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Retales madrileños » 7. Madrid y la literatura

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7 Madrid y la literatura

Con Madrid se da lo que en tantos órdenes de la vida: los que están a favor y los que están en contra. Los escritores festivos (incluido Galdós), a favor de Madrid; los intelectuales (empezando por Larra), en contra (e imprescindible para esto último es el libro de Fernando Castillo Madrid. Capital aborrecida , repaso de la madritirria , que periódicamente se desata contra Madrid y cuyo último capítulo, escrito por nacionalistas y sectores de la izquierda y al que se tituló «madrileñofobia», aprovechó la pandemia por coronavirus para acusar a los madrileños, por un lado, de exportar el virus al resto de España y por otro denostar a Madrid por imponer una vez más su centralismo político).

Y teniendo siempre en cuenta que la mayor parte de lo que se ha escrito de Madrid lo han escrito los forasteros: «En Madrid se escribe desde todas las esquinas del idioma», dice Elena Medel. Si la verdad la hacemos entre todos, al Madrid literario lo han hecho todos sus escritores.

Desde 1561 Madrid ha sido para muchos, hasta hoy mismo, la ciudad que, como capital de España, alberga las clases ociosas, los funcionarios gandules y demás población entregada a la briba, la berlanga y la golfemia, insaciables chupópteros que acaban los recursos de las provincias con la excusa de sostener una administración hipertrofiada, según algunos. Los escritores festivos (saineteros, zarzuelistas, castizos) resaltan, por el contrario, las virtudes más luminosas del pueblo de Madrid, que ven como un lugar adecuado para vivir y distraerse; los elegiacos se abisman en los aspectos sombríos que hacen de ella una ciudad atrasada e irredenta: «Madrid es un inmenso colmenar donde pululan políticos, solicitadores, solicitados y mil gentes de mil cataduras diversas, pueblo sin unidad de fin ni de impulso. No es más que un montón de casas agrupadas a la sombra de los ministerios y oficinas públicas como los pollos bajo las alas de la gallina», escribe Unamuno (algo, por lo demás, que se podría decir también de París, Londres o Washington). Lo mismo poco más o menos sentirán en el siglo XX muchos otros (Azorín, Baroja, Miró, Juan Ramón Jiménez). Acaso por esa razón los castizos preferían situar sus obras en un medio urbano (corralas, viejos barrios, verbenas y romerías), en tanto que los del 98 tenían inclinación por los arrabales, alijares y despoblados («Media vuelta, Baroja, el campo», parece que le dijo Galdós, al llegar a Atocha y señalar La Sagra inmensa; otros ubican la escena por la Moncloa, más allá de la cárcel Modelo, por Migas Calientes).

Madrid entra en la literatura como sujeto literario en el siglo XVIII . Antes, en el Siglo de Oro, los escritores no hablan propiamente de Madrid, por lo mismo que los pintores no pintan sus calles, arrabales ni paisajes.

Alonso de Contreras, Quevedo, Lope de Vega o Calderón, madrileños de nacimiento todos ellos, fijaron en Madrid los argumentos de algunos de sus dramas, poemas y novelas, pero no era Madrid objeto de su interés. Solo algunos como Remiro de Navarra (Los peligros de Madrid , 1646), Juan Zabaleta (El día de fiesta , 1654), Barrionuevo (Avisos , 1654-1658), Francisco de Santos (Las tarascas de Madrid , 1664), la condesa d’Aulnoy (Memorias de la Corte de España , 1690: cuenta que llegó a contar mil carrozas en una fiesta a orillas del Manzanares), Bernardino de Obregón (Desengaño de corte , que escribió después de recibir encima el contenido de un bacín) o Cristóbal del Hoyo (Madrid por dentro , 1745) decidieron escribir esas guías, por demás entretenidísimas de leer hoy y destinadas ayer principalmente a los forasteros que venían a la corte a procurar o pasear y a quienes a menudo timaban, robaban y engañaban. Posterior a ellas, pero entretenido también, es el Viaje de un curioso por Madrid (1807), de Eugenio de Tapia.

