Lola

Lola


CAPÍTULO 21

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CAPÍTULO 21

Mario no sabía dónde estaba. Estaba seminconsciente y las voces que oía unas veces le parecían que eran de profesionales y apenas entendía de qué estaban hablando; igual nombraban un balón de contrapulsación que se escuchaban pasos apresurados ante el insistente sonido de un desagradable pitido. En otras ocasiones escuchaba voces conocidas, pero sin ser capaz de ponerles cara, ni con el tacto de una mano sobre la suya o una simple caricia en su mejilla. Solo el sonido de una voz susurrando muy suavemente su nombre en su oído hizo que se impacientara, queriendo abrir los ojos y contemplar a la mujer que le estaba hablando entre lágrimas. ¡Era la cálida voz de Lola! ¿Por qué estaba llorando?

Todo era confuso y no recordaba qué había sucedido. Una claridad se distinguía al fondo, pero no podía abrir los ojos ni tampoco escuchar con nitidez lo que ella le estaba diciendo porque un insistente pitido sonaba muy cerca de él. Pero era ella y estaba a su lado. Después, unos apresurados pasos y todo se acabó, no pudo sentir ni escuchar nada más. Todo se perdió y volvió a caer en un pozo oscuro donde las imágenes se mezclaban y aparecían niños jugando. Podía distinguir claramente todas las caras: era él con Raúl, Iván y Lola. Pero después, todo cambiaba y, en todas las escenas, ella era la única protagonista: su sonrisa, su larga melena negra al viento, sus ojos de gata con esa mirada insistente y perturbadora. La veía sobre una moto y entre sus brazos. Podía recordar cada uno de sus besos, sus manos recorriendo con urgencia su cuerpo… ¡Dios, era ella, la mujer de su vida! ¡La única!

Después empezaron a invadir su mente otras imágenes, algunas de ellas estresantes y angustiosas que lo inquietaron enormemente. Era algo parecido a un asalto, gritos, golpes, las detonaciones secas de las armas, un dolor punzante, encapuchados a su alrededor y muchas manos tirando de él.

Un insistente pitido a su lado no cesaba y alguien se acercaba de nuevo hacia él apresuradamente, y de repente, su mente se quedó completamente vacía, todo desapareció, las imágenes que no quería que se marcharan y aquellas que lo inquietaban. La oscuridad y la falta de sensaciones lo llenó todo de nuevo.

Así pasaba su tiempo, que realmente no sabía cuánto era. No sabía cuánto llevaba allí. Sus ratos de seminconsciencia eran cortos y no se hacía ninguna idea. Tampoco sabía qué le sucedía. Él solo había llegado a la conclusión de que estaba herido, pero desconocía la gravedad. Había reconocido a todos los que venían a visitarlo: su madre, su padre, su hermana. También había reconocido a María y, sobre todos los demás, a Lola. En cuanto ella lo tocaba y le hablaba, las ganas de abrir los ojos eran inmensas, y el no poder hacerlo lo frustraba.

El estado de ánimo también decaía entre su familia. Podían visitar a Mario tres veces al día: a las ocho de la mañana, a las dos y a las ocho de la tarde. Pero cada vez que llegaban a la uci y el médico les decía que todavía no lo iban a sacar del coma inducido, más se angustiaban y empezaban a dudar de la veracidad de todo lo que los médicos les decían.

Esa mañana parecía que no iba a ser diferente, pero al llegar se encontraron con la increíble sorpresa de que a Mario lo subían a planta. Habían pasado las setenta y dos horas de rigor y durante toda la noche habían ido quitándole la sedación poco a poco, comprobando cómo respondía, hasta que acabaron por quitársela toda, y respondía perfectamente. Había desaparecido la inflamación y la herida interna cicatrizaba correctamente, lo mismo que los vasos sanguíneos afectados por la bala.

El médico, antes de darles paso a la habitación, les dio unas recomendaciones por el bien del paciente: que no lo estresaran con mucha gente a su alrededor y que solo pasara la familia. Entraron a la habitación su padre y su madre, y en el pasillo se quedaron Lola y Julia. Las dos estaban nerviosas y la primera estaba pensando seriamente en no entrar. Una cosa era verlo mientras él no se enteraba y otra muy diferente ahora que estaba consciente. No quería alterarlo, y las últimas veces que se habían visto, no habían sido muy tranquilas que digamos.

