Kim

Kim


Capítulo 4

Página 8 de 27

Capítulo 4

La buena suerte jamás es una dama,

Sino la más despreciable de las rameras,

Libertina, traviesa e inestable,

Terca si la arrastras o la empujas.

La saludas, ¡ella llama a gritos a un extraño!

Te la encuentras, ¡ella se apura para marcharse!

La abandonas porque sólo es una arpía

¡Y la muy pendona viene a tirarte de la manga!

¡Generosa! ¡Generosa, oh Fortuna!

Da o retén, a tu antojo.

Si no me preocupo de la Fortuna,

¡Ella tiene que seguirme a pesar de ello!

Los pozos de los deseos

Luego, bajando la voz, padre e hijo se pusieron a charlar. Kim fue a descansar bajo un árbol, pero el lama le tiró del codo con impaciencia.

—Continuemos el camino. El río no está aquí.

¡Hai mai! ¿No hemos caminado suficiente por un rato? Nuestro río no se escapará. Paciencia y él nos dará una limosna.

—Este —dijo el viejo soldado de repente— es el Amigo de las Estrellas. Me trajo ayer las noticias. Después de haber visto al Hombre mismo, en una visión, dando órdenes para la guerra.

—¡Hm! —dijo su hijo desde lo profundo de su ancho pecho—. Oyó un rumor de bazar y le sacó provecho.

Su padre se rio.

—Por lo menos no cabalgó hasta mí para pedirme un nuevo caballo para la batalla y los dioses saben cuántas rupias. ¿Están también los regimientos de tus hermanos bajo órdenes?

—No lo sé. Tomé un permiso y vine a ti rápidamente en caso…

—En caso de que ellos vinieran antes que tú a pedirme. ¡Oh jugadores y derrochadores, todos vosotros! Pero tú todavía no has cabalgado en una carga. Ahí se necesita verdaderamente un buen caballo, un buen ayudante y también un buen poni para la marcha. Ya veremos, ya veremos —dijo tamborileando sobre el pomo.

—No es el lugar para sacar cuentas, padre. Vámonos a tu casa.

—Entonces al menos paga al chico. No tengo una paisa conmigo y trajo noticias de buen augurio. ¡Ho! Amigo de todo el Mundo, una guerra se acerca como tú has dicho.

—Nay, por lo que sé, es la guerra —replicó Kim con compostura.

—¿Eh? —dijo el lama, pasando sus cuentas, ansioso de retomar el camino.

—Mi maestro no molesta a las estrellas por encargo. Trajimos las noticias, tú eres testigo, trajimos las noticias y ahora nos vamos. —Con disimulo Kim curvó la mano de lado.

El hijo lanzó una moneda de plata a la luz del sol, rezongando algo sobre mendigos y charlatanes. Era una moneda de cuatro annas y les daría bien de comer durante unos cuantos días. El lama, viendo el brillo del metal, canturreó una bendición.

—Sigue tu camino, Amigo de todo el Mundo —dijo el viejo soldado con voz aguda, haciendo girar su flaca montura.

—Por una vez en mi vida, he conocido a un verdadero profeta que no estaba en el Ejército.

Padre e hijo dieron la vuelta juntos: el viejo montado tan derecho como el joven.

Un alguacil punyabí con pantalones de lienzo amarillo cruzó la carretera arrastrando los pies. Había visto volar la moneda.

—¡Alto! —gritó en un inglés oficioso—. No sabes que hay un takkus[62] de dos annas por cabeza, lo que hace cuatro, para aquellos que entran en la ruta desde esta parte. Es la orden del Sirkar, y el dinero se gasta en plantar árboles y en la mejora de los caminos.

—Y en los estómagos de la policía —dijo Kim, poniéndose fuera del alcance de su brazo—. Piensa un instante, cabeza de chorlito. ¿Crees que hemos salido del charco más cercano como la rana de tu suegro? ¿Has oído alguna vez el nombre de tu hermano?

—¿Y quién era ese? Deja al chico en paz —le dijo un alguacil más viejo, muy divertido por la escena, mientras se agachaba en la veranda para fumar su pipa.

