Lola

Lola


CAPÍTULO 20

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CAPÍTULO 20

Lola acababa de llegar a su casa. Había pasado por la casa de su madre y de su hermana Lucía para regar las plantas. Del jardín exterior no se tenía que preocupar, ya que cada noche se regaba automáticamente. Ese año se turnaban entre Blanca y ella, que se habían quedado en Barcelona.

Subiría durante unos días a Camprodon, pero todavía no tenía el absoluto control sobre sus emociones y necesitaba estar más entera para presentarse ante su madre y que esta no descubriera la vedad, así que decidió que ese verano se quedaría en Barcelona con la falsa excusa de que unas amigas escocesas de Margaret irían a la ciudad de vacaciones y harían alguna escapada.

No estaba haciendo un mes de agosto muy caluroso y había aprovechado la piscina de sus padres en los días más sofocantes. Julia estaba a punto de volver del pueblo de Samuel. Empezaba la pretemporada de fútbol y su novio tenía que volver al periódico. Por eso, ver en el móvil su llamada no le extrañó, pero en cuanto escuchó su voz, nerviosa y entre sollozos, supo que algo grave pasaba y se puso alerta. No supo por qué motivo, pero enseguida sospechó que algo le había sucedido a Mario.

—¿Lola? —preguntó sin que apenas se entendiera.

—Julia, ¿qué sucede? Deja de llorar y habla con claridad. Así no puedo entender nada —le decía nerviosa y sin paciencia para que se calmara.

Pero, para Julia, era imposible calmarse, y solamente era capaz de emitir balbuceos, poniendo a Lola más histérica de lo que empezaba a estar.

—¡Julia, dale a Samuel el teléfono!

Enseguida, la ronca y seria voz de Samuel la puso al corriente de los hechos; escuetamente, porque ellos tampoco tenían mucha información.

—Lola, escucha atentamente. Isabel nos ha avisado de que Mario ha sufrido un accidente.

—¿Qué clase de accidente? —le preguntó pálida, apoyando su espalda en la pared y dejándose resbalar hasta quedar sentada en el suelo. Sus piernas no la sostenían. Samuel guardó silencio durante unas décimas de segundo que a Lola le parecieron horas. Ante la falta de respuesta, volvió a insistir, esta vez completamente histérica—: ¡Samuel, contesta! —gritó—. ¿Qué clase de accidente? —Volvió a gritar una y otra vez sin dar tiempo al pobre Samuel a decir nada—: ¡Contesta de una puta vez!

—Lola, cálmate. Está en el hospital y ha entrado ya en el quirófano, así que cálmate, que está en buenas manos. Ha recibido un tiro durante un asalto. Isabel y Pedro están allí. Nosotros hemos salido hace apenas diez minutos del pueblo.

—Voy ahora mismo. ¿En qué hospital está? —le preguntó, esta vez más calmada pero llorando. Ya le era imposible reprimir las lágrimas. El miedo se estaba apoderando de ella.

—En Bellvitge. Mantennos informados. Todavía tardaremos unas horas en llegar —le suplicó Samuel.

—Lo haré —le prometió, llorando y saliendo ya por la puerta.

Lola entró en su coche y ni siquiera atinó a meter la llave. Estaba aturdida y asustada y todo su cuerpo temblaba como una hoja. Nunca pensaba en la profesión de Mario como en algo muy peligroso. Quizás su amor al riesgo atenuaba ese sentimiento de miedo, pero en esos momentos estaba aterrada. ¡Si le pasaba algo a Mario, ella…! Ella se moriría. Antes de poner el coche en marcha, se paró unos segundos para suplicar, mirando al cielo y llorando con amargura:

—¡Dios! No permitas que le suceda nada. Tengo que hablar con él y decirle muchas cosas. No dejes que se vaya de mi lado, ¡por favor, te lo suplico!

Mario estaba en Bellvitge y acababa de entrar al quirófano, así que Lola no perdió más tiempo. Se limpió las lágrimas de un rápido manotazo y salió a toda velocidad hacia el hospital. Cuando llegó, le indicaron la sala de espera de los quirófanos y corrió hasta allí. Nada más entrar, vio que Isabel y Pedro estaban sentados. Se acercó a ellos y los abrazó entre lloros. Fue Pedro el que le puso al corriente de todo lo sucedido.

—¿Cuánto hace que está en el quirófano? —le preguntó sin dejar de llorar.

—Cuando nosotros hemos llegado, ya estaba dentro. Según nos han dicho los dos compañeros que han vendido con él, llevaba ya una media hora. Y no sabían cuánto duraría la operación. Depende de los daños que haya causado la bala, puede ser muy larga o muy corta.

—¿Y el chaleco?

