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Retales madrileños » 8. Madrid y el arte

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8 Madrid y el arte

Los azules plateados de la sierra del Guadarrama que pintó Velázquez son tan madrileños como la plaza de la Cebada o la Puerta de Moros. Él los vio desde un aposento de la Torre de los Vientos del Alcázar, helador en invierno y horneado en verano. Madrid es también su lejanía, lo que sueña Madrid lo sueña dentro. Y pintó igualmente Velázquez Madrid por dentro, y eso son las Meninas , una sociedad cerrada en miniatura y también humanísima e inabarcable.

Cuando Goya llegó a Madrid, las ciudades empezaban a ser matriz del hombre ilustrado y las multitudes comenzaron a adueñarse de los espacios públicos. Goya pintó y soñó Madrid de todas las maneras, y no desdeñó ni una de sus escenas, personajes y costumbres, vistas del natural, idealizadas o satirizadas en pinturas o en portentosos dibujos que tienen todo el carácter de un diario testimonial.

Después de él cualquier pintor de Madrid le ha pagado peaje, bien en la forma, bien por los temas.

Con todo lo importante que es la capital, con todo lo fino que es el buen arte que se ha hecho en esta ciudad y de esta ciudad, «Madrid no vende ni la pintura madrileña cotiza», me refirió en cierta ocasión un amigo, el mayor coleccionista de dibujos de Eduardo Rosales. Ni siquiera cuando se trata de artistas entronizados en la historia del arte y los museos como el propio Alenza, José Castillo, Esquivel, Eugenio Lucas, Avrial, Pérez Villaamil, Francisco Lameyer, Francisco Sainz, Rosales, Aureliano de Beruete, Fernando Labrada, Zuloaga, Darío de Regoyos, Ricardo Baroja o Gutiérrez-Solana, ni siquiera entonces alcanza el aprecio del mercado, aunque sí el de unos pocos y buenos aficionados. ¿Por qué? Mi amigo le ha dedicado extensas cavilaciones al hecho, pero no ha llegado a ninguna conclusión.

¿Es pictogénico Madrid, al modo en que lo es Venecia, Roma, Londres, Sevilla, Nápoles o París? De cerca no mucho: ni su caserío, pobre, espeso y mal amontonado, lo es, como se encargaron de repetirnos Mesonero, Alcalá Galiano, Larra, Flores y demás costumbristas, ni sus monumentos, de poco fuste, contribuyen a que se le saque partido. De lejos algo más. De lejos Madrid es bonito, sobre todo desde las colinas que se sitúan al oeste, donde está el cementerio de San Isidro, frente al Palacio Real y San Francisco, con los chapiteles de sus iglesias marcando el horizonte. Esa vista es muy elegante, sí, y así lo han recogido siempre sus pintores. Pero donde Madrid es en verdad «personalísimo» es en sus tipos humanos, de una variedad incalculable y origen de todo el costumbrismo pictórico y literario.

Los pintores del 98, hermanos de los macchiaoli más que de los impresionistas, Aureliano de Beruete, Sorolla, Chicharro, Zuloaga, Regoyos o Baroja, sacaron sus caballetes del estudio y buscaron los paisajes madrileños desde la lejanía, los arrabales y merenderos. En general prescindieron de los tipos, propios del siglo XIX , y buscaron los escenarios de sus pesares y pesimismos. El 98 amaba los arrabales, rondas y descampados. De todos ellos el que para mí tiene más carácter y encanto es Ricardo Baroja, cuyos aguafuertes poetizaron Madrid de una manera extraordinaria, y señalaron el camino a los pintores que cincuenta años después formaron la llamada Escuela de Madrid (los López, Antonio, Julio y Francisco, y Lucio Muñoz, y sus mujeres, María Moreno, Esperanza Parada, Isabel Quintanilla y Amalia Avia, respectivamente). Incluso los de la Escuela de Vallecas, un poco anteriores (Alberto y Benjamín Palencia y después Maruja Mallo y Caneja) volvieron a esos paisajes barojianos y los estilizaron y ennoblecieron con los heráldicos colores que llevan en su pecho las perdices.

