Madrid

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24, Las afueras

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24,

LAS AFUERAS

La mayor pérdida que ha sufrido Madrid a lo largo de los siglos no ha sido la tranquilidad, ni buena parte de su patrimonio arquitectónico, ni sus verbenas y tradiciones populares, ni su condición pueblerina, ni siquiera, hoy, el haber visto mermada su capitalidad en detrimento de las capitales autonómicas… Lo que Madrid lleva como un puñal en la espalda es haber perdido las afueras, los arrabales, el extrarradio. Hoy todo eso no es más que un vertedero de bloques cuadriculados, naves industriales, edificios de oficinas y urbanizaciones que son en muchos casos a la ciudad lo que los cementerios de coches a un descampado.

La vida de cualquiera está marcada por fechas y lugares, por pérdidas y sumas. La de uno ha sido, además, bastante rutinaria. Casi todo lo que ha pasado en ella me parece que sucedió hace ya mucho. Quizás porque no se da cuenta uno de que pasa el tiempo. Contribuye a esta inopia el llevar los cuadernos del Salón de pasos perdidos . Los escribo, los deja uno reposar (antes cinco años, ahora diez o más), y sólo entonces, cuando vuelve uno a rescribirlos, todo lo que parece que está sucediendo en los cuadernos sucedió en realidad en un pasado que se me antoja cada día más remoto.

Cuando llegué a Madrid aquel lejano 5 de mayo de 1971, yo veía a la gente salir de la boca del metro, y me decía: ahí voy yo, soy uno de ellos. Cuando lo pasaba mal vendiendo libros en Gran Vía y Serrano, me repetía también: ese que no lo está pasando bien no eres tú, es otro; tú estás a salvo. Ahora, cuando se enfrenta uno a los antiguos cuadernos, pasándolos a novela, también fantaseo un poco y me pregunto: «¿Aquel Madrid es este? ¿Realmente sucedieron todas esas cosas? Qué lejanas me parecen ya».

Si además la vida que lleva uno desde que nos bajamos en marcha de la movida es rutinaria, la impresión se acentúa. Pero me digo, qué bien vivir en Madrid, aquí, viendo sin ser visto, sin llamar la atención y sin pasar del todo desapercibido, importante esto último para quien a fin de cuentas ha de vivir como los taxistas, del servicio público.

Paso mucho tiempo solo, en nuestra casa de Conde de Xiquena, o en el campo extremeño, escribiendo. Y sí, ha escrito uno bastante. Al principio, cuando destacaban como principales virtudes esas del tesón, la disciplina y la capacidad de trabajo, me ensombrecía un poco: ¿no encontrarán ningún mérito más vistoso en esos libros? Hasta que comprendí que en España cuando alguien repite que escribes mucho, es porque no ha encontrado nada peor que decir, y dejó entonces de preocuparme lo que nadie pudiera o no pensar de mi trabajo y de mi vida.

De vez en cuando ha interrumpido uno también su rutina con algún viaje, por el extranjero y por España. Aunque vivir en Madrid, a la misma distancia de todas partes, facilita las cosas sin multiplicar los trasbordos, la mitad de los viajes, de no ser por razones profesionales relacionadas con mi oficio, no los hubiera hecho tampoco, porque carezco de curiosidad por las vidas a las que no puedo seguir despacio y por los lugares donde no vivo. Para el extranjero, con Francia, Italia y Portugal tendría suficiente. Y para España, cualquier rincón me vale, incluyendo ahí, por el idioma, a la América hispánica, si no estuviera tan lejos. En cambio, con las personas que me resultan familiares, aunque solo vaya a acompañarlas un rato en un tren, en un bar, en el Rastro o en un taxi, podría estarme escuchándolas días enteros, no me cansan jamás. Y en Madrid me vale con una docena de barrios, pegados al nuestro.

164. Ricardo Baroja, Paseo de Rosales. Crepúsculo , 1906. Una de las grandes conquistas de la pintura fue emancipar los paisajes del fondo de los cuadros donde servían de decorado, y ocupar el primer plano. Conquista equiparable en literatura fue el descubrimiento de la poesía de los arrabales y la verdad de las vidas rotas que habitaban en ellos. Los de Madrid son únicos, pues no hay ninguno que no pudiera parecerse a aquel campo de Montiel al que salió por vez primera don Quijote de la Mancha.

«Yo voy poco, muy poco, por los barrios modernos. Están tan a trasmano, que se necesita echar bota y merienda para hacer un viaje hasta sus recintos. Porque es un verdadero viaje el que hay que emprender. Entre la ida y la vuelta se le van a uno casi dos horas metido en un autobús (¡Qué palabra tan horrible esta!). Da miedo pronunciarla. Es como un disparo […] Allí no se siente uno en Madrid […] Es talmente Norteamérica», escribía Díaz-Cañabate en Madrid y los madriles .