—Lo llevaba, aunque no iba a tomar parte en la operación, solamente estaba para coordinar, pero la bala impactó en su cabeza.

En ese momento aparecieron dos agentes compañeros de Mario y los saludaron preguntando si conocían ya su estado. Poco después llegó Joan y les dijo que Darío estaba de camino. Todo el mundo se había enterado de que Mario había resultado herido en la redada. En poco tiempo, la sala de espera se convirtió una sala llena de uniformes. Todo el mundo quería conocer el resultado de la operación. Julia llamaba cada diez minutos. El viaje desde Teruel se le estaba haciendo interminable, pero sabiendo que Lola estaba con sus padres, se quedó mucho más tranquila. También se acercaron Blanca con Pablo y su amiga Margaret.

—Hemos venido en cuanto nos hemos enterado —le dijo su hermana, envolviéndola en un fuerte abrazo.

Lola, al sentirse arropada, se abandonó en los brazos de su querida hermana sin soltar la mano de Margaret.

—Blanca, no sé si podré soportarlo. Si pierdo a Mario, me moriré. —Suspiró totalmente vencida.

—No le pasará nada, ya lo verás —le aseguró Margaret.

Las dos estaban a su lado y no iban a dejarla sola hasta que no supieran el resultado de la intervención. Lola siempre había estado en los momentos más difíciles de todas, tanto en los de sus amigas como en los de sus hermanas. Siempre daba la cara por ellas y las defendía de quien fuera. Si había que pelear, peleaba contra quien fuera, como sucedió cuando se presentó en el restaurante de Pablo y no le importó encararse contra los tres socios defendiendo a su hermana. Otras veces estaba para animarlas, como cuando Manuel se marchó a Atlanta y Lucía se quedó tan abatida. Ella fue la que, cada mañana, le levantó el ánimo haciendo para su hermana mil payasadas. Y en otras ocasiones no eran necesarias las palabras, simplemente un pequeño gesto, como cogerles la mano, era suficiente para saber que no estaban solas.

Cuando estuvo más tranquila, pensó en el resto de sus amigas y las llamó. Raúl se presentó en el hospital en muy poco tiempo. A Iván le era imposible llegar. Estaba de vacaciones en Finlandia, y Lola se comprometió a llamarlo en cuanto tuvieran noticias. Entre tanta gente, amigos, familia y compañeros de Mario, tanto sus padres como ella se sintieron muy arropados esperando las noticias.

Dos horas después, el cirujano se presentó ante ellos y les comunicó que la operación había ido muy bien, que la bala no había lesionado áreas vitales ni importantes en su cerebro. Pero, aun así, el paciente pasaría a terapia intensiva y lo mantendrían bajo una sedación profunda o coma inducido, porque la misma lesión producía una inflamación que el más mínimo estímulo exterior podría dañar. Lo mantendrían inconsciente durante setenta y dos horas, y pasado ese tiempo, empezarían a despertarlo y determinarían el diagnóstico.

Todos se relajaron, sobre todo cuando supieron que el coma era inducido y no a causa del disparo, y muchos de sus compañeros se marcharon en cuanto conocieron que la operación había salido bien, dejando la sala más tranquila.

Cuando el médico les dijo que si querían podían pasar a verlo, pero solo la familia más allegada, Lola se sentó. Esperaría a que sus padres le contaran cómo estaba. Pero Isabel la cogió de la mano sin más.

—Vamos a ver a Mario, cariño.

Lola no dijo nada, pero temblaba igual que una hoja. No sabía si lo podría resistir, si podría verlo sin derrumbarse. Llevaba tres semanas ignorando sus llamadas. Las veces que fue a su casa y no le abrió la puerta, solamente miró a través de la mirilla, contemplándolo sin apenas respirar. Tuvo que utilizar toda su fuerza de voluntad para no abrir la puerta y echarse en sus brazos. Pero si lo hubiera hecho, no habría podido olvidarlo jamás, y de eso se trataba.

Pero ahora era muy diferente. Mario estaba gravemente herido, y si le pasaba algo, ella se moriría y se culparía cada día por no haberlo escuchado. Se arrepentía tanto en esos momentos de no haber estado a su lado… Pero ahora ya no podía hacer nada.

Apretó muy fuerte la mano de Isabel y las dos entraron detrás de Pedro. En cuanto Lola lo vio, casi se cayó del susto. Mario estaba inconsciente, ladeando su cabeza totalmente vendada hacia la izquierda, como si fuera a abrir los ojos de un momento a otro para mirarla. Un tubo entraba en su boca y lo conectaba a un respirador mecánico, y tenía el tórax lleno de unas pequeñas ventosas de las que salían finitos cables, al final de los que se encontraba un electrocardiograma. Tanto Lola como su madre se llevaron la mano a la boca para sofocar un gemido, y cuando se recuperaron de la sorpresa, tímidamente se acercaron a la cama. Isabel se adelantó, y cogiendo la mano libre de su hijo, la que no llevaba la vía, se la llevó a sus labios y la besó mientras lo llamaba una y otra vez, esperando que abriera los ojos y le contestara.

