Madrid

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13, Todo es romanticismo

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TODO ES ROMANTICISMO

Yo creo que la vista más bonita de Madrid es la que se contempla desde el cementerio de San Isidro, al otro lado del Manzanares, con el Palacio Real, la Almudena, el seminario y San Francisco enfrente. Y así lo han visto siempre los pintores, desde Goya a los últimos que aún pintaban paisajes realistas de Madrid, allá a mediados del siglo XX . Es un panorama que apenas ha variado en los dos últimos siglos y la visión de la ciudad mediada por la pradera y los árboles, resulta de lo más sedativa. Claro que a otros (al Leoncio Ansúrez de La de los tristes destinos ) esos mismos cantiles de mármol y de negros álamos en cuesta les hacen decir: «¿Para qué harían la Corte de España en este vertedero?».

Los que no vivimos en esa parte de la ciudad, únicamente solemos disfrutar de esa vista cuando vamos a enterrar a un amigo, o sea, que casi nunca la disfrutamos, y entonces la tristeza es aún mayor porque nos decimos también «qué solos se quedan los muertos», sin poder ya compartir con ellos las buenas cosas de la vida.

Cuando vamos a enterrar a alguien, digo, o a desenterrarlo.

El poeta Antonio Martínez Sarrión, técnico de la Administración por oposición, había sido trasladado en comisión de servicio al gabinete del ministro de Cultura, en aquel momento Jorge Semprún, y este le había ordenado estar presente, en nombre del gobierno de Felipe González, en la exhumación de los restos mortales de Azorín. Me preguntó si quería acompañarle al cementerio de San Isidro, y como no es algo que se vea todos los años, allá que nos fuimos. Los restos resultaron inmortales. Exhumaron primero los deudos que estaban encima, entre ellos los de doña Julia Guinda, mujer del escritor, que lo enterró donde este quiso ser enterrado, en Madrid. Se lo contó a Juan Sampelayo, uno de los que llevó el féretro del escritor en su entierro junto a Serrano Suñer, Penagos y otros ilustres. Cuando ya solo quedaba por exhumar Azorín, el alcalde de Monóvar se asomó a la fosa, echó medio cuerpo hacia delante y temimos que se cayera dentro. Estuvo un rato escrutando el agujero y a continuación se enderezó y levantó la cabeza. Buscó con la mirada al notario que se había traído para la ocasión y lo encontró algo retirado y sosteniéndose en un ciprés centenario; estaba blanco como la pared, porque era notario, no forense, y todo aquello le parecía una astracanada de pésimo gusto. Indiferente al mal trago que estaba pasando el hombre, el alcalde hizo entonces una O con el índice y el pulgar, y sentenció de lo más jovial: «Clavado, está clavado». Quería decir que el Azorín difunto, incorrupto, seguía igual que el Azorín vivo, lo cual tampoco era difícil, porque en los últimos años de su vida el escritor había pasado ya a formar parte de las metamorfosis. Acto seguido salió de la tumba el vozarrón del sepulturero al que oíamos trajinar con denuedo: «¿Lo quieren ustedes entero o a trozos?». Cuenta Azorín que cuando exhumaron los restos de Espronceda, eran solo un montón de huesos, pero que se conservaba el chaleco de seda, del que cortó un pedacito con un botón de nácar, «que guardo en un profano relicario». Yo tampoco iba a comprobar si quedaba algo del chaleco de Azorín, así que, cansados de aquello, mi amigo y yo salimos del cementerio y nos tumbamos en una pradera frente a la ermita del santo, y esperamos (en mi caso mordisqueando el tallo de una margarita), mientras las distintas comitivas municipales, de Madrid y de Monóvar, le rezaban unos responsos. Hacía un día precioso, y la ermita es muy bonita, blanca, pequeña, como el puño que defiende un pequeño tesoro.

90. Carlos de Haes, Madrid . Desde siempre los pintores supieron que las ciudades, como las personas, tienen un perfil mejor que otro.

91. Las vistas de Madrid desde el cementerio de San Isidro siguen siendo las panorámicas más bonitas de la ciudad, póstuma delicadeza con que despide a sus muertos.

El traslado de los restos de doña Julia y don José, en un tren lleno de escritores borrachos, resultó un esperpento en toda regla, y al día siguiente publiqué en Abc una breve crónica de todo aquel jaleo, más valleinclanesco que azoriniano, con el título «Un clásico de traje gris».

Azorín me gustaba cada día más. Lo leía tanto como a Baroja. Me decía: Baroja es bueno como escritor de partida, Azorín es un escritor de llegada.

Baroja le parece a uno una buena iniciación a la literatura, pero quizá Azorín acaba satisfaciendo más a un lector cultivado, según mi experiencia, claro. Recordaba el consejo que le había dado Clarín cuando Azorín le mandó uno de sus primeros libros firmados aún como Martínez Ruiz: «Y Dios le preserve de buscar originalidad». Yo tampoco quería ser original, estábamos cansados de ver en la movida que cuanto menos talento tenía alguien, más alarmantes eran los peinados y la ropa que llevaba. Me gustaba también la idea que tenía Azorín de los clásicos: a todos ellos les hace la posteridad. Era una manera elegante de recordar que nada es el pasado sin el presente, nada este o aquel clásico sin una mirada contemporánea. Azorín escribió mucho de todo eso, también de Madrid, páginas sutiles, tranquilas, silenciosas.

Hoy deberían leerse a Baroja y Azorín por igual. Cuando necesita uno desengrasar el estilo, Azorín; cuando hay que bajar el tono, Baroja. Son los dos naturales, pero cada uno a su manera. Pla logró hacer una buena síntesis de ambos, añadiéndoles, para darles un toque francés, un grano de la pimienta Valéry.

