene de ajedrez acaba teniéndolo también de parchís. A fuerza de meditar en ello, acabé convenciéndome de que seguramente nos habríamos cruzado más de una vez, ella y yo, en mi Edad Media, en esa misma calle de mis ambulancias mercantiles, predestinados delante del portal de su casa, la dama y el vagabundo desconocidos aún la una del otro.

Para entonces los amigos de Aluche nos habíamos dispersado, y yo me había mudado con un colega al que acababa de conocer. Buscamos un apartamento, también en Aluche, cerca de Tve, donde él trabajaba.

La nueva casera había sido bailarina flamenca en un cabaret beirutí y ese alquiler era su única pensión. Pasé un tiempo en aquel piso. Era un lugar indescriptible, con las paredes del salón forradas de plástico color butano, y mullidas por si quería uno darse de cabezadas contra ellas sin hacerse daño. Mi colega era fundador del Set (Sindicato de Espectáculos y Trapicheos) y uno de los promotores de la Mmmm, o Las Cuatro Emes, como se la conoció también entonces (Movida Madrileña, más o meno s). Cuando hizo de nuestra humilde morada animadísimo cotarro transversal e interclasista, comprendió uno que era era el momento de pedir asilo en Conde de Xiquena. Fueron solo seis meses, pero qué meses.

Jamás pensé que al alejarme del feróstico Sobrecogedor y de su revista pudiera nadie sentirse tan libre como yo. Pero sí, aún llegaría a sentirme más libre todavía. Fue cuando esa amiga me contrató como redactor en un programa de arte moderno de la segunda cadena de Tve, para que le ayudara a librarse de mi compañero de piso, al que había contratado algunos meses antes. Fue una elección difícil, entre dos traiciones.

Este trabajo nuevo era, en relación al arte, todo lo contrario del de la revista: pintores jóvenes, modernos, sexo, drogas y rockapop: La Movida . Irrumpió esta en Madrid como cincuenta años antes la generación del 27, con parecida suficiencia y ganas de pasarlo bien. O sea, que acudíamos en procesión a ver las exposiciones, pero daba igual, porque casi todo el mundo iba ciego y al final era como en la época del feróstico, que entre lo que uno no veía y lo que imaginaba, se iba tirando.

La directora del programa, decepcionada de ver que no acababa uno de traicionarla ni a ella ni al otro, se sugestionó con que mi colega y yo tratábamos de hacerle la juja, sabotear su programa y apoderarnos de la jefatura, cosas ambas ridículas: «¡Yo quiero ser la mejor entrevistadora de España!», gritaba reiteradamente el día que nos expulsó del paraíso (¡qué sueldos!), dando a entender que nosotros se lo estábamos estorbando. Nos puso de patitas en la calle sin contemplaciones. Hizo bien. Éramos una nulidad, no servíamos para aquello. Tenía por manos un par de mazapanes y unos morros pequeñitos, fruncidos en repulgos y muy graciosos, y al hablar parecía que te lanzara besitos. A mí me entraban ganas de cantarle a todas horas aquello tan madrileño de «quien no vive en la calle / de la Paloma, / no sabe lo que es pena / ni lo que es gloria. / Toma piñones, / que me gusta la gracia / con que los comes». Era de corta estatura y muy bonita de cara, como la de una muñeca, con uno de aquellos cardados redondeados de pelo frito que se estilaban entonces a lo Angela Davis. Creo que era buena persona, solo que coincidimos en un mal momento. Yo le estaré eternamente reconocido también porque fue ella quien me presentó a Miriam, a quien, por cierto, fichó como subdirectora de La edad de oro poco después de que nos echara a nosotros, claro que la misma ilusión que había puesto en unirnos la puso luego en querer separarla de mí y llevarla al vicio y a la papelina, sin maldad, solo por enredar un poco.