Todas las novelas de Pedro García Montalvo suceden en Madrid. Vive en Murcia, pero viene de vez en cuando a Madrid. Se aloja en un viejo y pequeño hotel del centro y se pasa el día solo, explorando esos extrarradios, localizando exteriores, como se dice en la jerga del cine. Va hasta ellos en autobús, en metro. Se pasea, entra en los bares, se sienta en un parque, visita los cementerios y lee los nombres de las lápidas, mira a la gente, oye las conversaciones, toma notas. En alguno de esos barrios hace transcurrir sus ficciones, que acaban contagiando con su idiosincrasia el carácter de los personajes. Él, como hizo Galdós en su día con los barrios bajos, Argüelles y Chamberí, los redime de su tremenda fealdad con la poesía y el drama íntimo de los seres humanos que los habitan. Por la noche, cuando ya ha terminado su jornada de visitador, nos cuenta por dónde ha cazcaleado y lo que ha visto en las afueras, y le escuchamos como a un viajero de la antigua Grecia que vuelve de Persia, a la espera de ver transformadas sus impresiones en novelas un poco tristes, como lo son todas las novelas buenas.

Comprende uno a Cañabate, pero agradece más aún que exista García Montalvo. Uno en realidad se parece fatalmente más al primero, porque todo lo que no sea recorrer a pie una ciudad no me sirve de nada. Lo que un hombre de mediana edad y salud no pueda andar en una mañana o una tarde, queda fuera del mapa o por lo menos de mi sextante.

Los barrios extremos de Madrid son hoy como la mayoría de los barrios extremos de cualquier parte. Antiguamente, cuando en Madrid había arrabales, esos barrios conservaban algo muy bonito: su carácter rural, calles estrechas, y nunca asfaltadas, casas de una o dos plantas, tabernas, ultramarinos, almacenes, talleres de todo, alguna fuente a la que la gente iba a por agua con alcarrazas, y el campo, allí al lado, y los panoramas, si miraban al norte; o las visiones metafísicas, si miran al sur… Ahora los bloques de pisos impiden ver los arrabales, y para cuando los bloques han desaparecido ya está uno en Segovia, en Toledo, en Guadalajara, en Burgos, muy lejos de Madrid.

Así como el centro permanece fijo, los arrabales se mueven, hasta desaparecer en la uniformidad. Las entradas en Madrid, por carretera y por ferrocarril, son deprimentes, podía uno estar llegando a cualquier parte, pero por un momento llega a temer que nos hemos perdido sin remisión. En avión es aún peor, porque descubrimos a Madrid colocado en medio de una calera, árida y pobre.

En Madrid lo que se gana por un lado, se pierde por otro. Siempre ha sido así. «En Madrid», oí una vez en un bar, «lo comido por lo servido».

En época musulmana Madrid era apenas un cogollo de casas con seis puertas en su muralla. Lo que quedaba fuera de la muralla, algún caserío por el sudoeste, era campo, monte, río. Con los cristianos, ya en los siglos XIII y XIV , Madrid respiró un poco más hondo y ensanchó sus pulmones, llevando sus puertas un poco más lejos, primero con Felipe II (1556), después con Felipe IV (1625). Cuando esta última cerca desaparece (1868), los arrabales retrocedieron un poco, como si estuviesen perdiendo la batalla.

Durante unos años, pongamos que hasta los sesenta del siglo pasado, los arrabales de Madrid acamparon a las afueras de la ciudad, como un ejército que no se resiste a levantar el sitio.

Pero el crecimiento vertiginoso de la ciudad, el paso del millón de habitantes de 1939 a los más de tres en 1970, acabó por transformar las afueras, lo que se quiso dignificar con la palabra extrarradio, que a mí me gusta mucho por lo que tiene de ultraísta.

Ya ha contado uno sus visitas a la imprenta de Caro, el pariente de Baroja, en Usera. Los descampados tan poéticos, las cabras, el tiovivo girando solo, vacío, con una música que se perdía, gangosa, melismática, en la inmensa soledad de aquellos andurriales en los que crecían cardos y unos yerbajos blancos. Usera es hoy el chinataun de Madrid. Es un barrio que de puro feo tiene su encanto. Las casas pueblerinas que quedaban las han tirado para hacer otras a cuál más absurda, ninguna de las cuales se parece a las demás. No se sabe de qué catalogo de los horrores las habrán sacado ni cómo puede haber un colegio de arquitectos que las haya visado. Pero no ha visto uno un catálogo más surtido. De los ayuntamientos puede uno temerlo todo, pero siempre nos queda la esperanza de los arquitectos. Por suerte los más jóvenes y listos de ellos, junto a diseñadores, artistas, productores y empresarios de su edad se están mudando a esos dos barrios y a los propincuos Carabancheles, más baratos que otros del centro, y, como ellos dicen, «a diez minutos del río». Ellos son la primera generación de madrileños que le tiene un verdadero amor al Manzanares. Viven con ilusión su trashumancia. La fealdad de esos barrios y otros del cinturón de Madrid les estimula incluso, dicen, «tienen su punto», y compensan esa fealdad con la finura de su trabajo. Los jóvenes inteligentes y preparados disfrutan arrastrando tras de sí a todos los demás. En cada joven sueña en secreto un flautista de Hamelín. Siempre ha sucedido de la misma manera. Al joven le gusta, como suele decirse, sacar petróleo, y le parece un gran alarde convencer a otro de que lo feo es bonito, y a veces, como esos conceptos son tan mutantes, lo consigue.