Aquel artículo le prestó el título al libro Clásicos de traje gris : desde Cervantes a Sánchez Mazas, pasando por Unamuno, los Baroja, Azorín, Azaña, Noel, Juan Ramón, Regoyos, Solana, d’Ors, Ramón, Risco, Dieste, Salazar y su Hazlitt , Cernuda, Bergamín, Pla, Foxá… y Galdós. A esos fueron poco a poco sumándoseles otros: Fortún, Miró, Chaves Nogales… Pero faltan algunos predilectos de Azorín (él habría dicho dilectos), Saavedra Fajardo, Cadalso, el duque de Rivas, Mor de Fuentes, don Juan Valera, tal vez Blanco White… Estos para alguna tarde futura, en los veranos extremeños, con el calor y la sensación de tener toda la vida por delante, privilegio de la infancia y la juventud.

En todos ellos parecía esperar una visión intimista del pasado, algo en verdad romántico y silencioso, al margen de su escasa presencia en la literatura y la cultura españolas de finales del siglo XX , lo cual era un aliciente: nadie hace tanta compañía como los solitarios. «Nosotros los solitarios». Y por amigos tuvo uno a todos esos escritores de los que nadie parecía acordarse mucho entonces.

Hay palabras que suenan bien y otras que no, palabras que te abren puertas, y palabras que te las cierran.

En medio de todo, la palabra romanticismo disculpa muchas cosas, a veces monstruosas, y enaltece otras, a veces sublimes. Todos querríamos vivir un prolongado, eterno e invariable amor romántico, irracional y apasionado, pero no está uno en absoluto seguro de que los brigadistas internacionales de la guerra civil solo mataran por romanticismo, tal y como reiteró la propaganda entonces. Tal jerarca nazi podía tenerse por amante acérrimo de los lieder de Schubert, y romántico era Fabrizio del Dongo, sumándose a los ejércitos de Napoleón, y uno y otro eran y representan cosas opuestas.

El pistoletazo de salida del romanticismo lo dio, como es sabido, Werther.

Siempre que sale a colación el romanticismo, anda de por medio una pistola.

Ciento cincuenta años después de aquello, las cosas estaban más tranquilas, y el romanticismo había perdido por completo el percutor. Un romántico venía a ser alguien o iluso o idiota o condenado a pasar hambre. Yo creo que cumplía un poco con los tres requisitos.

No sabe uno cuánto teníamos de idiotas, pero sí que estábamos perdiendo el tiempo: los libros que hacíamos se vendían mal o no se vendían, aunque no perdíamos las ilusiones y esperanzas, creyendo que las expectativas mejorarían de un día para otro, porque lo cierto es que en los periódicos hablaban mucho de lo que hacíamos, bastantes a favor y algunos en contra, pero todos con reticencia. Nos decíamos: se comprende que no les gustemos y que nos desprecien, pero entonces ¿por qué nos envidian? Y también pensábamos que algo estaba cambiando, la poesía de los novísimos, la novela faulkneriana y la pintura abstracta, todo eso tocaba fondo, se veían síntomas de un cierto retour à l’ordre . Y así sucedió, en efecto, pero se confirmaron una vez más las palabras del Gatopardo: todo lo que cambió fue para que todo siguiera igual.

En cuanto al hambre cualquier cosa que dijera a estas alturas sería para presumir. Como decía Gaya, a esas alturas ya éramos «pobres de lujo».

Las dificultades, la falta de ventas y los ataques reiterados fueron el terreno abonado para las desavenencias, y en 1986 la amistad con Valentín Zapatero quedó suspendida. Fue muy doloroso para los dos, y aunque poco antes de su muerte aún tuvimos tiempo de ponernos en paz y pasar alguna tarde en su casa, cuando estaba ya muy enfermo, yo seguía preguntándome por la mañana, en cuanto abría los ojos, lo mismo que me preguntaba antes de cerrarlos para dormir: ¿Y mañana qué haré?

El Rastro fue durante aquellos años el único momento de la semana donde veía y hablaba con alguien que no fuera de casa. Durante dos horas, dando vueltas y sin dejar de mirar los despojos de las aceras, mi amigo Bonet me iba poniendo al corriente de la batalla de Waterloo en la que al parecer seguíamos. Miriam empezó entonces a leer, después de haber acabado À la recherche , todo Balzac, y yo a leer todo Galdós, después de tener más que leído todo Stendhal.

Vivíamos literalmente en el siglo XIX . Descubrimos los nocturnos de John Field, y Leopardi, Keats y Emily Dickinson pasaron a formar parte de la familia. Los sentamos a la mesa y tuvimos con ellos más confianza que con la mayor parte de nuestros parientes y contemporáneos. Y osadía era también leer a nuestros verdaderos escritores de la modernidad, porque había que hacerlo medio a escondidas para no desacreditarse: Unamuno, JRJ., Machado, Baroja, Azorín… Todos ellos eran para nosotros hijos del romanticismo: Unamuno de Espronceda, JRJ. de Bécquer, Machado de Campoamor, Baroja de Larra, Azorín de Mesonero, Valle de Zorrilla… Llegó a parecerme más moderno un mínimo poema de Fernando Fortún que Marinetti y Breton juntos, cualquier página de Gaya que todo el Ulises de Joyce.