249. Grabado de 1649 de Julius Milheuser.

Solana, puestos los ojos en el Goya de las pinturas negras, dio a las suyas, tan madrileñas casi siempre, un sesgo de alucinación, y volvió a los tipos y las costumbres, dejando de fondo o acompañamiento los paisajes, como Velázquez y Goya. Abordó como nadie el sórdido mundo de la prostitución y los burdeles madrileños, que trató sin asomo de tremendismo y con una gran delicadeza, inspirada en los bufones velazqueños, así como el festivo mundo de verbenas, máscaras y capeas o el de las procesiones, animado por tipos netamente madrileños: toreros, carboneros, penitentes, boteros, boticarios, obispos, carreteros, tenderos…

Los avances técnicos llenaron la prensa popular del XIX de ilustraciones que ya venían apareciendo en los libros del siglo XVIII : no quedó un solo rincón de la ciudad, iglesia, mercado ni monumento, ni asunto de la vida cotidiana ni acontecimiento político o histórico que quedara sin recoger en grabados a menudo excelentes, como sucede con los de Alenza. La aparición de la fotografía (en blanco y negro) fue paulatinamente desplazando de las prensas y rotativas a estos artistas del buril, pero no a los pintores que, gracias también a los nuevos adelantos técnicos, empezaron a ver sus trabajos reproducidos en colores adecuados a tales técnicas, entre las que descolló la litográfica. La lista de periódicos ilustrados de mediados del XIX es interminable: baste citar dos, con extraordinarios cromos: La Lidia y La Flaca (esta editada en Barcelona, pero la mayoría de los temas son madrileños). En poco tiempo una pléyade de artistas volvió a darle a Madrid como tema un nuevo impulso desde finales del siglo XIX . El público que todavía llenaba los teatros demandando sainetes y zarzuelas celebraba cada semana la publicación de las ilustraciones excelentes de Sancha, uno de los cantores más delicados de los arrabales madrileños y el Madrid costumbrista. Véase El efecto iceberg , de Juan Manuel Bonet, que recoge el trabajo de muchos de esos artistas para Abc y Blanco y Negro , dos de las principales publicaciones madrileñas de esa época finisecular. La guerra civil lo cambió todo y la visión amable y poética que se tenía de Madrid se transformó radicalmente. De la ciudad de verbenas, cafés y tiovivos, barquilleros y simones, se pasó a la urbe «de un millón de muertos» que vio al excelente pintor Eduardo Vicente, llamado a ser un gran pintor (así lo recuerda Gaya, que compartió con él estudio antes de la guerra), convertirse en un modesto artista «en serie» de estampas madrileñas. Muchas de ellas, evocadoras y nostálgicas, están llenas de encanto, como también las de Esplandiú, pero su tiempo había pasado y los relegó a artesanos que decoraban las paredes de las casas de comidas o los portales de las de buen tono (los dos, Vicente y Esplandiú, ilustraron una gran cantidad de libros en los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado: Versos Viejos de Paco Vighi o Tipos callejeros del propio Vicente, o el Libro de Madrid de Gaspar Gómez de la Serna de Esplandiú).

250. Félix Castello, Vista del Alcázar de Madrid , h. 1640.

El arte empezó a mirar la ciudad de otra manera, y lo hizo con presupuestos neorrealistas, al igual que sucedió en el cine y la fotografía. Un puñado de pintores y escultores jóvenes, «los solitarios» (la Escuela de Madrid, a la que acabo de referirme) impregnaron sus obras de contenidos sociales vagamente enunciados, y otros claramente sentimentales: nos hablan de la anomalía de un arte realista frente al triunfo del arte abstracto, y del fin de la ciudad, tal como la conocíamos, provinciana y silenciosa. Madrid les gustaba y lo pintaron mucho. En alguno de ellos como Antonio López con su visión fantasmagórica de la ciudad (sin coches, sin seres humanos, sin vida) Madrid es tal vez el tema central de su pintura. Fueron los penúltimos en mirar Madrid con ojos de pintores y escultores, y pasaron el testigo (tras la movida y el «concepto») a otros más jóvenes, como el metafísico Damián Flores o el solanesco Carlos García Alix, entre otros más.

1. Félix Castello , Vista del Alcázar de Madrid , h. 1640. Museo Municipal. No son muchos los testimonios pictóricos del Madrid antiguo, y casi siempre son vistas idealizadas tomadas desde la otra parte del río, Madrid en silueta. Esta es una de las más bonitas.