Cuando íbamos a Torrejón de Ardoz a la imprenta de Musigraf Arabí el tren cruzaba los arrabales. Daba una idea de lo que aún quedaba por construir en aquella parte de Madrid el hecho de que algunas mañanas de otoño viéramos a los cazadores correr las liebres con sus galgos.

En las postrimerías del franquismo, al tiempo que se acababa con los viejos palacetes de la Castellana (el palacio de los Medinaceli, hoy edificio Colón, una gran caja de zapatos), con el caserón donde vivió Galdós (donde están hoy las torres de Colón), con el palacio de Larios y cincuenta palacetes y palacios más o con la antigua Casa de la Moneda, al tiempo que se iba convirtiendo Madrid en otra cosa, los extrabarrios crecían a toda velocidad, a veces en colonias y urbanizaciones burguesas improvisadas y en bloques y torres de vidas a granel, como termiteros. El cine y la fotografía, el periodismo y la literatura se ocuparon de ese fenómeno y cincuenta años después toda esa desolación de las afueras ya nos parece poética y bonita.

Murió entonces el dictador y se pudo ponerle coto, contra toda esperanza, al libertinaje municipal del Madrid antiguo. Al menos en parte. De eso fuimos testigos todos. Pero el de los arrabales se dejó en manos de la especulación caótica.

No obstante, ya hemos dicho que Madrid quita y da. Dos de los tres iconos urbanísticos madrileños del tardofranquismo, que habían llenado de orgullo cosmopolita al régimen, se echaron abajo, y los escalextrics de Atocha y Cuatro Caminos, una verdadera pesadilla, desaparecieron para siempre. Falta el tercero, que los más viejos no veremos: la demolición de la Torre de Valencia, que levanta su cuello de jirafa sobre la Puerta de Alcalá, cuando se contempla esta desde la confluencia de Alcalá y Gran Vía. Los escalextrics y la torre de Valencia fueron empeño personal de un hombre, alcalde entonces, al que acaso solo se le recuerde por haber lanzado en la televisión, siendo ya presidente del gobierno, el más gracioso jipío fúnebre de la historia («Españoles, Franco ha muerto, hip»), mucho más que por sus logros, el teleférico y el zoo de la Casa de Campo. Claro que quizá dentro de cincuenta años, a la gente le guste la torre de Valencia. ¿No le gustan a uno ya, y mucho, los dos rascacielos de la plaza de España, el soviético y el americano? Ahora estamos en un punto en que en arquitectura muchas veces es mejor lo malo conocido que lo bueno por conocer, y si acabaran con ellos también acabarían con las extraordinarias panorámicas que se ven desde sus alturas (vale la pena subir).

Excepto esos tres hitos, por la inercia que siempre llevan las cosas, la piqueta ha seguido haciendo su trabajo, de modo cada vez más vergonzante, dando bocados aquí y allá, como esas hienas que le disputan la carroña a depredadores mayores o a sus congéneres. Hoy una casa, otro día un viejo mercado o un convento, pero por ello mismo Madrid se va llenando también de casas modernas muy bonitas. En Madrid han trabajado desde siempre algunos de los mejores arquitectos del momento. Y basta fijarse, para descubrir sus obras. Se dice en uno de los apéndices: Madrid es como el Rastro, y las casas, como libros. En el montón parecen todos iguales (de malos), pero escogiendo sale un buen ramillete de casas y edificios. Hay que ir a buscarlos, como los percebes en la roca, y a veces es igual de peligroso, pero existen.

165. Madrid a vista de pájaro, 1873. Fue lo primero que hicieron los tripulantes de los globos Montgolfier, vistas de las ciudades a ojo de halcón, por la fantasía que todos tenemos creyendo que «a seis mil pies de altura» (Nietzsche) las cosas terrenales no solo son diferentes, sino mejores.