Después de aquello aún me tiré dos años más en la tele, en otro programa, este solo de libros, del que no me echaron. Se acabó en una de esas luchas intestinas, o sea, con descomposición al más alto nivel. Lástima, porque era un trabajo del que me llegaba un dinero que nunca volvió a ser tan fácil. Cuando se terminó, me fui a la cola del paro. Por lo demás, éramos muy jóvenes y se podía pasar sin pesadumbre de rico a pobre, los viejos nos respetaban bastante (una especie de quid pro quo con ellos, mientras no indagáramos mucho en sus connivencias con el franquismo, si acaso no habían sido abiertamente franquistas en algún momento), y teníamos Madrid literalmente a los pies, para nosotros solos.

Después de los cuarenta años de franquismo parecía todo por hacer, en la política, en la cultura y en el modo de relacionarnos unos con otros. «A Madrid hay que darle una vuelta», decían todos. Y por eso no resultó en absoluto difícil encontrar otros trabajos: periódicos nuevos, revistas, arte, literatura, editoriales, exposiciones, becas…

En los años que van desde 1977 a 1982, más o menos, parecía que Madrid no fuese de nadie, porque los franquistas, la policía, las instituciones y en general la gente de orden estaban desconcertados o tratando de no armar una nueva guerra civil. En cuanto enterraron a Franco andaba todo el mundo con mucho lío, los del Movimiento y el Rey no sabían para dónde tirar, y los de la izquierda tampoco. La única izquierda operativa en España durante cuarenta años de clandestinidad, la del Partido Comunista, estaba por la reconciliación. El Partido Socialista prácticamente no existía, eran unos simpáticos viejales de fuera, sin solfa apenas en el concierto de los exilios, y unos jóvenes abogados de Sevilla desconocidos incluso para la policía secreta, que los tenían por inofensivos.

Hace unos meses encontré en el Rastro (dónde, si no) cierta Memoria general de la Dirección General de Seguridad para 1975. En su página «Organizaciones y grupos subversivos y su control» para la Región Policial de Madrid, figuran en este orden: «1. Partido Comunista de España, que ha seguido las consignas y orientaciones dadas por su Secretario General, Santiago Carrillo, quien fiel a su táctica de “firme en los principios y hábil en la maniobra”, ha lanzado la organización a una infiltración masiva en los cargos sindicales, Colegios Profesionales y asociaciones de vecinos, así como el clero, incluso tratando de infiltrarse en las filas del Ejército. 2. Partido Comunista de España (Marxista-Leninista), que es el que ha buscado un mayor apoyo en el exterior, montando el Frente Revolucionario Antifascista y Patriota (Frap). 3. Organización de Marxistas-Leninistas Españoles (Omle), que a partir de diciembre de 1975 ha cambiado de denominación por el Partido Comunista de España (Reconstituido) [este dio origen a los Grapo, Grupos de Resistencia Antifascita Primero de Octubre]. 4. Liga Comunista Revolucionaria. 5. Partido Comunista de España (Internacional), que a partir de 1975 se denomina Partido del Trabajo.

6. Bandera Roja, Movimiento Comunista de España, Organización Revolucionaria de Trabajadores (Ort), Partido Comunista Obrero Español y Partido Socialista Obrero Español. 7. Libertarios /Cnt), Fai y Juventudes Libertarias. 8. Junta Democrática (en la que han entrado a formar parte el Partido Universitario Independiente, el Partido Socialista (Tierno Galván) y el Partido del Trabajo. 9. Junta Democrática de España, cuya creación se anunció simultáneamente en Madrid y París el 30 de julio de 1974, integrada por el Pce (revisionista), Comisiones Obreras, Partido Socialista Popular, Partido Carlista, Izquierda Democrática Cristiana (Ruiz-Giménez), Democrática [sic] Social Cristiana (Gil Robles), Hoac, Joc, Partido Comunista de España (internacional) y Bandera Roja (integrada en el Pce). 10. Democracia Cristiana, con dos grupos encabezados, respectivamente, por el exministro don Joaquín Ruiz-Giménez y por don José María Gil Robles. 11. Por último se pueden mencionar también dentro de estos grupos el llamado Frente de Estudiantes Nacional-Sindicalista (Fens) y Guerrilleros de Cristo Rey. Las actividades de todos estos grupos subversivos vienen siendo controladas por los servicios específicos de la Comisaría General de Investigación Social y de la Jefatura Superior de Policía de Madrid».