—Cogió una etiqueta de una botella de belaitee-pani (agua de soda) y, pegándola en un puente, recolectó impuestos durante un mes de aquellos que pasaban, diciendo que eran órdenes del Sirkar. Luego vino un inglés y le rompió la cabeza. ¡Ah, hermano, yo soy un cuervo de ciudad, no de pueblo!

El policía se retiró avergonzado y Kim le silbó desde la carreta.

—¿Hubo alguna vez un discípulo como yo? —gritó alegremente al lama—. El mundo entero te habría despojado hasta los huesos antes de alejarte diez millas de Lahore si yo no te hubiera protegido.

—Me pregunto todavía a veces si eres un espíritu o un pequeño demonio malicioso —dijo el lama, sonriendo con calma.

—Yo soy tu chela. —Kim ajustó su paso al del lama, esa indescriptible zancada de los vagabundos de largas distancias por todo el mundo.

—Ahora caminemos —murmuró el lama, y siguiendo el chasquido del rosario caminaron en silencio milla tras milla. El lama, como de costumbre, iba sumido en su meditación, pero los ojos brillantes de Kim estaban bien abiertos. Este ancho y sonriente río de vida, pensaba Kim, era una mejora enorme en comparación con las calles de Lahore, angostas y atestadas. A cada paso había gente y vistas nuevas, castas que él conocía y castas con las que nunca se había tropezado.

Se encontraron con un tropel de sansis de pelo largo y olor penetrante con cestas a la espalda que contenían lagartos y otros alimentos impuros, sus perros enjutos olisqueando a sus talones. Esta gente se mantenía en la misma parte de la carretera, avanzando con un trotecillo rápido y furtivo y todas las otras castas les dejaban mucho sitio para pasar porque el sansi conlleva una gran impureza. Tras ellos, por entre las densas sombras, caminaba con las piernas rígidas y separadas un tipo recién salido de prisión, todavía con el recuerdo de los grilletes; el estómago lleno y la piel brillante probaban que el Gobierno alimentaba a sus prisioneros mejor de lo que muchos hombres honrados podían alimentarse a sí mismos. Kim conocía bien ese andar e hizo una broma pesada sobre ello al pasar. Luego los adelantó a grandes zancadas un akali, un devoto sij de ojos y pelo salvajes, con las ropas de cuadros azules de su fe, unos discos de acero pulido brillaban en el cono de su alto turbante azul; volvía de una visita a uno de los Estados sijs independientes, donde había estado cantando las antiguas glorias de khalsa[63] a jóvenes príncipes con botas altas y pantalones de pana blancos, educados en colegios ingleses. Kim se guardó de irritar a ese hombre porque los akali tienen mal genio y mano rápida. Aquí y allá se encontraban con, o eran adelantados por, grupos de pueblos enteros vestidos con colores alegres, de camino a alguna feria local; las mujeres, con sus niños en la cadera, andando tras los hombres; los niños mayores, encaramados a palos de caña de azúcar, arrastraban toscos modelos de locomotoras de hojalata como los que se vendían por medio penique o dirigían rayos de sol a los ojos de sus mayores con espejos baratos. Bastaba un vistazo para saber lo que cada uno había comprado y, por si hubiera alguna duda, sólo se necesitaba observar a las mujeres comparando, brazo moreno contra brazo moreno, sus nuevos brazaletes de cristal opaco fabricados en el Noroeste. Estos festivos caminantes iban despacio, llamándose unos a otros a voces y parándose para regatear con los vendedores de dulces o para orar ante alguno de los altares del camino, a veces hindú, a veces musulmán, que las castas bajas de ambos credos compartían con admirable imparcialidad. Una línea gruesa y azul, que subía y bajaba como la espalda de una oruga con prisas, se acercaba ondulando a través del polvo en suspensión y pasó al trote entre un coro de carcajadas. Se trataba de un grupo de changars —las mujeres que habían tomado a su cargo todos los terraplenes de todos los trenes del norte—, un clan de acarreadoras de tierra con pies planos, pecho grande, muslos fuertes y enaguas azules, apresurándose hacia el norte al enterarse de un trabajo y sin perder tiempo por el camino. Estas mujeres pertenecen a la casta cuyos hombres no cuentan y caminaban con los codos doblados, las caderas contoneantes y las cabezas erguidas, típico en las mujeres que suelen llevar grandes pesos sobre la cabeza. Un poco más tarde la comitiva de una boda irrumpía en la Gran Carretera con música, gritos y un perfume de caléndulas y jazmín más fuerte incluso que el hedor del polvo. Uno podía ver el palanquín de la novia, una mancha de rojo y oropel, oscilando a través de la neblina, mientras que el poni enguirnaldado del novio se volvía a un lado para darle un bocado al heno de una carreta que pasaba. Después Kim se unió al fuego cruzado de buenos deseos y chistes malos, augurando a la pareja cientos de hijos y ninguna hija, como en el dicho. Aún era más interesante y más motivo de jolgorio cuando algún juglar errante con un par de monos medio amaestrados, o con un oso enclenque y jadeante, o con una mujer con unos cuernos de cabra atados a los pies y bailando así sobre una cuerda floja, hacía callar a los caballos y arrancaba a las mujeres un grito profundo de asombro.

