Madrid

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17, El botánico y la roca española

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EL BOTÁNICO Y LA ROCA ESPAÑOLA

En Madrid, a diferencia de otras ciudades y capitales europeas, todo tiene unas proporciones modestas. Madrid cabe en un pañuelo de hierbas. El Jardín Botánico, por ejemplo. Fue concebido en tiempos de Carlos III como un anejo al Museo de Ciencias Naturales que iba a ser lo que luego acabó siendo el Museo de Pinturas.

Es un jardín neoclásico que puede recorrerse en una hora a paso de nazareno, con fuentes cada poco, unas fuentes pequeñas en cuyas tazas de granito beben los gorriones y palomas sin que les salpique el agua. Es bastante solitario y silencioso (se encargan de amortiguar el ruido del tráfico rodado pájaros y surtidores, y de noche, sin ruido y sin luces, vuelve al siglo XVIII ), y hay en él árboles viejos, corpulentos y exóticos que no se ven en ningún otro lugar de Madrid. Cada uno de ellos con su cartela y el nombre en latín que le corresponde, lo mismo que las plantas. Es lo más parecido a un Arca de Noé de clorofila. En el centro está la maravillosa serliana, un edificio pequeñito entre pabellón y gabinete acristalado, que solo de verlo le entran a uno ganas de ilustrarse. Muchas veces ha entrado uno a leer allí, sentado en uno de los bancos que hay enfrente, el libro que acababa de comprar en la Cuesta de Moyano o en Herminia Muguruza.

Herminia Allanegui era la dueña de la librería de viejo más moderna, refinada y elegante que yo recuerde, Espalter esquina con Felipe IV. Tenía lo menos ocho balcones que daban al Botánico, a la plazoleta donde está la estatua de Murillo y al Museo del Prado. Herminia era la mujer de José Muguruza, arquitecto encargado de ese museo y hermano de Pedro, el del palacio de la Prensa y el Valle de los Caídos y en cuya calle estuvo el Dado’s. De nuevo la novela de Madrid. Era una mujer encantadora, chispeante y divertida, que clavaba los lapiceros en su moño, como una japonesa sus alfileres. La librería tenía una estética muy arquitecto del Gatepac: estanterías blancas, líneas racionalistas, planeros de geometrías cartesianas para los grabados y estampas, un par de sofás muy cómodos de volúmenes geométricos, y una mesita baja… Y qué acierto aquel blanquearlo todo para civilizar la costra de los libros viejos. Era un blanco antipolilla, antibacteria, anti-España Negra. Aunque ella y su marido se conocieron en la comisión franquista de salvamento de patrimonio tras la guerra civil, le fueron fieles siempre al Instituto Escuela y al mundo ilustrado del que procedían. Al estar en un primer piso, allí solo entraban los clientes conocidos y algunos amigos íntimos, por lo que casi siempre estaban solos ella, un empleado un poco bruto y la mujer de este. Uno de los asiduos era don Julio Caro Baroja, que vivía al lado, en Alfonso XII. Herminia ha sido la única persona a la que he oído llamarle Julito (y Ortega y Gasset, que reclamó su presencia en su lecho de muerte: «Que pase Julito, llamad a Julito»; lo contó su hija Soledad), y su librería la única del orbe en la que a la una del mediodía te sacaban una copa de jerez y unas patatas fritas, con urbanidad británica. Aquel lugar era entre isla y fortín y en él se custodiaba el legado del institucionismo español. Cuando cerró, al poco de morir su marido, al que adoraba (no tenían hijos), me regaló el rótulo que había en la puerta, pequeñito, metido en una media caña dorada y con letras delineadas por el propio don José: Mirto. Hoy está puesto frente a mi escritorio, junto a una foto de JRJ. que le hizo Guerrero Ruiz, una violeta de la tumba de Keats, una rama de mirto de la tumba de Leopardi y una hoja del único roble del jardín de la casa de Emily Dickinson que aún queda en pie de aquel lejano siglo XIX , superviviente del huracán que arrancó todos los demás árboles. He ahí toda mi lipsanoteca, mi «relicario profano», que decía Azorín.

Después de estar con Hermina un rato y si tenía tiempo, me daba un garbeo por el Prado.

