Lola

Lola


CAPÍTULO 4

Página 6 de 27

CAPÍTULO 4

Lola y Margaret tuvieron que recorrer una distancia muy corta desde el restaurante donde habían estado cenando hasta su casa. Esta estaba muy cerca. En cuanto entraron, cada una se fue a su habitación después de desearse las buenas noches.

Lola estaba cansada. Contra lo que pudiera pensar la gente, correr en moto la dejaba agotada. Tumbada en la cama, intentó cerrar los ojos y entrar en el profundo mundo de los sueños. Pero su mente no estaba por la labor y boicoteaba continuamente los intentos de perderse en la inconsciencia de un reparador sueño con imágenes de Mario.

Recordaba todas sus palabras, cada gesto, cada sonrisa y cada roce fortuito que ese día le había dedicado, aunque sin darse cuenta. Para Mario era únicamente una amiga, o algo peor, casi una hermana nada más. Ni siquiera llegaba a sospechar lo que sentía por él, todo lo que deseaba de él, pero era algo que Lola llevaba muchos años escondiendo: sus sentimientos. Sobre todo, disimulando su contrariedad y enfado cuando le hablaba de otra mujer. Y lo que más le preocupaba a Lola era que cada día le costaba más disimular su enfado. Era escuchar un simple comentario, por muy inocente que fuera, y le cambiaba la cara. Sabía que llegaría un momento en el que no podría disimular más.

Pero mientras eso sucedía, iba a disfrutar de su cercanía siempre que pudiera. Margaret, la única conocedora de su secreto, le repetía cada vez que hablaban que debía alejarse de él, que cuanto más tiempo pasara a su lado, más ilusiones se haría. Como buena amiga, le recordaba una y mil veces que, al final, Mario encontraría una mujer que la apartaría de su lado y ella sufriría el doble, y todo por no retirarse a tiempo.

Pero llevaba tres años disfrutando de su compañía; no como ella deseaba, pero al fin y al cabo estaba con él. Desde muy pequeña había sido la intrépida de la familia. No tenía miedo a nada, sino todo lo contrario, le encantaba probar cosas nuevas, nuevos retos, y el deporte de aventura le proporcionaba todo eso. Se había convertido en una adicta a la adrenalina.

Sin embargo, en ese momento, en la soledad de su habitación, reflexionaba seriamente si esa afición al deporte extremo no era debida a él. Era retorcido pensar algo así, pero ¿y si la excitación que le proporcionaba el riesgo, junto con la adrenalina que le producía la práctica de ese tipo de deporte, escondía su frustración por la indiferencia de Mario? La sensación que experimentaba su cuerpo en cada situación de riesgo, así como poder palpar el estrés, el miedo y la euforia, eran emociones imposibles de definir, un estado de excitación difícil de conseguir de otra manera. También le provocaba una sensación de placer y bienestar. Y Lola se había vuelto adicta a esas percepciones porque era la única forma de compensar el pesimismo que la invadía por la actitud de Mario. Al menos, el riesgo la hacía sentir viva.

Se levantó deprisa y fue hasta la habitación de Margaret. La incertidumbre no la dejaba dormir. Le preguntaría a ella, porque si lo que pensaba, era verdad: Mario tenía mucha influencia en su vida.

Cuando entró en su cuarto, su amiga estaba leyendo. Lola se tumbó a su lado con una idea en la cabeza que no tardó en descubrir:

—Margaret, ¿crees que practico deporte de riesgo por Mario?

—No entiendo, ¿que lo haces porque a él le gusta?

—Eso también, pero sobre todo si lo pactico para que las sensaciones que me produce el riesgo me hagan olvidar mi frustración.

Margaret se quedó unos momentos pensativa y después le contestó con toda la sinceridad del mundo:

—Vamos por partes, porque hay de todo un poco. Tú empezaste con esta locura mucho antes de que Mario irrumpiera de nuevo en tu vida. La primera vez fue en primero de carrera, ¿recuerdas? Nos fuimos al pueblecito de los padres de Judit. ¿Cómo se llamaba el pueblo?

—Ayerbe —la interrumpió Lola.

—¡Eso es! Bueno, yo no tuve huevos de bajar por aquel río en las barcas, pero tú no dejabas de bajarlo una y otra vez. ¡Y todavía faltaba mucho tiempo para que él reapareciera en tu vida!

—Sí, yo entonces salía con Alex.

—¡Exacto! Bueno, pues ahí tienes la respuesta. ¡Ya eras una loca del coño antes de la reaparición del Anticristo! —Lola tuvo que reír por la ocurrencia de Margaret—. Pero… eso no quita que desde que Mario entró en tu vida por la puerta grande, tu afición cada vez es más arriesgada.

—También iba en moto antes y hacía escalada y barranquismo —quiso excusarse.

—Pero no te tirabas en paracaídas ni hacías puénting. Esas barbaridades las haces desde que el diablo te poseyó. Quizás sí que buscas un alto grado de adrenalina, más que antes, pero Mario no es la causa de tu afición.

—No me gustaría reconocer que hago este tipo de deporte por despecho.

—No, Lola, te repito que ya eras una loca antes, así que duerme tranquila.

—Gracias. La verdad es que me preocupa que la indiferencia de Mario cambie mi forma de ser, que condicione mis gustos y, en una palabra, que tenga tanto poder sobre mí.

—En el momento que no puedes apartarlo de tu lado, tiene poder sobre ti. No te engañes, pero en esto no ha influido, al menos no mucho.

Lola volvió a su habitación mucho más tranquila, pero eso no evitó que no pudiera conciliar el sueño con rapidez. Siguió dándole vueltas a la cabeza sobre sus actividades y llegó a la conclusión de que era algo que compartía con Mario, que los unía, y aunque ella no sabía qué significaban esas salidas para él, para ella lo eran todo.