El lama nunca levantaba los ojos. No vio al prestamista en su poni de cuartos traseros flojos, corriendo a recoger sus crueles intereses; o al pequeño tropel de soldados nativos de permiso, todavía en formación militar, gritando a todo pulmón, contentos de haberse liberado de los pantalones de uniforme y de las polainas y soltando los requiebros más ultrajantes a la vista de las mujeres más respetables. Se perdió incluso al vendedor de agua del Ganges, aunque que Kim esperaba que comprara al menos una botella del precioso líquido. El lama miraba fijamente al suelo y caminaba sin parar, hora tras hora, con el alma ocupada en otro sitio. Pero Kim se encontraba en el séptimo cielo. La Gran Carretera estaba construida en ese punto sobre un terraplén para prevenir las riadas de invierno que bajaban de las montañas, así que, de hecho, uno caminaba un poco por encima del terreno, a lo largo de un corredor imponente, viendo a toda la India desplegada a derecha e izquierda. Era estupendo observar los numerosos carros de grano y de algodón tirados por yuntas de bueyes, desplazándose por las carreteras del campo; uno podía oír a una milla de distancia sus ejes quejumbrosos acercándose hasta que con gritos, alaridos y juramentos subían el desnivel para desembocar en la dura carretera principal, un carretero insultando al otro. Era igualmente magnífico contemplar a la gente, grumos pequeños de rojo y azul y rosa y blanco y azafrán, desviándose a un lado para ir hacia su propio pueblo, dispersándose y volviéndose más pequeños a través de la llanura, de dos en dos o de tres en tres. Kim sentía todas estas emociones, aunque no podía expresar sus sentimientos, por lo que se contentaba comprando caña de azúcar pelada y escupiendo la médula en abundancia a un lado y a otro del camino. De vez en cuando, el lama tomaba una pizca de rapé y, al final, Kim no pudo soportar más el silencio.

—¡Esta es una buena tierra, la tierra del sur! —dijo—. El aire es bueno; el agua es buena. ¿Eh?

—Y todos están atados a la Rueda —dijo el lama—. Atados una vida tras otra. A ninguno de ellos les ha sido revelada la Senda. —Y se forzó a sí mismo a volver a este mundo.

—Y ahora hemos hecho un camino agotador —dijo Kim—. Seguramente llegaremos pronto a un parao (un sitio de reposo). ¿Nos quedamos allí? Mira, el sol se está poniendo.

—¿Quién nos recibirá esta noche?

—No hay problema. Esta tierra está llena de buena gente. Además —bajó su voz en un susurro— tenemos dinero.

La multitud se espesó al acercarse al sitio de acampada que marcaba el fin de la jornada. Una línea de tenderetes vendiendo comida muy sencilla y tabaco, una pila de leña para el fuego, una comisaría, un pozo, un abrevadero, unos pocos árboles y, debajo de ellos, un terreno pisoteado y punteado con cenizas de anteriores hogueras, todo ello constituía la señal de un parao en la Gran Carretera; si uno exceptúa los mendigos y los cuervos… ambos hambrientos por igual.