—¿Cómo te encuentras, hijo? —Se acercaron hasta la cama y tomaron su mano sin acertar a decir nada más.

Mario no contestó, pero movió la cabeza afirmativamente. Su madre, cogiéndole la otra mano, lo miró con insistencia y preocupación. Era un momento lleno de alegría y también de temor, aunque no se atrevían a decirlo, pues temían las secuelas.

—¿Te duele algo? —le preguntó Isabel, llena de ansiedad.

Esta vez, Mario se esforzó todo lo que pudo. Los veía tan preocupados que tenía que hacer algo, aunque su garganta se resintiera. Carraspeó antes de contestar con un poco de dificultad y bastante dolor:

—No me duele nada, pero tengo la garganta como si me pasara una lija cada vez que trago saliva o intento hablar.

—No te esfuerces, no hace falta que digas nada. No queremos cansarte. Tienes que descansar. Después entrarán Julia y Lola, que están fuera. El médico nos ha dicho que no te cansemos.

Cuando Mario supo que Lola estaba tras aquella puerta, a punto estuvo de tirarse de la cama y salir para verla. Así que sería sincero con sus padres. Necesitaba ver a Lola más que nada en el mundo. También el cariño y apoyo de los suyos, pero antes tenía que hablar con ella y convencerla.

—No os lo toméis a mal, pero tengo que ver a Lola enseguida. Necesito decirle muchas cosas porque le he hecho mucho daño y tengo que hablar con ella cuanto antes.

Pero Isabel no se iba a conformar con tan poca información y enseguida empezó con el interrogatorio que tanto le gustaba:.

—¿Se puede saber que qué le has hecho? —le preguntó, levantando una ceja y olvidándose de que estaba en el hospital y que su hijo acaba de salir de un coma.

—Isabel —la llamó su marido—, este no es el momento ni el lugar para tus grandes dotes de detective, ¿no crees?

Enseguida reaccionó al escuchar la voz de su marido:

—¡Lo siento, hijo! —se lamentó.

Mario no iba a decirles nada, pero al ver la angustia de los dos, quiso que fueran los primeros en conocer sus verdaderos sentimientos hacia su amiga del alma.

—La quiero, pero no como amiga o hermana. Me he dado cuenta de que es la mujer de mi vida, y la he hecho sufrir más que a nadie. Tengo que rogarle que no me deje, que se quede a mi lado. He pasado más angustia de pensar que podía marcharme de este mundo sin poderle confesarle que la amo, que por lo que me pudiera suceder a mí.

—Ahora la mandamos. No se ha separado de ti ni un momento —le dijo su padre—.

—Lo sé, papá. La sentía cada vez que me cogía la mano o que me susurraba al oído, pero yo no podía tranquilizarla —les contó él consciente siempre de la su presencia de Lola.

Tanto Isabel como Pedro salieron apenas dos minutos después con una enorme sonrisa en los labios, sin importarles lo breve que había sido su visita. Pero en ese momento, lo más importante era la tranquilidad de su hijo, y esta empezaba con poner en orden sus asuntos con Lola.

—¿Qué pasa, mamá? —le preguntó Julia al verlos salir tan pronto.

—Nada, tu hermano está perfectamente, pero necesita hablar con Lola —le contestó Pedro.

Cuando vio que Julia también se levantaba dispuesta a ver a su hermano, la voz de su padre la hizo parar en seco:

—A solas, Julia. Tu hermano necesita hablar con Lola a solas —añadió su padre.

Se quedó junto a ellos mientras Lola, nerviosa e indecisa, se dirigió hacia la habitación. Con mano temblorosa, empujó la maneta hacia abajo y esta cedió. Mario estaba mirando hacia la puerta con cierto temor en los ojos. Desde que habían salido sus padres, se preguntaba con insistencia, ¿y si no quería entrar, ahora que estaba consciente.? Por eso, en cuanto la vio aparecer tras abrirse la puerta, su tensión se relajó. Tenerla allí, delante de él, después de todo lo que había pasado entre ellos, era más de lo que podía soñar. Se esforzó al máximo y, a pesar de haber despertado de un coma, tenía muy claro cómo conseguir de Lola lo que quería, y no le iba a importar jugar sucio. Su meta era conseguirla, y haría lo que fuera necesario para alcanzar su propósito, aunque no fuera muy ético. Desde el primer momento se empleó a fondo.