El Psoe era, como se ve, el último del apartado sexto, o sea, nada.

En cuanto a la mayoría silenciosa del Régimen, se pasó en masa al centro, y dejó a la derecha y extrema derecha un pedazo bastante raquítico del pastel parlamentario. Unos y otros, vencedores y vencidos, franquistas y antifranquistas, tenían claras, sin embargo, estas dos cosas: ni se podía seguir con la dictadura ni se podía volver al 36, ni siquiera al 31, porque se sabía que el 31 acabaría en el 34 y el 34 en el 36, como el juego de la oca. De modo que tenían la esperanza de acabar con la dictadura sin pasar por otra guerra, conscientes todos de que pasar por otra guerra nos llevaría a una dictadura (la misma o la del proletariado). Así se inició la Transición, y aquel miedo de todos a repetir los horrores del pasado nos libró de los horrores del presente (excepto en el País Vasco, abonado desde hacía ciento cincuenta años a las guerras carlistas, cosa que hacen allí por masoquismo, porque las han perdido todas, incluida la de Eta). Se ha dicho, y es verdad, que no tenía mucho que ver el franquismo de los primeros veinte años con el de los últimos veinte. La gente llegó a 1975 con ganas de olvidarlo todo, incluso aquellos que tenían más motivos para seguir recordando. Ahora algunos de los nietos de aquellos que dicen que a sus abuelos les estafaron han empezado a recordar lo que nunca sucedió en los tiempos en que ni siquiera habían nacido ellos. También puede uno estar equivocado. Pero igual no.

65. Vicente Nieto Canedo, Desmontes madrileños , h. 1960. Podrían ser los de Usera o los de cualquier otra parte, porque la ventaja de los arrabales es la de tener en común entre ellos casi todo.

¿Y Madrid? Toda España estaba pendiente de lo que sucediera aquí, consejos de ministros, vuelta de los exiliados, legalización del Pce, atentados terroristas de Eta, del Grapo y del Frap y de grupos de extrema derecha casi a diario, amnistías, conquista de libertades, funcionarios del Estado franquista (jueces y policías principalmente) poniéndose al día a marchas forzadas, militares sin salir del cuarto de banderas… Unos con la mira puesta en acabar con el centralismo y todos admitiendo que por Madrid habían de pasar aún las cosas de España, a la que los nacionalistas vascos, gallegos y catalanes cambiaron de nombre, pasando de ser España a ser Aniveldetodoelestado o el Estado español y, abreviando, este país . A este cambio de nombre se sumó también buena parte de la izquierda española, para resarcirse de la renuncia a la bandera republicana y por creer que el nombre de España apestaba a franquismo. Eso era raro, porque contrastaba con lo que los últimos exiliados, que empezaban a volver, muerto ya Franco, decían. Lo repetían con una dolorosa voluptuosidad de la memoria. «¿Que qué siento al volver a España? Yo nunca me he ido», fue lo primero que declaró María Zambrano junto a la escalerilla del avión que la traía de Ginebra y de cuarenta años de exilio por «la España peregrina».

