Laura

Laura


Primera Parte » 2

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Aunque haya dedicado una parte de mi trabajo al estudio del crimen, jamás condescendí a relatar una historia de misterio. Aun cuando me exponga a parecer algo menos que modesto, citaré mis propias palabras.

La frase que abre mi ensayo literario Of Sound and Fury (El sonido y la furia)[1] es oportuna en este momento: «Cuando durante la campaña electoral de 1936 supe que el presidente era un gran aficionado a las historias de misterio, voté en seguida al candidato republicano».

Mis prejuicios no se han disipado aún. Sigo considerando el relato de misterio convencional como un exceso de ruido y furor que significa algo peor que nada, una bárbara necesidad de violencia y venganza, para esa horda tímida que se conoce con el nombre de público lector. La literatura de la investigación criminal me aburre tanto como su práctica irritaba a Mark McPherson. Sin embargo, estoy obligado a contar esta historia (lo mismo que él estaba obligado a proseguir sus pesquisas), debido a mi intensa participación sentimental en el caso Laura Hunt. Presento mi narración no tanto como un relato detectivesco, sino como una historia de amor.

¡Ojalá fuese yo su héroe! Me imagino ser una criatura melancólica, arrastrada inconscientemente hacia un amor nacido de la violencia y destinado a la tragedia. Me inclino a pensar de mí en tercera persona. Muchas veces (al sufrir una gran adversidad) alivio mi pesar sustituyendo el recuerdo desagradable por otra encantadora cita de Vida y épocas de Waldo Lydecker. Raras son las noches en que puedo adormecerme sin el sedante de alguna frase tan heroica como ésta: «Waldo Lydecker hallábase impertérrito al borde de un precipicio donde rugían diez mil leones furiosos».

Hago esta confesión aun a riesgo de caer en el ridículo. Mis proporciones físicas, si algo son, son demasiado heroicas. Mido un metro noventa de altura, pero la magnificencia de mi esqueleto permanece oculta por una masa de carne. Mis sueños son demasiado pequeños, en contraste. A pesar de todo, me atrevo a decir que si los sueños de cualquier hombre normal se expusieran, como los dibujos de Dalí, a los ojos vulgares de las masas, no quedaría seriedad ni dignidad sobre la tierra. En ciertas épocas de la historia, ser gordo era considerado como indicio de buena salud, pero ahora vivimos en una era en que el ejercicio se estima como algo sagrado y los héroes son siempre delgados. Más de una vez he intentado adelgazar, pero siempre lo he dejado, cuando me he dado cuenta de que, como Shylock, amo cada una de mis libras de carne. De manera que a los cincuenta y dos años he aprendido a soportar mi peso con la misma filosófica calma que sufro los rigores del clima y las noticias de la guerra.

Pero no será posible escribir heroicamente sobre mi persona en los capítulos en que Mark McPherson anima la historia. Hace mucho tiempo que aprendí a defenderme en un mundo que también contiene a Shelby Carpenter, pero el joven detective es un hombre más potente. En Mark no hay cera ninguna; es una dura moneda de metal que imprime su sello característico en los que procuran moldearlo.

Mark tiene una personalidad definida, pero no sencilla. Sus complejidades le perturban. Es un menospreciador del lujo, pero al mismo tiempo le encanta, vitupera mi colección de cristalería y porcelana, mi Biedermeier y mi biblioteca, pero envidia la cultura que ha llegado a saber apreciar las superficies brillantes. Su observación acerca de mi preferencia por los hombres que no lo son al ciento por ciento revelaba su propia sensibilidad. Educado en un mundo que solamente aprecia los cientos por ciento, aprendió, siendo ya hombre, lo que yo sabía cuando era un miserable y obeso adolescente; a saber, que los cojos, los lisiados y los ciegos, tienen más malignidad en sus almas, por lo tanto, más inteligencia. Al alimentar un sufrimiento oculto sondean los dolores y debilidades del prójimo. El secreto para encontrar es sondear. A través de mis lentes telescópicos descubrí en Mark la debilidad que una vista normal nunca hubiera descubierto.

La dura moneda de metal que es su carácter no logra suscitar mis celos. Envidio los huesos sufridos, los músculos torturados, las cicatrices cuya existencia pide esa firmeza de paso, ese austero erguimiento militar. Mis propios defectos —mi obesidad, mi astigmatismo, la blandura de mi carne pálida— no pueden de ninguna manera pretender una apología tan heroica. Pero una tibia de plata, ¡la herencia de un malhechor agonizante! Sólo en la anatomía de este hombre hay ya toda una novela.

Durante una hora entera, después de que se marchara, me quedé sentado en el sofá, medio absorto, dándole vueltas a mi envidia. Aquella hora agotó mis fuerzas. Busqué un poco de alivio en el epitafio de Laura, pero el ritmo me fallaba, las palabras no acudían, Mark me había dicho que yo acostumbraba a escribir con fluidez, pero sin decir nada. Algunas veces había sospechado ese defecto en mi talento, pero nunca lo había reconocido francamente. Aquel domingo a las doce, me veía como un obeso, remilgado e inútil varón de mediana edad y problemáticos atractivos. Por eso era lógico que despreciara a Mark McPherson. Pero no podía hacerlo, porque a pesar de todas sus asperezas, él era el hombre que yo hubiera debido ser: el héroe de la historia.

El héroe, pero no el intérprete. Ése es mi omnisciente papel. Como narrador e intérprete, describiré escenas que nunca vi y transcribiré diálogos que nunca escuché. No puedo presentar excusas por mi atrevimiento. Soy un artista, y mi trabajo estriba en volver a crear los incidentes y los caracteres. Conozco a toda esa gente; sus voces resuenan en mis oídos, y con sólo cerrar los ojos puedo contemplar sus gestos característicos. Mis diálogos escritos tendrán más claridad, concisión y serán más característicos que los que ellos mantuvieron oralmente, porque yo puedo redactar al escribir; mientras que ellos sostuvieron sus conversaciones de una manera vulgar, sin cuidarse de la presentación de las escenas. Cuando me describa como personaje de la historia, procuraré presentar mis defectos con la misma objetividad, como si no fuera más importante que cualquier otra figura de esta novela macabra.

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