A mí personalmente me gustaba todo de aquel siglo XIX : los objetos, las casas, los trajes, la literatura, el arte, y desde luego la libertad con la que aquellos seres atormentados llevaban adelante sus turbulentas pasiones y la sinceridad con que las exponían. Por eso me irritaba la palabra decimonónico. Cuando se le quiere desacreditar a Madrid es lo primero que se le escupe. Venía a ser lo contrario de romántico y se usaba siempre con un matiz despectivo. Si el romántico era alguien joven, desde luego, y apuesto, que vivía al borde de un precipicio, el decimonónico venía a encarnar a un viejo casposo (caspizo ) que olía a cocido madrileño (col incluida), amante de las ordenanzas y los preceptos pascuales, o en el caso de la ciudad, a un conjunto de casas, fondas y comercios propios de un enclave ferroviario de tercer orden. Me parecía injusto. Me preguntaba qué novelista del siglo XX , y de cualquier siglo, era superior a Galdós, y cuántos pintores contemporáneos podían compararse a Goya o a Rosales, o qué periodista era mejor que Larra o que Fernández de los Ríos o qué poeta había alcanzado el grado de sencillez y hondura de Bécquer, o cuántos músicos del XX había con la gracia de Nebra, Rossini o Chueca… Hasta muchas figuras menores del XIX me gustaban más que la mayoría de los que se tuvieron por luminarias del XX : del Zorrilla memorialista al Alenza dibujante y grabador, de los zarzuelistas a los tipógrafos románticos… Y como se ha tendido a identificar Madrid con Galdós, a Madrid se le ha tenido también en su conjunto por decimonónico; París, romántico, y Madrid decimonónico.

92. Las mamparas de metacrilato instaladas en el viaducto estorbaron la vista y las negras intenciones de los suicidas, pero permitieron esta visión fantasmagórica de la ciudad vieja sumada a la nueva. Javier Campano, El viaducto , 2010.

Para saber del romanticismo español y madrileño hay que leer a Galdós. A Galdós hay que leerlo siempre, y cuando se acaba, hay que volver a empezarlo, como decía Ferlosio que leía él las Vidas paralelas , «que cuando has acabado con Otón, puedes volver, como de nuevas, a Teseo».

Aquellos a quienes les abrume la tarea de empezar por los cuarentaiséis Episodios nacionale s, pueden hacerlo por Cultura y ciudad. Madrid, del incendio a la maqueta (1701-1833) (2017), de Joaquín Álvarez Barrientos. Es un libro fascinante. Más de cien años en menos de trescientas páginas.

Los grandes movimientos culturales y las edades del hombre empiezan siempre antes de lo que dicen las fechas.

El de 1492 es un buen año para empezar la Edad Moderna, pero lo cierto es que en 1580 la vida de la gente en una aldea castellana era bastante parecida a la que llevaban en 1492, y la que llevaban en 1492, muy parecida a la de 1420. Es verdad que en 1492 Colón descubrió América, ¿pero cómo se notó eso en una aldea de la montaña leonesa?

Podríamos fijar el nacimiento del romanticismo español, y con mayor razón el del Madrid contemporáneo, en 1808, cuando el pueblo de Madrid (para ser más exactos, una pequeña parte del pueblo de un Madrid lleno de afrancesados, entre otros el propio Goya y Moratín y cuantos funcionarios se reengancharon con José I) se alzó en armas (tijeras, navajas y tres mosquetes) contra las fuerzas francesas de ocupación. Según los manuales, el romanticismo literario llegó aquí más tarde que a Weimar, París y Londres. Los historiadores, que gustan de ponerle puertas al campo, son más precisos y lo fijan en el estreno de Don Álvaro o la fuerza del sino , del duque de Rivas. Qué sé yo. Hoy esa obra es solo una ópera de Verdi.

Lo nuevo es nuevo porque nos enseña a descubrir lo nuevo en lo viejo, y los románticos, de pronto, se perecieron por las leyendas medievales y los templos góticos, al tiempo que exigían de sus corregidores el adoquinado de las calles y los reverberos en las esquinas.

Galdós comienza sus Episodios nacionales con Carlos IV, Godoy, María Cristina, «el Deseado» Fernando VII y el indeseable infante Carlos María Isidro.

Y advierte uno leyéndolos lo que Madrid y España tenían de románticos en ese siglo XVIII .

En el XIX veían el XVIII con la misma condescendencia y menosprecio con que desde el XX se miraba el XIX , y trataron de suprimir, por ejemplo, cualquier vestigio churrigueresco, como algunos escritores del XX trataron de eliminar los vestigios galdosianos.

Lo que fascina de la historia, como de las novelas buenas, es cómo se va de más a menos, la decadencia, de la corte de Felipe II que era la admiración del orbe a otra, la de Isabel II, que más que corte parecía un cortil de pueblo. En aquella se soñaba con conquistar el mundo; en esta la mayor preocupación es a quién iba a llamar la reina para tomar soconusco con picatostes (lo que Umbral llamó «chocolate con sonocusco»).

Esta es la novela, la historia, contada en un par de páginas.

El reinado de Felipe IV (1605-1665) había dejado Madrid y España exhaustas. Reinó durante cuarentaicuatro años, de 1621 hasta su muerte, y lo único valioso que se recuerda de él son los retratos que le hizo Velázquez. Lo demás es una sucesión de pérdidas en el terreno político y de extravagancias y frivolidades favorecidas por su privado el conde-duque de Olivares, que buscaba así distraerle de los excesos de su privanza. Los treintaicinco años que reinó su sucesor, Carlos II, dejaron la dinastía de los Austrias a los pies de los caballos de Luis XIV, que puso en el trono de España a su nieto Felipe de Anjou, un muchacho de diecisiete años, y a una dinastía, los Borbones, que, con intermitencias, ha reinado en España hasta hoy.

Durante esos dos siglos Madrid siempre fue por su lado y la corte por el suyo. Se apagaron los Austrias por consunción, y el convaleciente Madrid siguió su vida.