Las libertades venían muy deprisa y todo sucedía a la mayor velocidad, o a mí me daba esa impresión: incluso el golpe de Estado del 23F de 1981 pasó sin dejar especiales secuelas en la sociedad. Únicamente se ralentizaba el vértigo cuando andaba de por medio el crimen, como en la matanza, a manos de pistoleros de extrema derecha, de los abogados laboralistas que tenían su despacho en Atocha, o en los coches bomba y tiros en la nuca de los pistoleros etarras del nacionalismo vasco (un papa del Partido Nacionalista Vasco, exjesuita, así lo proclamó: «Ellos sacuden el árbol y nosotros recogemos las nueces»). Entonces uno se paralizaba por el horror, pero inmediatamente se pensaba en salir de las desgracias, volcado todo el mundo en sacar el país adelante.

La gente tenía ganas de leer, ver o decir lo que le diera la gana sin temor a represalias ni censuras humillantes. Que a uno le echaran o no de un trabajo, daba igual. Acababa encontrando otro. En dos o tres años las librerías se llenaron de libros prohibidos hasta entonces y algunos hicieron su agosto editando pelmazos políticos de letra apretada, la moda del día. Los quioscos madrileños se llenaron de publicaciones porno y se abrieron las primeras salas X. Después de cuarenta años sin libertad de prensa, la euforia llevó a algunas demasías desconcertantes. Uno de los nuevos periódicos madrileños (Diario 16 ) reprodujo en su última página y a gran tamaño la foto del cadáver de un hombre al que el desplome de un muro, a consecuencia de un temporal, había sorprendido en el momento en que sodomizaba a una gallina, «que también falleció en el acto», no se sabe si del golpe o estrangulada entre las manos de su amante. La foto no ahorraba ningún detalle. Y al poco, en la misma línea, otra en la que se veía a una mujer en el momento de entrar en las urgencias de un hospital al lado de un guardia municipal que llevaba en brazos con gran delicadeza el perro lobo del que su dueña no había podido desengancharse, cubierta la cópula con una manta. Los jerarcas del antiguo régimen no desaprovechaban esas ocasiones para señalar las diferencias entre libertad y libertinaje. Ni que decir tiene que unos cuantos nos sumamos entusiasmados al libertinaje y empezamos a pedir, a través de la Copel (Coordinadora de presos en lucha, una idea del grupo luxemburguista de Bonet que llevaron a Savater, Ferlosio y García Calvo), la libertad de los presos… ¿Políticos? Ja, para pedir eso ya estaban los benditos partidos de izquierda. Nosotros pedíamos la libertad de los presos comunes, de todos, sin distinción de códigos ni delitos, criminales, pederastas, chorizos, envenenadoras, y en cuanto cogimos carrerilla pedimos también que abrieran las puertas de los manicomios y soltaran a todos los locos, esquizofrénicos, depresivos, psicópatas. El poeta Leopoldo María Panero, un hombre previsor, estaba entusiasmado con esto último. Fue una alegría inmensa saber que teníamos como capitanes a Ferlosio, Savater, García Calvo, Gilles Deleuze, Félix Guattari y Michel Foucault, quien hizo poco después un llamamiento mundial para que nadie se creyera lo del sida, según él una patraña inventada por la Cía para reprimir el deseo de los homosexuales (murió, naturalmente, de sida al poco tiempo, llevándose con él a los miles de incautos que le creyeron).

66. Santos Yubero, Tranvía , h. 1950.

Por suerte nadie nos hizo caso, y por desgracia durante dos o tres años aún secuestraron periódicos, cerraron teatros y abrieron incluso consejos de guerra por delitos de prensa o de expresión, ahorrándonos seguramente algunas cuantas obras inmortales. Es cierto que en los cuarteles iban tomando buena nota de todo ello, pero ya no había marcha atrás, y al menos en esto ganamos los del libertinaje.

«Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas)». Es el único verso que se recuerda de Dámaso Alonso. Naturalmente fue una de esas metáforas que debe su fortuna a la hipérbole. Lo cierto es que Madrid tenía en 1940 un millón de habitantes con voluntad de seguir vivos, en 1950 un millón y medio y en 1960, dos. Pero en diez años, de 1960 a 1970, creció lo que había crecido en veinte, y Madrid se puso en tres millones. Todos con muchas ganas de seguir vivos.