Las visitas al Prado… Ya se ha dicho que aquello no es un museo, ni siquiera una casa, como el Romántico, es otra cosa: «Cuando desde lejos se piensa en el Prado, este no se presenta nunca como un museo, sino como una especie de Patria». Así empieza una de las páginas más emocionantes que se hayan escrito jamás sobre el Prado. La escribió Ramón Gaya en 1953 en Méjico, cuando llevaba catorce años exiliado. «Entrar en el Prado es como bajar a una cueva profunda, mezcla de reciedumbre y solemnidad, en donde España esconde una especie de botín de sí misma, robado, arrebatado, a sí misma. La pintura española es real como no ha podido serlo nunca la realidad misma española. Por eso el Prado es casi como un manicomio al revés, como un manicomio de cordura, de realidad, de certidumbre. Afuera está la realidad ilusoria, la vida sueño; pero la pintura, para el español es, precisamente, despertar. […] Esos seis nombres de pintores españoles [Berruguete, Ribera, Zurbarán, Velázquez, Murillo y Goya] –que pueden reducirse a tres, Velázquez, Murillo y Goya– han bastado para que España pueda codearse con las otras fortalezas pictóricas: China, Japón, Italia, Holanda. […] La pintura española es siempre un despertar, una vigilia. Y no me olvido de Goya, del llamado Goya fantástico; sus fantasías –oídas y vistas en la vida real española– no son, propiamente, cántico, exaltación ni creencia, sino pena, lástima de lo fantasioso. Las llama Disparates porque no son nunca fantasías vistas por un enamorado de ellas, por un visionario de ellas, sino vistas por alguien atacado, diríamos, de cordura, de sensatez, de una especie de piedad, de una piedad… impecable. Desde fuera y lejos de España, cuando un español piensa en el Prado, este no se le presenta nunca como un museo, sino como una roca».

119. Museo del Prado, fachada norte. Tarjeta postal h. 1890.

Incluso para los que vivimos cerca del Prado pero algo más alejados de todo lo demás, aquel lugar es un regazo, un consuelo, un bastión cimentado en la roca viva de España. No en la capital del Estado. A menudo se ve a Madrid desde algunas regiones españolas como esa ciudad que se ha beneficiado política, económica, cultural y socialmente de la capitalidad. ¿Se han sentido los madrileños más españoles por ello? No, desde luego. Porque en el fondo la españolidad, lo que esto pueda significar, está más y mejor expresada en ese museo, en todo cuanto allí se custodia, que en sus ministerios, palacios y bolsas, y sus tesoros espirituales son más valiosos que los sepultados en las cajas fuertes del Banco de España, y agrupan sin distinción de lenguas ni territorios a quienes tienen ya una historia y un pasado común. De esa patria formamos parte los españoles y cualquiera que desee empadronarse en la verdad del arte, y con más razón los apátridas.

120. Museo del Prado y estatua de Velázquez. Tarjeta postal h. 1950.

Y en cierto modo así me sentía yo en los años de mi Edad Media, la primera vez que entré en el museo.

121. Ramón Gaya en el Prado, fotografiado por su amigo el también pintor Juan Bonafé, 1960. Gaya había pasado en el exilio catorce años y al museo, en Méjico, le había dedicado un breve texto, uno de los más agudos que se hayan escrito. Lo terminaba así: «Desde fuera y lejos de España, cuando un español piensa en el Prado, este no se le presenta nunca como un museo, sino como una roca».

Tenían entonces las Meninas en una sala pequeña. Habían colocado al lado de la entrada un gran espejo del tamaño del cuadro casi, en el que se reflejaba. «Estúpido espejo» lo llamó Gaya, diciendo que ni siquiera ese cristal azogado lograba «apresar» el cuadro. La gente, mirándose en el espejo, se veía como un personaje más del cuadro. Era una puesta en escena ingenua pero también bonita, aunque fuera, sí, un poco estúpida, dando a entender que todos nosotros formamos parte de una ficción, la vida sueño. Cuando es lo contrario: todo, hasta los sueños, forma parte de lo real. Lo único en verdad inspirado que dijo Dalí, hombre de cálculos, se lo inspiró el Prado. Acompañaba a Cocteau en una visita, y a la salida los periodistas preguntaron al poeta francés qué se habría llevado del museo en caso de incendio: «El fuego» (una respuesta que se ve ensayada ya en otros museos y entrevistas). Repitieron la pregunta con el pintor, que respondió en tercera persona, como también solía hacerlo Gento, delantero centro, él sí improvisando: «Dalí se habría llevado el aire de las Meninas ». Y sin aire, adiós fuego.

La ensoñación de aquella pequeña sala era posible porque apenas había gente. Yo recuerdo haber visto las Meninas solo, únicamente con el celador asomando las narices, extrañado de que tardara tanto en salir.

En cincuenta años el Prado ha visto centuplicadas sus visitas, más de tres millones cada año en las últimas décadas. Durante un tiempo Gaya, que había hecho de joven algunas copias del Prado para el museo ambulante de las Misiones Pedagógicas, durante la República, obtuvo permiso de Alfonso Pérez Sánchez, director del museo y amigo suyo, para pintar allí del natural algunos de sus homenajes. Tenían lugar aquellas sesiones el día en que el museo cerraba al público. Íbamos a recogerlo al final de la mañana y aprovechábamos para asomarnos a unos cuantos rincones predilectos. Visitar el museo sin visitantes es una experiencia única, como recorrer la Alhambra y los jardines del Generalife una noche de verano o pasear por Venecia nevada sin ni uno solo de los treinta millones de turistas que la visitan cada año (cuando la vimos vacía por el coronavirus, como Madrid, nos llenó, por el contrario, de congoja y nada deseamos entonces tanto como verlas llenas de nuevo de turistas impertinentes y bullangueros).