La venida de Felipe V fue providencial. Este rey llegaba trasladado de Italia y casado con una mujer que detestaba todo aquello en lo que se había convertido la corte española, y echaba de menos el boato versallesco, los rizos de las pelucas y los saludos con tirabuzones. Tuvo suerte. Durante la Nochebuena de 1734, y mientras estaban viviendo en el palacio del Buen Retiro, se quemó accidentalmente el viejo Alcázar que él y la reina encontraban tétrico: el Alcázar que levantaron los moros, el que reformaron y ampliaron los reyes castellanos que conquistaron la ciudad y, después, los que reconquistaron España, los Reyes Católicos, y tras ellos Carlos V y Felipe II, que prefirieron vivir en cualquier otro lugar a tener que hacerlo en sus aposentos, ese alcázar quedó parcialmente destruido.

Ardió durante tres días con sus noches y aunque se salvaron muchos de los tesoros que se custodiaban allí, se perdió un número considerable de velázquez , ticianos , rubens , tapices y muebles, además de todo el acerbo musical conservado en su biblioteca. Durante esos tres días el rey solo tenía que recorrer las calles de Alcalá y Mayor para ver cómo marchaban los trabajos de extinción del incendio de su palacio, pero prefirió esperar a que se lo contaran.

Y Felipe V, que detestaba vivir en esa mole que conocemos por los grabados, vio pintiparada la ocasión para derribarla tras el incendio y con ella, simbólicamente, la dinastía Trastamara-Austria, que la suya, borbónica, había venido a sustituir. En su lugar levantó el Palacio Real que conocemos, al gusto de los nietos de Luis XIV. Como era natural en las cortes europeas, le encargaron los planos a un arquitecto italiano, Filippo Juvara. Ya lo conté antes: este los dibujó por todo lo alto, emulando en las cuentas al Gran Capitán, pero murió al poco tiempo y hubo de hacerse cargo de la ejecución de la obra su discípulo Juan Bautista Sachetti, que recortó mucho en fachadas y delirios de grandeza. España ya no era la que había sido.

Aunque Felipe V batió el récord de Felipe IV y reinó cuarentaiséis años (más que ningún rey en la historia de España), no le dio tiempo a verlo terminado. Se acabó en tiempos de Fernando VI.

Y si a Felipe IV le recordamos por los retratos de Velázquez, a Felipe V y a Fernando VI se les recordará por los músicos que se trajeron de Italia. El romanticismo en Madrid empezó siendo musical. Se diría que aquellos maestros de capilla, clérigos a veces, fueron los primeros en hacer alta cultura de la cultura popular, fandangos, seguidillas, rondós: Boccherini y su Música nocturna de las calles de Madrid , tan refinada y melancólica; Scarlatti y sus sonatas, Vicente Martín y Soler y La Madrileña o el tutor burlado , una zarzuela deliciosa; las tonadillas bellísimas de Las murmuraciones del Prado de Blas de Laserna con letra de don Ramón de la Cruz, que también escribió el libreto de Las labradoras de Vallecas , de Rodríguez de Hita… La mayor parte de estas obras se dejaron de oír en los teatros y salas de concierto durante doscientos años. Cuando ahora se escuchan alguna rara vez, la gente se pregunta: «¿Por qué España es así? ¿Por qué aquí prescindimos siempre de lo mejor nuestro? ¿Qué nos pasa? ¿Somos masoquistas?».

Con los Borbones cambiaron las costumbres (un poco más libres, sin llegar a las de París), los tintes (más coloristas) y el corte de los trajes (los de ellos un poco más ceñidos y afeminados, a juzgar por las coplas, y los de ellas bastante más escotados), olvidándose de la antigua moda que tenía al color negro por el colmo de la elegancia.

Madrid se olvidó de doscientos años asegurando que el negro le sienta bien a todo el mundo y que era un signo de distinción.

La llegada de Felipe V trajo a España las modas francesas, casacas y paletós multicolores y torneadas pelucas, y el colorete y los lunares postizos a las mejillas masculinas. La reacción de los castizos locales, con el clero a la cabeza, no se hizo esperar: desconfiaban de lo que eso traía consigo: los hombres no parecían hombres, facilitando que las mujeres, aprovechando la duda, los introdujeran en sus gabinetes sin el menor recato: quien no tenía una o un amante estaba perdiendo el tiempo. Y los gustos personales se extendieron, como es natural, a las casas: empezó a imponerse la moda de los papeles pintados (para Kant una de las cosas indubitablemente bellas, en términos absolutos, junto con los loros) y algunas costumbres nuevas desplazaron a las antiguas: mejor el café que el chocolate, el rapé que el fumar tabaco, y andando el tiempo, mejor ser petimetre o currutaco que un manolo o chulo de los barrios bajos (y con el tiempo la moda quiso dar otra vuelta de tuerca haciendo que los lechuguinos jugaran al casticismo de ser chulapos, y el chocolate venció al café en las casas, y el café al chocolate en la calle).

Al tiempo el interés por la ciencia se extendió de tal forma que no había nadie que no estuviera interesado en inventos de todo tipo, científicos o recreativos: un tal señor Garnerin fue el primer hombre en descender en paracaídas, 1797, y lo hizo en Madrid, y un señor Martí inventó la estilográfica y descubrió el «arte de escribir con tanta velocidad como se habla» o la taquigrafía castellana. Se pusieron de moda los muñecos autómatas y no había palacio madrileño donde no hubiera uno o dos de esos haciendo monerías, y algunos más que monerías: el inventado por un alemán, Von Kempelen, era un turco que jugaba al ajedrez de forma aventajada (le ganó a Benjamin Franklin en la Real Academia de Ciencias de Berlín). Cuantos querían darse tono (pisto , en castizo) se pusieron a coleccionar minerales, insectos, mariposas y a disecar animales y vegetales, consiguientemente catalogados.