Para entonces el sol trazaba amplios radios dorados a través de las ramas bajas de los árboles de mango; los periquitos y las palomas volvían a centenares a sus nidos; las siete hermanas[64] de dorso gris charloteaban sobre las aventuras del día, moviéndose hacia adelante y hacia atrás en grupos de dos y de tres, casi bajo los pies de los viajeros; el revuelo y las trifulcas en las ramas indicaban que los murciélagos se preparaban para hacer la ronda nocturna. Rápidamente la luz se concentró en un punto y pintó por un instante los rostros, las ruedas de los carros y los cuernos de los bueyes de rojo sangre. Luego cayó la noche, transformando la caricia del aire, corriendo un velo de niebla uniforme y fina como una gasa azul sobre el rostro de la tierra y realzando el olor punzante y distintivo de la madera ardiendo, del ganado y del excelente aroma de las tortas de trigo preparadas sobre las cenizas. La patrulla de la tarde se apresuró a salir de la comisaría con carraspeos de importancia y dando órdenes reiteradas; a un lado del camino brillaba una piedra roja de carbón encendida en la cazoleta del narguile de un carretero mientras los ojos de Kim miraban mecánicamente el último destello del sol sobre las pinzas de latón.

A pequeña escala, la vida del parao era muy parecida a la del caravasar de Cachemira. Kim se sumergió en el feliz desorden asiático que, si se le da tiempo, le dará a un hombre todo lo que necesita.

Las necesidades de Kim eran pocas porque, como el lama no tenía escrúpulos de casta, era suficiente la comida cocinada en el tenderete más cercano; pero, por tener un poco de lujo, Kim compró un montón de tortas de boñiga seca para hacer fuego. Alrededor, yendo y viniendo en torno a las pequeñas llamas, los hombres gritaban pidiendo aceite, o grano, o dulces, o tabaco, empujándose unos a otros mientras esperaban su turno en el pozo; y por debajo de las voces masculinas, provenientes de carros parados y cerrados, se oían los chillidos agudos y las risitas sofocadas de mujeres cuyas caras no debían ser vistas en público.

Hoy en día, los nativos educados son de la opinión de que cuando sus mujeres viajan, y ellas hacen muchas visitas, es mejor llevarlas rápido en tren, en un compartimento reservado y con cortinas; y esta costumbre se está extendiendo. Pero siempre hay los de la vieja escuela que siguen las costumbres de sus ancestros; y, sobre todo, siempre están las mujeres viejas, más conservadoras que los hombres, quienes hacia el final de sus días emprenden peregrinajes. Ya marchitas y no deseables, no tienen problemas para ir sin velo en ciertas circunstancias. Tras su larga reclusión, durante la cual siempre mantuvieron contacto con mil asuntos del exterior, a estas mujeres les encanta el jaleo y la agitación del camino abierto, las reuniones en los altares y las infinitas posibilidades de comadreo con otras ancianas, viudas como ellas. Muchas veces a una familia que la haya sufrido largo tiempo le conviene que la vieja señora de lengua afilada y voluntad de hierro corretee por la India de esta forma porque, en verdad, a los dioses les son gratos los peregrinajes. En consecuencia, por toda la India, de los lugares más remotos a los más públicos, uno encuentra algún corrillo de sirvientes canosos al servicio, simbólico, de una vieja dama que está más o menos protegida por cortinas y en un carro de bueyes. Estos hombres son serios y discretos, y cuando un europeo o un nativo de casta alta está cerca, envolverán el objeto de sus cuidados con las más elaboradas precauciones; pero en las ocasiones normalmente azarosas de un peregrinaje no hay tantos miramientos. La vieja dama es, después de todo, profundamente humana y disfruta observando la vida.

Kim reparó en un carro de bueyes familiar, un ruth, alegremente decorado con un baldaquín bordado de doble cúpula, como un camello de dos jorobas, que acababa de entrar en el parao. Ocho hombres formaban la comitiva y dos de ellos estaban armados con sables herrumbrosos —señal segura de que acompañaban a una persona distinguida porque el pueblo llano no lleva armas—. De detrás de las cortinas salía un creciente chorro de quejas, órdenes y burlas, en lo que un europeo consideraría un lenguaje soez. Ahí había seguro una mujer acostumbrada a mandar.

