Laura

Laura


Primera Parte » 3

Página 9 de 41

3

Susana, la tía de Laura, había cantado en comedias musicales. Luego enviudó. El período intermedio (el de su casamiento) es mejor olvidarlo. Desde que la conozco, nunca la oí lamentar al difunto Horacio Q. Treadwell. La noticia de la muerte de Laura la hizo acudir presurosa desde su finca de verano en Long Island a su caserón de la Quinta Avenida. La acompañaba una feísima criada finlandesa llamada Helga. Ésta fue quien abrió la puerta a Mark, conduciéndole por un laberinto de oscuros pasillos hasta un vasto salón sin alfombrar, donde cada mueble, cada cuadro y cada objeto de adorno tenía una funda de tela rayada.

Era ésta la primera visita de Mark a una casa particular de la Quinta Avenida. Mientras aguardaba, se paseaba por el largo salón, aproximándose y alejándose de su flaca y oscura silueta reflejada en un gran espejo con marco dorado. No hacia más que pensar en el afligido novio. Laura iba a casarse con Shelby Carpenter el jueves siguiente. Ya se había hecho el análisis de sangre y llenado la solicitud de licencia matrimonial.

Mark conocía al detalle todos estos acontecimientos porque Shelby se había mostrado sorprendentemente franco con el sargento de policía que le interrogó por primera vez. Doblada en el bolsillo de su chaqueta, llevaba Mark una copia de la descripción del último encuentro de los novios. Las circunstancias eran corrientes, pero no convencionales. Laura se había contagiado de la manía de salir todos los fines de semana, y desde el primero de mayo hasta fines de setiembre se unía a la turba fanática en los viajes de todos los sábados a Connecticut. La vieja casa descrita en The Fermenting of New England (El fermento de Nueva Inglaterra)[2] era el transformado granero de Laura. Su jardín sufría una perniciosa anemia y el dinero que se gastaba para fertilizar aquel suelo rocoso sólo había dado por resultado una orquídea morada cada día del año y algún que otro Odontoglossum grande los domingos. Pero ella seguía creyendo que ahorraba una inmensa fortuna porque durante cinco meses del año no tenía que comprar flores más que una vez por semana.

Yo fui allí una vez; pero luego, nada pudo persuadirme para que volviera a poner los pies en el tren de Wilton. Sin embargo, Shelby no era una víctima a la fuerza. Algunas veces, Laura se llevaba a Bessie, su criada, librándose de esta manera de los quehaceres domésticos, con los cuales pretendía disfrutar. Aquel viernes decidió dejar a Shelby y a Bessie en la ciudad. Dijo a Shelby que necesitaba cuatro o cinco días de soledad para tender un puente entre la campaña de propaganda de unas cremas de belleza y su luna de miel, porque no quería estar nerviosa al comenzar su nueva vida. Nunca se le ocurrió que ella pudiese tener otros planes. Tampoco puso objeciones a su cena de despedida conmigo. Laura había decidido, o por lo menos eso le dijo a Shelby, salir de mi casa a tiempo para tomar el tren de las diez y veinte.

Laura y Shelby trabajaban en la misma agencia de publicidad. A las cinco de la tarde del viernes, él fue a verla a su oficina. Ella le dio a su secretaria las últimas instrucciones, se pintó los labios, se empolvó la nariz y bajó con él en el ascensor. Tomaron unos martinis en el Tropical, un bar frecuentado por agentes de publicidad y guionistas de radio. Laura habló de sus proyectos para la semana. No estaba segura respeto a la hora en que regresaría, pero no esperaba que Shelby fuese a buscarla al tren. El viaje de ida y vuelta a Wilton no era para ella más que un paseo en metro. Fijó el miércoles como fecha de regreso y prometió telefonear a su novio en cuanto llegara.

