Madrid

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16, La vida sigue

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16,

LA VIDA SIGUE

Algunos, que conocen el Salón de pasos perdidos , me dicen comparando los primeros volúmenes de esta obra con los últimos: «Antes se te veía más taciturno, sombrío y a disgusto; ahora todo resulta más luminoso, ya no te importa el mundillo literario o se ve que este te trata bien». Puede ser. Yo creo que ese mundillo no me ha interesado nunca, pero puede que lleven razón. El medio influye mucho. He vivido en ese mundillo y sigue uno teniendo que vivir de él. Qué se le va a hacer. No descarto, pues, que algunas personas le vean a uno como uno de sus personajes característicos (en el «bochornoso papel del literato», que decía Ferlosio), pero si de algún mundillo ha querido uno estar alejado es precisamente de ese. Pero es el que me ha tocado. De haber podido elegir, habría preferido hablar de carpinteros o pescadores, vivir entre gente común más que entre periodistas, profesores y poetas. A los amigos que tengo novelistas y periodistas, profesores y poetas les pasa lo mismo que a mí. Y también me habría gustado llevar en Madrid una vida de anonimato completo, como podemos llevarla en el campo: ir al museo o al concierto, a la conferencia o a la exposición sin tener que saludar a nadie, y pasear por la ciudad como un cesante. A falta de eso ha hecho uno lo que ha podido para que no me importe demasiado lo que suceda en el mundillo famoso. La prueba está en que si de veras me hubiera importado algo de él, no habría uno escrito, editado, dicho o hecho la mitad de las cosas que he escrito, editado dicho y hecho.

Ha vivido uno dos tercios de su vida en Madrid y en esta misma casa. No lo he dicho antes, para no presumir, lo digo ahora: es una casa vieja, ni grande ni pequeña, decrépita y con un portal angosto, sombrío y húmedo que nos avergüenza secretamente siempre que viene a visitarnos alguien. Si se tercia, yo saco a la visita al balcón y le muestro la iglesia de Santa Bárbara y el palacio de Buenavista, para intentar disipar en él la mala impresión que le haya causado la escalera. Si de nosotros dependiera creo que nunca nos iríamos de esta casa, porque llevamos el ubi bene ciceroniano a cualquier rincón donde nos dejan.

Tampoco, si me paro a pensar, me recuerdo demasiado preocupado por cómo tenía que ganarme la vida de joven.

111. Palacio de Comunicaciones (Correos), h. 1930. De él dijo de niña la hija de Carmen Martín Gaite y Rafael Sánchez Ferlosio, al oír que sus padres lo consideraban «una tarta»: «Ya se pondrá bonito». Ocurrió a principios de los años sesenta. Han muerto los tres protagonistas de esa escena y al edificio todavía le queda.

Madrid es una ciudad generosa con las gentes sin oficio ni beneficio, como ha sido mi caso. Unas temporadas marchaba algo mejor y otras peor, los libros iban saliendo sin pena ni gloria, y Madrid acabó siendo para mí aquello que nadie como Galdós ha definido mejor: una«mezcla de desechos de ciudad y lujos de aldea», el paraíso.

Vivimos en un barrio casi galdosiano, a dos pasos de donde vivió muchos años el novelista y a otros dos de la calle que lleva su nombre. A mí me gustaban y me siguen gustando muchos personajes de Galdós, pero trataba de parecerme todo lo que podía a JRJ.: me gustaba la austeridad de este en el vestir, en la tipografía, en el modo de conducirse con todos, tan exigente y generoso, y trataba de copiarle cuanto podía, porque me parecía que ya estaba lo bastante lejos él como para que pudiera molestarle que le copiara. Además, JRJ. estaba tan combatido, que seguramente hubiera visto con simpatía que lo defendiéramos de aquellos que lo llamaban «señorito de casino de pueblo», y cursi. ¡Cursi!, él, que ha sido uno de los poetas y hombres más elegantes y refinados que ha dado este país.

Se desconoce de dónde procede la palabra cursi, pero seguramente es una invención del genio madrileño para el idioma. Madrid es una ciudad de cursis, no cabe duda. La cursilería es privativa de las ciudades y de las clases medias con sueldos de la Administración, es impensable encontrarla en la naturaleza y en las aldeas. Por eso cuando Gómez de la Serna escribió contra JRJ. Lo cursi estaba siendo injusto con él, de hecho podría haber dicho: quien esté libre de una cursilería que tire la primera moña.