225-226. Pliego de cordel, mediados del XIX . Una sátira simpática de las mujeres de la capital. De tema madrileño (crímenes, milagros, raptos, robos) hay muchos. Todos con su candor. Pío Baroja, en sus Canciones del suburbio , los imitó con sobresaliente gracia y barbarie.

Conviene señalar que la supresión de la Inquisición animó a los costumbristas (Larra, Mesonero, Antonio Flores, Alarcón, el primer Galdós periodista) a ser independientes y veraces. Mientras hubo tribunales y censores, los escritores madrileños se ciñeron sobre todo al género sacro (universal) o profano (local, y por lo general comedias), y todo lo escrito de Madrid hubiera valido para cualquier parte. Solo la irrupción de don Ramón de la Cruz, cuando aún existía «el alto tribunal», transfundió una savia nueva en los viejos entremeses, hibridándolos con algo solo madrileño: «Yo escribo, y la verdad me dicta», leemos en el prólogo de sus Sainetes . Llegó a decirse de los suyos que chulos y chulapas, manolos y manolas, imitaban el habla y los dicharachos de sus personajes, y no al revés. Moratín, que lo despreciaba, denominó sus sainetes como «farsas tripicalleras», juicio que rectificó, muerto ya don Ramón. Galdós fue más benevolente con el viejo sainetero: «El único poeta español del siglo XVIII », escribió.

El XIX cambió las cosas por completo para la literatura madrileña: el interés por Madrid fue parejo a la proliferación de periódicos y publicaciones. No quedó de la ciudad ni un rincón sin escrutar ni un tipo característico sin desarrollar, del rey abajo: el señorito, el randa, la mujer de la vida, la beata, el cesante, el funcionario, la lavandera, el albañil, el tipógrafo, la placera… La asunción de esa literatura de naturaleza periodística se culminó con Galdós, el más grande de los escritores de su tiempo y a quien Madrid debe el mejor retrato literario que se le haya podido hacer a la ciudad, aparte todos los que le hizo en sus novelas: «Guía espiritual de España» (1915). Los del 98 y los institucionistas exaltaron los arrabales de Madrid y, sobre todo, el campo, acaso porque era también una forma de alejarse de Galdós. Con todo, algunos de los libros más hermosos que tienen a Madrid por protagonista los escribieron esos escritores que vivieron en Madrid «por imperativo literario»: «Madrid es una ciudad vieja, fea, abandonada y sucia; intelectualmente, estéril; moralmente, el ano de Europa», dirá el madrileño Eugenio Noel con despecho. Unamuno tiene un extenso ensayo sobre Madrid, «Ciudad y campo» (1902), que empieza: «Cada una de mis estancias, nunca largas, en Madrid, restaura y como que alimenta mis reservas de tristeza y melancolía […] Suelo experimentar en Madrid un cansancio especial; al que llamaré cansancio de la corte». Era una variante de «el aire de la corte es semejante al tufo de una pieza cerrada, que solo perciben los que vienen de fuera», que leemos en Los paletos de Madrid , librito de 1833. No obstante a veces se diría que las relaciones de todos ellos con Madrid no estaban exentas de arrebatos de amor-odio, oiremos decir a Silvestre Paradox (Baroja) que «el calumniado Madrid es uno de los pueblos más bonitos de España». Y precioso el libro de Luis Bello, otro noventaiochista, Ensayos e imaginaciones sobre Madrid , con unas páginas impagables sobre el madrileñismo de su amigo Pérez Galdós. El Madrid de vanguardia (Yo, inspector de alcantarillas o Julepe de menta , de Giménez Caballero, o el «Madrid de madrugada», de Foxá) no alcanzó en literatura lo que sí logró la pintura. Y por supuesto, las novelas y poemas de algunos costumbristas, como Carrere, Répide, Ramírez Ángel y demás hermanos de «la cofradía de la pirueta».