—¿Cómo estás? ¿Cómo te encuentras? —le preguntó Lola, intentando encontrar esa respuesta en su mirada.

—Ahora que te veo y puedo hablarte, muy bien. ¡No me dejes nunca! —le suplicó.

—No lo haré, te lo juro —le prometió con un hilo de voz.

—Durante estos días, mi vida ha sido un infierno pensando que te había perdido. Te amo, Lola, y lo peor de todo es que ahora estoy seguro de que te he amado durante toda la vida. Fue al comprobar que podía perderte cuando mi mente reaccionó a lo que mi corazón llevaba años diciéndome. —Carraspeó para aclarar su garganta y un gesto de dolor la alarmó.

—Shhhhhhh, no digas nada. Tendremos mucho tiempo para hablar —le dijo asustada.

—No es nada, de verdad, pero tengo que decirte lo que llevo aquí dentro —le comentó, llevando su mano hasta el corazón—. Da igual si me duele un poco la garganta, pero ese dolor no es nada con lo que me duele el corazón.

—Mario, toda la culpa no ha sido solo tuya. Parte de ella es mía.

—¡No compares, por favor! No me estoy muriendo para que intentes tapar lo gilipollas que he llegado a ser. Ahora lo sé con certeza. Te necesito como el aire que respiro. Me conoces, y sabes que cuando me marco una meta, no cejo hasta conseguir lo que quiero. Si seguías sin querer escucharme, tenía pensado raptarte si fuera necesario. Pero una bala te ha acercado a mí y no voy a desperdiciar la ocasión. Solo tengo una cosa muy clara, a pesar de todo lo que ha sucedido, y es que no pienso dejarte marchar.

Lola lo escuchaba tapando su boca con la mano para evitar que los sollozos salieran. Pero lo que no pudo evitar, fueron aquellas lágrimas que llevaba aguantando tantos días y que, ahora, se desbordaban sin control. Mario la miraba con intensidad y miedo a la vez, intentando averiguar su veredicto y el motivo de aquellas lágrimas. Ella no podía hablar, pero la ansiedad que estaba viendo en sus ojos hizo que se esforzara, le hizo esforzarse y, aunque fuera entre sollozos, tenía que contestarle.

—Tú has jugado con ventaja porque sabes que llevo toda la vida amándote. Pues bien, lo único que ha cambiado, desde que te confesé mi amor, es que ahora tengo la determinación de estar siempre a tu lado. No voy a dejar que te vayas jamás. —Y, entre lágrimas y risas, Lola añadió—: Si es necesario, te ataré a mi cama para siempre, y si un día intentas dejarme, soy capaz de hacer como Annie Wilkes en Misery. Te he dado muchos años para que te decidas. A, a partir de ahora, me perteneces.

—Es mi único deseo. No dejes que me vaya jamás porque sé que solo a tu lado puedo ser feliz. He tardado mucho en darme cuenta de cuánto de cuánto te amo, pero a partir de ahora te juro que seré yo el que no te dé espacio. Lo quiero todo para mí. Y ahora, ¡bésame, por favor, que me muero por sentir tus labios!

—Mario, no sé si es buena idea. Acabas de despertar de un coma y debes de tener una buena herida en la cabeza.

—Solo sentirlos. No te estoy pidiendo un beso de tornillo, eso lo podemos dejar para mañana, pero necesito sentirlos. Es lo que más va a acelerar mi recuperación.

Y eso fue lo que hizo. Acercó sus temblorosos labios después de tantas lágrimas y emociones y los dos cerraron los ojos para saborear ese simple roce, pero que tanto significaba para ambos. Fue la firma, sin palabras ni documentos, de un compromiso, el más importante de sus vidas. En el momento que sus labios se unieron, los dos tuvieron la certeza de que sería para toda la vida y que envejecerían juntos.

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