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Segunda parte. La chica que rompe el cristal » Day

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DAY

Todo está borroso. Armas, gritos, un chapoteo de agua helada en mi cabeza. El chasquido de una llave que gira en una cerradura, el olor metálico de la sangre. Me contemplan máscaras de gas. Alguien grita. La sirena de un furgón médico aúlla sin parar. Quiero que se detenga; busco un interruptor, pero noto los brazos raros. No puedo moverlos. La pierna izquierda me duele tanto que las lágrimas me corren por las mejillas. Tal vez me la corten.

Mi mente repite una y otra vez el momento en que el capitán disparó a mi madre, como una película atascada en una escena. No entiendo por qué no se aparta. Le grito que se mueva, que se agache, que haga algo. Pero se queda quieta hasta que la bala la alcanza y luego se desploma. Tiene los ojos fijos en mí. Pero no es por mi culpa. No. No.

Al cabo de una eternidad, consigo enfocar la vista. ¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Cuatro, cinco días? ¿Un mes, tal vez? No tengo ni idea. Cuando por fin vuelvo en mí, veo que estoy en una celda diminuta sin ventanas, solo cuatro paredes de metal. Dos soldados montan guardia a los lados de una puerta como la de una cámara acorazada. Siento la lengua agrietada, pastosa. Las lágrimas me han dejado acartonada la piel. Mis muñecas están sujetas al respaldo de una silla con algo que parecen esposas de metal. Tardo un poco en darme cuenta de que estoy sentado. El pelo me cae sobre la cara, y tengo la camiseta manchada de sangre. El pánico se apodera de mí: Mi gorra. Estoy al descubierto.

Un latigazo me recorre la pierna izquierda. Nunca había sentido un dolor así, ni siquiera cuando me hicieron el primer corte en la rodilla. Estoy bañado en sudor frío y veo luces de colores. En este momento, daría cualquier cosa por tener un analgésico o hielo para colocármelo sobre el muslo herido, o incluso por tener otra bala que pusiera fin a mis sufrimientos. Tess, te necesito. ¿Dónde estás?

Cuando me atrevo a examinar mi pierna, me sorprende descubrir que está envuelta en un vendaje empapado en sangre.

Uno de los militares nota que me revuelvo y se lleva la mano al oído.

—Está despierto, comandante.

Unos minutos más tarde —o puede que hayan sido horas—, la puerta se abre y deja paso a la oficial que ordenó que mataran a mi madre. Lleva puesto el uniforme completo, con capa y todo, y las tres flechas de su insignia despiden reflejos plateados bajo los fluorescentes. Electricidad: estoy en un edificio oficial.

La comandante ordena algo en voz baja a los soldados que vigilan la puerta, y luego la cierra y se pasea hacia mí con una gran sonrisa. Una neblina roja me emborrona la visión; no sé si la produce el dolor de la pierna o la rabia. La oficial se detiene delante de la silla y se inclina sobre mí.

—Mi querido muchacho… —susurra, y me doy cuenta de que está disfrutando del momento—. Cuando me dijeron que ya estabas despierto, me puse tan contenta que tuve que venir a comprobarlo. Deberías estar satisfecho: los médicos dicen que no te has contagiado de la peste. Una suerte, teniendo en cuenta que te has mezclado con esos pobres desgraciados a los que llamas familia.

Echo la cabeza hacia atrás y escupo, tratando sin éxito de acertarle en la cara. Aunque apenas muevo la pierna, el dolor es desgarrador: la noto al rojo vivo.

—Eres un chico muy guapo —me ofrece una sonrisa llena de veneno—. Es una pena que escogieras la vida criminal. Podrías haber sido famoso, ¿sabes? Con esa cara tan bonita… Habrías tenido vacunas gratuitas todos los años. ¿No te parece que hubiera estado bien?

Le arrancaría toda la piel de la cara si no estuviera atado.

—¿Dónde están mis hermanos? —pregunto; mi voz es un graznido ronco—. ¿Qué han hecho con Eden?

