Laura

Laura


Segunda Parte » 5

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—¿Qué le ha entretenido tanto tiempo, señor McPherson? Debió venir antes. Ahora quizá sea demasiado tarde, tal vez se haya marchado para siempre.

En una cama rosada, cubierta con una mañanita también rosada, con pieles en las mangas, yacía la señora Treadwell. Me senté, como un médico, en una silla de respaldo muy recto.

—¿Shelby?

Ella asintió. Su piel sonrosada y cuidada, parecía seca y vieja, sus ojos estaban hinchados, y el cosmético se le había corrido de las pestañas. El perrito estaba acostado sobre la colcha rosada, gimiendo.

—Por favor, haga callar a «Wolf» —me dijo la señora. Se secó los ojos con un pañuelito de papel que sacó de una caja de plata—. Estoy nerviosísima. No puedo remediarlo.

El perrito siguió gimiendo. Ella se enderezó propinándole un pequeño azote.

—¿Se marchó? ¿Adónde?

—¡Qué sé yo! Se fue a las seis y media de la mañana —dijo, mirando su reloj de pulsera con brillantes. Yo no me preocupé. Uno de nuestros hombres había estado vigilando a Shelby desde que supe el asunto de la botella de whisky.

—¿Estaba usted despierta cuando se marchó? ¿Le oyó? ¿Escapó a escondidas?

—Le presté mi coche.

—¿Cree usted, señora Treadwell, que estaba intentando huir de la justicia?

Se sonó la nariz y volvió a secarse los ojos.

—Fue una debilidad mía, señor McPherson. Pero usted conoce a Shelby. Tiene una manera de pedir las cosas que no hay quien se le resista. Luego una se pone furiosa por haber cedido. Él me dijo que era cuestión de vida o muerte, y que si alguna vez me enteraba del motivo le estaría agradecida para siempre.

La dejé llorar unos minutos antes de preguntarle:

—¿Cree usted que él cometió el crimen… el asesinato de su sobrina, señora Treadwell?

—¡No, no! No lo creo, McPherson. Él no tiene coraje. Los criminales van detrás de lo que quieren, pero Shelby no es más que un niño grande. Solamente se siente afligido. ¡Pobre, pobre Laura!

No le dije nada del retorno de su sobrina.

—A usted no le agrada Shelby, ¿no es verdad, señora Treadwell?

—Es un encanto de muchacho, pero no para Laura. Laura no podría haberlo mantenido.

—¡Oh!

Temió que la hubiera interpretado mal, y añadió en seguida:

—No es un gigolo. Shelby pertenece a una familia. Un gigolo es más barato, en cierto modo. Usted sabe con quién trata. Pero con un hombre como Shelby no se puede deslizar el dinero por debajo de la mesa.

Decididamente, había sido una suerte que en la mayoría de mis casos no entrasen las mujeres. Su lógica me confundía.

—Ella siempre estaba haciendo locuras por culpa de su orgullo. Como el caso de la pitillera. Aquello fue típico. Luego él la perdió.

Esta vez me desorienté.

—Por supuesto, ella no podía pagarla; tuvo que cargarla a mi cuenta e ir pagándomela por meses. Una pitillera de oro que él necesitaba (según decía ella) para no sentirse inferior a los hombres con quienes almorzaba en el club, ni a sus clientes. ¿Le parece a usted que eso tiene sentido, señor McPherson?

—No, no lo tiene.

—Pero eso es típico de Laura.

Pude convenir en eso yo también, pero me contuve.

—¿Y la perdió? —pregunté haciéndola tomar de nuevo el hilo de lo que decía.

—Sí. En abril, antes de que ella terminase de pagarla. ¿Puede usted creerlo?

De pronto, por una razón incomprensible para mí, cogió el pulverizador, se roció de perfume, se pasó el lápiz de rouge por los labios y se peinó.

—Pensé en la pitillera en cuanto salió con las llaves del coche. ¿Sabe usted lo que es sentirse completamente estúpida?

—Lo sé —le dije.

Su sonrisa me reveló el significado del uso que había hecho del lápiz labial y el perfume. Yo era un hombre, ella tenía que procurar agradarme.

—¿Me inculpará por haberle prestado el coche? Sinceramente, no pensé en ello entonces. Él tiene su manera de ser, ya sabe usted.

—Usted no debió prestarle el coche si pensaba así —repuso el inflexible detective.

—Fui débil, señor McPherson, ya sé cuán débil fui al hacerlo. Debí ser más desconfiada, especialmente después de la llamada telefónica.

—¿Qué llamada, señora Treadwell?

A fuerza de hacerle preguntas conseguí aclarar la historia. Si la contase a su manera, este capítulo nunca tendría fin. El teléfono la despertó a las cinco y media de la mañana. Levantó el receptor a tiempo de oír a Shelby hablando desde el piso de arriba con el portero nocturno del Framingham. El portero pidió excusas por molestarle a semejante hora, pero decía que alguien quería comunicarse con él por una cuestión de vida o muerte. Esa persona estaba esperando por otra línea. ¿Le daba el número del señor Carpenter?