Quizá pensara Ramón que JRJ. tenía inclinación por los barrios cursis. Cansinos, en sus famosas memorias noveladas, lo subraya con cierta inquina: a JRJ. le gustaba el barrio de Salamanca (¿llegó a saber que su primer nombre fue el de Colonia del Pensamiento?), casas buenas, nuevas, amplias, con portero, asistido por servicio doméstico… Le parecía que el poeta que él había conocido de joven se había corrompido y vendido a los gustos burgueses. Yo no sé de dónde se sacó eso Cansinos, quizá se sintiera aludido por algo, porque, sí, JRJ. sintió siempre un asco indisimulado por el medio pelo (lo cursi) y la vida bohemia, desarreglada y sin aseo, y por los dientes y las uñas teñidos de nicotina, y por la vida de los cafés.

En España, excepto Baroja, no se ha librado de la acusación de cursilería nadie. Incluido Galdós.

Una de las cosas más raras es que JRJ., en su Españoles de tres mundos , su fabulosa colección de retratos en los que figura hasta Isaac Peral, no le haya dedicado ni una línea a Galdós. ¿Qué no le gustaría de él? Por fuerza tenía que haber admirado su tenacidad y respetar al menos su honradez de artesano, ya que no su inmenso talento…

No sé… Al menos no lo atacó. A Galdós le gustaban también los barrios y casas nuevas, aunque un poco más modestas que las que había en el barrio de Salamanca, y desde luego, alejadas del centro, en los ensanches.

Castro (1860) pensó su ensanche de esta manera: la Castellana y la calle Serrano para la aristocracia; el barrio de Salamanca, para la burguesía; a la pequeña burguesía la mandaba a Argüelles y a los que no cupieran en ese barrio de nueva planta, a Chamberí, con los artesanos, dejando la calle alta de Alcalá y la Florida para los obreros, y el Manzanares para hortelanos, recueros y agropecuarios.

Nuestro barrio está a medio camino del côté JRJ. y del côté Galdós. Recuerdo que yo trataba entonces de trabajar como Galdós, por lo menos las mismas horas, y cuando ya no podía más, me iba, unos días por el camino de Galdós y otros por el de JRJ., a los barrios bajos o a pasear al Retiro, el parque predilecto del poeta.

Cuando se llega a Madrid en avión se percibe bien el secarral donde está metido, lo que la ciudad tiene de corral de cabras. Que en esa meseta parduzca y polvorienta exista un lugar como el Retiro es un milagro.

Muchos días ni siquiera esperaba a estar cansado para ir a pasear. Lo cierto es que durante muchos años no sabía qué escribir ni para qué ni para quién, y después de dejar a mis hijos en el colegio me iba al Retiro, con la esperanza de tropezarme con la inspiración, aunque había días que estaba uno tan desesperado que le hubiera vendido mi alma al diablo. De hecho en el Retiro está, dicen, la única estatua que hay en el mundo dedicada al demonio.

112-113. Dos postales de los años cincuenta de la plaza de Cibeles y la calle de Alcalá, con el antiguo Banco Español del Río de la Plata, el edificio a la derecha con columnas en su fachada, hoy sede del Instituto Cervantes. La prueba de que las ciudades se parecen mucho en su riqueza, pero en su pobreza cada cual es original a su manera. De los edificios de ese trozo de Madrid dijo Trotski que le parecían «templos griegos». ¿Se comprende por qué no se debió dejar el destino de los pueblos en manos de los bolcheviques?

He paseado por el Retiro a todas horas, cualquier día y en todas las estaciones. Ha sido durante años como mi oficina y sin embargo aún me sigo perdiendo en algunas de sus veredas.

