Laura

Laura


Segunda Parte » 6

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Mooney me esperaba en la oficina, con el uniforme sobre Diana Redfern.

No la habían visto desde el viernes. La patrona se acordaba porque Diana le pagó su pensión aquel mismo día.

Había vuelto del trabajo a las cinco, se detuvo en el apartamento de la patrona para darle el dinero, subió a su habitación en el cuarto piso, se bañó, se cambió de ropa y volvió a salir. La patrona la vio coger un taxi en la esquina de la Séptima Avenida y la calle Cristóbal. Se acordaba porque ella consideraba a los taxis como un pecaminoso derroche para muchachas como Diana.

La joven pudo volver tarde el viernes, saliendo temprano el sábado, pero la patrona no la había visto. Aún quedaban inquilinos por interrogar, pero la patrona no sabía dónde trabajaban, de manera que Mooney volvería a las seis para encontrarse con ellos.

—¿Pareció sorprendida la patrona por no haber visto a Diana desde el viernes?

—Ella dice que no le interesa si sus inquilinos ocupan o no el cuarto con tal que paguen. Las muchachas que viven en sitios como ése, con frecuencia pasan las noches afuera.

—Pero hace ya cinco días. ¿No hubo nadie que se interesara por su desaparición?

—Usted ya sabe lo que son esas muchachas, McPherson. Hoy aquí, mañana allí. ¿Quién cuida de ellas?

—¿No tenía ningún amigo? ¿Nadie fue a buscarla, ni le llamaron por teléfono?

—Llamaron varias veces el martes y el miércoles. Eran fotógrafos que la necesitaban para el trabajo.

—¿Nada personal?

—Quizá hubo otras llamadas, pero ningún encargo. La patrona no recuerda sino lo que escribió en el block.

Yo había conocido muchachas así en Nueva York. Mujeres sin casa, sin amigos, con poco dinero. Diana había sido una belleza, pero las bellezas se cuentan por docenas a ambos lados de la Quinta Avenida entre la Calle Ocho y la Noventa y Seis. El informe de Mooney señalaba hechos y cifras, añadiendo una valoración de la suma a que podían ascender los beneficios de la muchacha, según las informaciones obtenidas en la Corporación de las Modelos. Ella hubiera podido mantener a un marido e hijos con el dinero que ganaba cuando trabajaba, pero el trabajo no siempre era seguro.

Según el cálculo aproximado de Mooney, las ropas que tenía debieron de costarle bastante. Veinte pares de zapatos. No tenía facturas como las había en el escritorio de Laura, porque Diana pertenecía a una clase inferior y pagaba al contado. En resumen, su vida era inútil, desordenada. Frasquitos de perfume, muñecos, animalitos de juguete, era todo lo que traía a casa después de las costosas comidas en los lugares de vida nocturna. Las cartas de su familia, gente sencilla, trabajadora, que vivía en Paterson, Nueva Jersey, estaban escritas en un inglés aprendido en escuelas nocturnas y no hablaban más que de pago y preocupaciones de dinero.

El verdadero nombre de Diana era Jennie Swobodo. Mooney sacó del cuarto solamente las cartas. Mandó poner un candado especial en la puerta y amenazó con detener a la patrona si asomaba la cabeza por allí. Me dio un duplicado de la llave diciéndome: «Quizá quiera usted verlo por sí mismo. Yo volveré a las seis para hablar con los otros inquilinos».

Yo no tenía tiempo para investigar en la vida de Jennie Swobodo, alias Diana Redfern. Pero cuando fui al apartamento de Laura le pregunté si no había allí ningún bolso o ropa de la joven asesinada.

—Sí —me dijo Laura—; si Bessie hubiera examinado la ropa del armario hubiera visto el traje de Diana. Su bolso estaba en el cajón del tocador. Ella misma lo guardó todo.

Uno de los cajones del tocador estaba lleno de bolsos. Entre ellos estaba el bolsito de seda negra de Diana. Contenía ochenta dólares, la llave de su cuarto, un lápiz labial, cosmético para las pestañas, polvos para la cara, un frasquito de perfume y una pitillera de paja, para cigarrillos, con el cierre roto.

Laura me observaba inmóvil mientras yo examinaba las pertenencias de Diana. Cuando volví al salón me siguió como una chiquilla. Se había puesto un vestido color canela y unas chinelas castañas, de tacón alto que hacían resaltar sus magníficos tobillos. Los pendientes que llevaba puestos eran unas campanitas de oro.