Kim contemplaba con ojo crítico al séquito. La mitad de ellos eran uryas[65] de las llanuras, de piernas delgadas y barba gris. La otra mitad eran hombres de las montañas del norte, con ropajes de lana gruesa y sombreros de fieltro. La mezcla revelaba su propia historia, incluso aunque no hubiera oído las disputas incesantes entre las dos facciones. La vieja dama iba hacia el sur para hacer una visita, probablemente a ver a algún pariente rico, más probablemente a un yerno, el cual habría enviado la escolta como señal de respeto. Los montañeses pertenecerían a la gente de la dama, habitantes de Kulu o de Kangra. Estaba bastante claro que no llevaba consigo a una hija para casarla, si no, las cortinas estarían bien atadas y el centinela no permitiría a nadie acercarse al carro. Una dama divertida y de carácter, pensó Kim, balanceando la torta de boñiga en una mano, la comida preparada en la otra, y conduciendo suavemente al lama con el hombro. Algo podría resultar del encuentro. El lama no colaboraría, pero, como chela responsable, Kim estaba encantado de mendigar por los dos.

Hizo su fuego tan cerca del carro como se atrevió, esperando que uno de la escolta le mandara largarse de allí. El lama se dejó caer al suelo pesadamente, como se encogería un murciélago que hubiera comido mucha fruta y volvió a su rosario.

—¡Mantente lejos de aquí, mendigo! —La orden fue dada por uno de los montañeses en un indostaní malo.

—¡Huh! Es sólo un pahari (un montañés) —dijo Kim por encima del hombro—. ¿Desde cuándo los burros de las montañas poseen todo el Indostán?

La réplica fue un rápido y brillante esbozo de los antepasados de Kim de tres generaciones en adelante.

—¡Ah! —la voz de Kim era más dulce que nunca mientras rompía las tortas de boñiga en trozos convenientes—. En mi tierra le llamamos a esto el comienzo de un cuchicheo amoroso.

Una risita fina y estridente detrás de las cortinas incitó al montañés a mostrar su valía en una segunda andanada.

—Nada mal, pero que nada mal —dijo Kim con calma—. Pero ten cuidado, hermano, no se nos vaya a ocurrir, nos, digo, echarte una maldición o algo parecido, en respuesta. Y nuestras maldiciones tienen la virtud de hacer diana.

Los uryas rieron; el montañés se adelantó de forma amenazadora. De repente el lama levantó la cabeza, quedando su gran gorro a la luz de la hoguera recién encendida por Kim.

—¿Qué es esto? —dijo.

El hombre se paró como si se hubiera convertido en piedra.

—Yo… yo… me he salvado de un gran pecado —tartamudeó.

—El extranjero ha encontrado uno de sus sacerdotes al final —susurró uno de los uryas.

¡Hai! ¿Por qué no habéis dado un buena tunda a ese mocoso lenguaraz? —chilló la vieja mujer.

El montañés retrocedió hacia el carro y susurró algo a la cortina. Hubo un silencio de muerte, luego un murmullo.

—Esto va bien —pensó Kim, fingiendo que ni oía ni veía.

—Cuando… cuando… él haya comido —el montañés se dirigió a Kim con humildad— se… se ruega al hombre santo que tenga la bondad de conversar con alguien que quiere hablar con él.

—Después de haber comido, dormirá —contestó Kim con altivez. No podía discernir claramente qué giro había tomado el juego, pero estaba decidido a sacar beneficio de ello—. Ahora le llevaré su comida. —La última frase, dicha en alto, acabó en un suspiro como de agotamiento.

—Yo… yo mismo y el resto de mi gente nos ocuparemos de ello, si se nos permite.

—Se os permite —dijo Kim más altanero que nunca—. Santo, esta gente nos traerá comida.

—La tierra es buena. Toda la tierra del sur es buena… un mundo grande y terrible —musitó somnoliento el lama.

—Déjale dormir —dijo Kim—, pero encárgate de que coma bien cuando se despierte. Es un hombre muy santo.

De nuevo uno de los uryas dijo algo con desdén.