Si durante los siglos de reinados austriacos, «el pueblo de Madrid» solo encontraba alguna distracción en los autos de fe, en los toros y en el teatro, los Borbones sumaron a esas diversiones otras tanto o más democráticas, como que en ellas se mezclaban todos los estamentos: además de jugar a la lotería, les dio por pasear. Eligieron un lugar donde hacerlo: primero en el paseo del Prado, donde acudía todo el mundo, el lugar predilecto de los madrileños, que se aficionaron a él llenándolo de bailes y asombros tanto o más mágicos que ilustrados: panoramas, dioramas y cosmoramas, telescopios, pantógrafos y daguerrotipos, sin olvidar a quienes practicaban juegos de manos, malabares y escamoteos. El que no iba en coche, lo hacía a pie o a caballo, pero iba. Miles, en cuanto lo permitía el tiempo. Se puso de moda además, admitido por ellos y por ellas, el chichisbeo, algo entre el piropo y pelar la pava. El socializarse llevó incluso a la gente a confiar en su propia fuerza. Solo así se comprende el famoso motín de Esquilache (que había tenido su ensayo en el llamado «motín de los Gatos», en tiempos de Carlos II, a cuenta de una subida del precio del pan). Habían tenido estos también un antecedente en las comunidades de Castilla, que hicieron barricada en la calle de la Montera, y tendría su réplica en los sucesos de mayo de 1808, frente a los franceses.

En el caso de Esquilache la mecha la encendieron sombreros y capas. Una excusa. Esquilache vino en el séquito que siguió a Carlos III desde Nápoles. Felipe V, cuando llevaba un cuarto de siglo reinando, abdicó en su hijo Luis, pero este murió al año, y su padre volvió al trono otros veinte más. Al morir, la corona pasó a manos del segundo de los hijos habidos de su primer matrimonio, Fernando VI.

Este reinó doce o trece años y al morir sin sucesión como su hermano Luis, la corona recayó en el tercero de los hijos de Felipe V, habido este del segundo matrimonio con Isabel de Farnesio. No sabemos si Carlos lo esperaba o no, pero sí que apenas lo deseaba, porque como rey de Nápoles y medio italiano que era por parte de madre y de esposa, allí estaba en su salsa.

¿Le gustó abandonar el reino de Nápoles y Sicilia que le había dejado su padre Felipe V tras ganárselo en la guerra a los austriacos? Es difícil saber lo que le gusta a un rey, porque basta que sea rey para que se encapriche un día con una cosa y otro con otra. Los reyes se pueden permitir no tener gustos, sino caprichos.

Debió de pensar: «Ya que soy rey, procuremos ocuparnos en algún negocio de provecho».

En todo caso le esperaba ser recordado por el más honroso de los títulos con los que ningún rey ha sido recordado. En medio de reyes que han llevado el nombre de «el Cruel», «el Impotente», «el Felón», llevar el de «mejor alcalde de Madrid» era un honor (que habría tenido que compartir con José Antonio de Armona, en su tiempo, o con el marqués viudo de Pontejos). No obstante, su estatua ecuestre en la Puerta del Sol, entronizada en la última reforma de 2005, es acaso la más merecida de cuantas hoy cabalgan por la ciudad. Hace bonito, porque con los siglos no hay casaca fea ni caballo viejo, y ni siquiera se nota que es una estatua fundida como quien dice hace diez minutos, por un escultor de ahora.

Carlos se trajo consigo consejeros, músicos, pintores, políticos. Esquilache fue el principal, secretario de Hacienda. Necesitado de recursos para afrontar las reformas necesarias, permitió la liberalización del comercio del trigo, lo que originó una inmediata subida del precio del pan. Madrid se llenó de pasquines y libelos contra el ministro. Hubo también otras leyes impopulares. A los hombres, que venían gastando las tradicionales capas largas y los sombreros de ala ancha, se les obligó a acortar las primeras y recoger en tres puntas las otras, con la excusa de que maleantes y bandoleros usaban las capas largas para embozarse y el vuelo de su sombrero para hurtar sus rostros a aquellos a los que asaltaban. Las multas a quienes incumplieran la norma de no llevar corta la capa y el ala del sombrero plegada sobre la copa (y de ahí el nombre de tres picos o «candiles», por semejar los de un candil) eran considerables, y estalló el motín. El domingo de Ramos de 1766 fraguaron unas cuantas algaradas callejeras que fueron reprimidas con extremo rigor por la guardia real. Veintiún muertos y el doble de heridos entre los revoltosos civiles, y diecinueve soldados (Madrid siempre ha llevado buena cuenta de sus muertos). Pero se pasó del duelo y de la indignación a la algazara general cuando se supo que Esquilache (cuya casa, la famosa de las siete chimeneas, hoy Ministerio de Cultura, fue saqueada por las turbas) había huido, destituido por el rey, que muy contrariado por la actitud del famoso pueblo también se quitó de en medio yéndose al Real Sitio de Aranjuez. Se culpó de estar detrás de los desórdenes a los jesuitas, por lo que fueron expulsados del reino (1767), una desgracia para la ciencia española. Pero miel sobre hojuelas: con el dinero de sus bienes se emprendió la construcción en el paseo del Prado del Museo de Ciencias Naturales, que se destinaría en tiempo de Fernando VII a Museo de Pinturas (el actual Museo del Prado), y para resarcir al vecindario de sus muertos, se abrió el Retiro al pueblo de Madrid y se volvieron a permitir los carnavales.

