Laura

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TERCERA PARTE » V · Los amigos

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V

LOS AMIGOS

Laura comenzó a llevar una vida monótona y agradable; tenía la impresión de que iba a cansarse pronto de aquella tranquilidad. Las lecciones de Natalia constituían lo más importante de sus trabajos. Le gustaba también ocuparse de los pequeños acontecimientos de la casa.

Tenían una cocinera, un mozo, una doncella y una mujer que hacía de criada para todo, una gigantesca alemana a quien el señor Golowin apodaba la Walkiria. Se llamaba Marta. No hablaba más que alemán y comenzaba a decir alguna que otra palabra en francés.

Entre la señora Bergmann y Marta solía haber discusiones y riñas. La Walkiria era muy hitleriana y, a veces, en el jardín donde trabajaba con la azada, ponía algunas flores que trazaban una cruz esvástica, y también había hecho una torta con adornos de cruces esvásticas de canela o de vainilla. Era una mujer muy independiente y muy poco sentimental. En la casa había una gata con cinco crías que estaban cuidadas por Golowin y por su hija.

—¿Para qué quiere usted estos gatos? —le preguntó Marta a la señora Bergmann un día—. Si usted quiere, yo los mataré ahora mismo.

Marta tenía una personalidad selvática y un tanto demoniaca. Un orgullo extraordinario. Se consideraba ofendida por muchas cosas. Creía que la querían rebajar por gusto.

Marta daba contestaciones absurdas.

—¿Por qué se marcha usted sin avisarme? —le preguntó la señora Bergmann una vez.

—Porque soy libre.

—Yo necesito saber cuándo está usted o no en casa —añadió la señora.

—Las horas que no tengo trabajo hago lo que quiero.

Aquella mujer era activa y turbulenta. La hija de Golowin, Natalia, la miraba con asombro y con cierta simpatía. Un día, la «Walkiria» estaba arreglando el jardín con la azada y le llamó la señora Bergmann. Marta tiró la azada, se acercó a la terraza y saltó a la cocina por una ventana que tenía cerca de dos metros de alta sobre el suelo.

Marta decía que soñaba con frecuencia con luchas de lobos feroces. Unas veces se acometían entre ellos y otras la atacaban y se defendía a palos.

La doncella, Fanny, de cerca de Neufchâtel, de una aldea, era muy seria, protestante y usaba anteojos, hablaba francés, miraba a la Walkiria como a un individuo raro y le hacía observaciones discretas.

Había pequeños detalles que a Laura le divertían mucho. Trajeron a un hombre ya de más de cuarenta años para que limpiara el jardín y ayudara a la Walkiria. Era un hombre alto, rubio, de buen aspecto, con barba y melena, pero trabajaba tan poco que casi no hacía nada.

Golowin dijo de él, sonriendo:

—Es un ario noble y no puede trabajar como otro tipo vulgar.

A Golowin todo el mundo le parecía bien. No sentía antipatía ni odio por nadie y cuando se le hablaba de acciones malvadas, de sentimientos innobles, daba explicaciones cándidas y absurdas. Una canallada de perversa índole la atribuía a una educación deficiente, a una confusión, a un razonamiento inexacto o alguna otra cosa parecida.

A fuerza de tener buenas condiciones había llegado a colocarse en el mundo en una posición de las más cómodas en que podía colocarse un hombre.

En la casa todo el mundo tenía gran entusiasmo por el patrón. Los criados le miraban y le sonreían, los amigos se sentían a veces celosos unos de otros. Era un hombre tan condescendiente y tan amable que era difícil no tenerle simpatía. Producía atracción entre la gente, quizá sobre todo en las personas humildes. Su misma condescendencia le producía la aversión pasajera de sus conocidos, que le reprochaban el ser indiferente y versátil, el no dar importancia a las cosas y el sentir fácilmente simpatía por otros.

Uno de los visitantes de la casa era un músico viejo, violinista, que anduvo viajando por el mundo y sacó a flote una familia numerosa con su trabajo. Se llamaba Müller. ¿Qué le faltaba a este hombre para llegar a ser una celebridad? Era difícil saberlo. Efectivamente, no le faltaba arte, ni conocimientos, ni maestría, pero no había llegado a la fama. Él se felicitaba de ello porque decía que el éxito lo hubiera impulsado a hacer tonterías que no hizo.