Mientras Mark consideraba todo esto, con los ojos fijos en el tablero de ajedrez que formaban las maderas claras y oscuras del suelo del salón, se dio cuenta de que su inquietud era objeto de una nerviosa atención. El gran espejo reflejó una figura, su primera impresión de Shelby Carpenter. Resaltando en medio del mobiliario enfundado, Shelby parecía una brillante silueta impresa en el llamativo anuncio de una película, fijado en el sombrío granito de un antiguo teatro de ópera. El traje oscuro elegido para ese día de luto no podía apagar su vívida magnificencia. La energía viril brillaba en su piel curtida, relucía en sus claros ojos grises, hinchaba sus fuertes bíceps. Más tarde, cuando Mark me contó el encuentro, me confesó que se había quedado sorprendido por una intensa impresión de familiaridad. La voz de Shelby le resultaba extraña, pero la mesurada sonrisa de sus labios le había parecido tan familiar como su mismo pensamiento. Durante toda aquella entrevista, y en algunos encuentros posteriores, Mark quiso recordar, pero en vano, alguna asociación anterior. El enigma le llenaba de furor. Su fracaso parecía indicarle que sus facultades iban decayendo. Los encuentros con Shelby disminuían su confianza en sí mismo.

Tomaron asiento en los extremos opuestos del salón. Shelby ofreció a Mark, que aceptó, un cigarrillo turco, pero el joven se sentía tan agobiado por el lujo de la casa, que apenas tuvo valor para pedir un cenicero. Así era el hombre que había hecho frente a la metralleta.

Shelby se había portado valientemente en el interrogatorio del Departamento Central. A medida que su melodiosa voz repetía los detalles de la trágica despedida, daba a entender a las claras que no quería que su visitante se esforzase en expresarle sus condolencias.

—De manera que la dejé en un taxi y le di al conductor la dirección de la casa de Waldo Lydecker, Laura me dijo: «Adiós, hasta el viernes», y se incorporó para besarme. A la mañana siguiente la policía vino a decirme que Bessie había encontrado su cadáver en el apartamento. Yo no podía creerlo. Laura estaba en el campo. Era lo que ella me había dicho, y nunca hasta entonces me había mentido.

Mark dijo:

—Nosotros hemos interrogado al chófer del taxi y nos ha dicho que, en cuanto doblaron la esquina, Laura le dijo que no la llevara a casa del señor Lydecker, sino a la Estación Central. Había telefoneado antes a Lydecker anulando la cita que tenían concertada. ¿Por qué cree usted que le mintió?

El humo del cigarrillo salía de la boca de Shelby formando espirales.

—No puedo creer que me haya mentido. ¿Por qué iba a decirme que cenaba con Waldo si no pensaba hacerlo?

—Mintió dos veces. Primero, diciendo que cenaría con Lydecker, y segundo, afirmando que saldría de la ciudad esa misma noche.

—No, no puedo creerlo… Éramos siempre tan sinceros el uno con el otro…

Mark no hizo ningún comentario, pero siguió diciendo:

—Hemos interrogado a los mozos que estaban de servicio el viernes por la noche en la Estación Central y dos de ellos recuerdan su cara.

—Ella siempre tomaba el tren del viernes por la noche.

—Ahí está la trampa. El único mozo de cuerda que jura haber visto a Laura esa noche, también preguntó si su retrato saldría en los periódicos. De manera que por allí no hay más que averiguar. Ella pudo tomar otro taxi en las salidas que dan a la Avenida Cuarenta y Dos o a la Avenida Lexington.

—¿Por qué? —Shelby exhaló un suspiro—. ¿Por qué habría de hacer algo tan ridículo?

—Si lo supiéramos tal vez tendríamos así una buena pista. Hablemos ahora respecto a su coartada, señor Carpenter…

Shelby gruñó:

—No necesito que vuelva a contármela. Tengo todos los detalles. Usted cenó en el restaurante Myrtle de la Avenida Cuarenta y Dos, luego anduvo hasta la Quinta Avenida, cogió un autobús hasta la Avenida Ciento Cuarenta y Seis y compró una entrada de veinticinco centavos para un concierto…

Shelby hizo un pucherito con la boca, lo mismo que un chiquillo.

