Lola

Lola


CAPÍTULO 5

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CAPÍTULO 5

Después de esa escueta llamada de teléfono, Mario y Lola decidieron ir ellos solos. Tendrían que coger el coche en vez de ir en moto, pero ya tenían pagado el alquiler del equipo y habían reservado habitación en la casa rural del pueblo.

Llegaron el sábado temprano y pasaron toda la mañana realizando vuelos con instructores. Hacía meses que habían hecho el curso y, desde entonces, ni siquiera habían efectuado un solo vuelo. Toda la tarde la dedicaron a descansar. La casa rural tenía una zona ajardinada que los dos aprovecharon tumbándose en unas cómodas hamacas y echándose una colosal siesta. Después pasearon por los alrededores y conocieron el pueblo. Era pequeño. Solamente vivían unos seiscientos habitantes. La cena fue íntima y la conversación algo subida de tono. Empezaron con las novias que Mario había tenido desde jovencito y después siguieron con los novios de Lola. La conversación se fue calentando poco a poco, algo que le venía muy bien a Lola para sus pretensiones.

—¿Por qué dejaste al último novio? Era Sergio, si no recuerdo mal.

—No nos entendíamos.

—¿En la cama? —Mario sonrió lleno de picardía.

—No, listo, allí nos entendíamos a la perfección. Pero no coincidíamos en los gustos. A mí me gustaba pasar nuestro tiempo libre de una manera y a Sergio de forma muy diferente. Los fines de semana no nos poníamos de acuerdo y acabábamos cada uno por su lado, así que la relación se enfrió.

—¿Cuánto tiempo estuvisteis saliendo? Lo digo porque si en la cama todo va bien, la relación puede durar mucho tiempo.

—Por esa regla de tres, tus relaciones no van bien en la cama, ¿no? Lo digo por lo poco que duran siempre. —No tuvo que pensar mucho; Mario se lo ponía fácil.

—¡Qué rápida eres, coño! Me lo tengo merecido por entrometido. Pero no es por eso. La verdad es que en la cama siempre va bien, pero me pasa como a ti, que las veintitrés horas restantes no sé qué hacer con ellas.

—¡Eres un impresentable! ¡Esos comentarios sobran! ¡Das la impresión de ser un asqueroso machista! Y que sepas que se pueden hacer mil cosas —le contestó indignada. Ese comentario, como mujer, la ofendía.

—¡Y tú también podías hacer muchas cosas y no las hacías! Pues a mí me pasaba lo mismo, que no coincidíamos en gustos. Yo no puedo estar paseando, viendo tiendas o sentándome en una cafetería durante horas. Yo necesito acción.

—¡Pues di eso y no hagas un comentario tan desagradable! ¿Te olvidas de que soy mujer? No estás hablando con un amigote tuyo que te ría la gracia por el despectivo comentario. Si sigues en esa línea con expresiones que me ofenden como mujer, me levanto y me largo. No estoy para aguantar tonterías.

—¡Vale! ¡Rectifico! Ninguna mujer me acompaña en ese aspecto. No tenemos los mismos gustos sobre cómo pasar el tiempo libre.

—Excepto yo —le dijo Lola, mirándolo a los ojos.

—Excepto tú —le contestó Mario.

Su mirada era distinta, desconocida para Lola. Nunca la había visto antes, y no es que ella fuera una experta en tipos de miradas, pero sí de Mario; de él lo conocía casi todo. Sus ojos brillaban, era más intensa y decía muchas más cosas, al menos eso pensó ella.

La conversación se acabó y no hubo más intercambio de palabras entre ellos. Comieron en silencio, pero sus mentes siguieron pensando lo que no se atrevían a decir en voz alta. Los dos imaginaron lo mismo: ¿Cómo funcionaría una relación entre ellos?