Golowin lo consideraba como un verdadero germano de tipo aquilino. Era hombre amable, tocaba algunas veces con Laura, aunque esta aseguraba que no podía acompañarle porque no estaba a su altura.

Otro de los visitantes que iba con frecuencia era un viejo alcohólico. Este había estado entre España y Filipinas quince o veinte años y tenía por los toros y por las costumbres españolas una admiración extraordinaria. El señor Keller era de Basilea y conocía a Golowin de allá. Estaba retirado, tenía una pequeña pensión y pasaba una temporada el verano en casa de un amigo de Lucerna.

A este suizo españolista, Golowin le llamaba el Español. Era un aventurero, borracho, un poco cínico y entusiasta de los toros, que le parecían algo serio y admirable. El señor Keller, muy amigo del vino, no hacía más que repetir siempre las mismas anécdotas, pero, sin duda, a Golowin le hacían gracia y no le importunaban. Él tenía admiración por Golowin, a quien llamaba San Golowin porque lo consideraba como un bendito.

Era hombre grande y fuerte, con aire de toro, el pelo rojizo y unas manazas poderosas. Comía como un bárbaro y bebía lo mismo. Se le invitaba a comer con frecuencia.

Alguna vez decía a la señora Bergmann:

—Deme usted más, porque esto debe de estar muy bueno.

—¿No lo sabe usted? —le preguntaba ella con cierto desdén.

—No, todavía no. Cuando haya comido más lo sabré.

Keller decía muchos refranes. Aprovechaba la ocasión para enfilarlos sin gran oportunidad. Así que en su charla en español aparecían proverbios clásicos: «A perro viejo, no hay tus tus»; «el comer y el rascar, todo es empezar»; «no es tan fiero el león como lo pintan», etcétera.

—¿Quién le iba a decir a usted —exclamó Golowin, dirigiéndose a Laura con humor— que se iba a encontrar en Suiza con el auténtico Sancho Panza? Pues aquí lo tiene usted.

—No me ofende lo que dice usted de mí San Golowin —replicó Keller—, porque Sancho Panza es un sabio y yo he leído libros de grandes escritores antiguos y modernos que no me han parecido de una filosofía superior a la de Sancho Panza.

—¿Pero de verdad los ha leído usted?

—Sí, sí. Le diré a usted que debajo de una mala capa se esconde un buen bebedor.

Muchas anécdotas de almanaque le oyó contar y repetir Laura, algunas ya muy conocidas. Contaba con repertorio completo. Como Golowin tenía un espíritu científico, las catalogó en suizas, de gente conocida, españolas, filipinas, de salvajes y definiciones.

Golowin, en broma, le atacaba por sus anécdotas y le decía que eran viejas y de almanaque. Keller las contaba en francés y, si estaba delante Laura, en español. Golowin le salía al encuentro. De las españolas contaba con fruición esta, conocida:

«Como se sabe, en un pueblo de Andalucía, durante un sermón de la Pasión, predicado por un fraile elocuente, todo el mundo lloraba a lágrima viva menos un campesino, arrimado a un pilar, a quien no le hacía efecto la plática. Se le preguntó después qué le pasaba, porque no estaba conmovido. Él siguió frío e indiferente:

»—¿Pero usted, compadre, no ha llorado? —le dijo uno.

»—No.

»—¿Y por qué?

»—Porque yo no soy de la pirroquia —contestó él.»

—Bien, no tiene gracia, pero es curiosa —dijo Golowin.

De uno de los sabios, profesor de matemáticas de Zúrich, decía que conservó la memoria hasta la muerte. Estaba acabando y ya no hablaba, cuando le preguntó un colega al oído:

—¿La fórmula de la circunferencia?

»—Pi r 2 —contestó él, y se quedó muerto.»

—Amigo Keller, anécdota vulgarísima —dijo Golowin—, atribuida a varias personas.

—Entre nosotros —decía la señora Schulze— todos somos personas decentes. Cierto que mi cuñado hace versos, pero nosotros no tenemos la culpa y además no es de nuestra sangre.

—Eso ya está bien —indicó Golowin al oírlo—. Es muy suizo.