—Llamaré dentro de diez minutos —dijo Shelby—. Dígale que vuelva a llamar otra vez.

Se vistió y bajó la escalera de puntillas.

—Salía para telefonear desde afuera —dijo la señora Treadwell—. Temía que yo escuchase la conversación.

A las seis y veinte le oyó subir la escalera. Llamó a la puerta de su dormitorio, se disculpó por despertarla y le pidió que le prestase el coche. Así terminaba el relato de la tía de Laura.

—¿Me convierte esto en cómplice o algo por el estilo? —me preguntó. Las lágrimas rodaban por sus mejillas.

Llamé a la oficina para saber si había alguna noticia del hombre que vigilaba a Shelby Carpenter. No habían sabido nada desde que salió a medianoche, y el hombre que tenía que relevarlo a las ocho de la mañana todavía esperaba.

Al colgar el auricular comenzó a ladrar el perrito. Shelby entró en el cuarto.

—Buenos días —dijo, dirigiéndose hacia la cama—. Me alegro que haya descansado, querida. He sido muy cruel molestándola a una hora tan intempestiva. Pero no lo demuestra en absoluto. —La besó en la frente y luego me saludó a mí.

—¿Dónde has estado?

—¿No lo adivina, querida?

Acarició al perro. Yo volví a sentarme para observarlo. En Shelby había algo de familiar y ficticio. Yo siempre me sentía molesto en su presencia, siempre luchaba por recordar dónde lo había visto. Mi recuerdo era como un sueño, insustancial y vago.

—No puedo imaginarme dónde se puede ir a semejantes horas, querido. Me tenías preocupada.

Si Shelby adivinó que la alarma de la señora la indujo a llamar a la policía, tuvo buen cuidado de no decirlo.

—Fui a la casita de campo de Laura. Hice un viaje sentimental. Ya sabe que hoy debía ser nuestro día de bodas.

—Se me olvidó —dijo la señora Treadwell cogiéndole la mano. Él estaba sentado en el borde de la cama, cómodo y seguro de sí mismo.

—No podía dormir. Cuando ese absurdo telefonazo nos despertó, me quedé demasiado preocupado para permanecer en mi cuarto, tía Susana. Sentía tal nostalgia de Laura que ansiaba estar junto a algo que ella hubiese amado. Pensé en su jardín. Ella misma lo cuidaba, señor McPherson. Estaba precioso a la luz del amanecer.

—No sé si creerte —dijo la señora Treadwell—. ¿Qué opina usted, señor McPherson?

—Lo pone en un aprieto, querida. Acuérdese de que es un detective —dijo Shelby, como si ella hubiese estado hablando de la lepra delante de un leproso.

—¿Por qué no contestaste esa llamada telefónica desde casa? ¿Pensaste que caería tan bajo como para escuchar por mi auricular?

—Si no hubiera escuchado no sabría que tuve que ir hasta una cabina de teléfonos —dijo él, riendo.

—¿Por qué tenías miedo de que te escuchase?

Shelby me ofreció un cigarrillo. Llevaba el paquete en su bolsillo; no tenía pitillera.

—¿Era una muchacha? —preguntó la señora Treadwell.

—No sé. El… ella… quienquiera que fuese… no quiso dejar el número. Llamé al Framingham tres veces, pero no volvieron a llamarme. —Shelby lanzaba espirales de humo hacia el techo. Luego, sonriéndome como el Rey de Inglaterra sonríe en una película de cine donde se ve a Sus Majestades visitando las chozas de los mineros de carbón, dijo—: Un coche amarillo me siguió hasta la casa y luego hasta aquí. Es difícil que yendo por las carreteras a esas horas pudiera ocultarse su agente. No se enfade con el pobre tipo porque le vi tan perfectamente como le veo a usted.

—Él le protegía. Eso fue todo lo que le mandaron hacer. Que lo supiera usted o no, no tenía importancia. —Me levanté—. Estaré en el apartamento de la señorita Hunt a las tres de la tarde. Quiero que vaya a buscarme allí, Carpenter.

—¿Es necesario? Preferiría no ir hoy. Ya sabe usted que íbamos a casarnos…

—Considérelo como un viajecito sentimental —añadí.

La señora Treadwell casi no se dio cuenta de mi sarcasmo. Estaba muy ocupada con su rostro.

En la oficina supe que el viaje sentimental de Shelby añadió una cuenta de seis horas de taxi al costo del caso Laura Hunt. No descubrieron nada. Shelby ni siquiera entró en la casa; permaneció de pie en el jardín, en medio de la lluvia, sonándose fuertemente. Quizá estuvo llorando.

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