La comandante se limita a sonreír y hace un gesto en dirección a los soldados.

—Créeme: me encantaría quedarme a charlar contigo, pero tengo que dirigir unas maniobras. Te dejo con alguien que tiene muchas más ganas de estar aquí que yo. Ella se encargará de todo.

Se da la vuelta y sale sin mirar atrás. Entonces, otra persona —más baja, de figura delicada— entra en la celda con un revoloteo de su capa negra. Pantalones recién planchados, botas relucientes, cara lavada… La chica está impecable, su larga melena oscura recogida en una coleta tirante. Va de uniforme: las charreteras doradas brillan en lo alto de su capa militar, lleva cordones blancos en los hombros y una insignia con dos flechas cosida en una manga. La capa negra ribeteada en oro cae hasta el piso, sujeta en el cuello por un nudo Canto. Me sorprende lo joven que parece, incluso más que cuando la conocí; es extraño que la República otorgue un rango tan alto a una chica de mi edad. Le miro la boca: los mismos labios que besé están ahora cubiertos por una capa de brillo. Un pensamiento absurdo me invade la mente: si no fuera culpable de la muerte de mi madre, si no me hubieran capturado por su culpa, si no deseara matarla, la encontraría impresionante. Casi me dan ganas de reír.

Ella se da cuenta de que la he reconocido.

—Supongo que este encuentro te hace tanta ilusión como a mí. Considera un acto de bondad extrema que haya pedido que te vendaran la pierna —dice en tono seco—. Te quiero ver en pie el día que te ejecuten, y no deseo que mueras antes por culpa de una infección.

—Gracias. Eres muy amable.

—Así que tú eres Day —repone ella haciendo caso omiso de mi sarcasmo. Me quedo callado.

La chica se cruza de brazos y me dedica una mirada penetrante.

—Aunque debería llamarte Daniel, ¿no? Daniel Altan Wing. Conseguí sacarle esa información a tu hermano mayor.

La mención de John hace que me incline involuntariamente hacia delante. Lo lamento de inmediato: la pierna me estalla de dolor.

—¿Dónde están mis hermanos?

Su expresión no varía. Ni siquiera pestañea.

—Ya no son de tu incumbencia.

Avanza varios pasos con la precisión y la seguridad propias de la elite de la República. Lo disimuló de una forma sorprendente cuando la conocí; pensarlo me enfada todavía más.

—Así es como funciona esto, Wing —dice en tono seco—. Te voy a hacer una pregunta y tú me vas a dar una respuesta. Empecemos con algo sencillo: ¿cuántos años tienes?

Clavo los ojos en los suyos.

—No debería haberte salvado en aquella pelea de skiz. Tendría que haber dejado que murieras.

La chica baja la vista, se saca la pistola del cinturón y me cruza la cara con la culata. Por un instante no veo más que una luz cegadora, y luego noto el sabor de la sangre en la boca. Oigo un chasquido y siento el frío del metal contra la sien.

—Respuesta equivocada. Voy a ser clara: si me das otra respuesta incorrecta, me aseguraré de que los gritos de tu hermano John se oigan desde aquí. A la tercera respuesta equivocada, sonarán también los gritos de tu hermano Eden.

John y Eden. Por lo menos, los dos están vivos. De pronto caigo en la cuenta de que la pistola no está cargada: el gatillo ha producido un sonido hueco. No me quiere matar. Solamente va a golpearme con la culata.

La chica no aparta el arma.

—¿Cuántos años tienes?

—Quince.

—Mucho mejor —baja la pistola un poco—. Y ahora llega el momento de que confieses algunas cosas. ¿Entraste por la fuerza en el banco Arcadia?

El lugar de los diez segundos.

—Sí.

—Entonces, fuiste tú quien se llevó de allí dieciséis mil quinientos billetes.

—Exacto.

—¿Reconoces haber destrozado el Departamento de Defensa Interna hace dos años y haber saboteado los motores de dos aviones de guerra?

—Sí.