—Él no es un faquir. No es un mendigo de la llanura —continuó Kim con severidad, dirigiéndose a las estrellas—. Es el más santo de los santos. Está por encima de todas las castas. Yo soy su chela.

—¡Ven aquí! —dijo la voz seca y aguda tras la cortina; Kim se acercó, consciente de que unos ojos que él no podía ver le miraban fijamente. Un dedo moreno y huesudo, lleno de anillos, se posó sobre el borde del carro y la conversación tomó el siguiente derrotero:

—¿Quién es él?

—Un hombre extremadamente santo. Viene de muy lejos. Viene del Tíbet.

—¿De dónde en el Tíbet?

—De más allá de las nieves, de un sitio muy lejano. Conoce las estrellas, hace horóscopos, lee natalicios. Pero no lo hace por dinero. Lo hace por amabilidad y por una gran caridad. Yo soy su discípulo. También me llaman el Amigo de las Estrellas.

—Tú no eres ningún montañés.

—Pregúntaselo. Te dirá que yo le fui enviado por las estrellas para mostrarle la meta de su peregrinaje.

—¡Humph! Fíjate, bribonzuelo, que soy una mujer vieja y para nada tonta. Conozco a los lamas y les reverencio, pero tú tienes tanto de chela obediente como mi dedo de lanza de este carro. Tú eres un hindú sin casta, un mendigo atrevido e insolente, pegado al santo, supongo, para sacar ganancia.

—¿No trabajamos todos para sacar ganancia? —Kim cambió su tono de inmediato para igualar el de la voz alterada—. He oído —esto era un tiro al azar—, he oído…

—¿Qué has oído? —preguntó la anciana con brusquedad, golpeteando con el dedo.

—No lo recuerdo bien, pero alguna habladuría de bazar, mentira sin duda, asegurando que incluso los rajás, los pequeños rajás de las montañas…

—Y sin embargo, de pura sangre rajput[66].

—Desde luego, de pura sangre. Se comentaba que estos vendían incluso a las más atractivas de sus mujeres por sacar ganancia. En el Sur las venden… a zamindares[67] y gente así de Oudh.

Si hay una cosa en el mundo que los pequeños rajás de montaña nunca admitirán es justamente esta acusación; pero es lo que se cree en los bazares cuando se discute sobre el misterioso tráfico de esclavos en la India. En un susurro tenso e indignado, la vieja dama le explicó a Kim qué tipo y estilo preciso de perverso calumniador era. Si Kim lo hubiera sugerido cuando ella era joven, esa misma noche habría sido aplastado por un elefante. Lo cual era totalmente cierto.

¡Ahai! Soy sólo un mendigo mocoso, como el Ojo de la Belleza acaba de decir —gimió Kim con un terror exagerado.

—Ojo de la Belleza, ¡válgame el Cielo! ¿Quién soy yo para que tengas que lanzarme galanteos de mendigo? —Aunque sonrió ante el nombre largo tiempo olvidado—. Hace cuarenta años lo hubieran podido decir y con justicia. Sí, incluso hace treinta. Pero por culpa de este vagar de un lado a otro por el Indostán, la viuda de un rey tiene que tropezar con toda la escoria de la tierra y dejar que los mendigos se burlen de ella.

—Gran Reina —dijo Kim apresuradamente porque la sintió temblar de indignación—, soy justamente lo que la Gran Reina dice que soy; pero a pesar de ello mi maestro es santo. Él todavía no conoce la orden de la Gran Reina de…

—¿Orden? ¿Yo ordenar a un santo, a un Maestro de la Ley, que venga y hable con una mujer? ¡Nunca!

—Ten compasión de mi estupidez. Pensé que tu mensaje era una orden…

—No lo fue. Fue una petición. ¿Queda claro?

Una moneda de plata tintineó al borde del carro. Kim la cogió y saludó con un profundo salam. La vieja dama se había dado cuenta de que, en su calidad de ojos y oídos del lama, Kim tenía que ser propiciado.

—No soy más que el discípulo del santo. Cuando haya comido quizás venga.