De esos tres millones, uno y medio vivía en los barrios que habían empezado a construirse en los años sesenta y setenta (Aluche, desde luego) y otro millón y medio en el centro, que pudo acogerlos porque empezaron a derribarse casas viejas de dos y tres pisos, para levantar en su lugar otras más altas y mejor cubiculadas. La destrucción fue sistemática, enloquecida. Se diría que los empresarios y constructores franquistas supieron desde el principio que los crímenes han de cometerse cuanto antes y con celeridad, y temiendo no disponer de tiempo, se aplicaron a la destrucción de una manera sistemática y organizada: no dejaron en pie una corrala ni casa de corredor, ni las casitas que tenían uno o dos pisos, ni aquellas en cuyas traseras había patios espaciosos. En apenas veinte años demolieron también la mayor parte de los palacetes del siglo XIX que había en la Castellana y no pocos del XVII y del XVIII que quedaban en el centro, para construir, en los solares que dejaban, aparcaderos, hoteles y bloques de apartamentos de lujo, multiplicando por tres, seis y nueve la altura (y los beneficios).

Se han publicado varios libros sobre la Castellana. Debe su nombre a la antigua fuente Castellana que mandó ornar Fernando VII, en la actual plaza de Colón. Existía desde el siglo XVI , pero él la puso bonita. En alguno de esos libros vienen las fotografías de los palacios, palacetes y mansiones desaparecidos, con sus parques y jardines fastuosos. Se queda uno mudo, preguntándose cómo es posible que les permitieran el urbanicidio. Se habían construido todos en apenas setenta años, desde mediados del XIX a principios del XX , y cuando ninguno había llegado todavía a los cien, los demolieron. Madrid no es monumental ni más bonito porque de la misma manera que es hospitalario con todos los que llegan de fuera, los que llegan de fuera no han sabido o querido defenderlo; si alguien tocara una teja de la iglesia del pueblo del que proceden, armarían un gran escándalo; que derriben un palacio o construyan un adefesio en la calle de Madrid por la que pasan todos los días, lo sufren con indiferencia, si acaso llegan a enterarse, porque lo normal es que el madrileño viva de espaldas a la ciudad, como vivieron los valencianos o barceloneses de espaldas al mar. Naturalmente esto lo rebatirían muchos, pero no hay otra explicación a tanto como se ha destruido en Madrid, casi siempre con la excusa del progreso.

67. Paseo de la Castellana, h. 1950. Una foto del Rastro. Aparecen a menudo, anónimas, hechas por aficionados. Cada una con su aportación especial a la memoria de la ciudad. Esta también.

La Castellana fue lo más parisino que tuvo nunca Madrid. El sueño romántico de Madrid fue parecerse a París, el de los hombres vestir como los ingleses y el de las mujeres como las parisienes , tener cocineros parisinos y libertades francesas. Cuando los madrileños tenían que exiliarse (cosa que hicieron con mucha frecuencia en el siglo XIX ), París estaba en primer lugar.

Los urbanistas de principios del XX y luego los de la posguerra trataron de hacer un eje que uniera el sur (Atocha) con el norte (plaza de Castilla), impulsando así la actividad financiera y económica de la ciudad. No ha alcanzado uno a conocer aquella Castellana parisina, pero hemos oído de viva voz a quienes vivieron en su infancia en alguno de sus palacetes y pasearon sus bulevares y viales de almeces y sóforas, olmos y acacias en coche de caballos…

Ah, las acacias de Madrid. El árbol tótem de la ciudad es, como resulta de sobra sabido, el madroño… «La villa del oso y el madroño». Desde que Alfonso XI mató dos osos «en la dehesa de Madrit, un monte de puerco en ivierno, que nunca dos osos mayores vi ayuntados en uno», dice en su Libro de la montería . Y sin embargo el árbol de Madrid ha sido durante casi doscientos años la acacia. Indisociable de la estampa de muchas de sus calles y plazas. No hay cuadro madrileño de Eduardo Vicente o Esplandiú en que no aparezcan sus esquemáticas ramas, sus ralas y trémulas hojillas, sus racimos blancos. Gómez de la Serna las llevó al título de una de sus novelas más madrileñas, La malicia de las acacias … Empezaron a plantarse en el siglo XVIII , pero llegaron a las calles y plazas de Madrid solo a mediados del XIX . Al mismo tiempo que los reverberos y las aceras.