—¿Prendiste fuego a diez aviones de combate que estaban estacionados en la base aérea de Burbank, preparados para dirigirse al frente?

—También; la verdad es que fue divertido.

—¿Asaltaste a un cadete que estaba de guardia en la frontera del sector Alta, en una zona en cuarentena?

—Lo até y repartí alimentos entre las familias enfermas. Qué gran delito, ¿verdad?

La chica continúa recitando mis hazañas, incluidas algunas que apenas recuerdo. Luego menciona un delito más: el último.

—¿Irrumpiste en la planta tercera del hospital central de Los Ángeles para robar suministros médicos? ¿Causaste la muerte de un capitán de la policía militar durante la incursión?

Subo la barbilla.

—Te refieres a un capitán llamado Metias, ¿verdad?

—Correcto —me dirige una mirada gélida—. Mi hermano.

De modo que esa es la razón por la que me ha dado caza. Tomo aire.

—Tu hermano… Yo no lo maté. No podría haberlo hecho. A diferencia de ustedes, yo no mato a la gente. Nunca.

La chica no contesta. Nos miramos y por un instante me invade una absurda oleada de compasión que desecho rápidamente. No puedo sentir lástima por una agente de la República.

Se gira hacia uno de los soldados de la puerta.

—El prisionero de la celda 6822. Córtenle los dedos.

Me abalanzo hacia ella, pero las esposas me retienen. La pierna me explota de dolor. No estoy acostumbrado a que nadie tenga tal poder sobre mí.

—¡Sí, yo entré en el hospital! —grito—. ¡Pero hablo en serio cuando digo que no lo maté! De acuerdo, lo herí: tenía que escapar y él intentó detenerme. Pero es imposible que lo matara; solo le hice una herida en el hombro con el cuchillo. Por favor… de verdad, responderé a tus preguntas. ¡Te he contestado a todas hasta ahora!

La chica me observa.

—¿Nada más que un hombro herido? Deberías haberte parado a comprobarlo.

Sus ojos desprenden una cólera tan profunda que me siento desconcertado. Intento recordar la noche en la que me enfrenté a Metias. Él me apuntó con la pistola, y yo le lancé el cuchillo y le di… en el hombro. Estoy seguro.

¿O no?

La chica le ordena al soldado que espere.

—De acuerdo con la base de datos de la República —dice—, Daniel Altan Wing murió de viruela hace cinco años en uno de nuestros campos de trabajo.

Resoplo. «Uno de nuestros campos de trabajo». Sí, claro, y el Elector gana su puesto democráticamente cada cuatro años. ¿De verdad se cree toda la basura y las mentiras que le han contado, o es que está burlándose de mí? Me viene a la memoria un antiguo recuerdo: una aguja penetrando en mis ojos, una fría camilla de metal, un foco que me ciega. La imagen se desvanece de inmediato.

—Daniel está muerto —replico—. Lo dejé atrás hace mucho.

—Cuando comenzaste a hacer travesuras en las calles, supongo. Cinco años atrás. Te acostumbraste a salir impune y bajaste la guardia, ¿no crees? ¿Alguna vez has trabajado para alguien? ¿Te han contratado? ¿Has estado vinculado a los Patriotas?

Niego con la cabeza. Una pregunta terrible empieza a abrirse paso en mi mente. ¿Qué habrá hecho con Tess?

—No. Han intentado reclutarme, pero prefiero trabajar solo.

—¿Cómo escapaste del campo de trabajo? ¿Cómo es que acabaste cometiendo actos de terrorismo por toda la ciudad de Los Ángeles, cuando deberías haber estado sirviendo a la República?

—Eso da igual, ¿no? Ahora estoy aquí.

Esta vez creo que le he tocado una fibra sensible, porque da una patada a la silla y me estampa la cabeza contra la pared. Por un momento lo veo todo negro.

—Voy a decirte una cosa: no da igual —masculla—. Porque si no hubieras escapado, mi hermano seguiría vivo. Y quiero asegurarme de que ninguna escoria callejera asignada a los campos de trabajo escapa del sistema, para que esto nunca se vuelva a repetir.