Y en Madrid le sucede a uno lo mismo. Los lugares reiterados se alternan con otros novedosos. Las repeticiones (que es como se llaman en francés los ensayos), con los estrenos. Un buen día nos llevan a conocer el Casino de Madrid o a tal o cual club privado, o a un restaurante exclusivo o le franquean las puertas de un lugar de visitas restringidas (el palacio de la Zarzuela, el de Liria o el de Buenavista, el Banco de España, o el arco del Triunfo por dentro con su copete caballar), y se dice: ah, qué bien. O conocemos una antigua taberna o una iglesia en la que no habíamos entrado jamás (los madrileños, no siendo píos, no han entrado en casi ninguna de sus iglesias), y nos parecen una maravilla, y lamentamos esta desidia nuestra en no conocer mejor la ciudad en la que vivimos. Pero si no conocemos más, tampoco pasa nada. Al no tener que hacer el cartel de la ciudad, al no ser nosotros dueños de ella ni tener que cobrar a los forasteros y emigrantes, no nos importa mucho. Además, ¿no es una de las características del madrileño ese no extrañarse ni admirarse de nada? Azorín, con su prodigiosa capacidad de síntesis y su agudeza, lo dijo mejor que nadie: «El madrileño, inteligencia viva y sutil [bueno, esto es una cortesía de serie], es analítico e irónico. No se deja candorosamente alucinar».

Así que va uno viviendo como puede, analizando e ironizando, pero también con un poco de candor, porque sin un poco de candor y alucinación no se puede vivir.

En su día el candor de Madrid estaba en los arrabales, y por eso allí era donde primero se perdían los golfos y donde las mujeres caían más pronto en el arroyo.

Como los arrabales o afueras han desaparecido, solo nos quedan las muestras, encapsuladas en la urbe: el Retiro, la Casa de Campo, el parque del Oeste, Madrid-Río, la Quinta de los Molinos, el Campo del Moro, la Alameda de Osuna… Todos ellos han sido y son lugares especiales para quien a menudo ha necesitado la compañía de los mirlos y árboles tanto como de las personas, o sea, los cándidos, los alucinados y los happy few .

De todos esos espacios el más frecuentado por uno a lo largo de los años ha sido el Retiro, solo o acompañado de mi mujer, de mis hijos, cuando eran pequeños, de algunos amigos. Si paseado en solitario el Retiro es el mejor bálsamo para el alma aquejada del esplín moderno o de las nostalgias campestres, en compañía las afueras son siempre una invitación al cultivo de la filosofía (lo decía Platón), y no digamos al remo, en una de las barcas del estanque. Pero eso también ha sucedido con los otros espacios. En mi Edad Media lo fue la Casa de Campo, y volvió a serlo en los años en que trabajaba en Tve. Allí íbamos a menudo, entre semana, a comer a alguno de aquellos chiringuitos que permanecían vacíos todo el día, hasta nuestra llegada.

No hay año tampoco que no esperemos con ansiedad el florecimiento de los almendros en la Quinta de los Molinos… Está al lado de la imprenta en la que se componían los primeros libros de La Veleta, y donde se tiraba la revista Fragmentos , cuya tipografía estaba a mi cuidado. Mi vida en Madrid se mide por imprentas. Aprovechando el viaje, me colaba en la quinta. En los días de diario no hay literalmente nadie, si acaso algún jubilado. Da para una hora larga de paseo entre centenares de almendros florecidos, sin ver otra cosa en colinas verdes y ondulantes. Luego la hierba se seca, se les va la flor a los árboles y aquello se vuelve áspero como el esparto.

166-167. La Bombilla y San Antonio de la Florida, h. 1900. Más allá de San Antonio de la Florida, a las afueras de Madrid, con aguaduchos y merenderos donde se bailaba. Desaparecieron hace mucho, engullidos por una barriada, pero aquel lugar dio origen a un dicho que aún usamos: «Más chulo que un ocho». Se decía de quienes iban allí bailar muy ufanos, subidos al tranvía que hacía aquel trayecto, el número ocho.

Y lo mismo desde que nos llevaron a la Alameda de Osuna a inspeccionar el refugio antiaéreo del general Miaja, que tuvo allí su cuartel general, lejos de los bombardeos de la guerra civil. Había estado cerrado muchos años, después de mil avatares de ventas y compras. El palacio de esa mujer fascinante que fue la duquesa de Osuna, amiga de Goya, está echado un poco al traste, pero seguramente acabarán restaurándolo y dejándolo igual al original, y nadie notará la diferencia, aunque tampoco engañará a nadie, porque se sabrá por mil indicios que no es el original. O sea, que lo dejarán como el Museo Romántico. El parque que lo circunda es extraordinario, con cientos de lilos que cuando florecen lo llenan todo de un perfume embriagador. La primera vez que estuvimos, lo abrieron para nosotros solos; la siguiente, un domingo (solo se abre al público los domingos), no cabía allí un alfiler, y no hemos vuelto. En Madrid pasa con todo, en cuanto camina uno dos metros, se encuentra con otros tres mil iguales a nosotros. Así que la única ventaja de no haber sido un asalariado con la consiguiente tranquilidad laboral ha sido esa de ir a ciertos lugares cuando no va nadie.