93. El Observatorio Astronómico, obra de Villanueva, es a la arquitectura lo que un cuarteto de Haydn a la música. Ya es imposible verlo como en esa vieja postal, en toda su pureza, porque los árboles que plantaron en el cerrillo sobre el que está levantado han crecido tanto que estorban su visión. Habría que llevárselos a otra parte, como los que celan la estampa del palacio de Buenavista, pero hoy esa decisión costaría a quien la tomara unas elecciones municipales si acaso no un proceso por atentado ecológico.

El Madrid de Carlos III es también el de Juan Ramón Jiménez: un Madrid más limpio (fue el rey que puso un poco de higiene en las calles pestilentes y emporcadas); más ordenado (hizo el catastro y dividió la ciudad en barrios, los barrios en parroquias, las parroquias en manzanas); más esperanzado (se trajo de Italia el juego de la lotería y la expresión «tirar la casa por la ventana», que es lo que muchos hacían literalmente con los enseres viejos cuando les tocaba el gordo); y más ilustrado (aunque no consiguió que los nobles españoles leyeran más, y eso que vinieron con él los tipos bodonianos de la imprenta de Parma). El de JRJ. era un Madrid más soñado que real, porque lo que quedaba de aquel Madrid dieciochesco en 1920 no era mucho, dos docenas de palacios, algunas casas buenas y algunos edificios públicos, algunos en verdad elegantes, como el Observatorio Astronómico en el cerrillo de San Blas, en un extremo del Retiro, verdadera arquitectura de cámara, como un cuarteto de Haydn, y el Botánico.

Con el Madrid romántico se produce una pequeña paradoja: el romanticismo llega a Madrid directamente del siglo XVIII (y aun de antes: se despepitó por las leyendas, de Don Juan Tenori o y Los amantes de Teruel a El pastelero del Madrigal o los folletones de capa y espada que empezaron a publicarse cada semana en muchos periódicos), pero no hay arquitectura más ilustrada, más siglo XVIII , serena, armoniosa y elegante que la del primer barrio de Salamanca (el que está pegado al Retiro y a la fuente Castellana), que se construyó cuando el extremoso romanticismo había desembocado ya en la adiposa Restauración, a finales del XIX .

Lo que no es ese romanticismo aristocrático seguía siéndolo el Madrid de los barrios bajos, parecido al de El diablo cojuelo de Vélez de Guevara revelando los vicios de los madrileños o el de Torres Villarroel, cuyos paseos en compañía de Quevedo dieron lugar a unas visiones expresionistas, y el de don Ramón de la Cruz y Bretón de los Herreros. Pero el de estos (chisperos, majos y majas para los saineteros, y marrulleros, tahúres y maleantes en el caso del abate salamantino) quedó asimilado por completo a Galdós, el máximo representante de la… Restauración.

Galdós se hizo con todo Madrid, el austriaco y el borbónico, el neoclásico y el romántico, y lo tiñó de galdosismo.

Carlos III es un rey que resulta imposible que no le caiga simpático a todo el mundo. Por lo que mandó que se hiciera, por lo que mandó que se dejara de hacer y por lo que proyectó. Si el de las luces es un siglo tan seductor es porque vemos cómo aquellas se van abriendo paso entre las tinieblas como ese vendaval que disipa de un soplo las nubes y nos deja ver un pedazo de cielo azul.

El primero de los proyectos (concebido por Felipe V, y antes por Felipe II, que envió una chalupa de Lisboa a Toledo para reconocer el terreno, o sea, con el escandallo) fue convertir el río Manzanares en un canal navegable que uniera Madrid con Aranjuez, de palacio a palacio, y de allí a Lisboa: muelles, gabarras y barcas subiendo y bajando, paseos arbolados en una y otra ribera para el esparcimiento de nobles (a caballo o en coche) y villanos (a pie)… Aunque en otras partes hubo más suerte con proyectos parecidos que revolucionaron el transporte (Canal de Castilla y Canal de Aragón), el de Madrid, que llegó a empezarse, se abandonó por ruinoso y quimérico.

Mandó también poner faroles de aceite en las esquinas (cuatro mil), hizo alcantarillas y pozos negros (trece mil) y empedró media docena de calles del centro. Todo ello fue un pequeño paso para la humanidad, pero gigantesco para Madrid, como lo fue igualmente instituir el cuerpo de serenos, que tanto juego darían en el género chico y en el cine de los años cuarenta y cincuenta (comprable únicamente al otro gran cuerpo en la historia de España, el de la Guardia Civil, formado un siglo más tarde), y prohibir que la gente tirara la basura en medio de la calle o enterrar en las iglesias (a raíz de esto empezaron a crearse los primeros cementerios).