2. Francisco de Goya : La pradera de San Isidro , 1788, es sin duda la vista más célebre de la ciudad, al tiempo que uno de los retratos más apacibles y hermosos que se le hayan hecho a la primavera y a la alegría de vivir. Y El entierro de la Sardina , 1812-1819, una de las primeras manifestaciones de la modernidad: la multitud, los excesos dionisiacos y las máscaras, tres de los elementos presentes en la futuras revoluciones del siglo XX .

3. Leonardo Alenza : Caballeros conversando en el Café de Levante en Madrid , h. 1830. Su muerte prematura privó a Madrid de un pintor llamado a ser el digno sucesor de Goya. Sus dibujos y grabados son a la pintura lo que fue Larra al artículo de periódico.

4. José María Avrial : Vista de Madrid , 1831. Aunque tenga más valor documental que pictórico, es de agradecer que fuera tan exacto.

5. Ricardo Baroja : Los asfaltadores de Sol , 1910. Pintó y grabó incontables rincones y escenas de Madrid al modo en que su hermano Pío las describió: barrios bajos, arrabales, tabernas, en un tono sombrío, melancólico y simbolista.

6. José Gutiérrez-Solana : Mujeres de la vida , 1915-1917. Una obra maestra absoluta. Madrid aparece como fondo en muchos de sus cuadros, como en este (tal vez la calle Ceres o Flor Alta, donde se ejercía la prostitución). Pero este es el gran retrato del Madrid más sórdido y solanesco, redimido por una piadosa mirada que le emparenta con los bufones velazqueños.

251-261. Todas las obras aquí citadas.

7. Gabriel García Maroto : Madrid y Verbena de Madrid , 1927. Dos libros de dibujos de uno de los más importantes representantes de la vanguardia española, poeta e impresor. Sus dibujos fueron una estilización cubista de la ciudad y un acercamiento lírico al cubismo. Dio una imagen única de los arrabales y barrios obreros madrileños anteriores a la guerra civil.

8. Eduardo Vicente : Arrabal del tiovivo , sin año. Uno de tantos cuadros como pintó con ese tema; este, de grandes dimensiones, para el portal de una casa o una casa de comidas. Salió en una subasta hace poco, muy barato; no se vendió.

9. Esplandiú : Calle de Toledo , 1970. Catalogado como «menor», fue en pintura una especie de «cronista de la Villa», como un monje llenando pacientemente con su arte miniado el códice de Madrid. Y lo mismo podríamos decir de Agustín Redondela, magnífico pintor de los arrabales madrileños, entre Torres García y Baroja.

10. Antonio López : Gran Vía , 1974-1981. Una de las vistas icónicas del Madrid contemporáneo, entre otras suyas igualmente célebres, al modo en que lo fueron las de Venecia de Canaletto (que pintó también unas vistas de Madrid)… El confinamiento por coronavirus vino a confirmar lo exacto de la visión.

11. Julio López Hernández : Juzgado de guardia , 1972. Llevó al clima triste, pobre y opresivo del Madrid de la posguerra la poesía de los medallistas del Renacimiento, consiguiendo para la escultura acaso lo más difícil en este arte hecho del bronce y de la piedra: clima, temperatura.

12. Carlos García-Alix , La Pampa , 2010. Este pintor, escritor y cineasta, de simpatías ácratas, ha convertido el barrio de Cuatro Caminos en su territorio mítico, tomado desde los tiempos prebélicos del Cine Europa al más sórdido de la posguerra. En el cuadro que se reproduce aquí, un bar, La Pampa, en una calle cualquiera de ese barrio, representa su idea del arte (un retorno al orden figurativo) y de la memoria (antes de que el progreso acabe con el pasado o lo manipule). Pocos habrán logrado evocaciones más claras de tiempos más turbios.

262. Carlos García-Alix, La Pampa , 2010.

Pero antes que la pintura fueron los ornatos que disfrutaron todos los vecinos de Madrid, en forma de estatuas, monumentos y fuentes.