A otros, en cambio, solo he ido porque están llenos de gente.

No hay suceso callejero ante el que no me pare: la detención de unas rateras rumanas en la Gran Vía o en el metro, los manteros que han de salir huyendo de las razias de la policía, los desfiles que de vez en cuando se ven por la calle Mayor, las procesiones de la calle de Toledo, una concentración inusual de furgones policiales, el paso de los coches de una comitiva, un coche de bomberos haciendo sonar su sirena escandalosa (que ve uno siempre con la esperanza de que se detenga cerca de donde estoy, y comprobar si van a apagar un fuego o a reducir al psicópata que se ha encaramado en una cornisa amenazando con arrojarse al vacío), o la ambulancia que se lleva tras de ella nuestra congoja y el deseo de que esa sirena que hace sonar esté salvando la vida a alguien y no llegue tarde, o las verbenas… Las verbenas vaciaban Madrid, ellas sí, como el flautista de Hamelín, y se lo llevaban a las afueras.

A orillas del Manzanares hay una pequeña ermita neoclásica. Es, en pretensiones y aspecto, todo lo contrario de San Francisco, en el extremo opuesto del río. San Francisco, con su vago parecido a una logia, se da un aire masónico. Se quiso hacer instalar allí el Panteón de Hombres Ilustres (que primero estuvo en la basílica de Atocha, donde siguen unos cuantos a los que sinceramente les queda poco lustre ya) y, en otra ocasión, sede de las Cortes Generales. Por dentro el aire masónico acaba transformándose, gracias a las pinturas monumentales de pintores costumbristas y realistas del XIX , en el hall de un Gran Casino. Está unida al Palacio Real por el viaducto.

San Antonio de la Florida es todo lo contrario, pasaba inadvertida todo el año, excepto el 13 de junio.

Entonces aquellos arrabales se llenaban de gente, iban de todas partes a la romería de San Antonio, como a la romería de san Isidro. Los madrileños coincidían y se mezclaban en el teatro, en los toros y en los entierros y bodas reales, pero sobre todo en las verbenas y romerías. La gente iba allí a comer y beber (en el cuadro de Goya de la Pradera de San Isidro vemos cómo una mujer vierte el vino de una botella en el vaso de su galán). Con esas dos romerías, hubo otras ocho o diez escalonadas, para asegurar las expansiones: la del Trapillo, en abril; la de San Isidro, en mayo; esa de San Antonio, en junio; y la de San Cayetano y la más popular de todas, la de la Paloma o la Virgen de Agosto, en agosto; ya en septiembre, en las Vistillas, la Virgen de los Melones, y el día de San Eugenio, en noviembre, para recoger bellotas en el campo. Todas ellas son ya, nunca mejor dicho, «verduras de las eras».

El público de esas romerías y verbenas era multitudinario, y las fiestas duraban días. Había jiras campestres, bailes en corralas y plazuelas, puestos callejeros de fritangas: churros, buñuelos y gallinejas, y agua, azucarillos y aguardiente. Y corridas de toros, mañana y tarde. Los pobres ahorraban todo el año para poder gastárselo esos días. Ahora la gente joven se divierte a diario de otro modo y no necesita verbenas. Si acaso las religiosas. Los que siguen yendo a las verbenas tradicionales y a las religiosas yo creo que son los mismos, viejos y niños. Por la mañana han estado en el Cristo de Medinaceli y por la tarde se van a la verbena.

168-169. Dos dibujos de Gabriel García Maroto de su Verbena de Madrid (ediciones de La Gaceta Literaria, 1927). La fascinación por los arrabales de Madrid, que arrancó con Solana, Sancha y Ricardo Baroja y se transmitió a Eduardo Vicente, Esplandiú o Redondela, llegó a la vanguardia con Maroto y Alberto. Madrid, que lleva en su escudo un oso (el animal más decó del arca de Noé), se poetizó en su mínima expresión.

Dejan en casa el hábito morado de las promesas, y se ponen, ellas, unos mantones de Manila que han pasado cien veces por la casa de empeños y huelen a naftalina, y, ellos, unos trajecillos cortos que les vienen estrechos, a cuadritos blancos y negros, y los más valientes, un clavel detrás de la oreja. A los niños les visten igual, ellas con pañoleta y ellos con trajecito, de modo que los que no acaban pareciendo niños muertos, acaban pareciendo muñecos comprados en un todo a cien. Algunos vendedores ambulantes ponen sus anafes en los alrededores y le dan a los fritos o a los barquillos. El humazo y la música, volumétrica, son los propios de todas las ferias populares de la actualidad. Cuando todo esto sucede en la pradera de San Isidro, adosan las casetas a las tapias del cementerio. Ocurrió la mañana que fuimos a enterrar al escultor Julio López Hernández. A un lado los feriantes, desperezándose y lavándose la cara en una palangana, unos bigardos desnudos de cintura para arriba, gordos y lustrosos, y a dos metros entrando uno detrás de otro los entierros del día, con sus cortejos, muy circunspectos y cariacontecidos.