—¡Oh, tunante, villano y sinvergüenza! —El dedo índice enjoyado le apuntó con reprobación; pero se podía oír la risita de la vieja señora.

—Nay, ¿de qué se trata? —dijo Kim, descendiendo a su tono más acariciador y confidencial, al cual, como bien sabía, pocos podían resistirse—. ¿Hay… hay alguna necesidad de un hijo en tu familia? Habla en confianza porque somos sacerdotes… —Esto último era una imitación exacta de un faquir de la Puerta de Taksali.

—¡Nosotros sacerdotes! Tú no eres todavía lo suficientemente mayor para… —interrumpió su broma con otra risa—. Créeme, de vez en cuando, nosotras las mujeres, oh sacerdote, pensamos en otras cosas aparte de los hijos. Además, mi hija ya ha tenido su varón.

—Dos flechas en el carcaj son mejor que una; y tres todavía mejor. —Kim citó el proverbio aclarándose la garganta con gravedad y mirando al suelo en un gesto de discreción.

—Verdad, ¡oh, qué verdad! Pero quizás esto llegue también. En todo caso, estos brahmanes de la llanura no valen para nada. Les envié regalos y donativos y más regalos otra vez e hicieron una profecía.

—¡Ah! —exclamó Kim arrastrando la vocal con un desprecio infinito—, ¡profetizaron! —Un sacerdote profesional no lo habría hecho mejor.

—Y hasta que no imploré a mis propios dioses, mis plegarias no fueron escuchadas. Escogí una hora propicia y… quizás tu santo haya oído hablar del abad de la lamasería de Lung-Cho. Le expuse a él el problema y, fíjate, a su debido tiempo todo sucedió como deseaba. Desde entonces, el brahmán de la casa del padre del hijo de mi hija asegura que fue gracias a sus oraciones, lo cual es un pequeño error que le aclararé en cuanto lleguemos al final del viaje. Y después me iré a Bodh Gaya para hacer un shraddha[68] por el padre de mis hijos.

—Allí vamos nosotros también.

—Doblemente propicio —gorjeó alegremente la vieja dama—. ¡Un segundo hijo al menos!

—¡Oh Amigo de todo el Mundo! —El lama se había despertado e inocente como un niño asustado en una cama extraña llamaba a Kim.

—¡Voy! ¡Voy, santo! —Kim se precipitó junto a la hoguera, donde encontró al lama ya rodeado por platos de comida, los montañeses contemplándole con visible adoración y los sureños con gesto avinagrado.

—¡Atrás! ¡Retiraos! —gritó Kim—. ¿Es que debemos comer en público como los perros? —Acabaron la comida en silencio, dándose un poco la espalda el uno al otro y Kim la coronó con un cigarrillo liado al estilo de los nativos.

—¿No he dicho cientos de veces que el Sur es una buena tierra? He aquí una mujer virtuosa y de alta cuna, viuda de un rajá de montaña, de peregrinación, según dice, a Bodh Gaya. Ella es la que nos manda estos platos y, cuando hayas descansado bien, quisiera hablar contigo.

—¿Esto es también obra tuya? —El lama hundió los dedos en su tabaquera.

—¿Qué otro ha cuidado de ti desde que empezó nuestro maravilloso viaje? —A Kim le bailaban los ojos en la cara mientras soltaba el humo rancio por la nariz y se estiraba en el suelo polvoriento—. ¿He fallado en atender a tus necesidades, santo?

—Bendito seas. —El lama inclinó su solemne cabeza—. He conocido a muchos hombres en mi larga vida, y a no pocos discípulos. Pero ninguno de entre los hombres, en caso de que hayas nacido de mujer, me ha llegado al corazón como tú, cuidadoso, listo y cortés; aunque un poco diablillo.

—Y yo nunca he visto un sacerdote como tú. —Kim escrutó arruga por arruga la cara amarilla y benévola—. Hace menos de tres días que tomamos juntos el camino y parece como si fuera hace cien años.

—A lo mejor en una vida anterior se me permitió hacerte algún servicio. A lo mejor —sonrió— te liberé de una trampa; o, después de haberte atrapado con un anzuelo, en la época en la que aún no había alcanzado la Iluminación, te tiré de nuevo al río.