La literatura a partir de 1939 fueron para Madrid variaciones de los idearios barojianos, valleinclanescos, azorinianos, en literatura (Cela, Ferlosio, Aldecoa, Medardo Fraile, Luis Martín Santos, Antonio Ferres o Benet), en cine (Neville, Berlanga, José Antonio Nieves Conde), en fotografía (Alfonso, Català-Roca, Paco Gómez) o en arte (los López, Amalia Avia, Isabel Quintanilla, María Moreno). Sin ponerse de acuerdo (eran tiempos autárquicos entre los gremios), fijaron un Madrid, sombrío y vetusto, que trataba de mejorarse solo, en silencio, como decía Eugenio Noel que se mejoraba su madre lavandera cuando enfermaba. La ciudad empezó a partir de 1975, muerto Franco, a salir de su hibernación y el interés de Madrid pareció traspasarse principalmente al cine y la canción ligera, pero aun así los escritores han seguido, como en tiempos de Galdós, tomándola como escenario de sus ficciones o tema de sus ensayos (algunos de estos formando libros completos), desde los citados a Francisco Umbral o Jesús Torbado, de Álvaro Pombo, Luis Mateo Díez, José María Merino, Manuel Longares, Luis Landero, Almudena Grandes, Muñoz Molina, Elvira Lindo, Javier Marías a los más jóvenes, como José Ángel Mañas o Manuel Jabois (y cien más).

Para quienes sigan teniendo la afición de la lectura, he aquí unos cuantos libros con los que acaso se harán una buena idea de lo que fue y es Madrid en letra impresa.

Francisco Santos , Día y noche de Madrid. Discurso de lo más notable que en él pasa (1663). Criado de Felipe IV y de Carlos II como soldado y madrileño, vivió toda su vida aquí. Deudor a partes iguales de la literatura picaresca y de El diablo Cojuelo (1641), de Vélez de Guevara (lo mejor de esa obra, la idea: un paseo por Madrid en compañía de un duende que va levantando los tejados de las casas para mostrarnos la vida verdadera de sus moradores), de Juan de Zabaleta a Cristóbal Suárez de Figueroa. Y aunque Madrid sale solo de telón de fondo y su prosa sea la de un conceptista, está lleno de buenas estampas de costumbres y de hallazgos: «Mi día es claro y mi noche no es oscura» o «el granizo, titubeando». No es de extrañar que le gustara tanto a Azorín. En El viaje entretenido (1603), de Agustín de Rojas, se dice que «lo que más admiración me causó [de Madrid] fue la soledad que había, pues en un lugar tan grande, apenas por calle alguna veía gente. Todo era tristeza y melancolía».

227. Alfonso, Tertulia de Pombo , 1932.

228-230. Francisco Santos, Día y noche de Madrid , Impr. de Manuel Ruiz Murga, 1708; Torres Villarroel, Sueños morales, visiones y visitas de Torres con don Francisco de Quevedo por Madrid , 1743, y Ramón de Mesonero Romanos, Manual de Madrid , 1833.

Diego de Torres Villarroel , Sueños morales, visiones y visitas de Torres con don Francisco de Quevedo por Madrid (1743). Un viaje satírico por las calles del Madrid del XVIII , del estilo de Suárez de Figueroa por el Madrid del XVII , y siguiendo al Quevedo de Vida de la corte y oficios entretenidos de ella (costumbrismo en toda regla) y de los Sueños . Torres, un personaje disparatado, fue el maestro de la prosa de manubrio y su figura es periódicamente reivindicada con desigual fortuna. Festivo y cargante, las dos cosas, y sin un átomo de poesía, al contrario que Quevedo. En su estilo copioso y conceptista pueden espigarse pasajes que le harán pasar a cualquiera una buena tarde.

