Laura

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PRIMERA PARTE » VIII · Mercedes

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VIII

MERCEDES

A mediados de agosto, Laura marchó a Bayona a vender las tres onzas de oro sacadas de Madrid y a hacer pequeñas compras. Ya les faltaba dinero. En la calle se encontró con una muchacha de casa de Mercedes, la novia de Luis. La muchacha se apresuró a acercarse a ella. Laura no la conoció al principio.

—Yo soy la doncella de la señorita Mercedes, la novia de su hermano —le dijo.

—Ah, ¿es que están aquí ya?

—Estamos en Biarritz, han venido la señorita Mercedes, su madre y su hermana.

—¿Y de Luis, de mi hermano, saben algo?

—Nada. La señorita Mercedes ha venido muy desmejorada, muy enferma. Están aterrados.

—¿Y por qué?

—¡Oh!, allí en Madrid han pasado cosas horribles.

—¿Y los señores?

—El señor y los señoritos fueron detenidos en el camino cuando iban a Valencia y ya no se sabe dónde están.

—¿Y siguen ustedes en su antigua casa, ahí en Biarritz?

—Sí, por ahora, sí. Luego, probablemente tendremos que mudarnos.

—¿Y qué hacen Mercedes y su hermana?

—En los días que llevamos aquí, la señorita Mercedes no ha salido. Si usted quiere ir a verla…

—Sí, sí, ya iré un día de estos. Iría ahora mismo, pero tengo que volver a casa.

—Si quiere se puede usted quedar a dormir; hay cama.

—No, ahora tengo que volver a casa de mi madre; mañana o pasado iré por allá.

No tenía ninguna gana de ver a la novia de su hermano. Pensaba que seguiría tan orgullosa y tan tonta como en Madrid.

Al decir a su madre que estaba Mercedes en Biarritz, doña Paz indicó:

—Debes ir. No está bien que no le hagas caso. ¡Qué van a decir!

Para marchar de Etchebiague a Biarritz lo mejor era tomar el autobús en la carretera y así lo hizo Laura al día siguiente.

Laura se asombró del aspecto de Mercedes y de su hermana. Estaban las dos flacas, fatídicas. Sobre todo Mercedes. No recordaba a la mujer fuerte, deportista, orgullosa de antes. Al ver a Laura comenzó a llorar.

—¿Y de Luis qué sabes?

—Nada, yo creo que lo han matado. ¡Qué bien hiciste en salir de Madrid! ¡Qué horrores hemos presenciado! ¡No te lo puedes figurar; yo no he visto nunca tantos muertos! ¡Lo que hemos pasado! ¡Qué registros, qué insultos! Nos llevaron un día a mi hermana y a mí a un centro de milicianos anarquistas. Yo pensaba: «Aquí se acabó todo, nos van a matar». Después no sé cómo se consiguió que dejaran salir a nuestra familia y en el camino echaron mano de mi padre y de mis dos hermanos y dijeron que no podían salir y se los llevaron. No sé lo que habrán hecho con ellos, un horror.

—¿Y a Luis, la última vez que le viste, cuándo fue?

—El mismo día de la revolución estuvo en casa. «Debéis salir —nos dijo— cuanto antes», pero ya era tarde.

—¿Y después, ninguna noticia?

—Ninguna.

—¿Y por dónde habéis venido? ¿Por Valencia?

—Sí, por Valencia, en un barco de guerra inglés. Lo malo es que no tenemos un cuarto, porque mi padre era el que llevaba todo el dinero.

—¡Qué situación!

—¡Horrible!

Mercedes la condujo a Laura ante su madre. Se hallaba esta enferma del susto y no hacía más que gemir, lamentarse y comparar la situación pasada con la del momento. La hermana, Adela, más inconsciente, no se daba cuenta clara de lo ocurrido. Al mismo tiempo que relataba, lloriqueando, hechos de Madrid, hablaba de las elegancias de Biarritz. Pensaba sin duda que con adornarse y pintarse iba a venir el joven millonario a postrarse a sus pies.

«Quédate aquí —dijo Mercedes a Laura—. Puedes telefonear a tu madre. Mi cuarto tiene dos camas. Hablaremos y hablando se consuela una.»

Laura se quedó por compromiso. Mercedes se mostró amable y cariñosa.