Me gustaban especialmente las mañanas de invierno y las de primavera, los atardeceres de otoño y los mediodías de verano. Los días de diario, pero también los festivos. El Retiro siempre es bonito, con lluvia, con sol, sin gente, con ella, solo, acompañado… En otoño, después de que haya llovido, es un trozo de París o de Londres. En primavera, París ni Londres lo envidiarían, con el zumbar de las abejas y abejorros libando en las margaritas silvestres que crecen en la hierba. Y en verano, un día cualquiera, por la mañana, con las terrazas medio vacías, y las echadoras de cartas ociosas, leyendo una novela…

De todos mis retiros recuerdo uno especialmente, con mis hijos pequeños, en una de las barcas del estanque… Estábamos nosotros solos, era invierno, hacía muchísimo frío y la niebla era tan espesa que apenas distinguíamos nuestras caras. Solo se oía el chapoteo de los remos al entrar en el agua. Fue algo mágico, sobrehumano, por un momento aquel chasquido acompasado nos transportó a un canal de Venecia, al Volga, al Guadalquivir, yendo a embarcarnos en una de las naos de la Carrera de Indias, a la Isla del Tesoro, a… Hasta el monumento a Alfonso XII era bonito, porque con la niebla apenas era una mancha espectral.

Creo que es Blanco White el que cuenta que los que querían pasear por un lugar más tranquilo y solitario que el Prado, iban a hacerlo al Retiro.

El paseo del Prado fue durante tres siglos el recreo preferido de los madrileños, nobles y plebeyos, ricos y pobres, viejos y jóvenes, hombres y mujeres. En época de los Austrias y en la de los Borbones. Hasta que irrumpió en la vida de los madrileños el género chico, primero, y el cinematógrafo, después, entretenimientos democráticos.

Arrancaba de Atocha (atocha , esparto; decía Trueba que jamás había visto una sola planta de esa gramínea por allí) y llegaba, por Recoletos, hasta la fuente Castellana (situada entonces donde hoy están las torres de Colón).

Cuantos refieren la vida de Madrid no dejan de constatar la animación de ese paseo. En los siglos XVII y XVIII , centenares de coches y caballeros: ver, tanto como ser vistos. A finales del XVIII y comienzos del XIX lo tomaron al asalto como quien dice los currutacos y currutacas, y los petimetres, precedentes inmediatos de los cursis.

114. Monumento a Colón y antiguo palacio de los duques de Medinaceli, que se incendió a mediados del siglo XX y en su lugar se levantó un edificio de apartamentos en cuyos bajos hay bingos, salas de alterne y cafeterías de postín, así como un Museo de Cera. Enfrente estaba la casa en la que vivió Galdós unos años. También la derribaron y en su lugar levantaron las dos famosas Torres de Colón, imponentes y desproporcionadas. A sus pies, Colón parece el monaguillo que ayuda a quienes ofician en ese lugar la misa de las grandes finanzas. No obstante, desde esa altura contempla a quienes han decidido acabar con estatuas como la suya y de paso con la historia.

El paraje (árboles copiosos dispuestos en anchos viales) lo hacía apropiadísimo para el paseo y la recreación, las citas y los encuentros fortuitos. Todo el mundo iba al Prado. Durante la semana había una ley no escrita para que según la procedencia social pudieran pasear los estamentos a horas determinadas; los domingos y fiestas se admitía la mezcla . El paseo estaba jalonado además de unas cuantas fuentes famosas (surtidas de agua por uno de los famosos viajes), y de las últimas atracciones del momento: malabaristas, mundinovis y cosmoramas, músicos ambulantes… al lado de la Platería Martínez (la Real Fábrica de plata que impulsó Carlos III, junto a la fuente de Neptuno, del siglo XVIII ), el famoso Salón del Prado. La Platería Martínez era un edificio aparente, neoclásico (hay fotos), que resistió hasta la revolución de 1868 (no se sabe por qué lo que más odian las revoluciones son las cuberterías de plata y la porcelana, de modo que lo primero que hacen es romper toda la porcelana que encuentran a su paso y robar los cubiertos de plata con la excusa de hacer las medallas de los héroes). Y el Salón del Prado (frente al museo), donde la gente podía sentarse (de pago), permanecer de pie, dando vueltas, o improvisar algunos bailes hasta altas horas de la noche: «Mezcladas estaban todas las clases del Estado: el militar con el eclesiástico; las fregonas con las señoras; los petimetres con los sabios; los bordados con las libreas. Unos salían del Retiro, otros subían de las Delicias, y todos se juntaban en el espacioso Salón», nos dice Eugenio de Tapia, en su Viaje de un curioso por Madrid (1807).