Mariano José de Larra , Artículos (1832-1837). Hay que tener suerte con la selección (completos no es aconsejable). Los buenos, muy buenos, y casi todos demasiado largos; cosa de la época: la gente tenía sed de lectura y los periódicos la ofrecían en tipos pequeñitos. Fue el primero, después de Cervantes, en escribir como se habla, y por eso es hoy más leído que todos los que escribían como se escribe. En cinco años logró lo que la mayoría no logra en cincuenta. Dos Larras: el melancólico (que cree en sí mismo y en la vida) y el nihilista (que solo cree en su sarcasmo). Venció, como se sabe, este último: se pegó un tiro sin creer tampoco en el suicidio. No le gustaba Madrid, lo cual, como principio estético, le garantizaría un lugar en el corazón de todos aquellos a los que sí: Galdós, Baroja, Azorín, Ramón, Solana… Tres artículos estupendos (si gustan estos, pueden buscarse otros): el célebre «Vuelva usted mañana», «Las casas nuevas» y «La vida en Madrid».

Mesonero Romanos , Manual de Madrid (1833). Lo reeditó varias veces, ampliándolo, pero acaso ninguna de las ediciones posteriores, ni tampoco los muchos libros que dedicó a Madrid, tienen el encanto de esta obra escrita por un muchacho y publicada en una edición en octavo, con grabaditos al acero con mucho sabor. Cuenta de la ciudad solo los hechos, sin los posteriores embolismos a que fue tan aficionado, siendo el primero en fijar los principios de la «prosa municipal», tan formalita. Aunque la mayor parte de las cosas de las que habla ya no existan, su estilo, sencillo y natural, excusa las faltas. Eso sí, a veces es tan ordenado que desespera y otras tan cuco que irrita (se negaba a que se derribara la cerca de Felipe IV y pudiera expandirse la ciudad, porque temía que sus propiedades urbanas se devaluaran, y quiso que el Retiro, por parecidas razones, se urbanizara).

Ángel Fernández de los Ríos , Guía de Madrid (1876). La escribió con la falsilla del Manual de Madrid y de El antiguo Madrid (1861) de Mesonero, aunque parece en realidad una enmienda a la totalidad al pensamiento conservador de su amigo y a la idea que Mesonero tenía de la ciudad. Este libro, al igual que su fabuloso El futuro Madrid (1868), una visión utópica de Madrid tan razonada a veces como iconoclasta y disparatada otras (de haberle hecho caso habría acabado con medio Madrid, incluido el Rastro), es la vibrante defensa de la Ilustración al servicio de la ciudad y sus habitantes. Al contrario que Mesonero, Fernández de los Ríos, que pasó muchos años en el exilio por sus ideas progresistas, aprovecha siempre que puede la ocasión para exponer su idea central: Madrid es principalmente irradiación, y cambiándolo se contribuirá al cambio de España y aun de Portugal (fue un gran defensor de la reunificación ibérica).

Benito Pérez Galdós , Fortunata y Jacinta (1887). No solo «la novela de Madrid», sino el gran libro sobre Madrid. El Madrid de entonces, de ahora, de siempre, como en el Quijote hallamos la España eviterna, que diría micer Azorín. Hubo antes y después de esta novela algún intento parecido (del anticlerical Ayguals de Izco, en María, la hija de un jornalero (1845), reeditadísima en su tiempo, doctrinaria, folletinesca y hoy risible, y del correcto Palacio Valdés, en La espuma (1890), sociológica y ramplona, con trama semejante y ambientadas en Madrid: los amores de un señorito con una mujer del pueblo). Tolstoi escribió dos años después Resurrección , extremando ese argumento, pero con Fortunata y Jacinta Galdós ya había logrado llevar literariamente el adulterio a cotas desconocidas en las otras cuatro obras clásicas sobre ese asunto: Madame Bovary , Ana Karenina , Los Maia y La Regenta. Jacinta, Feijoo, Santa Cruz, Rubín, Mauricia, pero sobre todo Fortunata, alguien que logra vivir «el pecado» con religiosa observancia y sin perder nunca su inocencia, no son solo unos caracteres literarios, sino criaturas de carne y hueso que encarnan, como pocas, la ennoblecida realidad, el verdadero personaje de una novela que no es superior al Quijote , pero tampoco inferior.