La ermita de San Antonio de la Florida es, sin embargo, especial. Es cierto que todo cuanto tiene alrededor y delante es una barriada moderna de casas de cinco, seis y siete pisos. Uno de tantos barrios de cualquier parte, feo y a trasmano, menos para quienes vivan en él, que lo encontrarán bonito, céntrico y con más ventajas que ninguno. Todas esas casas se levantaron después de la guerra. Durante la guerra civil, era frente. De este lado del río, los republicanos y los mercenarios brigadistas; de aquel, los nacionales que habían subido de Sevilla asistidos por los mercenarios moros, que dejaron infausta memoria tras de sí. Los brigadistas cayeron como moscas ahí y en Brunete, y los enterraron a muchos en el cementerio de Fuencarral, de modo que a los que quedaban vivos acabaron llevándoselos a Albacete, más a resguardo.

Al empezar la guerra aquellos confines de la ciudad tenían un encanto especial, casas de una o dos alturas, con jardincitos, propiedad en muchos casos de empleados de los ferrocarriles cercanos y de artesanos. Nuestro amigo Ramón Gaya, casado con una joven profesora amiga de María Zambrano, vivía en una de ellas, con sus suegros. Al estallar la guerra los desalojaron. Los milicianos aprovecharon esas casas como parapeto. Pasados unos días, permitieron a los vecinos regresar para llevarse recuerdos, ropa, lo que pudieran. Encontró Gaya la suya hecha un muladar, los milicianos habían escretado en todas las habitaciones y arrasado la biblioteca, convencidos acaso de que se trataba de la vivienda de unos fachas, porque tenían colgada una estampa de santa Teresa de Jesús y seguramente los tomos de los Episodios de Galdós con su característica cubierta de la bandera española; sus dibujos y pinturas estaban pisoteados y rotos, y no pudo salvar nada, apenas un recuerdo que acabó sepultando en lo más profundo de su memoria.

170. Enrique Sáenz de San Pedro, Arrabal madrileño , 1975. Su autor realizó aquel año un trabajo sobre los arrabales madrileños, breve, memorable e inédito aún en papel. Testimonia esta instantánea dos hechos incontestables; uno: la oposición a la dictadura franquista en Madrid fue cosa principalmente del extrarradio proletario y de los espacios vacíos (donde se podía ejercer más o menos deportivamente); y dos: la censura que encriptaba las pintadas, volviéndolas ilegibles, las dotaba de una elocuencia épica y una verdad que no siempre poseía el original, de haberse podido leer.

Nada del barrio recuerda lo que debió de ser en tiempos de Goya, uno de los lugares más pintorescos y paseados de la ciudad. El nombre, La Florida, respondía al paraje. Las dos ermitas, como gemelas, siguen allí. En una de ellas está enterrado el pintor aragonés, que murió en Burdeos. En cuanto se entra en ella sucede algo extraordinario. Como por arte de magia. Los frescos de Goya, con su poderosa capacidad de evocación, nos transportan al siglo XIX . Alrededor de la cúpula, muy pequeñita, Goya ha pintado una barandilla, en la que ha acodado a sus personajes. Unos atienden a las palabras del santo, y otros se asoman a la barandilla mirando a quienes estamos debajo. Ellas vestidas con basquiñas y mantones, y tocadas con redecillas y madroños. Es un trampantojo extraordinario. Son las pinturas más velazqueñas de Goya, con el fondo plateado de la cercana sierra, que en aquel tiempo se vería con asomarse a la puerta. Ha tenido uno la suerte de ver siempre ese rincón, uno de los más hermosos de la ciudad, sin gente. Al atardecer, a punto de que lo cierren. Las pinturas se ven a la luz natural que entra por el cimborrio. Han colocado unos espejos para que uno pueda verlas sin tener que desnucarse. La tumba de Goya, que adquiere más protagonismo que el altar, impresiona. Se pregunta uno: ¿y qué pensará ese hombre allí todo el día teniendo que aguantar el desfile de los turistas? Tiene que estar de turistas hasta la coronilla. Bueno, hasta la coronilla no creo, porque su cráneo se perdió hace cien años y todavía no ha aparecido. El pobre sordo se habrá dicho en muchas ocasiones, seguro, «valiente descanso eterno». Y sin embargo, cuando lo deja uno a solas, también nos recordamos de la célebre rima de Bécquer «qué solos se quedan los muertos», y nos entra pena por él, no tenerlo todavía entre nosotros llevando la cuenta de las cosas que suceden en España, a garrotazos aún como en su célebre pintura.