—He tenido algunos reveses, ya lo sabe usted. Por eso procuro ahorrar dinero cuando salgo solo, pero ya estoy recuperándome otra vez.

—Ahorrar dinero no es una vergüenza. Hasta ahora ésa es la explicación más razonable que se haya dado a cosa alguna. Después del concierto volvió a su casa a pie, ¿no es cierto…? Es una buena distancia.

—El ejercicio del pobre —dijo, con débil sonrisa.

Mark dejó el asunto de la coartada y con uno de sus característicos y rápidos flechazos, le preguntó:

—¿Por qué no se casaron antes? ¿Por qué duró el noviazgo tanto tiempo?

Shelby se aclaró la garganta.

—¿Cuestión de dinero?

Las mejillas de Shelby se tiñeron de rubor y dijo con amargura:

—Cuando yo trabajaba en Rose, Rowe and Sanders ganaba treinta y cinco dólares a la semana. Laura ganaba ciento setenta y cinco.

Se detuvo, vacilante. El carmín de su rostro se encendió todavía más al decir:

—No es que yo tuviera celos de su éxito. Ella era tan inteligente que yo la reverenciaba y respetaba deseando que ganase cuanto le fuera posible. Créame, señor McPherson. Pero eso es muy duro para el orgullo del hombre. Mis ideas sobre las mujeres… son distintas.

—Y ¿por qué decidió casarse?

—Tuve algunos éxitos.

—Pero Laura continuaba teniendo un empleo mejor que el suyo. ¿Por qué cambió de parecer?

—No había tanta diferencia. Mi sueldo, aunque no muy grande, era bastante respetable, y yo veía que mejoraba. Además he ido pagando mis deudas. A ningún hombre le gusta casarse mientras debe dinero…

—Excepto a la mujer con quien se casará —añadió una voz chillona.

Mark vio reflejada en el espejo la silueta de una mujer. Era bajita, vestía de riguroso luto y llevaba debajo del brazo derecho un perrito de Pomerania cuya mantita de color castaño rojizo armonizaba con su lustroso pelaje. Al detenerse en la puerta, con las estatuas de mármol y las figurillas de bronce detrás de ella, su imagen encuadrada en el espejo de marco dorado parecía un cuadro pintado por alguno de los imitadores de Sargent, que no supieron transportar al siglo veinte la dignidad del siglo diecinueve. Mark había visto a la señora Treadwell en el Depósito, y le había dado la impresión de que era demasiado joven para ser tía de Laura, pero ahora se daba cuenta de que tenía los cincuenta bien cumplidos. La rígida perfección de su rostro era casi artificial, como si hubieran estirado un trozo de terciopelo rosa sobre un molde de hierro.

Shelby se levantó exclamando:

—¡Es usted una criatura admirable! ¡Ya se ha repuesto! ¿Cómo puede estar tan hermosa, querida, después de haber padecido tamaños sufrimientos?

Y diciendo esto la condujo al mejor sillón del salón.

—Espero que encontrará al asesino —dijo la señora Treadwell dirigiéndose a Mark, pero mirando a su perrito—. Espero que lo encontrará y le arrancará los ojos, le clavará tornillos ardiendo en el cuerpo y lo hará hervir en aceite.

Cuando se le pasó la furia saludó a McPherson con su más encantadora sonrisa.

—¿Está usted bien, querida tía? —le preguntó Shelby—. ¿Dónde tiene el abanico? ¿Quiere tomar algo fresco?

Si el cariño del perro hubiera empezado a molestarla, su indiferencia ante las zalamerías no hubiera sido mayor de la que demostró ante las atenciones de Shelby. Volviéndose hacia Mark, dijo:

—¿Le contó Shelby la historia de su romántico noviazgo? Espero que no habrá omitido ningún episodio conmovedor.

—¡Vamos, querida Susana! ¿Qué diría Laura si la oyese?

—Diría que soy una perra celosa. ¡Y tendría razón! Solamente que no estoy celosa. No te aceptaría ni en bandeja de plata, querido.

—No haga caso a la tía Susana, señor McPherson. Me desprecia porque soy pobre.