231-233. Ángel Fernández de los Ríos, Guía de Madrid , 1876; Benito Pérez Galdós, Fortunata y Jacinta , La Guirnalda, 1887; Pío Baroja, La busca , Fernando Fe, 1904.

Pío Baroja , La busca (1903). Forma esta novela parte de la trilogía «La lucha por la vida» , ambientada en el Madrid de los barrios bajos y los arrabales de Las Injurias, Gilimón y el Rastro. Apenas hay en ella un hilo argumental, en Baroja siempre desflecado, sino estampas sombrías y líricas y unos personajes sentimentales que pululan desesperados o soñadores, según soplen en ellos los desabridos vientos del infortunio o de las malas compañías. Está hecha con materiales pobres y una prosa de andar por casa, pero es un pequeño milagro de sencillez y emoción, en un escritor que, como seguidor de Verlaine, prefiere llorar por dentro y sonreír como los acordeones, o sea con una vaga tristeza.

José Gutiérrez-Solana , Madrid, escenas y costumbres (dos series: 1913 y 1918) y Madrid callejero (1923). Solana fue el pintor que interpretó de manera más original las lecciones de Goya. Como escritor dejó unos libros únicos, inconfundibles, estos dos dedicados a Madrid, uno doble dedicado a la España Negra, otro a París, y un par de relatos. Estos de Madrid son únicos, no se parecen a nada, expresivos e incontestables. A primera vista parecen, como sus pinturas, de palo, como los santos, pero al rato los vemos vivísimos, y comprendemos que todo su tremendismo fue su manera de rehumanizar un Madrid degradado y unas criaturas condenadas a vivir a menudo como las bestias. Dos obras maestras del gótico tardío.

234-235. Rafael Cansinos-Assens en la Cuesta de Moyano, h. 1930 y cubierta de La novela de un literato , Alianza, 1982-1996.

Rafael Cansinos-Assens , La novela de un literato (1982-1996). Valle nos dejó en Luces de bohemia el gran sainete moderno madrileño, el canto del cisne del género, con el que se cerraba para siempre la obra de don Ramón de la Cruz y Arniches. En estas memorias, publicadas póstumamente, se habla pormenorizadamente del ambiente y de los personajes que aparecen en la obra de Valle-Inclán y de mil más. Y al llamarse Cansinos literato (alguien entre escritor y chupatintas) parece estar reconociendo su «divino fracaso»: la literatura, a la que se dedicó en cuerpo y alma, como un galeote, no le dio más que disgustos y muy poco para comer. El libro de Cansinos habría estado mejor si los sinsabores de su autor no hubieran subido en forma de ácidos gástricos a los retratos que hace de todos sus colegas. El mundillo literario madrileño del primer tercio del siglo XX que describe es en él triste y deprimente y podemos encontrarlo también en Corpus Barga, autor de Los pasos contados , unas magníficas memorias con mucho Madrid; o en Vidal y Planas, el asesino de Olmet y autor de Santa Isabel de Ceres , una novelita sobre las prostitutas madrileñas, heredera de una plaga de novelas de los barrios bajos, todas con su pincelada realista (María o la hija de un jornalero , de Ayguals de Izco; El trapero de Madrid , de Antonio Altadil; Los bandidos de Madrid , de García del Canto o El mendigo de Madrid , de Julián Castellanos, de las que yo he leído), o en Troteras y danzaderas , de Pérez de Ayala, el Madrid que pudo ser el de Juanito Santa Cruz de Fortunata.