Durante doscientos años en el Prado, primero, y luego en el Salón del Prado, se juntaban y rozaban el duque y la actriz, la marquesa y el torero, el empleado, la maja y el gorrilla. El Salón del Prado mudó sus reales ya muy de capa caída a los Jardines del Buen Retiro a finales del XIX (en Cibeles, donde hoy está el edificio de Correos; Baroja tiene una novela, Las noches del Buen Retiro , donde habla de aquel lugar que reunía a estudiantes y modistillas, empleados y randas, en las noches estivales madrileñas, para asistir a bailes populares o sesiones de teatro en carpas portátiles).

No había cosa importante que sucediera en la ciudad que no llegara inmediatamente al Prado, que acabó convirtiéndose en el mayor mentidero de Madrid, cuando no en el lugar donde se manifestaban las adhesiones y las protestas (en el Prado recibió el pueblo de Madrid a muchos de sus reyes o se reunía con ellos, y en el Prado mostró su rechazo a los soldados franceses, acantonados en el Retiro, con las consiguientes matanzas del 2 y 3 de mayo de 1808). Y así se ha conservado su carácter público hasta hoy mismo como lugar elegido para las grandes manifestaciones políticas, sindicales y deportivas.

Nosotros, por acompañar a nuestro hijo pequeño, bajamos a la Cibeles un año que el Madrid ganó la copa de Europa. El ambiente era fascinante, con miles de personas que se congregaron en minutos, llegadas de todas partes de la ciudad. Por qué los del Atlético se citan en la fuente de Neptuno, y los del Real Madrid en la Cibeles, es para mí un misterio. Al principio dejaban que los aficionados se subieran a la estatua que está en la fuente. Pero un año le arrancaron a la diosa Cibeles la mano, que nunca apareció, y solo dejan ya que se encarame el capitán a ponerle una bufanda con los colores del equipo. Es la más popular de Madrid, y aunque como escultura es como todas las cibeles, esta es del siglo XVIII y bastante aparatosa, con su carro y unos leones de cuyas fauces debería salir un chorrito de agua. Los chorritos estuvieron al principio más bajos, para facilitarles la tarea a los aguadores. Según la época, la estatua ha estado orientada a una parte y a otra, lo que ha hecho correr ríos de tinta.

La rivalidad de los dos equipos de fútbol es secular y a los encuentros entre ellos aunque les han dado el nombre de «derby», todos saben que son aún más «clásicos» que el «clásico» entre el Real Madrid y el Mésqueunclub. El del fútbol es un mundo que respeta mucho los valores de la civilización griega. Yo he leído que el segundo museo más visitado de la capital, después del Prado, es el del Real Madrid. Viendo cómo va el siglo, seguramente este ganará el campeonato. Al ser aquella la primera vez (y hasta hoy única) en que yo he sido testigo directo de lo que hasta entonces solo había visto por la tele, me fijé en todo. Las parejas formales se besaban y metían mano de continuo a cuenta de la alegría, pero había un gran número de chicos que sin dejar de dar saltos, vociferar y cantar miraban aturullados, buscando a alguna muchacha, y a veces, a cuenta de la victoria de su equipo, se acercaban a ella, la abrazaban y la besaban y la desconocida unas veces dejaba que la magrearan y otras lo evitaba como podía. Los chicos buscaban a las chicas que iban solas o en cuadrillas de mujeres, nunca las que iban en cuadrilla de chicos, por si alguno de estos era el novio de alguna. No sé si esto pasa también con los del Atlético. En cierta ocasión me tocó firmar libros el día de San Yordi en Barcelona. Fue la primera y única vez también. Nos pasamos la vida haciendo estrenos sin continuidad. Tenía a un lado a Savater y al otro a Joaquín Sabina. Sabina es el autor del himno del Atlético, que corean en el estadio miles de aficionados al unísono, enardeciéndose, y es el himno más persuasivo del mundo, como escrito por Verdi. El del Madrid lo canta Plácido Domingo, pero lo canta con tanta pompa y circunstancia que parece el Ave María de Schubert. El día al que me refiero se formó una larguísima cola frente a Sabina, la mayor parte un público muy atlético. Como yo apenas firmaba me permití observar lo que le sucedía a mi compañero, que resultó una persona simpatiquísima que a todo el mundo le decía una cosa ocurrente y agradable; se veía que la gente le gustaba mucho. Entonces se acercó una aficionada, una muchacha muy joven, guapísima, y después de que le firmase el libro le pidió permiso para darle un beso. Le separaba de él el tablero de libros, pero eso no le arredró a la chica, que se lanzó por encima, plantó su boca en la del cantante y se la atornilló con la lengua un buen rato. Él no opuso resistencia, aunque eran las once de la mañana y seguramente estaba en ayunas. Duró el beso lo menos medio minuto y la gente que asistió a aquello prorrumpió en aplausos. Todo esto no tiene que ver ya con Madrid, pero confieso que pensé que quizá fuera mejor escribir más himnos y menos elegías, y desde luego comprendí la importancia de no salir de casa sin lavarse los dientes. Ignoro dónde celebran sus triunfos los otros dos grandes equipos de fútbol madrileños, el Rayo Vallecano (homérico sintagma) y el Leganés.