Los fines de semana que él no estaba de servicio hacían alguna salida. Dependiendo de la estación, elegían una actividad u otra. Y cuando no tenían nada pensado, simplemente salían en moto. Mario no tenía a nadie con quien salir a dar una vuelta, ya que ningún amigo suyo compartía esa afición a perderse por cualquier carretera secundaria con unas buenas curvas y un buen paisaje. Por eso, cuando volvió a retomar su contacto con Lola, se encontró con que aquella niña intrépida, su compañera de juegos, se había convertido en una mujer preciosa, pero no había perdido ni un ápice de su espíritu aventurero. Era una caja de sorpresas, su cómplice ideal en todos los sentidos.

Pero Lola empezaba a no conformarse con esas simples salidas; quería más. Muchas veces estaba tentada a seducirlo, quería saber qué sentiría al estar en sus brazos, qué sería sentir sus labios sobre los suyos y jugar con su lengua. En demasiadas ocasiones la imaginación iba más lejos y lo pensaba en su cama, cómo sería hacer el amor con él. No es que ella tuviera mucha experiencia en ese campo, porque tampoco había salido con tantos hombres, apenas un par de novios en su época de universidad, y la verdad es que no habían sido malas. Las recordaba satisfactorias, pero en cuanto Mario volvió a entrar en su vida, los demás hombres dejaron de interesarle. Y aunque en el campo sexual llevaba una época de sequía, la esporádica compañía de Mario le compensaba. Él era el amor de su vida y, después de tantos años enamorada en silencio, sabía que jamás dejaría de serlo.

Estaba pensando seriamente y cada vez con más insistencia en insinuarse, en provocarlo y ver lo que pasaba. Total, al final tendría que alejarse de él. Si lo hacía, si lo seducía, al menos tendría una posibilidad. ¿Y si se enamoraba de ella? No quería soñar. Mario no era de esos. Tres años escuchando sus conquistas y sus continuos enamoramientos que solo duraban un par de semanas le daban una ligera idea de qué podía esperar de él. No era un hombre de una sola mujer, o al menos eso era lo que había sido hasta ese momento.

¡Dios, cómo dolía enamorarse! Solo hacía una semana que su hermana Blanca la había llamado desesperada, y cuando llegó a su casa la encontró en un mar de lágrimas. ¿Y cuál era el motivo? «Pues qué va a ser, ¡un hombre! ¡Si es que parece que ellos están en este mundo solo para hacernos sufrir!». Y a ella le iba a pasar lo mismo, lo sabía antes de que sucediera, pero no podía alejarse de él; todo lo contrario: estaba planeando la manera de seducirlo. Aunque solo fuera una vez, quería tenerlo por completo y en el amplio sentido de la palabra.

Cuanto más pasaban los días, más convencida estaba de que tenía que arriesgarse. Si no lo hacía, jamás lo sabría. Si no ponía a Mario en esa tesitura, jamás llegaría a saber cómo reaccionaría.

A simple vista, daba la impresión de que parecía estar ciego ante los encantos de Lola. Era como si ella fuera invisible, y si algo empezaba a tener muy claro era que estaba decidida a comprobarlo. Si le salía mal, se alejaría de Mario; bueno, sería él quien pondría distancia entre ellos. Si lo intentaban y no se entendían en ese campo, al menos tendría un recuerdo para el resto de su vida. Pero si salía bien, si estar juntos era lo que siempre habían buscado, entonces habría merecido la pena probarlo porque se quedarían juntos.

Habría muchas oportunidades porque quedaban muy a menudo y normalmente siempre solos. En las salidas de fin de semana era más complicado porque siempre se les unía alguien, bien Joan o Darío. Pero era paciente, no tenía prisa, y podría esperar el tiempo que hiciera falta hasta que se presentara la ocasión perfecta. No le importaba cuándo fuera. Tampoco pensaba cambiar de opinión; total, de una manera o de otra, el final sería el mismo. Pero había una posibilidad, y ella, como buena luchadora, lo intentaría todo antes de renunciar para siempre a Mario.

Y esa remota posibilidad fue la que terminó por hacer que se decidiera. Eso no quería decir que se tiraría a sus brazos en la primera ocasión; nada de eso. Buscaría la oportunidad adecuada para que entre ellos surgiera la magia necesaria para que, en el terreno del amor, Lola fuera especial para él como lo era en todo lo demás.

Y esa ocasión apareció como regalo del cielo: la excursión que tenían programada para principios de mayo se truncaba. Esa misma mañana, Mario la llamó por teléfono todo contrariado.

—Lola, el puente se estropea.

—¿Qué dices? Está todo programado y las reservas en la casa rural pagadas. ¿Qué ha pasado?

—Clara no puede venir porque a su padre le ha dado un infarto y está en la uci, Joan tiene que reforzar servicio por su baja y Darío ha sido convocado por un problema en la zona. Solo quedamos los dos. ¿Qué hacemos?

—Si no vamos, perdemos el dinero de los saltos y las habitaciones. Yo quiero ir, ¿y tú? —le preguntó, temiendo su negativa.

—No se hable más. Vamos nosotros, pero no podremos ir en moto.

—Bueno, cogemos el coche y listo.

—De acuerdo. Nos vemos mañana.

Lola no colgó rápidamente. Estaba paralizada. La oportunidad que tanto deseaba aparecía ante ella servida en bandeja de plata y no la iba a desperdiciar. Usaría todas las armas conocidas, las de mujer, y si fuera necesario, la escopeta de caza de su padre, pero de esta Mario no salía vivo. De eso se encargaría ella.

Ir a la siguiente página

Report Page