Las dos estuvieron charlando hasta muy entrada la noche. La situación les parecía difícil y critica. Además de la falta de recursos, no sabían qué resolución tomar.

Por la mañana, ya más tranquilas, pensaron en las posibilidades que había para vivir en Francia. La señora de García Pacheco dijo que tenía algunas alhajas buenas que bien vendidas podían valer unos miles de francos.

Al despedirse, Mercedes le dijo a Laura:

—Ya te contaré detalles de lo que he visto y de lo que ha pasado a las amigas. Tenemos que hablar y ver qué vamos a hacer.

Al día siguiente Laura volvió al molino de Etchebiague y contó a su madre solo parte de la entrevista con la novia de Luis, por la cual nunca había tenido amistad, pero que ahora le parecía mucho más simpática.

Una semana después se presentó en el molino de Etchebiague Mercedes, muy triste y desencajada. No recordaba a la deportista de Madrid.

«¿Qué le habrá pasado a esta chica?», pensó doña Paz.

—He tenido una conversación con mi madre para poner nuestras cosas en claro —dijo Mercedes.

—¿Y habéis decidido algo? —le preguntó Laura.

—Yo por mi parte, sí. Mi madre cree, no sé por qué, que lo de España va a ser breve; yo le he dicho: «Ni tú ni yo sabemos lo que va a durar esto; pero hay que prepararse como si fuera algo largo». ¿No te parece?

—Me parece muy exacto.

—Así, hemos quedado en que dejaremos la casa de Biarritz y tomaremos otra más barata. La dueña nos ha salido con la historia de que si hubiera sabido esto hubiese alquilado la villa a una familia inglesa que le ofreció mucho más de lo que nosotros pagamos, y ha añadido que después de tener la consideración de dárnosla tan barata, salimos ahora con que no la queremos. Yo la he dicho secamente: «Señora, sobre todo hay que tener sentido común. Si fuera por nosotras, no estaríamos en esta situación lamentable». La señora ha llamado a su marido, ha comenzado su reclamación, yo le he contestado, y el marido ha dicho que yo estaba en lo cierto.

—Menos mal.

—Después se ha pensado en lo que debemos de hacer con las dos muchachas madrileñas que hemos traído. Una quiere quedarse con nosotras, por lo menos, por ahora; la otra la toma en seguida el amo de la villa que dejamos.

—¿Así que eso también lo habéis resuelto?

—También.

—¿Y a dónde vais?

—Hemos encontrado un cuartito pequeño; segundo piso, encima de un garaje en el camino de Bayona, que no tiene más que dos piezas y la cocina y lo vamos a alquilar.

—¿Os cuesta mucho?

—No, trescientos francos al mes. Después hemos preguntado en varias joyerías qué es lo que pueden dar por las alhajas buenas que tiene mi madre. Hemos ido cada una a una joyería distinta; pensamos que llegarán a dar unos veinte mil francos.

—No es mucho.

—¡Qué va a ser! Pero mi madre y mi hermana, que no tienen idea del dinero, piensan que es para toda la vida.

—Si no tenéis mucho cuidado, eso se os va en seguida.

—Por último, como a mí me fastidia el no darse cuenta de las cosas de mi madre y de mi hermana, les he dicho que creo que lo mejor es que nos separemos. Ellas piensan que sus amigos españoles de Biarritz, ricos, se van a ofrecer para todo. Yo no lo creo y supongo que habrá que trabajar. Yo estoy dispuesta a ir de criada si es necesario.

—Pero no estás en ese caso.

—No, pero lo voy a estar dentro de poco.

—¿Y si te separas de tu familia, a dónde piensas ir?

—Aquí, si me dejáis.

—¡Por Dios, chica!, con mil amores.

—Ya veré si me dan algún dinero en casa.

—Pero no es necesario para que vengas aquí; no te preocupes por eso.

—No es necesario, pero es justo. Una persona más, cuesta, y vosotras no estáis en buena situación.

—Sí, es verdad.

—Pues nada, cuando tenga arreglado mi asunto, me presento aquí. ¿Tendréis sitio en la casa?

—De sobra.

—¿No le molestaré a doña Paz?

—Por el contrario. Creo que siente por ti gran simpatía.

—Pues dentro de poco estoy con vosotras.

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