115. Scalextric de Atocha. Una de las raras pesadillas urbanísticas madrileñas con final feliz. Se le hizo emblema del franquismo (que lo construyó en 1968 siguiendo una moda aberrante en todas partes) y de la democracia (que lo demolió en 1988), extremos ambos un poco exagerados.

El paseo del Prado es precioso, en origen el más bonito de Madrid. Los árboles, tras el riego por goteo implantado hace unos años, han crecido como crecen en París o Berlín, sin restricciones, asombrándolo todo, pero el tráfico, caudaloso a todas horas, dificulta cualquier ensoñación. En primavera los magnolios se llenan de tantas flores que parecen colonias de garcillas y en otoño los plátanos portentosos le regalan a la ciudad oros que no envidian los que custodia el Banco de España allí al lado. Claro que con tanto coche arriba y abajo le quitan la mitad del encanto.

Hoy, sin perder el hilo, en apenas un kilómetro, se pasa del Museo Reina Sofía al Botánico, y de este, al Museo del Prado y antes de cruzar de acera, detrás del Prado, el Casón del Buen Retiro y el que fue Salón del Trono (y Museo del Ejército hasta hace dos días), y al lado el de las Artes Decorativas (que es como una feria de anticuarios) y después, sí, al otro lado, el Thyssen, y volviendo a cruzar a este lado, el Museo Naval… Se habló recientemente de hacer en el palacio de Buenavista otro museo, pero los militares no se lo han dejado arrebatar aún.

¿Cómo describir el Retiro a quien no lo haya visto? Es un bosque y es un jardín. Como jardín es lo bastante grande para no parecer cerrado (por una verja magnífica de la que se cuentan ventas fabulosas de timadores) y como bosque, lo suficientemente silvestre para no parecer un jardín.

Cuando el conde-duque de Olivares decidió construirle un palacio allí a Felipe IV, que, como ya he repetido, detestaba el Alcázar, el paraje era un bosque de encinas, robles y olmos. Aunque el palacio se hiciera en materiales poco resistentes (ladrillo sobre todo), se gastó más en construirlo que en El Escorial (lo dicen todos los libros: me cuesta creerlo). Quedan pinturas que muestran cómo era: muy madrileño, entre cuartel y Casa de la Villa, gigantesco, lleno de patios adosados. Los franceses lo usaron como guarnición y polvorín durante la ocupación y cuando se fueron habían destruido más de la mitad. Quedaron en pie una de las alas, correspondiente al Salón del Trono, y el anejo Casón, el estanque, donde se celebraban naumaquias y representaciones teatrales y una primitiva Casa de Fieras, que se había llamado «Leonera». Carlos III lo había abierto, en parte al menos, al disfrute de los madrileños, y el paso de los ejércitos enemigos (franceses) y aliados (ingleses) dejó arruinados edificios y bosques en la guerra de la Independencia. Fernando VII puso especial denuedo en reconstruirlo, dicho en honor de la verdad, y su hija Isabel II prosiguió su capricho.

116. Carrera de San Jerónimo. Lo que se dijo de la fotografía del siglo XIX de la calle de Atocha, podría decirse de esta: uno de los recuerdos más líricos de la ciudad. En ella se aprecia mejor que en ninguna otra el carácter del Museo del Prado como el museo de ciencias naturales y botánico que iba a ser en origen, allí, en medio del campo. Y, claro, los elegiacos ubi sunt . ¿Ubi est el palacio de los duques de Medinaceli, uno de los dos o tres importantes de Madrid? Al fondo, a la derecha. Se demolió en 1910 para construir en su lugar el Hotel Palace.