Ramón Gómez de la Serna , Elucidario de Madrid (1931). Todo lo contrario del de Cansinos, un libro luminoso y feliz, pese a estar hecho de trozos y pegotes. Se molestó Ramón en leer muchos libros de historia de Madrid y recoger las enseñanzas de los cronistas anteriores, de Larra a Mesonero, pasando por su preferido, el simpático Ayer, hoy y mañana, o el vapor, la fe y la electricidad , de Antonio Flores (1850), para añadir a todo ello su visión de la ciudad. ¿Hay un Madrid de Ramón como lo hay de Galdós, de Baroja o de Solana? No, pero hay un Ramón que nos enseñó a ver Madrid de otra manera, espumosa, divertida y nada municipal, hecha de despojos: farolas, chimeneas, trolebuses, Viaducto, sifones… Ramón ha hecho su fascinante Madrid con lo que a todo el mundo le sobraba. A Madrid le dedicó un gran número de ensayos, historias, relatos, greguerías y novelas. Si el Elucidiario es su Madrid por fuera, sus dos Pombo , cuaderno de bitácora de su célebre tertulia, vienen a ser su Madrid por dentro, humano y casi íntimo. La primera edición de este es deliciosa de puro provinciana. No se entiende cómo el primer vanguardista español era tan convencional en cuestiones tipográficas, claro que a la diabla algunas de sus paginaciones han acabado siendo, setenta años después, modernidad absoluta, entre dadá y el pop.

Josep Pla , Madrid, 1921 (1929). Lo concibió en 1921, lo publicó en el 29 (Madrid. Un dietari )y lo rehízo en el 66 (Madrid, 1921 ). Madrid le disgusta y le disgustan los personajes que encuentra, Gómez de la Serna, Unamuno y Ortega y Gasset, de los que hace retratos bastante mezquinos (que cambia cuando los modelos ya han muerto). Los dos únicos elogios sinceros se los llevan el Museo del Prado y el paseo de Recoletos (el suyo es el Madrid de alguien que quiere conocer la ciudad en un día), pero contiene afirmaciones graciosas («para troncharse», diría un castizo): «A los madrileños el clima les vuelve muy pretenciosos» o «Barcelona té més personalitat i més gràcia» que Madrid o «Barcelona ha sido para Madrid un gran estímulo, y en ese sentido le ha hecho un gran bien, ha sido una de las pasiones de Madrid». Contra esa clase de convicciones no hay nada que decir, pero confirman una vieja sospecha: Madrid es la suma de todos los españoles que viven en él, menos catalanes y vascos, inmiscibles como el basalto pero flotantes como el corcho.

236-243. Ramón Gómez de la Serna, Elucidiario de Madrid , Renacimiento, 1931, y los dos Pombo, Josep Pla, Madrid. Un dietari , Edicions de la Nova Revista, Barcelona, 1929. Pedro de Répide, Las calles de Madrid , Afrodisio Aguado, 1971; Fernando Chueca, Semblante de Madrid , Revista de Occidente, 1951. César González-Ruano, Caliente Madrid , Afrodisio Agudo, 1961.

Pedro de Répide , Las calles de Madrid (1971). Recoge los artículos que publicó cincuenta años antes en La Libertad , siguiendo el trabajo de otros cronistas anteriores, que él sintetiza, adorna y actualiza. Hoy por hoy es un clásico vivo del asunto que trata (historia y origen del nombre de las calles, leyendas y anécdotas), al que no rebaja ninguno de sus muchos méritos la sospecha constante de que Répide se esté inventando todo lo que va contando. Se publicó póstumo, cuando ya nadie se acordaba de su autor, muerto veintitrés años antes.

Fernando Chueca Goitia , El semblante de Madrid (1951). Con ilustraciones de Esplandiú, Eduardo Vicente, Zabaleta, Redondela y Benjamín Palencia. Uno de los libros más completos, amenos y rigurosos sobre Madrid, y a pesar de los años que tiene, actualísimo en muchas de sus observaciones. La profesión de su autor, arquitecto, le lleva a fijarse sobre todo en aspectos arquitectónicos o urbanísticos, pero su cultura y sensibilidad le hacen interesarse por mil cuestiones literarias, artísticas y humanas, que excusan las sortijas que le salen de vez en cuando a su escritura, endémicas de la época por contagio de los floripondios orteguianos.

