Limbo

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Decidí no confesarle a Juan mis desvelos nocturnos —en aumento—, ni que cada noche maldecía que su habitación no me hubiera tocado a mí en suerte. Llevado por la imagen del picaporte que siempre estaba a punto de rotar en mi puerta, escribí ideas acerca de la naturaleza de las cosas que rotan; concretamente, la idea de que cuanto se nos aparece como extraño viene siempre precedido de alguna cosa que gira.

El lunes de la tercera semana iniciamos la grabación del tema que faltaba, para ello encendimos un sinte-tizador Roland que aún no habíamos utilizado y un par de guitarras Fender Stratocaster que tampoco. Partimos sin idea predeterminada. Estuvimos tocando y grabando toda la mañana, pero nada de aquello nos convenció. La tarde se sucedió de manera más o menos idéntica, aunque con otros instrumentos. La meteorología empeoró. Debido a las fortísimas rachas de viento, la lluvia caía muy oblicua. Tras cenar arroz blanco con huevos fritos y tomate, y helado de té verde, tocamos hasta entrada la madrugada, también sin resultado alguno. El día siguiente empezó con signos de crecimiento, pero tras varias horas el resultado fue una pasta sonora que parecía haber salido «de la misma fosa séptica del cháteau, dijo Juan, a lo que yo asentí. Creo que, por relajarnos, utilizamos el resto de la mañana en preguntarnos si el cháteau tendría fosa séptica o por el contrario vertería a algún colector del pueblo cercano.

La tarde no mejoró las cosas.

Comenzamos a pensar que, quizá, los objetos del salón, aun pareciendo estar en la misma posición, podrían haber sufrido pequeños movimientos, que aislados resultaban inofensivos pero cuyo sumatorio podría arrojar una sonoridad totalmente diferente al conjunto.

—Como las fotografías movidas, en las que aparece la imagen base y la imagen desplazada —le dije a Juan. —Sí. Saca la cinta métrica —contestó sin dilación. Durante las horas siguientes tomamos distancias entre los objetos:

#piano - mesa roja,

#ordenador n.° 1 - sofá n.° 2,

#cabina de grabación de voz - carrito con tarrinas de té verde,

y así hasta completar, no todas las combinaciones posibles, que, según cálculos, superaban el millón, pero sí Ias más significativas, que anotamos en el libro de grabación. El resultado no podía ser más descorazonador: todo se había movido, pero en una sola dirección, hacia la fachada principal. Los desplazamientos eran pequeños, de hasta 5 centímetros, pero, ajuicio de Juan, suficientes como para generar importantes variaciones sonoras. Nos sentamos. Él especuló que, dado el alto volumen con el que habíamos estado tocando, las propias ondas sonoras podrían haber desplazado los objetos en la dirección de emisión de sonido de los bailes, que coincidía precisamente con la fachada principal; me pareció razonable. Esa noche, frente a frente, en silencio cenamos arroz blanco con pollo hervido, y helado de té verde. Comenzó a llover con más fuerza, lo que me hizo recordar la grabación que de la lluvia yo había hecho. Se lo comenté.

—¿Cuándo hiciste esa grabación? —dijo.

—La primera noche, mientras tú mezclabas el primer tema que grabamos.

—¿Te refieres a cuando mezclé La exhibición de atrocidades?

—Sí. Tú estabas enfrascado en su ecualización y no te enteraste. Yo estaba comenzando a dibujar el plano del salón, lo dejé unos minutos para grabar la lluvia, dentro y fuera, incluso desde el interior de la furgo.

—Oigámosla, a lo mejor de ahi obtenemos algo —dijo.

Sentados en las butacas, escuchamos la grabación, a gran volumen. La calidad era tan buena que instintivamente ambos miramos a todas partes cuando se oyeron mis pasos sobre la alfombra. Parecía llover dentro del salón. Tuve la sensación de que aquel primer día se colaba en éste. Escuchamos mis pasos, que se iban hacia la puerta principal, y entonces la totalidad del salón de aquel primer día se movía hacia la puerta y, velozmente, se iba a través de ella de la manera en que lo hace el agua cuando atraviesa pequeñas ranuras. Se oyó el golpeteo de la lluvia sobre la gra-villa de la entrada, y también sobre el capó del coche, nos miramos porque ese fragmento sugería una interesante percusión. Después, a mi regreso, la puerta que se abre y todo el salón que regresa al salón, y con él mis pasos, y una voz, «¡si vuelves a ir a la cocina, podrías traerme una cerveza!», momento en el que ambos dimos un salto en las butacas.

—¿Esa es mi voz? —dijo Juan.

—Sí —contesté—, dijiste eso cuando entré, ahora lo recuerdo.

—Pero por qué grito.

—Llevabas puestos los cascos.

—Ah, claro. No me reconozco, mi voz está muy transformada —hizo una pausa, miró fijamente al suelo, y continuó—: Mira, esa variación en mi voz es la prueba de la sonoridad tan especial que había en este salón, esa que parece que hemos perdido.