Cuando la revolución del 68, un empeño personal de Fernández de los Ríos le dio la titularidad estatal, arrebatándoselo a los reyes (como también se hizo con parte del Real Sitio de la Casa de Campo, que pasó del todo al Ayuntamiento en tiempos de la República): empezaban las ideas krausistas a reclamar espacios libres en la naturaleza.

Claro que allí estaba, cómo no, Mesonero Romanos, para contrarrestarlas: propuso que se le diera el Retiro a «empresarios responsables» (él mismo), para que hicieran allí un bonito barrio residencial, con jardines y casas que fueran los recreos estivales de las acomodadas familias madrileñas. Aquello no les salió, aunque con los años alguien levantó allí restaurante y sala de fiestas.

La descripción que nos dejó Teófilo Gautier del Retiro en su Viaje por España es descorazonadora: «Finca de un tendero enriquecido […] donde hay la cosa más ridícula y grotesca que pueda imaginarse». Se refería a cisnes de madera en estanquillos llenos de rocas artificiales. Si se compara con el Bosque de Bolonia o el Jardín de Luxemburgo, se comprende, pero allí donde se han juntado más de dos árboles habría por lo menos que guardar silencio, por oír lo que hablan entre ellos (lo digo por Gautier, el de los «Esmaltes y camafeos» que tantos partidarios tuvieron entre comerciantes enriquecidos).

Con el tiempo la vida que había tenido el Salón del Prado y los Jardines del Buen Retiro acabó trasladándose al Retiro, que se llenó de quioscos en los que se expendían refrescos y helados a las clases pudientes y aguadores que surtían de agua, azucarillos y aguardiente a las más populares, así como barquilleros que vendían su humilde género a todo el mundo, pues no hay nadie a quien no le guste un barquillo de limón y canela. Se trazó un paseo de coches, en el que iban y venían carretelas y tílburis, y los más presumidos a caballo, y se echaron al agua del estanque unas cuantas barcas, para que los novios hicieran allí, ante Poseidón, eternas promesas de amor. El ejemplo del monumento a Alfonso XII, una inmensa tarta de mármol blanco al borde del agua, cundió, y desde entonces no han dejado de erigirse en el Retiro toda clase de estatuas y monumentos, más grandes o más modestos, más altos o más bajos, tal y como ocurre con las tumbas y panteones de un cementerio. Por razones personales, se queda uno con el que le erigieron en vida a Pérez Galdós (en piedra) y el que hace cuarenta años dedicaron a Baroja. Las inclemencias del tiempo le están borrando la faz a don Benito, pero yo conservo en casa el busto preparatorio que le hizo el escultor Victorio Macho, en el que sigue como el primer día. Ese peligro no lo corre don Pío, al ser de bronce.

117.

Feria de libros viejos y de ocasión. Inaugurada en 1925 y popularmente conocida como «Cuesta de Moyano». Es a los libros viejos lo que las almadrabas de Cádiz y Huelva a los atunes, y apropiada más para «el perfecto y solitario pescador de caña» que para el altivo cazador de montería.

118. Nicolás Muller, Pío Baroja paseando por el Retiro , 1950.

Hay una foto célebre de Nicolás Muller, en la que se ve a Baroja paseando por el Retiro (vivía a dos minutos, en la calle Felipe IV), solo y viejo, con abrigo, bufanda y sombrero. Está hecha en una mañana fría (parece levantarse de la tierra un leve cejo) y soleada (lo dicen las sombras de los árboles); produce una gran tristeza, porque parece que Baroja iba ese día a reunirse con la muerte.

Mis paseos por el Retiro eran igualmente solitarios pero bastante más despreocupados: era joven, no tenía a donde ir, y los acababa indefectiblemente en la Cuesta de Moyano.

Si el Museo Romántico llegó a ser mi casa («la casa de la vida» llamó Mario Praz a un proyecto parecido al Romántico, centrado el suyo en Roma y al estilo Imperio), la Cuesta de Moyano y el Rastro acabaron siendo mi tercera y segunda residencia, respectivamente. La Cuesta hacía de sierra, y el Rastro de playa. En la Cuesta, el mercado de libros viejos y baratos, el aire es siempre puro; y el Rastro es la playa a donde llegan los pecios de todos los naufragios.