Lola ya había imaginado esa situación miles de veces, pero ella no tenía problema para hacerlo porque estaba enamorada de Mario desde que era una niña. En esos primeros años, Mario se convirtió en su héroe, y nunca había dejado de serlo. Después crecieron y, a pesar de la distancia, Lola lo idealizó convirtiéndolo en el príncipe azul de sus románticos sueños. Lo añoraba, y siempre deseaba que volviera a ser su caballero andante, pero por mucho que lo esperó, él no llegaba.

Cuando ya había desistido de volver a tenerlo cerca, porque Mario simplemente se había convertido en un bonito recuerdo del pasado, él volvió a su vida. Y se dio cuenta de que siempre había estado dentro de su corazón, que jamás había salido de allí, y lo más doloroso era saber que jamás lo haría.

Y en ese mismo instante, tres años después de haberse reencontrado, allí estaban los dos, sentados frente a frente delante de una cena, en la intimidad de una casa rural y en un pequeño pueblo del interior de Cataluña. Lola lo tenía totalmente decidido: esa noche lo iba a seducir de la forma que fuera. Era una oportunidad que no iba a desperdiciar. Estaban los dos solos y dormían en la misma habitación. Ese hecho no tenía importancia si estaban con Darío, Joan y Clara. Pero no era así. Ellos no estaban.

Suspiró con fuerza para llenarse de valor. No sabía cómo lo haría, pero estaba más que decidida, y si fuera necesario, se metería en su cama y punto final. No le daría más vueltas y, cuando llegara el momento, actuaría.

Mario la miraba con unos ojos distintos a como la miraba siempre, y es que la conversación lo había hecho imaginar lo mismo que a Lola, pero bajo un prisma diferente. Hasta entonces, Lola había sido la compañera ideal: se divertía con ella, compartían aficiones y era fácil la conversación en cualquier campo. Pero en cambio, había una parcela en la que nunca había profundizado. Cada vez que le venía a la mente qué sería compartir la cama con Lola, la descartaba automáticamente, no podía alimentar esa idea. Le daba miedo perderla. La quería a su lado, y si intentaba algo más, temía que saliera mal y que ella desapareciera de su vida para siempre.

Pero la miraba con ojos golosos. Era un hombre, y tenía delante a una de las mujeres más guapas y sensuales que conocía. La quería porque era su amiga, su mejor amiga. Tenía una complicidad con ella que no la tenía con nadie. Era la persona que mejor lo conocía, la que sabía cómo calmarlo mejor que nadie, la que escuchaba todo lo que le preocupaba, la que siempre elegía como compañera en sus ansiadas salidas, la que siempre le plantaba cara y le hacía sonreír, pero… le aterraba desearla. Cuando se descubría pensando en Lola bajo su cuerpo, intentaba por todos los medios posibles apartar esas imágenes tan excitantes de su cabeza.

Había momentos, como en ese mismo instante, que eso era imposible por mucho que se negara a pensar. Esas imágenes se colaban y bombardeaban sus sentidos, excitándolo hasta que no podía más y tenía que marcharse, poner una excusa, unas veces creíble y otras no. Pero necesitaba escapar de su embrujo poniendo tierra de por medio.

Sin embargo, ese día lo tenía más complicado que otras veces. Esa vez, además de estar tan excitado que tardaría tiempo en poder levantarse de la mesa, no podía huir. Dormían juntos; no en la misma cama, pero sí en la misma habitación. Lo mejor que podía hacer era cambiar de conversación, que su miembro volviera a su estado normal y después escaparse. Saldría a dar un largo paseo, recorriendo las calles del pequeño pueblo hasta llegar al club que vieron al llegar, situado al lado del ayuntamiento. Tomaría una o diez copas, las que fueran necesarias para apagar ese deseo que llevaba dentro, y no volvería a la habitación hasta que Lola estuviera acostada y bien dormida. Solo así tendría una posibilidad y podría dejar de pensar en Lola de esa forma tan íntima.