El señor Keller contaba también anécdotas de Filipinas, en donde había estado.

En la casa en que trabajaba él, eran muy religiosos. Un fraile que les visitaba les dijo una vez:

—Está bien que trabajen ustedes, pero hay que pensar en la salvación del alma.

El que hacía de jefe de los empleados, que era un vasco, contestó al fraile muy ingenuamente:

—Si el tiempo que tenemos que dedicar a la salvasión del alma se considera dentro de las horas de ofisina lo aseptamos con gusto, pero si se considera fuera, nos tendrían que dar un extraordinario.

Otra anécdota que contaba de Manila le producía una gran alegría a Keller.

Un sabihondo de la ciudad, un pedante que estaba en una tertulia de señoras, encontró en un periódico un suelto que decía: «El brickbarca La bella Julia ha salido esta mañana de la bahía impulsado por un hermoso viento del S. E. (sudeste)».

El pedante leyó así:

«El brickbarca La bella Julia ha salido esta mañana de la bahía impulsado por un hermoso viento de Su Excelencia».

El dueño de una funeraria recibió de un señor viudo un encargo de poner en una corona: «Descansa en paz, hasta que nos veamos».

Una hora más tarde el cliente telefoneó: «Ponga usted en la corona como le he dicho: “Descansa en paz, hasta que nos veamos”, y añada “en el cielo” si hay sitio en la cinta».

El de las pompas fúnebres hizo el encargo, y como estaba acostumbrado a fantasías no le chocó, y al día siguiente, cuando la corona se puso en el coche fúnebre, la gente leyó con asombro: «Descansa en paz. Hasta que nos veamos en el cielo, si hay sitio».

El señor Keller decía: «En Filipinas los españoles se burlaban de mí porque no hablaba bien el castellano y me decían que únicamente me aceptarían entre los suyos cuando recitara una relación que empieza diciendo: “El perro de San Roque no tiene rabo”».

De los salvajes contaba varias historias, algunas de almanaque, otras inéditas.

—Los tagalos de Filipinas —dijo una vez— siguen practicando la magia con cosas modernas. A un paralítico, un médico tagalo le mandó frotarse con gasolina porque decía: «Si la gasolina hace andar a los autos, hará andar a las personas».

—¿Y qué le pasó al enfermo?

—Que se curó.

—Es curioso —dijo Golowin.

Luego Keller contó una historieta de almanaque:

—Un misionero vio llegar a un jefe de caníbales que quería hacerse cristiano. Le interrogó, le preguntó por su vida y costumbres y se enteró de que era polígamo.

»—Hasta que no tengas más que una mujer —le dijo— no vengas por aquí, no puedes ser cristiano.

Al cabo de algún tiempo el buen salvaje se presentó humildemente:

»—Mire usted, padre —le dijo al misionero—, ya no tengo más que una mujer.

»—Muy bien, muy bien, hijo mío, ¿y qué has hecho con las otras?

»—Me las he ido comiendo, padre mío.

—Amigo Keller, eso es viejo, muy viejo. Inaceptable.

—Dirá San Golowin que también es viejo lo que yo he oído a un viajero que contaba que en la Australia había sido mordido por un boomerang, y no decía que le había envenenado por milagro.

—No, no. Eso no es viejo. Está bien.

Cada una de estas anécdotas terminaban con grandes risotadas que a la señora Bergmann le indignaban. Además de las anécdotas, había las definiciones y las frases: «Las mujeres son como las chuletas —decía—, cuanto más se les bate, están más tiernas.»

Pronto se acostumbraron a oír al chusco como quien oye llover.

El viejo Keller tenía entusiasmo por Laura, que le escuchaba, y muchas veces iba con algún ramo de flores para ella y antes de entregárselo, con un aire sentimental, llevaba el ramo al pecho a la altura del corazón y se lo daba después.

Ella sonreía y tomaba las flores.

—¿En su tiempo era usted un enamorado, Keller? —le decía Laura.

—Sí, entonces no me ocupaba, como ahora, tanto de la comida.

—¿Y no tuvo usted éxito?

—Poco.

Golowin trajo su violoncelo, que hacía mucho tiempo lo tenía olvidado, y tocaron a dúo, Laura y él, algunos trozos de Schumann, muy bien.

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