Me río en su cara. El dolor de la pierna no hace más que aumentar mi rabia.

—Ah, ¿así que eso es lo que te preocupa? ¿Que un puñado de fracasados consiga escapar de la muerte? Hay que ver lo peligrosos que son esos niños de diez años, ¿eh? Te estoy diciendo que te equivocas. Yo no maté a tu hermano. Tú, sin embargo, has asesinado a mi madre. ¡Solo te faltó empuñar la pistola que la mató!

El rostro de la chica se endurece, pero noto que vacila bajo su máscara impertérrita y, por un instante, veo a la persona que conocí en la calle. Se acerca tanto a mí que sus labios rozan mi oreja y su aliento me cosquillea en la piel. Un escalofrío me recorre la espina dorsal. Baja el tono de voz hasta que se convierte en un susurro que solo yo puedo escuchar.

—Siento lo de tu madre. La comandante me aseguró que no habría daños colaterales, pero no cumplió su palabra. Yo… —se le rompe la voz; esto suena casi como una disculpa, pero es demasiado tarde para pedir perdón—. Ojalá hubiera podido detener a Thomas. Tú y yo somos enemigos, no te equivoques, pero… preferiría que eso no hubiera sucedido —se endereza y hace ademán de marcharse—. Hemos terminado por ahora.

—Espera —digo, haciendo un esfuerzo por controlar la rabia. La pregunta en la que no quiero ni pensar sale antes de que pueda detenerla—. ¿Está viva? ¿Qué han hecho con ella?

La chica se vuelve; por la expresión de su cara, está claro que sabe perfectamente de quién hablo. Tess. ¿Está viva? Me preparo para lo peor.

—Ni idea. No tengo ningún interés en ese asunto —dice meneando la cabeza, y le hace un gesto a uno de los guardias—. No le den agua durante todo el día. Llévenlo a la celda del extremo del pasillo, a ver si mañana por la mañana está un poco más dócil.

Me resulta extraño ver cuadrarse a un soldado ante alguien tan joven.

Ha ocultado la existencia de Tess. ¿Por mí? ¿Por ella?

La chica se va y me quedo a solas con los soldados. Me levantan y me arrastran hasta la puerta. Mi pierna herida rebota sobre las baldosas; no puedo contener las lágrimas. El dolor me marea, me ahoga en un pozo sin fondo. Me obligan a recorrer un corredor que parece medir un kilómetro de largo. Por todas partes se ven soldados y médicos con gafas protectoras y guantes blancos. Deben de haberme traído al ala médica por lo de la pierna.

La cabeza se me cae hacia delante. No aguanto más. Me viene a la mente la imagen de mi madre, su cara cuando se desplomó en el suelo. ¡Yo no lo hice! Quiero gritar, pero no puedo: el dolor de la pierna copa todos mis sentidos.

Por lo menos, Tess está a salvo. Ojalá pudiera avisarla, pedirle que se vaya de California, que huya tan rápido como pueda.

Y entonces, en medio del pasillo, distingo algo que me llama la atención. Es un número rojo —un cero—, del mismo estilo que los que vi bajo el porche de mi casa y a la orilla del lago. Aquí. Giro la cabeza para verlo mejor. La puerta es opaca, pero cuando pasamos a su lado se abre para dejar paso a una figura cubierta por un mono blanco y una máscara de gas, y consigo echar un vistazo al interior de la sala. Un plástico que cubre una camilla. El bulto de un cuerpo. Sobre el plástico hay una equis roja.

La puerta se cierra y seguimos avanzando.

Mi mente procesa una serie de imágenes: los números rojos; la equis de tres aspas en la puerta de mi casa; el furgón médico que se llevó a Eden; los ojos de Eden, negros por la sangre.

Quieren algo de mi hermano pequeño. Algo que tiene que ver con su enfermedad. Vuelvo a recordar esa extraña equis.

¿Y si Eden no enfermó por casualidad? ¿Y si nadie se contagiara de la peste por accidente?

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