Esos eran los planes de Mario, pero nada tenían que ver con los de Lola. Ella no pensaba cejar en su empeño y no se lo pondría nada fácil. Claro que eso Mario lo ignoraba, pero estaba a punto de descubrirlo.

Terminaron de cenar en medio de un silencio algo incómodo. Se levantaron de la mesa y fue entonces cuando Mario habló por primera vez desde hacía un buen rato:

—Voy a pasear un rato. No puedo acostarme tan pronto.

«¡Falso! —pensó Lola, muy nerviosa por las intenciones que tenía ella—. ¡Eres un mentiroso! ¡Tienes tanto miedo como yo! Pero hoy no te voy a dar espacio, de hoy no va a pasar. Vamos a descubrir de verdad, hasta qué punto podemos ser compatibles. Y la distancia no te va a servir de nada. Esta vez no voy a dejar que huyas como otras muchas veces has hecho».

—Yo te iba a proponer ir hasta el club del pueblo y tomar una copa, pero si no te apetece, tranquilo. Seguro que me encontraré con todos los que esta mañana estaban dando clase con nosotros.

Lola sonrió para sus adentros, pues sabía que la acompañaría. Si algo tenía Mario es que era muy sobreprotector con todas las mujeres de la familia, pero especialmente con ella, y sabía que no la iba a dejar sola entre tanto hombretón.

—No tenía esa intención —mintió Mario—, pero no te voy a dejar sola. Iremos a tomar una copa.

—Mario, no quiero que me acompañes. Tú haz lo que pensabas hacer y yo haré lo mismo. No necesito guardaespaldas. Me tomaré una copa, hablaré con los chicos de la escuela, incluso estarán los instructores, y después volveré tranquilamente.

—Si tú vas, yo también. No quiero que andes sola en un lugar desconocido.

—¡Mira, Mario, no me toques las narices! No eres mi padre ni mi marido ni mi novio, por lo tanto, déjame en paz y vive tu vida, que yo haré lo mismo ¿Siempre voy a tener que repetirte esta misma frase? Eres un coñazo, tío. Si ibas a venir de todas formas, no me sueltes la misma letanía de siempre. No necesito que hagas por mí nada, no te he necesitado hasta ahora y tampoco lo haré a partir de ahora, así que deja de darme el tostón y lárgate donde quieras, ¡imbécil!

Dicho aquello, Lola salió de la casa mientras se abrochaba la cazadora y echaba a andar rumbo al pueblo, ya que la casa rural estaba situada a las afueras. Era algo que no soportaba de Mario, que siempre la hacía sentirse culpable. «“Voy contigo, pero no me apetece”. ¡Pues no vengas, idiota, que no te necesito!». Ojalá no la siguiera, porque siempre le cabreaba esa manía que tenía de pasarle por las narices cuánto se sacrificaba por ella. No lo soportaba, y esa era una de las causas por las que discutían muy a menudo.

Lola no tenía que darle explicaciones a nadie de lo que hacía o dejaba de hacer, y la manía de Mario por controlar todo lo que sucedía a su alrededor la ponía de los nervios. En momentos como aquellos, no lo soportaba.

Lola iba a paso ligero. No quería ni volver la cabeza porque sabía que Mario la seguiría e iría al club. Había echado a perder el momento mágico que se había creado entre ellos. Siempre hacía lo mismo. No sabía si ese día podría ni siquiera dirigirle la palabra como para intentar seducirlo. Lo que en ese momento le pedía el cuerpo era aporrearlo hasta que desahogara toda la rabia que llevaba dentro.

Llegó al club y a Mario no lo veía por ningún sitio. Quizás se había equivocado y no vendría tras ella. Encogió los hombros en señal de indiferencia y empujó la puerta del local. Era un espacio acogedor. Nada más entrar invitaba a quedarse. La música que sonaba al cruzar el umbral era una de sus canciones favoritas: She´s Like A Rainbow, de The Rolling Stones. Ese pequeño hecho le dio toda la confianza que Mario le había arrebatado, sintiéndose mejor. La luz de un tono azul le daba a la sala una sensación de bienestar, de calma, a pesar de las conversaciones que se entremezclaban y la alta música. El ambiente rebosaba familiaridad, quizás porque casi todo el mundo se conocía y había pocos forasteros.