Aquellas horas con Gaya en el Prado han sido uno de sus maravillosos regalos. Las compartíamos, claro, con Isabel Verdejo, su mujer, y a menudo se sumaban a ellas alguno de los amigos murcianos que venían a verlo, los poetas Eloy Sánchez Rosillo y José Rubio, el novelista Pedro García Montalvo, el pintor Pedro Serna, Juan Ballester que iba haciendo fotos de todo…

Isabel las ha recordado así. Vale este itinerario por las tres horas en el Prado de Eugenio d’Ors, que a mí siempre me parecieron tres siglos, y eso que hay en ellos algunos minutos de lo más atinados. «¿Le hacíamos un homenaje a Cernuda? Entonces íbamos a contemplar la Santa Bárbara del maestro de Flemalle (Robert Campin). También nos deteníamos ante el Descendimiento de Van der Weyden. Lo llevábamos viendo muchos años antes de que lo restauraran, y un día, tras varios años “oculto”, apareció restaurado y maravilloso. La Anunciación de Fra Angelico (Ramón y Fe [su primera mujer, y madre de la única hija del pintor) tenían una reproducción de ese cuadro en la cabecera de su cama). El Tránsito de la Virgen de Mantegna (este era el cuadro preferido de d’Ors, dígase en honor de don Eugenio). A veces el Autorretrato de Durero. Los dos Entierros de Cristo de Tiziano. La Santa Margarita de Tiziano. El Carlos V a caballo de Tiziano. El Felipe II de Tiziano. El Autorretrato de Tiziano viejo. Ante los otros Tiziano también nos deteníamos. El Lavatorio de Tintoretto, y algún retrato de caballero pintado por él. El homenaje a Juan Ramón consistía en visitar a la Dama que descubre un seno, de Tintoretto. El Príncipe Baltasar Carlos de Velázquez. Doña Mariana de Velázquez. Las Meninas de Velázquez. Los dos Paisajes de Villa Medici de Velázquez. La Infanta Margarita de Velázquez (la había copiado para el museo ambulante y le gustaba detenerse ante ella). La fragua de Vulcano de Velázquez. El niño de Vallecas de Velázquez. El bufón llamado D. Juan de Austria (homenajeado en Agua para Velázquez por Ramón Gaya). Mercurio y Argos de Velázquez. Las hilanderas de Velázquez. El Niño Dios pastor de Murillo (copiado para el museo ambulante). El sueño del Patricio de Murillo. Rubens, mucho Rubens, Las tres gracias , Diana y Calisto , los bocetos… La muerte de Lucrecia de Rosales. El Desnudo de Rosales. El violinista Pinelli de Rosales. Si nos topábamos con El sueño de Jacob de Ribera, también copiado por él, le gustaba detenerse. El retrato de Bayeu de Goya. La condesa de Chinchón de Goya. A veces bajábamos a ver las pinturas negras de Goya. Visitábamos más pinturas, pero estos de la lista creo que eran los preferidos por él». Sí, así era. A veces se paraba delante de algún retrato del Greco o del bodegón de Zurbarán, acaso para recordar el desacuerdo al respecto con su amiga María Zambrano.

Aunque para llegar a esa decantación haya hecho falta haber visto todos los cuadros que no se citan, y haberlos visto muchas veces, para quien vaya al Prado y ande un poco desorientado, ese recorrido le será utilísimo, porque es más que el mapa del tesoro, es el tesoro mismo.

A mí me gusta también hacerle una visita a la dama que descubre su pecho, de Tintoretto, el preferido de JRJ. A Gaya, juanramoniano incondicional, le hacía una gracia loca esa predilección: «Anda que de todo el Prado ir a elegir ese cuadro…». Pero comprendía que fuera ese y no otro, por lo que tiene de poético y sensual.

Cuando no nos citábamos en el museo, lo hacíamos en su casa.

Tras muchos años de exilio por Méjico e Italia y de errancia por España, nuestro amigo se instaló en un piso de Cuchilleros, cerca de donde vivió antes de la guerra su amiga María Zambrano, en la plaza del Conde de Barajas, una plaza muy tranquila. Debió de ser bonita hace cincuenta años; ahora ni eso ni lo contrario.