César González-Ruano , Caliente Madrid (1961). Fue durante el franquismo quien administró el puesto que había dejado vacante en el madrileñismo Gómez de la Serna. Articulista profesional (este libro es una «selección arbitraria» de sus artículos), y uno de los escritores más cínicos de su tiempo, la mitad de su obra versa sobre Madrid, en un tiempo en que la censura especializó a los más dotados (Pla, Cunqueiro, Camba, Gaziel) en la escritura entre líneas. Sus memorias, Mi medio siglo se confiesa a medias , uno de los grandes frescos de Madrid, así lo prueban: la otra mitad era inconfesable.

Elena Fortún , Celia en la Revolución (1987). Se publicó póstumamente y es acaso la mejor novela del Madrid en guerra, contado con la sencillez característica de un personaje que ya era popular en la literatura infantil y juvenil y una sobriedad digna de Baroja (que también dedicó a la guerra tres novelas). Para completar el panorama de aquel Madrid han de leerse igualmente Madrid de corte a checa (1937) de Agustín de Foxá, tan brillante como tendenciosa; los relatos de A sangre y fuego (1937) de Chaves Nogales, con un prólogo que vale por todo lo que se ha escrito sobre esa guerra, y también de él La defensa de Madrid , sobre los tres primeros meses de la guerra en la ciudad; España sufre (2008), los diarios Morla Lynch contando la vida de casi dos mil refugiados en la embajada de Chile; La forja de un rebelde (1951), de Arturo Barea; Campo del moro (1963), de Max Aub, o Checas de Madrid y Madrid teñido de rojo , de Tomás Borrás o muchas de las que se recogen en Las armas y las letras (última edición, 2019).

Rosa Chacel , Desde el amanecer (1972). Uno de los libros más hermosos, sutiles y finos que se hayan escrito sobre Madrid: las memorias de infancia de una autora en el barrio de Maravillas, que encabezan estos bellísimos versos de Unamuno: «El río del recuerdo / va del mar a la fuente». Todo en este libro es mezcla del asombro primero de quien descubre la ciudad y quiere conservarla sin destruirlo. Un Madrid con historia, pero sin anécdota ni baratijas, reflexivo y emocionado, y galdosiano, sin parecerlo.

Luis Carandell , Vivir en Madrid (1967). No se explica uno cómo pasó la censura franquista. Un observador muy fino y un humorista en la línea del Madrid, 1921, de Josep Pla, pero más generoso y comprensivo, acaso porque no lo escribió pensando en Barcelona. Si Camba hubiera escrito un libro sobre Madrid, se habría parecido a este (pero a Camba Madrid, donde vivió casi toda su vida, de hotel, le aburría soberanamente). Forma parte del nuevo casticismo de Ruano, Cela, Umbral. Cada uno de estos tres disputó el cetro del costumbrismo madrileño a su predecesor, como hizo Mesonero con Larra y Gómez de la Serna con Mesonero: Ruano a Gómez de la Serna («Ramón es un botijo que de vez en cuando da a luz porcelanas de Sèvres»); Cela a Ruano (en cuanto pudo, años cuarenta, se mudó al mismo inmueble donde vivía Ruano, y cuando pudo, se deshizo de su maestro); y Umbral a Cela (pero solo cuando este estaba ya de cuerpo presente). El franquismo acabó con ellos y ellos creyendo que se habían metido al franquismo en el bolsillo. Cínicos, oportunistas y pendencieros: así sobrevivieron. De Ruano sus memorias, Mi medio siglo se confiesa a medias . De Cela la novela La Colmena y las Nuevas escenas matritenses (esta con las fotos de Enrique Palazuelo) y de Umbral su Travesía de Madrid (novela vanguardista sesentera, de «cuando entonces») y Trilogía de Madrid (el pasado está para inventarlo e inventarse uno en él). En estos libros (y en las memorias de Fernando Fernán Gómez, Cándido o Haro Tecglen, entre otros) hay mucho Madrid, desde luego, «el Madrid imposible» que hubiera dicho JRJ., y si deprimen a veces no es tanto por ese Madrid deprimente, sino por el modo de encanallarlo y ver cómo despiertan en el lector las bajas pasiones literarias.