Al fondo del local, en unas cómodas sillas sentados alrededor de una mesa llena de botellas y vasos, estaba el grupo que esa misma mañana había conocido en la escuela de parapente. Se acercó hasta ellos mientras saludaba a la gente que encontraba en su camino. Era gente sencilla que vivía en el pueblo y que esa tarde había visto mientras paseaba por el pueblo. Cuando llegó hasta el grupo, Abel, el instructor, enseguida le hizo un sitio a su lado y fue a buscarle a la barra un mojito. Recordando los vuelos de esa misma mañana, todos entraron en una agradable conversación. Solo había dos chicas más; el resto del grupo eran hombres.

—Os mandaré pronto a la cama para que estéis bien despiertos mañana —bromeó Abel.

—¡Si son las diez, Abel! —le dijo Sandra, estudiante de Periodismo en Bellaterra, mirando su reloj.

—¡Que es broma, Sandra! —apuntó Marc, un compañero de universidad—. No seas pardilla.

—¿No viene Mario? —le preguntó Jesús a Lola, un profesor de Educación Física de Lleida con el que había congeniado durante las clases.

—No, ha preferido pasear —le contestó sin más explicaciones Lola—. Me imagino que después se irá directamente a la cama.

—¿Sois pareja? —le preguntó esta vez Pau, un apuesto ingeniero de Barcelona.

—¿Mario y yo? ¡No, para nada! —le contestó Lola, mirando por primera vez a Pau. «No está nada mal el pollo», pensó mientras lo revisaba de arriba abajo—. Somos como hermanos y nos gustan los deportes extremos. Ahí acaba nuestra relación.

¡Qué mentirosa era! Esa era la versión oficial, pero distaba mucho de lo que ella quería.

De vez en cuando, Lola miraba con disimulo hacia la puerta, pero no había ni rastro de Mario. Esta vez no la había seguido. Bueno, su plan se había estropeado antes de empezar. Mala suerte.

Al final, todo el mundo se levantó. Al día siguiente tenían que volver a volar y necesitaban descansar. Todo el grupo se fue a los coches porque todos ellos estaban en un albergue a unos doce kilómetros del pueblo. Se brindaron a acompañarla hasta la puerta de la casa rural, pero ella les dijo que no era necesario; la casa estaba muy cerca y no necesitaba guardaespaldas. Recordó que ese instinto de protección había sido la causa del cabreo que había tenido con Mario antes de salir para el club. Se despidieron hasta el día siguiente y Lola tomó la calle que la llevaba directamente a la puerta de la casa.

Iba pensando en Mario; no podía evitarlo. Quizás había sido muy dura con él, ¡pero estaba harta! Siempre hacía lo mismo: «“Voy contigo, te acompaño para que no vayas sola, pero no me apetece ir nada”. ¡Pues no vengas, que no me haces falta!».

Se acercaba ya a la casa cuando distinguió a alguien apoyado en una pared. Un estremecimiento recorrió su cuerpo. Disminuyó rápidamente su marcha a la vez que su corazón se aceleraba. No era miedosa y sabía defenderse, pero no esperaba encontrarse a nadie. Estaba todo el pueblo muy silencioso. Ni unas pisadas o un susurro de conversaciones lejanas se escuchaban, solo los clásicos ruidos de la naturaleza: un grillo, un búho y las ramas meciéndose con el aire. El corazón le bombeaba con fuerza y sus latidos casi podían escucharse. No era miedo, sino inquietud y expectación ante algo desconocido. Llegó casi junto al desconocido cuando algo en su estómago le dio un vuelco. Era Mario.

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