Cuando Isabel se apartó sin poder contener la emoción por más tiempo, fue Lola la que se acercó al borde de la cama, y tomando la mano de Mario entre la suya, le susurró muy cerca de su oído:

—Mario, estoy aquí, cariño. Sé que he sido una cabezota, pero te prometo que voy a escucharte. ¡No me dejes, por favor! Ahora voy a ser yo la que insista, la que se va a quedar aquí hasta que consiga hablar contigo.

Volvió la vista y Pedro estaba intentando consolar a Isabel, un poco alejados de la cama para que ningún estímulo negativo llegara hasta su hijo, y eso le permitió a Lola decirle todo eso sin que la escucharan.

—Te dije que te quería y lo sigo haciendo, porque sé que nunca podré amar a nadie que no seas tú. Cuando te despiertes, vamos a hablar de nosotros, de qué es lo que vamos a hacer con nuestras vidas, y voy a preguntarte muy seriamente qué sientes por mí. Y si tú también me quieres, no habrá nadie que nos pueda separar. Te amo, Mario, y te espero con ansiedad.

Lola lo miraba con insistencia, esperando ver en cualquier momento cómo esos ojos verdes la miraban como siempre lo hacían. Pero ningún cambio se producía, ni siquiera un parpadeo que denotara que había escuchado todo lo que ella le había dicho. Era frustrante desnudar su alma ante él y no obtener ninguna respuesta, un ligero apretón de manos o un simple parpadeo. Pero si algún sentimiento podía describir cómo se sentía por dentro, ese sería sin duda aterrorizada.

Se acababa la media hora reglamentaria y tuvieron que abandonar la habitación. Cuando salieron, en la sala de espera, estaba toda la familia Egea, que habían interrumpido sus vacaciones para acompañar a sus queridos amigos en esos amargos momentos, esperando noticias de Mario. También había llegado su hermana Julia, a la que ya no dejaron pasar. En pocos segundos, todo fue muy emotivo y acabaron llorando hasta los familiares de otros enfermos.

Las tres hermanas junto con Julia rodearon a Lola, que no podía reprimir su llanto. Ver a Mario en esas condiciones la había hundido más de lo que ya estaba. Y ahora, además, se sentía culpable….

—¿Cómo lo has visto? —le preguntó Julia.

—¡Dios mío, si le pasa algo me moriré! —le contestó Lola sin atender a la pregunta.

—No va a pasarle nada. Mario es muy duro y va a luchar, es su naturaleza. La operación ha sido un éxito y ahora solamente tenemos que esperar. Confía en él —la animó Lucía.

—¡Ha sido por mi culpa! Soy la responsable de que le hayan pegado un tiro. Algo dentro de mí —dijo, golpeándose el pecho a la altura del corazón— me lo está gritando. Si no hubiera sido tan testaruda…

—¡Claro que sí, tienes la culpa hasta del calentamiento global! No digas bobadas —exclamó Lucía—. ¿Desde cuándo te has convertido en una persona tan negativa? Joder, no me he dado ni cuenta. Deja de llorar y deja salir a mi Lola.

Lucía sabía arrancarle una sonrisa, aunque fuera de compromiso como en esa ocasión. Solo una semana antes, Lola había reunido a sus tres hermanas para contarles su patética historia. Blanca, que conocía lo sucedido, intentó ayudarla, porque en muchas ocasiones la voz se le quebraba. Pero lo que nunca podría olvidar serían las caras de Lucía y Ana al conocer su gran secreto.

—¿Tú y Mario? ¿Follando? ¡No me lo puedo creer! —exclamaba Lucía sin poder dar crédito, mirando de reojo la puerta.

—Es que parece increíble. ¿Cómo no nos hemos dado cuenta? —le preguntaba esta vez Ana—. ¡Enamorada de Mario desde que eras una mocosa!

—No me juzguéis por actuar así. Hice lo que pensé que era mejor. Es difícil estar enamorada de alguien que no te corresponde. Os pido que no me lo compliquéis más —les pedía con lágrimas en los ojos—. Os necesito a mi lado porque ya no puedo seguir fingiendo. Con vosotras no.

Ninguna dijo nada más porque les dolía el alma ver a la más alegre y dicharachera de las hermanas totalmente rota. A partir de ese momento, solamente estuvieron junto a ella, sin reproches ni preguntas. Era ella la que hablaba cuando lo necesitaba y las demás solamente escuchaban.