En la Cuesta iba de caseta en caseta mirando libros viejos. Ha puesto uno más fe e ilusión en los libros viejos que en los nuevos, porque a la mayor parte de ellos se les ha ido ya toda la impostura y tontería, si la tuvieron, y lo que han de decir, lo dicen en voz baja, como hablan los muertos en el poema de Emily Dickinson. Una vez oí decir a Ferlosio que él no leía ningún libro hasta diez años después, por lo menos, de ser publicado. Es un buen consejo para saltárselo todas las veces que se pueda. La librerías de Madrid, como los bares, restaurantes y hoteles, están un tiempo abiertas, y un buen día desaparecen sin dejar huella. En cada época ha habido una docena aceptablemente surtidas. Para una ciudad de tres millones no es mucho. En comparación con París, Lisboa y Londres, muy pocas. En comparación con Roma, bastantes. Tampoco se explica uno del todo el fervor que despierta en Madrid la Feria del Libro del Retiro: parece que la mayoría de los que van allí solo compran uno o dos para todo el año. Eso desalienta a cualquiera. A mí me ha costado entrar en las librerías de nuevo, y aún me cuesta hacerlo. Me acomplejan porque me han recordado que las cosas podrían haberle ido a uno como escritor algo mejor. Paso un mal rato siempre por los libreros; pienso: «Si me reconocen, sabiendo que con un libro mío ellos se llevan el treinta por ciento, y yo el diez solo, les parecerá una gran injusticia y se van a ver obligados a meter la mano en la caja y a darme algo, para equilibrar la cosa». Por la inercia, seguramente, después de habernos devuelto los libros de Trieste, durante veinte años o más, muchos de ellos se resistieron a poner los míos no ya en el escaparate, sino en los estantes donde metían los de todos los demás. A veces me sucedió entrar en alguna librería buscando un libro de otro, y al ser reconocido por el dependiente o el dueño de la librería, veía que el hombre o la mujer estaban pasando un mal rato por si me daba cuenta de que no tenían mis libros por ninguna parte, de modo que dejé de entrar en las librerías de nuevo, para ahorrarles un mal trago y ahorrarme yo verles sufrir. Así que con dos o tres librerías de nuevo y una veintena de viejo va uno tirando (¡y qué maravilla la visita a los sótanos de la librería de León Sánchez Cuesta, en la calle Serrano, llenos de tesoros que habían sido libros y revistas de nuevo hacía cincuenta años, JRJ., Cernuda, Lorca, y que el paso del tiempo habían convertido en reliquias del pasado!).

El mundo de los libros viejos es de lo más barojiano, pero también de lo más azoriniano. Los dos eran asiduos de las librerías que había en San Bernardo, Desengaño y Luna (que nosotros alcanzamos a ver) y visitaron mucho Moyano desde que se inauguró el año 1925. Hay en ese mundo de los libros viejos desatino y finura al mismo tiempo, épica y lírica, a veces conviviendo en la misma persona. El mundo del comercio es especial, porque los que venden y los que compran, el dependiente y el parroquiano, acaban pareciéndose mucho: en una ferretería, en la tienda de ropa de moda o en la de antigüedades, y por supuesto también en el Rastro y en la Cuesta de Moyano, y en esta más desde que los libreros prescindieron de los guardapolvos de mahón azul o gris. Los libreros de viejo son aún más sensibles a los retratos que se hagan de ellos que los violinistas a las críticas musicales, de modo que no haré aquí ninguno (los hay a montones en el Spp ). Y entre los aficionados, curiosos y asiduos a la Cuesta solo decir que abunda el tipo (mayoritariamente hombres) al que no le importa leer en los libros de un muerto, ni meter en su casa los microbios que se le llevaron a la tumba a su antiguo dueño o su adn (pelos hallados entre sus páginas, ceniza de un cigarrillo, un billete de tranvía o metro, unas misteriosas sumas y restas de sus pobres economías). Me gustaba saludar a don Pío, que está en la misma puerta del Retiro, e ir bajando hacia el Prado, mirando libros, hablando con los amigos libreros y comprobando el sic transit gloria mundi de esta vida en general, y de la literatura en particular, refutado a menudo por el paso de las colegialas de un instituto cercano, que dejaban tras de sí los cristales de sus risas como las barcas su breve estela.

Tras esos momentos, a veces, en primavera sobre todo, antes de seguir, hacía una parada en el Botánico, por celebrarla ante las rosas nuevas y los botones estallantes, y gritar al mundo un nuevo así vuelve la vida .

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