Laura

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TERCERA PARTE » IV · Pequeñas excursiones

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IV

PEQUEÑAS EXCURSIONES

Días después, Golowin las llevó por la mañana a ver la ciudad, que parecía salida de una caja por ser tan limpia, tan pintada y ornamentada.

Vieron el puente cubierto de los Molinos con sus varios cuadros, reproducción de la Danza Macabra que hubo anteriormente en Basilea. Después, el de la Capilla, que cruza el río Reuss antes de salir al lago y que tiene una torre. Este puente forma un zigzag y está adornado con pinturas de la vida de San Leodegardo y de San Mauricio, patronos de la ciudad, y de otros cuadros que representan acontecimientos de la historia suiza.

Golowin les habló de Zwinglio, cura fanático y radical, que no contento con predicar, guerreaba y que murió en la torre del puente, herido, después de una batalla.

Estuvieron también a ver «el león de Lucerna», que está tallado en hueco en una roca. El león cuyo modelo hizo Thorwaldsen entre 1819 y 1821, está dedicado a los suizos muertos en la Revolución francesa, en defensa de la monarquía, y tiene esta inscripción: «Helvetiorum fide ac virtute» (a la fidelidad y virtud de los suizos). Golowin dijo que virtute debía traducirse mejor por valor que por virtud. Natalia pidió a su padre que les llevara a otros sitios en auto. Estuvieron por la tarde en Morat o Murten, donde hay un gran castillo, y un lago con antiguos palafitos. Aquí hubo una batalla entre borgoñones y suizos perdida por los primeros, a quienes mandaba Carlos el Temerario.

A Laura le recordó algo este lago de Morat, y pensando en ello le vino a la memoria que era una novela del vizconde de Arlincourt que tenía su madre y que ella leía de chica, titulada: «El solitario del monte salvaje», con una laminita con esta leyenda:

—«¡Cielos! ¿Dónde estoy?» —decía la virgen del monasterio.

—«En el osario del Morat» —contestaba otro con gran solemnidad.

Kitty se rio mucho de este recuerdo. Después fueron al lago de Neufchâtel. Las forasteras lo encontraron, por sus alrededores, con un aire de bahía del mar. Anduvieron por la ciudad, que les pareció muy alegre. Encontraron Neufchâtel un pueblo elegante y bonito y pasaron por las hermosas calles y avenidas.

—¿Por qué no nos dejas estar aquí esta noche, papá? —preguntó Natalia.

—Muy bien. Si es deseo general, aceptado —contestó el padre.

Cenaron en una terraza del café que daba al paseo del lago. El anochecer fue espléndido, tranquilo, de una temperatura suave.

Todavía después de cenar anduvieron paseando por el pueblo. Natalia hubiera querido embarcarse en una lancha y andar por el lago a la luz de la luna, pero Golowin no lo aceptó y se negó rotundamente. Natalia se echó a reír en vista de la oposición seria de su padre.

Se acostaron y al día siguiente, por la mañana, fueron en automóvil a Berna.

La ciudad la encontraron un poco seria y sombría. Comieron en el café Central, lleno de gente. Después vieron la fosa de los osos, hundida en el suelo, y Natalia echó zanahorias secas, que se vendían en paquetes, a los plantígrados encerrados allí.

Una de las cosas que celebró la niña fue ver que una señora inglesa vertió un chorro de leche de una botella desde lo alto y un oso pequeño puesto de pie tuvo la habilidad de bebería y se relamió satisfecho.

Por la tarde volvieron al lago de Lucerna, durmieron en un hotel de Saint Nicklausen y en el camino vieron la casa donde vivió Wagner, convertida en museo. Al día siguiente estaban en casa. Por la noche y por la radio oyeron un concierto de Cremona, en el aniversario de Stradivarius. Tocaban solo a Bach y a Boccherini, y tocaban muy bien; la gente aplaudía con gran entusiasmo.

Pronto pasaron los quince días y Kitty Bazarof se marchó a París con gran sentimiento suyo porque, según dijo con una efusión ingenua y cómica, adoraba a Golowin.

Después de estudiarlo y pensar en él había encontrado que debía parecerse a los herejes españoles del tipo de Miguel Servet, lo que era su manía.

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