¿Son bonitas las estatuas y monumentos de Madrid? La verdad, yo creo que pocos se fijan en ellos, yendo tan acelerados de un lado para otro como vamos todos. ¿Son por lo menos muchas? Tampoco. Si acaso las fuentes, que combinaban a un tiempo el agua (a la que todo el mundo ve una utilidad) y el arte (al que casi nadie se la encuentra). Tuvo fama en su día la Mariblanca, estatua de mármol romana que representa a una venus. Durante mucho tiempo la más popular de Madrid, hasta que la destronó la Cibeles. Coronaba en el siglo XVII una fuente y estuvo en la Puerta del Sol, frente a la iglesia del Buen Suceso; luego se la llevaron a la plaza de las Descalzas, y ha vuelto, sin fuente, a Sol, pero ya no sé si es el original o una copia. No se nota la diferencia y tampoco sé cuánto de original tiene el original. Y claro, la de Cibeles y la de Neptuno, famosas por ser una del Real Madrid y la otra del Atlético. Una y otro son como todas las Cibeles y todos los Neptunos.

De caballo hay varias, y son bonitas todas porque se ven de lejos, porque no hay caballo feo y porque no piensa uno nunca en los méritos del caballista ni del escultor, hasta que alguien (Julio López, también del gremio) te señala la cabeza del que monta el general Martínez Campos (en el Retiro) y te dice: «Es acaso la cabeza de caballo más hermosa que se haya modelado desde Donatello»; es cierto, y aun podría decirse eso de todo el caballo, no solo de la cabeza. Del propio Julio López hay una escultura, frente al Museo del Prado, que representa a un artista joven, de pie, con su caballete y su mochila de pintor romántico. Famosas son también la de Espartero (por las turmas del caballo, en la calle Alcalá), la del Ángel Caído (por ser el primer monumento que se le hizo al demonio en el mundo, sea esto o no cierto, en el Retiro), y la de Cascorro (para animar a los mozos de remplazo a dar su vida por la patria, en la cabecera del Rastro). Personalmente me gustan las estatuas de Galdós (en el Retiro) y la de Baroja (en la Cuesta de Moyano), porque me gusta lo que escribieron y porque uno está sentado y el otro de pie, uno parece que no se mueve y el otro que quiere irse, y sin embargo están los dos en el mismo punto, que es la literatura. Los que más estatuas tienen en Madrid son los reyes, los políticos y los escritores y artistas. De los reyes muchas son en piedra, hechas hace tres o cuatro siglos, y con los siglos que han pasado a la intemperie se parecen ya todos un poco, Recesvinto y Felipe V, por buscar dos que rimen. De estas mis preferidas son la de Carlos III a caballo en la Puerta del Sol, hecha recientemente, aunque da el pego, y merecidísima (más que la de Felipe IV, en la plaza de Oriente, de muchísimo más mérito técnico y artístico; «la más bella del mundo junto al Colleone del Verrocchio y el Gattamelata de Donatello»: la hizo Pedro Tacca, la calculó Galileo y la pergeñó Velázquez), y por razones familiares, la de García I, rey de León, en el Retiro. En las de los políticos, como en el nombre de las calles, hay muchas injusticias: Cánovas del Castillo y Castelar disfrutan de unos aparatosos monumentos, y no digamos Alfonso XII en el Retiro, una gran tarta de mármol blanco, pero en cambio Jovellanos o Manuel Azaña no tienen ni un mal busto (que yo sepa). La que tenía Franco, ecuestre, se quitó y se pusieron en su lugar una de Indalecio Prieto y otra de Largo Caballero, para compensarles del golpe de Estado que dieron, dos años antes del que dio luego el otro con mejor suerte para él (y peor para todos). Las de Velázquez, Murillo y Goya, rodeando el Museo del Prado, están bien y nos hacen pensar en la gloria humana, pues ninguno de los tres imaginó nunca que llegaría a tenerla (y el Velázquez parece don Quijote, se le cambian los pinceles por una espada, y la pose y el arrojo romántico le asemejan a don Quijote, que tiene la suya propia, con Sancho, en la plaza de España). En escritores se dan también las desigualdades: las tienen Quevedo, Campoamor, Varela, Mesonero, Valle-Inclán, Lorca, Benavente, Ramón Gómez de la Serna, Larra, los Quintero, Gerardo Diego, Aleixandre (un cabezón tremendo), Ramón y Cajal, d’Ors, la Pardo Bazán, Elena Fortún, León Felipe, Tirso de Molina, Lope, Calderón de la Barca y claro, Cervantes. Este sí que fue el primer escritor en tener una estatua en Madrid, y aunque se erigió en tiempos de Fernando VII fue José I Bonaparte a quien se le ocurrió. Por cierto, no tiene José I una estatua en Madrid, y la merece más que la mayoría de los reyes. Tampoco la tienen ni Juan Ramón Jiménez ni Gutiérrez-Solana (por no mencionar a los que solo tienen cabeza, como una pelota encima de un plinto: Larra, Antonio Machado, César Vallejo y supongo que algunos más). Y puestos a decirlo todo: las ciudades son como las casas, se van llenando de trastos con los años, y no les viene mal de vez en cuando hacer limpia general y mandar la mitad de las cosas al trastero, para no morir de la congestión.