Antiguamente las calles de Madrid permanecían a oscuras durante la noche, metafísicas, y durante el día, polvorientas y pueblerinas. La mayor conquista de la civilización urbana occidental, junto al alumbrado, el alcantarillado y la traída de agua a las casas, ha sido la entronización clorofílica en sus espacios públicos. La acacia es un árbol sufrido, pobre, casi desnudo, de hojas pequeñas y tímidas, y tan ensimismado que parece tener una perpetua nostalgia de la sabana africana, de donde procede. He leído también que llegó del extremo oriente, que las trajeron los jesuitas. Quién sabe. Moratín plantó unas cuantas en el huerto de la casona que tenía a las afueras (aparte de su piso en el centro). ¿Quién elegiría de entre toda la flora precisamente a esa especie? El nombre que le dieron al paseo de las Acacias es merecidísimo. Entre los antiguos se la consideraba un «árbol maravilloso por sus propiedades curativas» y especialmente indicado contra los maleficios, y Josué mandó fabricar el tabernáculo en madera de acacia: con esto último está dicho todo. Únicamente en junio, durante su floración, «pan y quesillo», parece conocer unos momentos alegres e inocentes, como de primera comunión. Madrid se llena entonces, apenas durante dos o tres semanas, de un perfume que melifica y lirifica todos sus rincones, antes de entregarle la ciudad a los geranios y a ese olor áspero y polvoriento que tienen. Madrid huele en primavera a las acacias, y en verano a geranios que resisten como pueden en los balcones la brutalidad del estiaje. En invierno tuvo la ciudad el olor, ya disipado, de las gallinejas y fritangas que se aviaban en los anafes callejeros; en primavera el de las acacias, en peligro de extinción, y en otoño, de momento superviviente, el mucho más cervantino y envolvente de las castañas asadas, acaso el más melancólico de todos los olores del mundo.

Parecida suerte a los buenos olores de Madrid (los tuvo muy malos, como hemos recordado, pero mejores que los de Roma, Venecia, Nápoles o Barcelona) la han tenido tantos edificios como han ido desapareciendo.

Cuando llegué aquí esta tercera y definitiva vez, buscamos pisos por algunos barrios antes de recalar en Aluche. Chamberí, Bravo Murillo, Tetuán y Cuatro Caminos estaban más o menos como habían estado siempre. Bien porque eran barrios que no tenían aún cien años y sus casas resistían con buena salud, bien porque la guerra los había respetado bastante, el caso es que conservaban aún su carácter.

Lo intentamos también en el antiguo Madrid, por la zona de San Bernardo, Barco, Pez y la plaza de Matute, en ese Madrid en el que estuvieron juntos el palacio aristocrático y el taller artesanal (Mi calle , la película de Neville, va de eso), pero no hubo suerte.

En los barrios nuevos del XIX se hermanaban las casas burguesas y «las casas nuevas de pobretería», como las llamaba Galdós, el empleado con un buen sueldo y el cesante, el declinante y el emergente. De la casita de la calle Hilarión Eslava, en el Cerro del Pimiento, unifamiliar y neomudéjar, en la que Galdós vivió sus últimos años, no queda sino una placa muy posterior, recuerdo de un derribo que nadie impidió a comienzos de los años cuarenta. La historia de los últimos doscientos años de Madrid es la pugna a muerte que libran en las ordenanzas municipales la voracidad de los especuladores y la sentimentalidad de los cronistas municipales.