El piso de Gaya era una casa vieja de veras, y en ella sí pudo haber vivido Cervantes y era como muchas de las que ha descrito Galdós: muy modesta, con una escalera estrecha, de maderas viejas, dodecafónica, en la que no había ni un solo peldaño a la misma altura. Subir y bajar por ella era una experiencia de lo más cromática. Las puertas estaban hechas para gentes de otros siglos, quiero decir de corta estatura. Las habitaciones eran reducidas, muchas de ellas comunicadas entre sí y dispuestas como un rompecabezas, como una medina árabe en miniatura. Íbamos una o dos veces por semana a verlos, y siempre nos llevaban a comer o al Schotis, un restaurante de la Cava Baja con frescos de Eduardo Vicente, con el que Gaya había compartido estudio antes de la guerra y copias del Prado, o a Botín, que estaba casi enfrente de su casa.

Botín fue en el siglo XIX exponente y colmo del arte culinario. Galdós así nos lo refiere. Hoy en día sirven allí tostones y lechazos supervivientes de la Alta Edad Media y acaso por ello los libreros de viejo de Madrid, que tanto tienen que ver con los pergaminos, celebraban ahí unas comidas goliardescas a las que solía asistir el alcalde de turno, que nos soltaba a los postres unas canelas muy finas sobre la bibliofilia, primahermana de la filatelia.

Ahora el barrio, con el turismo, está imposible, pero es en el que mejor se ha conservado el ambiente del Antiguo Madrid, el de Cervantes.

Ha recordado uno a menudo que la riqueza destruye y la pobreza preserva. Gracias a que nadie codició especialmente los barrios bajos, estos han podido sobrevivir. Claro que precisamente porque sus casas estaban levantadas con materiales muy pobres, muchas se vinieron abajo antes. Las casas son hoy en su mayor parte del siglo XIX o del XX .

Cuchilleros es una calle corta que baja en ese (o sube, según de dónde vengas), y sigue por la Cava de San Miguel, «que huele a Lugo», decía Cunqueiro, «ese olor un poco áspero y seco de Lugo». Y se ha dicho que en esta calle vivía Fortunata, como en la de la calle del León vivía don Quijote. Quiero decir con ello que cuando los personajes novelescos son como Fortunata, viven en sitios de verdad. Por suerte no hay ninguna placa en la puerta que recuerde este hecho fabuloso. (Ya no. Estando ya este libro en la imprenta, y aprovechando el éxito popular de las celebraciones del centenario de la muerte del novelista, acaban de colocar una. Por lo menos está bien redactada: «Aquí vivió Fortunata». Aunque podría haberlo estado mejor: «Aquí vive Fortunata». Porque, en efecto, sigue viva. A mí me gustaba el lugar sin placa, pero es lo que tiene Madrid: te lo da por un lado y te lo quita por otro.

Murió Gaya y murió Pérez Sánchez, pero aún tenemos en el Prado buenos amigos, Javier Barón y Jaime García-Máiquez, que comparten con nosotros el viejo privilegio de quedarse con nuestra patria a solas.

Aquellas mañanas que empezaban en el colegio de nuestros hijos, seguían en el Retiro, pasaban por la Cuesta del Moyano, el Botánico y Herminia, y acababan en el Prado, no siempre le dejaban a uno el ánimo reposado y en paz, ya que, pese a haber sido de León, se ve que lleva uno en las venas algunas gotas de sangre calvinista, y afloraban los remordimientos. Me decía: «Mientras tus hijos se forjan con esfuerzo un porvenir en el colegio y tu mujer trabaja duro, mírate haciendo el gandul toda la mañana, como los golfos y tarambanas que salen en las novelas de Baroja».

Bueno, no era del todo cierto, porque se las arreglaba uno para escribir de lo que fuera.

Seguía con la ilusión de las novelas. En la comida de presentación a la prensa de El buque fantasma , en Barcelona (a cargo de Eduardo Mendoza), éramos quince o veinte; a Azúa y Vila-Matas los conocí ese día y a Rico, Pujol y Gimferrer (este había rechazado la novela en Seix Barral) ya los conocía. En Madrid la presentó Soledad Puértolas y estuvo Javier Marías, que me dijo a la salida: «No han venido más que señoras del barrio de Salamanca». Era verdad, pero yo no tenía la culpa de eso. Las malas críticas pusieron las cosas más difíciles y a las siguientes novelas se les miraron las costuras con una lupa. El sueño de vivir de esos libros empezó a hundirse lentamente, como el sol en el horizonte marino. La malandanza y Días y noches , una novela que contaba la peripecia del Sinaia , el primer barco de exiliados españoles después de la guerra, pasaron sin pena ni gloria. Tuve que seguir con mis trabajos de tipógrafo y yendo a las imprentas.

Por la noche, acostados los niños, mi mujer me decía: «No te apures: ya cambiarán las cosas».

Cambiaron, en efecto, pero no en el sentido en que ninguno de los dos pensábamos.

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