Mandó construir la Casa de Correos en la Puerta del Sol (hoy sede de la Comunidad de Madrid, después de haber sido durante el franquismo Dirección General de Seguridad, y antes Ministerio de la Gobernación), en la calle de Alcalá la de la Aduana (o sea, el fielato por donde pasaban todas las mercancías que entraban en la ciudad para ser tasadas; solo una pequeña muestra tomada del diccionario geográfico de Madoz, el arca de Noé: «agraces, aleluyas, alabastro, barros, botones, brocados, cacahué, café, canelas, caobas, cardenillo, chalinas, congrio curado, colambres, cutíes, damascos, estampas, grasa de sardina, goma arábiga, guitarrillos, hojas de espada, jaboncillos de sastre, malvasía, mandiles de jerga, mantones, peines, pedernal, piedra alumbre, piedra loca, pieles de asno, quinqués, ridículos [bolsitos de mano para las señoras], sisones, salacinas, tasto, tinteros de asta, zumaque en rama, vidriados, trementinas, viñetas de madera»; aquella aduana es donde hoy está el Ministerio de Hacienda después de haber sido Cuartel General durante la guerra civil), el Museo de Ciencias Naturales (reconvertido pocos años después en el de Pinturas del Prado, sin duda el más bello edificio de Madrid por dentro y por fuera), el propincuo Jardín Botánico (que está más bonito que entonces, con todos los árboles ya criados y las especies multiplicadas), la Academia de Bellas Artes (reformando un antiguo palacio churrigueresco de la calle de Alcalá), el Observatorio Astronómico, el Hospital General (hoy Museo Reina Sofía, donde convalece el arte contemporáneo de todas sus tonterías) y el Colegio de Cirujanos de San Carlos, la Puerta de Alcalá, tanto o más bonita hoy cuanto más inútil… Muchas de estas obras se pudieron llevar a efecto por la sisa (impuestos) sobre el vino que se consumía en las tabernas madrileñas y otras medidas arbitradas por un puñado de admirables ministros ilustrados (Floridablanca, Campomanes, Jovellanos), precursores de la moderna ciencia española y de la futura Institución Libre de Enseñanza.

Desde el punto de vista tipográfico, nunca se ha editado mejor en España, y en Europa, que en el siglo XVIII . Carlos III, que había sido antes que rey de España duque de Parma, se trajo de allí los libros y tipos de Bodoni, y los impresores madrileños Ibarra, Sancha y Villalpando lograron estar a la altura. Todo cuadra. El becqueriano y romántico Juan Ramón Jiménez, que quería un Madrid neoclásico, fue quien resucitó los tipos elzevirianos que usaba Ibarra. Bastaba estar atento para descubrir la callada armonía de las estrellas y las secretas galerías que unen siempre a clásicos y románticos. ¿Y quién es clásico? Alguien con cuya companía se puede contar siempre para hacer las cosas. ¿Y romántico? El que prefiere hacerlas solo. Chesterton lo expresó así, a propósito de Dickens: «Un clásico es un rey del que puedes desertar, pero no destronar».

Frente al de las artes plásticas y el cine, el de las letras ha sido siempre un mundo de pobretería y locura. A veces, como el hijo pródigo se acordaba de los corderos de la casa del padre cuando pastoreaba una piara de cerdos, yo me acordaba de los del arte contemporáneo. Me decía, cuánto mejor me iría ahora escribiendo de este artista y del otro. Veía desde una orilla que el dinero en ese mundo seguía fluyendo como en tiempos del Sobrecogedor, y aun con mayor ímpetu y caudal. Era un deseo fantasioso, sin consecuencias (como el que sueña con que le toquen las quinielas sin haber rellenado en su vida un solo boleto), porque lo cierto es que a esas alturas de mi vida, no hubiera podido escribir ni una sola línea de la mayor parte del arte contemporáneo sin que me hubiera dado la risa o sentido bochorno de mis propios embustes.

Entonces vino la solución. Llegó de una manera natural. A medio camino de la literatura y el arte se encuentra la tipografía, noble oficio como el del carpintero, y yo empecé a vivir de ella, trabajando como tipógrafo, diseñando cubiertas, libros y revistas. La tipografía es algo que se encuentra también a medio camino de los clásicos y del romanticismo: sin el magisterio de los clásicos, no puedes dar un paso en la buena dirección, pero sin el talante romántico no llegarías jamás a donde solo tú puedes llegar. Y, claro, solo. De la misma manera que a algunas personas les gusta carpintear la silla en la que se van a sentar, a mí me gustaba hacer los libros en los que iba a leer lo que escribía yo y escribían mis amigos y los escritores a los que admiraba.

Me recuerdo en aquellos años tardes enteras pegando manualmente las galeradas y las fotografías, como hubiera podido pegar las suelas un maestro de obra prima. Era un trabajo pesado, monótono y mecánico. Ponía Radio Clásica, y al igual que el librero Gomis de la calle de la Luna que se tiraba todo el día restaurando con engrudo sus libros viejos oyendo esa misma emisora, muy bajito, yo hacía lo mismo con revistas y catálogos, horas y horas. A veces me desesperaba y renegaba de mi sino, pero al momento me acordaba de que estaba haciendo exactamente lo que quería hacer. Pero no siempre lograba conformarme, y me revolvía diciéndome que no quería ser tipógrafo, sino escritor (y recorrían mi frente el nombre de cinco o seis escritores de mi tiempo a los que bastaba escribir sus libros para vivir de la literatura, y a los que uno envidiaba con mucha envidia de la buena y algo de la mala). Pasados los momentos de acedía, yo mismo solía replicarme que si no se vendían más los míos no era culpa de nadie. Sabía incluso que precisamente porque no se vendían, podía ser uno el escritor que siempre había querido ser. El éxito de los oficios para los contemplativos se basa en eso: las manos laboran y la mente puede irse a los cerros de Úbeda, y volver. De cuántas murrias no le habrá sacado a uno la tipografía, cortar, pegar, coser, dibujar… y escribir.

Porque la tipografía le permitió a uno dedicarse a escribir, sufragando mis gastos, becándome para todo aquello que nadie esperaba ni reclamaba, libros en los que me contaba a mí mismo las cosas que no lograba contar a otros de viva voz, porque no veía a casi nadie. Creo que así fue como nació el Salón de pasos perdidos , el día en que me dije que quizá valiera la pena contar lo que no me pasaba a gentes que tampoco esperaban que se lo contara. ¿Y algo así tiene interés?, me preguntó una vez uno. Sí, le dije, si cuento lo que no pasó pero tendría que haberme pasado; si cuento lo que no dije, y tendría que haber dicho; y si cuento que lo que soy es lo que quiero ser, sin importar demasiado que lo logre ni presumir de bueno ni alardear de malo. El argumento de esa obra es, como todos los diarios, un tendría que haberle dicho , tendría que haber hecho , y, como todas las novelas, un hay que convivir con los fracasos , y admitir que estos forman parte a menudo de los logros.