244-246. Elena Fortún, Celia en la Revolución , Aguilar, 1987; Rosa Chacel, Desde el amanecer , Revista de Occidente, 1972; Luis Carandell, Vivir en Madrid , Kairós, 1967.

247. Pedro García Montalvo, Una historia madrileña , Seix Barral, Barcelona, 1988.

Pedro García Montalvo , Una historia madrileña (1988). Fue su primera novela, llevada al cine por José Luis Cuerda como La viuda del capitán Estrada . Podrían figurar aquí cualquiera de las otras, Retrato de dos hermanas o Las luces del día , por ejemplo. En cada una ellas, todas sin excepción localizadas en Madrid, los personajes acaban tiñéndose del paisaje en el que viven (Argüelles, Chamberí, Jerónimos, Entrevías), como si fueran una prolongación moral y estética del entorno. El procedimiento, propio del naturalismo, trasciende, sin embargo, cualquier recurso costumbrista. Esencial y poético, y humanísimo como Galdós, es de una finura espiritual única, y cabría decir de su obra lo que Rubén Darío de la de JRJ.: «va por dentro».

Juan Ramón Jiménez , Libros de Madrid (2001). Como tantos de su autor, este fue un proyecto de libro que acabaron armando los profesores, a partir de La colina de los chopos y de otros. Vivió Juan Ramón veintitrés años en Madrid, que no fue nunca de su completo agrado, como no lo eran las ciudades en general, de no ser por sus museos, salas de conciertos y civilización. En esos libros nos hace una antología del Madrid más vivible, del carolino y clásico Retiro al neoclásico Botánico, del institucionista de la Colina de los Chopos (Residencia de Estudiantes), atemporal y eterno, al moderno y funcional del barrio de Salamanca. Y a ese Madrid ideal y posible, bien pueden acompañarles los memorables poemas que a Madrid le dedicaron Mauricio Bacarisse («El Madrid de las Rondas»), Alonso Quesada («Poema truncado de Madrid»), Enrique de Mesa («Madrid»), Agustín de Foxá («El Retiro»), «Mi barrio» de Neville, y Blas de Otero (en Hojas de Madrid con La galerna ).

248. Portada del número 1 de la revista Ley , editada por JRJ., Madrid, 1927.

No hace tanto tiempo conseguir la mayor parte de estos libros en una librería no era fácil. En Madrid ha habido un puñado de buenas librerías, de viejo y de nuevo, suficientes para los happy few . Se ha hablado en este libro de algunas de viejo (Herminia Muguruza, Gúlliver, Berchi y Riudavets, a las que habría que añadir las de Pepe Blas, Javier Fernández o Papo Pe, todas ellas indicadas para la caza menor; en las de caza mayor, Bardón y Guillermo Blázquez, extraordinarias, ha entrado uno menos), y algunas de nuevo (Pasajes, Visor, Rafael Alberti, Fuentetaja, la Casa del Libro y Antonio Machado son las que frecuento). Habría que hablar también de algunas del pasado reciente, que tanto aliviaron la pertinaz sequía del franquismo (Sánchez Cuesta, Buchholz, las de la Puerta del Sol (especialmente la mítica de Fernando Fe –yo tengo un ejemplar del primer libro que imprimió este editor, la segunda edición de las obras de Bécquer, dedicadas por él a su madre–, librería en la que trabajó la viuda del gran erudito Rodríguez Moñino), Abril, Turner, las de los Vips (que tanto consuelo traían a los noctívagos)… Lleva uno oyendo decir desde hace veinte años que esto de la literatura va mal, que los escritores dejarán de escribir por falta de alicientes, que los lectores dejarán de leer atraídos por otros entretenimientos y que las librerías irán cerrando una tras otra por falta de lectores. Eso es tan absurdo como asegurar que el Manzanares dejará de ser un río. Podrá llevar más o menos agua, podrán canalizar su curso, soterrarlo o desviarlo, y seguirá llamándose eternamente así, al menos en un libro como este mío. Basta que haya un libro, un librero y un lector para que podamos seguir hablando de literatura.

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