En el apartado de la escultura moderna, se hizo hace años un museo de escultura al aire libre debajo de un puente de la Castellana. Causó un gran revuelo porque una de las obras expuestas, colosal y de hormigón armado, estaba suspendida con tirantes de acero de la estructura del puente; uno de los ingenieros advirtió que el puente podría venirse abajo. Este sigue sosteniéndose en pie, lo que acaso no pueda decirse de todas las esculturas.

Al aire libre está también el Obelisco. A mí creo que es el monumento de Madrid que más me gusta. Primero: porque aunque no lleva agua, es de los que tiene una llama que arde perenne; segundo: porque no hay obelisco feo; tercero: porque te hace creer que estamos en Londres, con su square de verjas y su jardín, y en último lugar porque la plaza donde lo tienen lleva un nombre precioso: de la Lealtad, en el paseo del Prado. En una estela se lee que «reinando Isabel II el pueblo español erigió este monumento para conmemorar la lealtad de sus hijos». En un gran catafalco de piedra, al pie el obelisco, hay unos cuantos mártires del 2 de mayo de 1808 y delante, la llama que sale del pebetero. Yo me he quedado muchas veces mirándola, sobre todo los días revueltos, para comprobar si el viento la apaga o no, mientras me pregunto qué ocurriría si eso sucede y se produce un escape de gas y una explosión; mi preocupación, ante esa tumba al soldado desconocido, puede que no sea muy patriótica, pero sí cívica. Nunca he visto que el viento, en sus furiosos combates con el fuego, haya vencido.

Las fuentes, al contrario de lo que sucede con las esculturas y monumentos, en principio gustan a todo el mundo, que encuentra en el fluir y el glugluteo del agua la puerta de la serena soledad. Cuando Madrid era un lugar tranquilo y de secano, la mitad de la vida tenía lugar alrededor de las fuentes, estuvieran en los barrios (como la Fuentecilla, en la calle Arganzuela) o en el paseo del Prado (donde estuvieron las más bonitas, casi todas del siglo XVIII , que fue el siglo de las luces y de las aguas). Me gustan especialmente la del Apolo de las cuatro estaciones (sigue allí, en el Prado), la del Fauno (en la Rosaleda del Retiro), la de la Fama (detrás de Hospicio viejo), los fontines y fuentes estrelladas del Botánico, la de la Alcachofa (estuvo en el Prado, pero se la llevaron a otro sitio, porque lo primero que hacen los alcaldes en Madrid es cambiar de sitio las estatuas y las fuentes, para hacer ostentación del mando), las de Neptuno y la de Cibeles, sin decantarme por ninguna de las dos (soy más de tenis), la que está en Recoletos en los jardines del que fue palacio del marqués de Salamanca… Para festejar la traída de aguas del río Lozoya se puso una fuente frente a la iglesia de Montserrat en la calle San Bernardo; el surtidor medía 14 cm de ancho y el chorro subía más de diez metros. Fue uno de los grandes acontecimientos en el Madrid del siglo XIX . Luego la fuente se trasladó a la Puerta del Sol. Era tal el caudal que solo se abría tres días al año, por el derroche: el día del Corpus, en la apertura de las Cortes y en alguna otra fiesta variable. El novelista Fernández y González, tan denostado, escribió de ella una cosa preciosa: «¡Oh, maravilla de la Civilización! ¡Poner los ríos de pie!». En fin, la verdad, me gustan todas. No hay fuente, si mana, triste. Y secas, lo son todas.

263. Fuente de la Fama.

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