Al lado de las dos ermitillas hay, desde hace cien años, una sidrería muy célebre, Casa Mingo, con aspecto de cervecería bávara, en la que uno procura disipar las consideraciones sombrías que pudieran haberle empañado acaso el monumento más bonito que tiene Madrid en esa parte del río.

Del resto de las iglesias, ya he dicho que las de Madrid me gustan por lo pequeñas, aunque muchas vayan unidas a algún funeral, y eso es triste. La última vez en San José, una de las más antiguas de Madrid, donde la calle de Alcalá se junta con Gran Vía. Allí celebró su primera misa Lope. Por dentro es el barroco español en toda su decrepitud, quiero decir, que se cae a pedazos, las paredes están negras y los bancos llenos de mugre. En uno de sus cepillos se pide limosna «para los arrabales». Cuando me ha tocado ir, siempre he echado dinero ahí, porque la de los arrabales siempre le ha parecido a uno una buena causa.

De las verbenas y romerías la que tiene más vigencia es la de San Antón, cerca de nuestra casa. Allí se bendicen desde tiempos inmemoriales a los animales cada 17 de enero. Ahora lleva esa iglesia el padre Ángel, un viejo cura muy famoso que decidió hacer de ella un refugio de los vagabundos y mendigos, y del que ya he contado algo.

En el siglo XIX el padre Ángel tendría asegurado como poco un proceso de beatificación, hoy día no creo. Ese cura la mantiene abierta las veinticuatro horas del día, y dan dos veces al día un plato de sopa y algo de comer. Hay en ella a todas horas una gran animación. En verano a la puerta, disfrutando del buen tiempo, fumando, bebiendo vino. En invierno, dentro. Por la noche, en vez de ir a las escaleras del metro o buscar los cajeros para dormir entre cartones, se sientan en los bancos o se tienden en ellos, si hay lugar, y duermen y roncan a pierna suelta. Impresiona y enternece ver toda aquella humanidad. Cuando llega el día de San Antón, se corta al tráfico la calle de Hortaleza y aquello parece el Arca de Noé y el Circo Price al mismo tiempo. Es la primera de las romerías tradicionales de Madrid. Acude mucha gente con sus mascotas y animales, quién con su periquito o un caniche, quién montando una jaca. Los gitanos, los únicos que conviven aún en poblados y chabolas con sus bestias, las traen también para que el padre Ángel las bendiga y salpique de agua bendita con el hisopo. Dos gitanos de los que tienen puesto en el Rastro, amigos míos, suelen llevar sus galgos, que les cazan las liebres de los arrabales más por hambre que por deporte, un berraco del tamaño de un hipopótamo, con un lazo rosa en la cabezota, y otras gallardas bestias campesinas. Los pobres y vagabundos más solícitos ayudan a don Ángel a poner un poco de orden en esa barahúnda, y se les ve felices, porque a esas alturas de su vida desventurada agradecen poder prestar algún servicio a la humanidad. Algunos mendigos, devotos del santo, traen a sus perros atados con un cordel porque no tienen dinero para comprarles un collar y una correa.

Esa es la clase de cosas que yo anoto en esos tomos del Salón de pasos perdidos . Detrás de las Salesas está el Tribunal Supremo. Por dentro es ampuloso, como la prosa jurídica, y bastante sombrío. Yo lo conozco bien porque allí trabaja Eduardo Calvo, magistrado y marido de una hermana de mi mujer. Una gran persona. Cuando empecé yo a publicar mis diarios me enseñó el salón de pasos perdidos que hay en ese edificio, uno de los más famosos de Madrid, por si podía servirme de algo. Y sí que me sirvió: aquel severo tribunal es la prueba de que el medio y las circunstancias no siempre pueden con el carácter de las personas, porque el magistrado Calvo era y sigue siendo una de las personas más joviales y pickwickeanas que haya conocido nadie (y no hemos hablado aún de la sentencia que condenó a los separatistas catalanes por «ensoñación», pero ya no hace falta, porque ya nos hemos despertado todos).