—¡Qué perrito tan lindo! —dijo tía Susana, arrullando y acariciando al pomerania.

—Yo nunca le pedí dinero a Laura. (Parecía como si Shelby estuviera prestando juramento al pie del altar). Si ella estuviera aquí también lo juraría. Nunca le pedí dinero. Ella sabía que yo atravesaba una mala época e insistió en prestármelo, porque decía que lo ganaba con mucha facilidad.

—¡Trabajaba como una burra! —gritó la tía.

El perrito lanzó un estornudo. La tía Susana le apretó el hociquito contra su mejilla y luego lo acomodó sobre su falda. Habiendo logrado aquella posición envidiable, el pomerania miró a los dos hombres con mucha presunción.

—¿Sabe usted, señora Treadwell, si Laura tenía algún enemigo?

—¡Enemigos! —la buena señora se estremeció—. Todos la adoraban. ¿Verdad, Shelby, que todos la querían? Laura tenía más amigos que dinero.

—Ésa era una de sus mejores cualidades —dijo Shelby con mucha gravedad.

—Todos los que se hallaban en apuros acudían a ella —dijo la tía Susana procurando imitar a la inmortal Bernhardt—. Yo le dije más de una vez: «Quien se desvive por el prójimo se mete él mismo en enredos». ¿No le parece que esto es verdad, señor McPherson?

—No lo sé. Quizá nunca me haya desvivido por el prójimo —respondió Mark con fastidio.

Aquella situación le resultaba molesta; se había vuelto rudo.

Su fastidio no pudo refrenar las histriónicas aspiraciones de la señora.

—El mal que los hombres hacen les sobrevive; el bien se entierra muchas veces con sus huesos —citó equivocadamente. Luego, con una risita, añadió—: Aunque sus pobres huesos no ha sido enterrados aún. Pero tenemos que ser sinceros incluso hablando de los muertos. En el caso de Laura no se trataba solamente de dinero, sino de gente, no sé si me explico. Siempre andaba corriendo, haciendo favores, perdiendo tiempo y fuerzas con gente que apenas conocía Shelby, ¿no te acuerdas de aquella modelo de nombre raro? Laura me hizo regalarle mi abrigo de piel de leopardo. Estaba casi nuevo. Había podido servirme otro invierno más y yo no hubiera tenido que comprar el de visón. ¿No te acuerdas, Shelby?

Shelby se había quedado atontado mirando una estatua de Diana, que, desde hacía muchísimos años, amenazaba dar un salto desde su pedestal en compañía de su ciervo y de su perro.

La tía Susana prosiguió diciendo con mucha malicia:

—¿Y el empleo de Shelby? ¿No sabe usted cómo lo consiguió? ¿Vendías máquinas de lavar o cajones para salchichas de Viena, querido? ¿O era entonces cuando ganabas treinta dólares a la semana escribiendo cartas para una escuela que enseñaba a la gente cómo llegar a ser buenos y decididos comerciantes?

—¿Y qué tiene eso de vergonzoso? Cuando conocí a Laura, señor McPherson, yo trabajaba como corresponsal de la Universidad de Ciencias Financieras. Laura vio algunos de mis trabajos. Comprendió que estaba malgastando un cierto don o aptitud, y con su acostumbrada generosidad…

—La generosidad tuvo muy poco que ver —interrumpió la tía Susana.

—… Laura habló al señor Rowe de mí, y pocos meses después, al producirse una vacante, me llamó para ocupar el puesto. No puede usted decir que haya sido desagradecido —dijo con una débil sonrisa a la señora Treadwell—. No fui yo, sino ella, quien sugirió que olvidase todo esto.

—Había muchísimas otras cosas que Laura me pidió que olvidara.

—No debe ser usted maliciosa, querida, porque inspirará al señor McPherson muchas falsas ideas.

Con la ternura de una enfermera cariñosa, Shelby volvió a arreglar los cojines de la tía Susana, sonriendo y tratando la malignidad de la vieja como se trata una enfermedad secreta.