El criterio de búsqueda era encontrar un piso en un barrio con vida de barrio por esa nostalgia que traemos a Madrid los de provincias, y todos esos que digo la tenían: ultramarinos, panaderías, ferreterías, tabernas, bares, el amplio abanico del comercio minorista, casas de comida económicas… A mí me hubiera gustado cualquiera de ellos, tenían mucho encanto, eran tranquilos y había en ellos muchas calles por las que no pasaba un coche, pero «el vil metal», que dirían en una novela de Galdós, por un lado, y las «comodidades» que buscaban mis compañeros (ascensor y calefacción central) nos privaron, como a tantos de sus personajes, de la sabrosa orgía del viejo Madrid, y nos llevó al empalme sencillo de los barrios nuevos, bastante insípidos.

Cuando a veces vuelve uno por Cuatro Caminos, apenas lo reconozco. Se hablará aquí más adelante de La noche de los Cuatro Caminos y de la subdelegación de Falange donde el maquis de ciudad o del llano asesinó a esos dos pobres desgraciados a los que hicieron los funerales en Santa Bárbara. Cuatro Caminos conservaba no solo aquel viejo «cuartel de Falange» (así se le llamaba, dando a entender la militarización de la sociedad), convertido en el taller de un marquetero, sino muchos otros rincones y casas de los años veinte y treinta del siglo pasado. En cuarenta años ha desaparecido la subdelegación y muchas más casitas de las de entonces.

¿Se ha destruido más en los últimos cincuenta o sesenta años que en los siglos precedentes? Pues sí, en parte porque derribar hoy, como matar en masa, resulta más hacedero, y el invento del hormigón armado permite construir barato, grande y rápido, y el invento de los buldóceres y volquetes desbaratarlo sin esfuerzo. Y si a esto sumamos que el poder se puso durante el franquismo del lado de los especuladores, tendremos el mayor urbanicidio que ha conocido Madrid en toda su historia, y pese a que la sensibilidad y respeto hacia el pasado eran ya muy superiores a los que había habido tiempos atrás. O sea, que se llevó a cabo con premeditación… y alevosía. Hace doscientos años se derribaron palacios, iglesias, casas y conventos que sin duda no se hubieran derribado cien años después, pero hace ochenta se derribaron muchos más contra los informes del colegio de arquitectos o de la Academia de San Fernando y contra la opinión pública (solo un ejemplo clamoroso: el eiffeliano mercado de Olavide).

Nos instalamos, pues, en Aluche, y la vida fue juntándonos poco a poco en el centro de Madrid a unos cuantos, entre doscientas y trescientas personas. Compartíamos la noche. Ni siquiera éramos todos amigos de todos. De cara sí, de cara nos acabábamos conociendo, como los que frecuentan el barrio chino, por las pintas, los horarios, los modales, en fin, como pasa siempre.

Miriam había estado en un conjunto de canción protesta (nunca he tenido claro si hay que escribir Agua Viva o Aguaviva) y el que había sido mi compañero de piso le presentó a uno que quería montar un grupo de rock, porque la protesta, al no tener nada de qué protestar, ya no se llevaba. El que quería hacer el grupo era un artista multidisciplinar y tenía también un nombre precioso, como puesto por Antonio Machado a uno de sus apócrifos: Herminio Molero, y le dio al grupo otro no menos sonoro y significativo: Radio Futura. Desgraciadamente solo eso sonaba bien, porque su fundador era un gran partidario de la música electrónica interestelar, de modo que llamó en su ayuda a los hermanos Auserón, y Miriam a nuestra amiga Jose. Yo, después de uno de los ensayos, vaticiné en confianza: «Eso no tiene ningún futuro; dejadlo». No hizo falta, las echaron a los dos meses porque lo de tener chicas dentro no les convencía, y entonces montaron ellas otro grupo que se llamó Las Chinas, solo de chicas, y que dio paso a Kikí d’Akí (con Jose ya en solitario).