—He mandado llamar a Bessie.

—¡Qué bueno es usted!

Eso hizo que me sintiera hipócrita. La razón de haber mandado llamar a Bessie era puramente egoísta. Yo quería presenciar su reacción al ver a Laura. Cuando le expliqué mi intención, me dijo:

—Pero usted no sospechará de la pobre Bessie…

—Precisamente quiero estudiar a un no sospechoso.

—¿Como base de comparación?

—Puede ser.

—¿Entonces sospecha de alguien?

—Hay varias mentiras que tendrán que explicarse.

Al moverse Laura, tañeron sus campanitas de oro. Estaba muy pálida.

—¿Le molesta la pipa?

Las campanitas volvieron a sonar. Encendí un fósforo. Raspó como una rueda de esmeril. Pensaba en la mentira de Laura y la odiaba, porque estaba pasando por tonta por culpa de Shelby Carpenter y estaba tomándome por tonto a mí. Me alegré cuando sonó el timbre. Dije a Laura que esperase en el dormitorio.

Bessie supo al momento que había sucedido algo. Observó la habitación, contempló el sitio donde cayó el cuerpo, examinó cada objeto y cada mueble. Entonces yo lo vi todo como lo hubiera visto un ama de casa. Observé que habían dejado el periódico sobre la mesa grande, mal doblado; que en la mesita, junto al sofá, había quedado la bandeja de la merienda de Laura con una taza de café vacía y los platos sucios, que había un libro abierto, que el fuego ardía en la chimenea, y que en los ceniceros había colillas de cigarrillos marcadas de carmín.

—Siéntese —le dije—. Ha sucedido algo.

—¿Qué ocurre?

—Siéntese.

—Puedo escucharle de pie.

—Alguien ha venido a quedarse aquí —le dije, yendo hacia la puerta del dormitorio.

Laura salió.

He oído gritar a las mujeres cuando sus maridos las golpean, y a madres llorar por hijos muertos o heridos, pero nunca he oído gritos tan agudos como los que lanzó Bessie al ver a Laura. Dejó caer el bolso. Se santiguó. Luego muy despacio, retrocedió y fue a sentarse en una silla.

—¿Ve usted lo que yo veo, señor McPherson?

—No se asuste, Bessie. Laura está viva.

Bessie invocó los santos nombres de Dios, Jesús, María y su patrona santa Isabel, para que presenciasen el milagro.

—Tranquilícese, Bessie. Estoy bien; sólo había ido al campo. Han matado a otra persona.

Era más fácil creer en milagros. Bessie insistía en decirle a Laura que ella misma encontró el cadáver, que lo identificó como el de Laura Hunt, que tenía puesto el mejor deshabillé de Laura y las zapatillas plateadas. Estaba tan segura como la prima de la cuñada de su tío, que encontró a su novio muerto en una huerta de County Galway. Ninguno de nuestros argumentos la convencieron, hasta que por fin Laura dijo:

—Y bien, Bessie, ¿qué tenemos para cenar?

—¡Ave María Purísima! Nunca creí que volvería a oírle esa pregunta, señorita Laura.

—Sin embargo, le pregunto, Bessie. ¿Qué le parece unos bistecs y un postre de manzanas?

Bessie se puso contenta.

—¿Un fantasma puede pedir bistecs y budín de manzana? ¿A quién asesinaron, señorita Laura?

—A la señorita Redfern; se acuerda de la joven que…

—Recibió su merecido —dijo Bessie, entrando en la cocina para ponerse la ropa de trabajo.

Le dije que hiciera las compras en lugares donde no supieran que era la sirvienta de la víctima de un crimen, advirtiéndole que no dijera absolutamente nada acerca del milagroso retorno de Laura.

—Evidentemente a Bessie no le gustaba Diana. ¿Por qué? —le pregunté a Laura, cuando volvimos a estar solos.

—Bessie es muy terca. No había ningún motivo especial.

—¿No?

—No —aseguró Laura.

Volvió a sonar el timbre.

—Quédese aquí esta vez —murmuró—. Vamos a probar otra clase de sorpresa.

Ella esperó sentada muy erguida en el extremo del sofá. Abrí la puerta esperando ver a Shelby, pero fue Waldo Lydecker, quien entró.

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