La escena tomó un aspecto teatral. Mark veía a Shelby a través de los ojos de la mujer; vestido como un elegante dominó para complacerla. Su hermoso color, sus facciones delicadas, los claros ojos grises de largas pestañas, habían sido creados para su delectación particular. Mark creía haberle visto antes, pero no recordaba dónde, y este fallo de su memoria le irritaba hasta el punto de que tuvo que hacer un esfuerzo para no hablar con rudeza; y diciéndoles que por un momento había terminado con ellos, se dispuso a salir.

Shelby también se levantó.

—Tomaré un poco el aire, si cree que puede prescindir de mí durante un ratito.

—Desde luego, querido. He sido muy mala al retenerte tanto tiempo.

El ligero sarcasmo de Shelby había amansado a la señora. Sus manos blancas, ajadas y con las uñas pintadas de rojo descansaron sobre su manga oscura.

—Nunca olvidaré cuán amable ha sido conmigo.

Shelby la perdonó generosamente y se puso a su disposición, como si fuera ya el marido de Laura, el jefe de la casa, cuyo deber era servir a una mujer apenada en aquellos momentos de dolor.

Susana arrulló a Shelby como una mujer arrepentida arrulla a su amante al volver a su lado.

—A pesar de todos tus defectos tienes buenos modales, querido. Eso es más de lo que tienen hoy en día la mayor parte de los hombres. Siento mucho haber estado de mal humor.

Él le besó la frente.

Al salir de la casa, Shelby le dijo en voz baja a Mark:

—No tome a la señora Treadwell muy en serio. Su ladrido es peor que su mordisco. Lo que pasa es que desaprobaba mi casamiento con su sobrina y ahora tiene que mantener sus opiniones.

—Lo que desaprobaba era que Laura se casara con usted.

Shelby sonrió tristemente.

—Ahora deberíamos ser todos más razonables, ¿no le parece? Después de todo… Probablemente la tía Susana está apenada por haber molestado continuamente a Laura criticándome a mí, y ahora tiene demasiado orgullo para confesarlo. Por eso la emprendió conmigo esta mañana.

Estaban a pleno sol. Ambos hombres ansiaban separarse, pero vacilaban. La escena estaba inconclusa. Mark no había obtenido bastantes informes; Shelby no había dicho todo cuanto Mark quería saber.

Cuando tras una breve pausa, en que libró una lucha final con su ingrata memoria, Mark se aclaró la garganta, Shelby dio un salto como si lo hubieran arrancado de un profundo sueño. Ambos sonrieron mecánicamente.

—Dígame, Shelby, ¿dónde le he visto a usted antes de ahora?

—No podría recordarlo. He andado por todas partes, en fiestas y demás. Uno ve a mucha gente en los bares y restaurantes. Algunas veces la cara de un desconocido es más familiar que la de un amigo.

Mark meneó la cabeza.

—Los bares y restaurantes no entran en mi programa.

—No importa. A lo mejor se acuerda mientras piensa en otra cosa. Eso ocurre casi siempre.

Luego, sin cambiar de tono, añadió:

—¿Sabía usted, señor McPherson, que yo era el beneficiario del seguro de Laura?

Mark hizo un gesto afirmativo.

—Quería decírselo yo mismo. De otro modo usted podría pensar… bueno… es muy natural en su oficio él —Shelby escogió las palabras con mucho cuidado—… sospechar de todo. Laura tenía una renta vitalicia con un beneficio de veinticinco mil dólares al ocurrir su muerte. Lo tenía puesto a nombre de su hermana, pero después que decidimos casarnos insistió en ponerlo a nombre mío.

—No olvidaré que usted me dijo esto —repuso Mark.

Shelby le tendió la mano. Mark se la estrechó.

Ambos seguían vacilando mientras el sol daba de lleno sobre sus cabezas descubiertas.

—Espero que usted no creerá que soy un completo gigolo, señor McPherson —dijo Shelby con tristeza—. Nunca me gustó pedir dinero a una mujer.

Ir a la siguiente página

Report Page