Salíamos cada noche, y coincidíamos los mismos siempre, músicos, poetas y cineastas en ciernes, artistas y galeristas, porque quien no era interdiciplinar era multicultural, si acaso no transversal. Los gays dejaron también sus guetos y la soltura que normalmente reservaban para sus ambientes, la circularon exultantes, y Madrid, que hasta entonces era una ciudad de luto por el millón de cadáveres, se alivió y aligeró lo indecible. Se pasó del duelo a los colores estimulantes y lisérgicos, y quien no se tiñó la cresta de granadina, se pintó de color azabache las uñas.

La noche se graduaba: empezaba con la ronda por los tugurios donde se bebía y se jugaba en las pimbols o en las primeras máquinas electrónicas (aquel rudimentario tenis cuya pelota cuadrada y blanca se iba acelerando al rebotar en las cuatro paredes de la pantalla negra nos hizo adictos a todos). Eran antros casi secretos, baratos y sucios. Cada cuadrilla tenía los suyos. Tras pasar por algunos figones y casas de comida cuartelera (el Figón de Juanita, un antro angosto, llegó a ser Cuartel General de Las Cuatro Emes), se acababan las noches en uno o dos locales algo más grandes donde se juntaban todos (el Rockola o El Sol de la calle Jardines, una sala enorme a la que íbamos, donde se bebía, se fumaba de todo, se hablaba a gritos y había una febril peregrinación a los cuartos de baño, el verdadero Edén), para acabar a eso de las dos o tres de la madrugada cuando unos buscaban la cama y otros alguno de los locales para crápulas (el antiguo y franquista Chicote de Gran Vía o, en su trasera, el Cock de la calle la Reina, que volvieron a ponerse de moda), alguno de los drugstores , invención de Barcelona y a punto de pasarse de moda, o la chocolatería de San Ginés.

68. Miriam Moreno Aguirre y AT, fotografía de Flor Pinto, 1979.

En Peligros se da principio a una novela, La malandanza , que va de aquellos años y de algunos de los que pululaban por la noche. Lo más bonito que tienen las ilusiones es que se pierden pronto, dando paso a los desengaños, tan providenciales en la creación de obras de arte, pues solo a través de algunos de ellos encuentra uno su propia salvación como persona, no se me pregunte a través de qué clase de alquimia. Si el nacimiento de la filosofía lo determina el paso del mito al logos, en la novela suele ocurrir al revés, se pasa del logos al mito; en ese momento empezó a creerse con un fanatismo de lo más candoroso que todo lo que nos sucedía sería alguna vez considerado como mítico, o sea, una ficción.

Al salir de nuevo a la calle, tras las sesiones maratonianas de los locales, el Madrid nocturno parecía… Ni los más modernos lo hubieran cambiado por Nueva York. No circulaban coches, apenas había taxis operativos, los de la ronda secreta ni siquiera se personaban para pedir la documentación, como hubieran hecho unos pocos años antes, porque ellos tampoco sabían muy bien si eso de ir drogados por la noche era parte de la subversión política o democracia a secas, y no querían pillarse los dedos, igual que el director de Diario 16 dio el visto bueno a lo de la gallina y el pastor alemán. Supongo también que estarían ocupados en las comisarías destruyendo archivos.

Acostumbrados al franquismo la mayor parte de los madrileños se sujetaban en sus casas toda la semana y si salían, se recogían pronto, por hábito, y los de los barrios no venían al centro. Ni siquiera los estudiantes, muy lejos todavía de la cultura del botellón, lo hacían fuera de los fines de semana. Cacos apenas había, ni por afición ni por drogas, que entonces empezaban y cuyo uso parecía restringido a los pijos balas, a algunos pijoapartes y a los gitanos…

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