Por ese motivo, en cuanto se enteraron del terrible suceso, todos regresaron a Barcelona. Dejaron las vacaciones en Camprodon aparcadas para estar al lado de Lola.

—Lucía, no grites, por favor, que se va a enterar todo el mundo —le suplicó Blanca.

Lola estaba asustada, perdida. Acababa de dejar a Mario en la uci y jamás se había sentido tan desamparada como se sentía en ese momento. Las ganas de llorar eran tan grandes que no sabía cómo evitar que las lágrimas empezaran a salir. Por más que se mordiera el labio y el gusto a óxido empezara a aparecer en su boca, su congoja no desaparecía. Enseguida, Blanca se acercó hasta ella y la sacó de la sala caminando una al lado de la otra por los interminables pasillos del hospital. Cuando estuvieron lo suficientemente lejos, Lola no pudo aguantar más y los gemidos ahogados empezaron a salir, aliviando así la opresión que apenas la dejaba respirar. Su hermana dejó que se desahogara sin decir nada. Estaba tan pálida que no parecía ni ella. Además, lloraba tan desconsoladamente que a Blanca se le desgarraba el alma solo con oírla, y no pudo evitar llorar con ella, por Mario y, sobre todo, por su adorada hermana. Cuando creyó que Lola ya había llorado suficiente, la cogió del brazo y le habló con mucha dulzura:

—Lola, a Mario no le va a suceder nada. En cuanto despierte, será el mismo tocapelotas que ha sido siempre. Así que deja de llorar porque nos quedan muchos años por delante para tener que soportar a este quisquilloso provocador. La operación ha salido bien, y él está bien porque, además de sano, es deportista. Así que cálmate y deja de llorar. Como desahogo, ya está bien.

Ese comentario la hizo reír. Así era como la familia Egea y la propia familia de Mario lo veían desde que era un niño: el clásico niño incordio que siempre las hacía rabiar a todas. En las reuniones solo se escuchaban las protestas de las cinco niñas una y otra vez: «¡Déjame!», «¡Jo, mamá, dile que pare!», «¡No me empujes!», «¡No me cojas eso!», «¡Es mío!». Y las constantes reprimendas de los cuatro adultos: «¡Mario, ya vale! Deja a las chicas», «¡Mario, estate quieto!», «Mario, ¿quieres parar de una vez?», «¡Como vaya, te vas a enterar, Mario!».

Pero, para ella, era otra cosa. Era el amor de su vida, y en ese mismo momento tenía el miedo dentro del cuerpo. Por mucho que le dijera su hermana, no descansaría hasta que él le hablara y la mirara.

—Blanca, si le pasa algo, me moriré. No puedo vivir sin él.

Poco a poco, Blanca la calmó y volvieron hacia donde estaban todos. A mitad de camino se encontraron con Pablo, que había salido a buscarlas, y cuando estuvo a su lado, las cogió a ambas por los hombros. Lola agradeció ese gesto de consuelo, sobre todo viniendo de Pablo, ya que la última vez le había echado un buen rapapolvo.

—Siento lo que te dije la última vez que nos vimos, Pablo —se disculpó Lola entre hipidos.

Blanca los miraba sin entender nada, y es que ella no tenía ni idea de que se habían visto, por eso la curiosidad pudo con ella.

—¿Y cuándo fue eso, si se puede saber?

—No fue nada, todo está olvidado —le dijo Pablo, besándola con cariño en una de las sienes.

—Sí que fue, Blanca. Me presenté en su restaurante con Gillian y le hicimos un traje nuevo. Menos guapo, le dijimos de todo.

—¿Y eso cuándo fue?

—El día que te acusó de robarle la receta y publicarla. Estábamos muy indignadas e íbamos encendidas porque tú estabas destrozada y te estaba acusando de algo increíble para nosotras. Ya nos conoces. Nos despachamos a gusto con él.

—¿Qué le dijisteis?

Esta vez, fue Pablo el que cortó la conversación entre hermanas:

—Todo lo que dijo era verdad, y lo vergonzoso es que me lo tuviera que decir ella. Te defendió, como debí hacer yo en vez de atacarte. Y como si hubiera sido una profecía, todo ha sucedido como ella vaticinó.

—¿Por qué? —le preguntó Blanca. La pobre no se enteraba de nada.

—Porque cuando descubrí al verdadero usurpador, como si de un maleficio se tratara, me sucedió lo que tu hermana predijo que sucedería: que el que más iba a sufrir iba a ser yo. Y así fue, como si de un maleficio se tratara.

Los dos se miraban como si desearan comerse allí mismo. Lola se quiso alejar de ellos y dejarlos solos, pero no le dejaron, y los tres volvieron a la sala de espera, aguardando noticias de Mario.

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