No hace ni cuarenta años en la plaza de París eran frecuentes, en las frías noches de invierno, los vivacs que encendían los mendigos para calentarse. Los hacían a la vera de los bancos. La escena era inaudita, aquellas fogatas alrededor de las cuales, de pie, o sentados, bebiendo vino y hablando de las cosas que hablan los vagabundos, se tiraban ellos horas, hasta que no quedaban más que los rescoldos y se iban a dormirla a los cartones. Nosotros teníamos entonces una cachorra de mastín que paseaba yo de noche. A veces me quedaba cerca, solo por oírles hablar, mientras la mastina correteaba. Al no estar los mendigos y vagabundos al corriente de las cosas de actualidad, sino muy vagamente, y no importándoles gran cosa la deriva de los acontecimientos, casi siempre trataban de ellos mismos, de si a uno de ellos no se le había visto el pelo en unas semanas, si a otro lo habían llevado los servicios sociales a un hospital o si alguien había partido para tierras de clima benigno. Nunca lo hacían de su esforzada vida ni de lo mucho que tenían que trapichear para poder estarse sin hacer nada. Al contrario que a los nacionalistas, jamás les he oído yo ni les habrá oído nadie quejarse de nada, ellos también partidarios del ubi bene, ibi patria . Se llevaban muy bien con los policías de la Audiencia Nacional y del Supremo, que a veces, hartos de los plantones de las guardias, se acercaban a los fuegos y los mendigos les hacían solícitos y cordiales un hueco, felices de poder hacer ellos, los parias, un servicio al Estado. Los más colaboradores les ofrecían incluso la botella de morapio, pero los guardias rehusaban muy serios, aunque agradecidos por la fineza: «Estamos de servicio». Permanecían junto a ellos un rato dando pataditas en el suelo, y luego se iban. Algunos años antes, en los sesenta, un amigo tenía sus clases de equitación en esa plaza; guardaban los caballos en una cuadra cercana y hasta 1972 hubo por Madrid doce mil vacas estabuladas (yo alcancé a ver en mi segundo viaje una, que recuerde, en el barrio de Salamanca) que servían la leche fresca al vecindario, difundiendo ese «olor a establo y madre» del que habló JRJ.

Si los pleitos que se solventan en el Tribunal Supremo llegan por lo general a sus salas extenuados de tantas instancias, los que se celebran en la vecina Audiencia Nacional suelen llegar a ella, por el contrario, enconados y a menudo entre voces y cámaras de la televisión. Durante medio siglo ha visto uno allí manifestarse a los parientes y amigos de los terroristas etarras con el mismo aspecto siniestro que ellos; a los damnificados de las grandes estafas, incautos e ignorantes, que van desde las víctimas del aceite desnaturalizado de colza, que mató a unas miles de personas, a las infinitas combinaciones piramidales que arruinan a todos menos al jefe de la banda y a su secretaria, con la que normalmente se han fugado ya al Brasil, y al contable, que es quien suele acabar en la cárcel.

171. Políptico publicitario de la granja lechera Poch.

La plaza es bonita por los perros que allí se expanden a sus anchas, y por los mendigos. No les dejan ya hacer fuego, pero sí sus ataúdes fabricados con los cartonajes de las neveras, en los que pasan la noche. Durante el día pliegan los cartones, recogen los sacos de dormir, los meten debajo de un banco, y se juntan a hablar de la vida, gran trabajo. Si no fuese por ellos la plaza es como la mayor parte de las de Madrid, un destartale, la mitad de ella bien, y la otra mitad mal. La mitad en la que están las Salesas y unas cuantas casas de aspecto parisino, bien; la mitad que ocupa el moderno edificio de la Audiencia y una mole de apartamentos sin el menor carácter, donde estuvo el viejo palacio de los duques de Medinaceli, con las torres de Colón al fondo, probablemente las más feas de Madrid, esa mitad, digo, menos bien. Y no son más feas que otras; si lo son es solo porque se ven más. De esas torres, uno de los emblemas de la ciudad, habría que decir dos palabras. Las levantó o las compró uno de los estafadores que acabaron también en la vecina Audiencia Nacional. Como eran tan feas y sobresalían fuera de escala, intentaron alguna solución. La solución habría sido minarlas y dar con ellas por tierra, pero los ricos suelen ser menos sensibles a la belleza que a su dinero, y obraron de otro modo. Así como los gitanos feriantes tiñen las canas de las mulas y les ponen un poco de azogue en las orejas, esos ricos encomendaron a unos arquitectos alguna medida cosmética que ayudara a endilgarle el edificio, ideal para oficinas, a otro, y le plantaron en lo alto un artefacto futurista con evidente parecido a un enchufe, y con este nombre es hoy conocido en la capital. Y cuando ya nos íbamos acostumbrando al adefesio, parece que lo van a quitar e incrementarán la altura no con ornatos, sino con nuevas plantas de oficinas. A sus pies Cristóbal Colón, que tiene su propio monumento, parece el monaguillo que ayuda a quienes ofician en ese lugar la misa de las grandes finanzas.

172. Enrique Sáenz de San Pedro, Arrabal de Madrid , 1975. Difícil hallar una imagen mejor para ilustrar el crecimiento voraz de una ciudad que se apoderaba del campo a dentelladas. Algunos de esos barrios conocieron por entonces el fenómeno de la droga, que volvió peligroso el trabajo del fotógrafo. En cuanto a los niños que trepan por el barranco son a la ciudad lo que la hierba verde que crece entre dos losas de granito.

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