94. El Manzanares y el Palacio Real, fotografía de Otto Wunderlich. Madrid vivió de espaldas al Manzanares (raramente lo llamamos río, por respeto), como Barcelona o Valencia de espaldas al mar. Durante siglos la ciudad fue territorio de hortelanos, molineros, facinerosos y la gente de la busca. Fue también, en un extremo de la ciudad, como el parque del Retiro, pero en agraz.

Cuando comprendimos, Miriam y yo, que ya habíamos atravesado aquella etapa de capricho romántico, arrancamos de las paredes de nuestra casa los papeles pintados que habíamos comprado en Inglaterra, y la mayor parte de los cuadros y estampas que habían estado colgados hasta entonces, como antes habíamos descolgado los cuadros de arte abstracto, tapizamos los muebles con telas sencillas y un retor blanco hizo las veces de cortinas. Libros viejos no, esos siguieron entrando en casa, pero también saliendo. Tomamos la decisión de no encargar ni una sola estantería más y llamar periódicamente al librero de viejo (gracias, amigo Gúlliver), que mantiene a un tiempo entre nosotros el principio de Arquímedes y las leyes de Darwin: libro que entra desaloja a otro de igual volumen, y el fuerte prevalece sobre el débil, aunque en el universo libro fuerte y débil , grande y pequeño o menor no significan lo mismo que en la Naturaleza, al contrario, a menudo es al revés.

La vida que llevé esos años no sé si era la de un clásico, pero sí muy gris: escribía mucho, lo mío y lo que me encargaban o lo que yo ofrecía, artículos, prólogos… En uno a Grandes esperanzas de Dickens, sugerí que cambiaran la traducción por Grandes expectativas , más exacta. No era posible, me dijeron, porque el malentendido estaba ya muy arraigado en la memoria de los lectores. Me encogí de hombros.

Terminé El gato encerrado , un tomito de anotaciones sueltas, el primero del Salón de pasos perdidos . Hablaba en él de mi vida en Madrid y en el campo, y lo mandé a las editoriales más famosas. Cinco. A los tres o cuatro meses dos de esas me escribieron (las otras tres dieron la callada por respuesta), y los editores de esas dos, aprovechando la ocasión, me señalaron cómo tenía que escribirse un diario según los cánones. Se ve que querían quitarle a uno toda esperanza, al quitarme toda expectativa. No me dolió el rechazo, en absoluto. Incluso lo agradecí, porque me brindaban la oportunidad de poder presumir yo también, cuando fuera mayor, contándolo, como el torero lo suyo con Ava Gardner. Y a la vista está, es lo que estoy haciendo ahora (saludos, inmarcesibles colegas, yo ya sé que me lo habéis perdonado).

El libro acabó publicándose por entregas en el suplemento literario «Citas» del Diario de Jerez , que llevaban Juan Bonilla y José Mateos, y, cuando lo leyó Manuel Borrás, se publicó en la editorial Pre-Textos.

¿Cómo es el Madrid de ese librito y de los que le siguieron, hasta hoy, que suma ya más de doce mil páginas? No lo sé, supongo que el mismo que aparece hoy aquí: un Madrid que puede valerle a muchos, traje de niño pobre, corto y largo (o sea, como las siete y media, que o te pasas o no llegas). No es, desde luego, un Madrid hecho a la medida de nadie, ni de mí. Un Madrid, quiero creer, que puede recorrerse con una sonrisa, conmovedor y risueño, lírico y prosaico, estrepitoso y bizarro, más por dentro que por fuera. Ha tratado uno de hacerlo «perfecto e imperfecto, completo», como decía JRJ. Una ciudad hecha sobre todo de gente que va y viene, entra y sale, con sus historias, como la de aquel tirillas granuliento al que acompañé una noche preelectoral por Carabanchel Bajo o el que a veces concurría, tan selecto e institucionista, en la librería de Herminia Muguruza. El Madrid que siempre ha alentado las esperanzas y raramente pide cuentas de las expectativas. Madrid es sobre todo en ese Spperdidos una ciudad fácil: cuanto ocurre en ella parece inevitable y lo inevitable, necesario y útil, aunque raramente lo crean importante.

Poco a poco las cosas iban saliendo. Después de un intento fallido de fundar una editorial (llegó a llamarse Sterling), vino a verme Miguel Ángel del Arco, un juez de Granada, dueño de la editorial granadina Comares. No lo conocía de nada, pero resultó un hombre providencial, él y su socio Mario Fernández Ayudarte (galdosiano y premonitorio apellido), y el poeta Rafael Juárez, que me los presentó. Me propuso el juez, un verdadero «juez de la horca», como el de la película de John Huston, crear y dirigir lo que quisiera, y hacerlo con la mayor libertad (de bóbilis bóbilis , cierto, de otro modo no salían las cuentas, como también se había publicado gratis total , como dicen en el Rastro, en «Citas» El gato encerrado ; pero a mí esto no me ha importado cuando se ha tratado de algunas cosas importantes): así nació La Veleta, que todavía sigue después de treinta años editando unos libros medio clandestinos. Es como el río Manzanares, no tiene mucho caudal, pero siempre corre el agua por nuestra giraldilla, incluso cuando parece que se ha estancado.

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