Guardé silencio. La grabación ahí finalizaba, pero el sonido de la lluvia permaneció en mis tímpanos. Era un fondo romo, casi pastoso, compuesto por la colectividad de las gotas. Se trata de un número determinado de gotas, me dije, deberían poder cuantificarse esas gotas, es simple, basta con contarlas, 1, 2, 3, 4…, n, pero tal cuenta es imposible, no puede saberse cuántas gotas hay en la grabación de la misma manera que, recordé, no es posible saber cuántos barcos hay en el cuadro La batalla de Camperdown, aunque los tengas ante tus mismas narices, ni cuántos haces de luz emergieron de la mansión de Michael Jackson los días posteriores a su fallecimiento aunque también los tengas ante tus narices. Por añadidura, recordé la Conjetura de la Realidad y sus dos corolarios, que, inducido por las imágenes de gente retratada de espaldas, yo mismo había redactado tiempo atrás en mi casa. Me di cuenta de que esa lluvia de fondo que acabábamos de escuchar era irreal porque su sonido no podía contarse, no podía separarse en cada una de las gotas, en cada una de sus partes. Dicho de otro modo: si las gotas no podían cuantificarse, la lluvia es un desierto, y ese pensamiento me llevó a enunciar su generalidad: ninguna canción es real porque no puede ser separada en sus partes, una canción no tiene partes, sino entrelazamientos continuos de ondas sonoras. Tal idea me asustó. Se la conté a Juan, que continuaba en silencio, con la vista fija en el suelo. Por ponerlo en antecedentes, brevemente le relaté mi hallazgo de aquella noche en casa, le hablé de los cuadros y fotos y fotogramas con gente de espaldas, pares e impares. Y del desierto, que no tiene estructura ni partes, y del hambre que le sobreviene al solitario que habita un desierto, hambre que es la verdadera segunda persona, y que esa segunda carnalidad sobrevenida es fundada en el Nuevo Testamento aunque la posterior historia de las imágenes hiciera caso omiso de ella para tomar otra vía más fácil y ramplona. Y le hablé de los barcos que salen en los cuadros pero que no pueden ser contados, y de los mapas de las estrellas muertas del cosmos, que sí pueden ser contadas, y de las lonchas de queso que también pueden contarse pero no así la propia superficie del queso, que por lo tanto es irreal, es un desierto, y de otro desierto llamado Google Maps, en el que salía mi casa, que también era irreal, y, en definitiva, de todo lo que me había llevado a enunciar la Conjetura de la Realidad así como sus dos corolarios, y él, acodado en sus piernas, sin despegar la mirada del suelo, tras pensar unos instantes, dijo:

—Si el sonido de las gotas de la lluvia es irreal, y si también lo es cualquier canción, la única realidad de una canción es su partitura, sólo ahí una canción puede descomponerse en partes, que son sus notas —hizo una pausa—. Hasta puedes ponerles nombre: do, re, mi, fa, sol…

Ahí se detuvo.

No supe qué contestar.

Aparecieron entonces más minutos de silencio. Sentí cómo la recién descubierta Irrealidad sonora comenzaba a carcomer cada silla, cada tarrina de helado de té verde, cada guitarra y computadora, cada centímetro cuadrado de alfombra, cada mililitro cúbico de perfume de esas alfombras, cada tecla de piano y cada micrófono, lo que equivalía a decir que la Irrealidad devoraba minuto a minuto cada una de las canciones hasta entonces grabadas. En efecto, lo Irreal se había instalado entre nosotros.

Me levanté, me dirigí al ordenador. Busqué «Plou-gras» en Google Earth. No tardé en hallar el lugar donde nos encontrábamos. La imagen debía de ser antigua. La explanada que aparecía detrás de la casa era ahora una espesa maleza, no el prado que el satélite muestra.

Sin cerrar esa ventana, abrí otra para buscar la misma ubicación, «Plougras», pero esta vez no en Google Earth sino en Google Maps. Apliqué sobre ambas el mismo zoom.

O0O11 Goofll> - OMM 4* napa *0011 Qoegl* • Término* 6$ uto flñBiiiwV

—Juan, ven a ver lo que te decía.

Se acercó de mala gana.

—Mira la segunda imagen, el mapa del cháteau, es un desierto, puro desierto, como aquel del que habla el Nuevo Testamento.

—Sí, lo veo —respondió, y sin decir más regresó al sofá.

He de decir que me sorprendió su abatimiento. De alguna manera me sentí responsable; no en vano, era yo quien con mis palabras había abierto aquella brecha de irrealidad en nuestro trabajo. Dije entonces, guiado por cierto arrepentimiento:

—Hasta este extremo he llevado las cosas.

—No, las he llevado yo —replicó.

Y repliqué a mi vez:

—No, las he llevado yo.

—Es verdad, las has llevado tú —concluyó Juan.

De inmediato me di cuenta de que sin querer acabábamos de reproducir, casi literalmente, una conversación que aparece en los Diarios de Kafka. Durante unos segundos, me hizo gracia.

Esa noche nos acostamos con la moral muy baja. El perfume que despedían las alfombras era cada vez más insoportable, los objetos del salón se hallaban desplazados y sin posibilidad real de retorno a sus posiciones, la grabación de la lluvia se había revelado infructuosa salvo para constatar lo que habíamos perdido y, por mi parte, el picaporte de la puerta continuaba constituyendo cada noche un motivo de insomnio. Pensé en dos planetas que se movían, aunque no orbitaban.

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