—Quizás —dijo Kim sin inmutarse. Una y otra vez había oído esa especie de especulación de la boca de muchos a quienes los ingleses no hubieran tildado de fantasiosos—. Ahora, en cuanto a esa mujer en el carro de bueyes, yo creo que ella necesita un segundo hijo para su hija.

—Ella no es parte de la Senda —suspiró el lama—. Pero al menos es de las montañas. ¡Ah, las montañas y la nieve de las montañas!

Se levantó y se dirigió a grandes pasos hacia el carro. Kim hubiera dado las orejas por ir también, pero el lama no le invitó, y las pocas palabras que pilló eran en una lengua desconocida porque hablaban algún dialecto de las montañas. La mujer parecía hacer preguntas a las que el lama daba vueltas en su cabeza antes de contestar. De vez en cuando se oía la salmodia cadenciosa de una citación china. Era una escena extraña la que Kim contemplaba con los ojos entrecerrados. El lama, muy erguido y derecho, con los pliegues profundos de su ropaje amarillo marcados en negro a la luz de las hogueras del parao, semejando a un tronco de un árbol nudoso estriado por las sombras del sol que se pone, dirigía la palabra a un ruth lacado y con oropeles que brillaba como una joya multicolor en la luz indecisa que le rodeaba. Los estampados de las cortinas bordadas en oro ondulaban, deshaciéndose y recomponiéndose cuando el viento nocturno agitaba y sacudía los pliegues; al hacerse la conversación más seria, el índice enjoyado despedía pequeños destellos de luz de entre los bordados. Detrás del carro había una pared de oscuridad vacilante, salpicada con pequeñas llamas y animada con formas, caras y sombras medio difuminadas. Las voces del anochecer habían descendido hasta un murmullo sedante cuya nota más baja era el constante rumiar de los bueyes sobre la paja segada, y la más alta, el tañido del sitar[69] de una bailarina bengalí. La mayoría de los hombres habían cenado y chupaban con tal fuerza sus narguiles, que gorgoteaban y gruñían de tal modo que, cuando estaban a toda presión, sonaban como las ranas toro.

Al fin el lama regresó. Un montañés caminaba detrás con un edredón de algodón guateado que extendió con cuidado al lado del fuego.

—Ella se merece diez mil nietos —pensó Kim—. Sin embargo, si no es por mí, estos regalos no habrían venido.

—Una mujer virtuosa… y sabia. —El lama relajó articulación por articulación, como un camello lento—. El mundo está lleno de caridad para aquellos que siguen la Senda. —Y echó una buena mitad de la manta sobre Kim.

—¿Y qué dice ella? —dijo Kim enroscándose en su parte.

—Me preguntó muchas cosas y planteó varios problemas, muchos de ellos eran cuentos necios que había oído a sacerdotes que sirven al mal pretendiendo seguir la Senda. Contesté a algunas preguntas y a otras le dije que eran tonterías. Muchos visten el hábito, pero pocos se mantienen en la Senda.

—Verdad. Es verdad. —Kim usaba el tono reflexivo y conciliador de aquellos que desean sonsacar confidencias.

—Pero para los conocimientos que tiene, esa mujer posee sentido de la integridad. Desea ardientemente que vayamos con ella a Bodh Gaya; si lo he entendido bien, durante varias jornadas del viaje hacia el sur, su camino es el mismo que el nuestro.

—¿Y?

—Un poco de paciencia. A ello le respondí que mi búsqueda estaba ante todo. Ella había oído muchas leyendas estúpidas, pero la gran verdad sobre mi río no la había oído nunca. ¡Así son los sacerdotes de las montañas bajas! Conocía al abad de Lung-Cho, pero no conocía mi río, ni la historia de la flecha.

—¿Y?

—Le hablé entonces de la búsqueda, de la Senda y de cuestiones de provecho; ella deseaba solamente que la acompañara y que rogara por un segundo nieto.

—¡Aha! «Nosotras, las mujeres» no pensamos en otra cosa que no sean niños —parodió Kim adormilado.

—Por eso, como nuestros caminos corren juntos durante un tiempo, no veo que nos apartemos de nuestra búsqueda si la acompañamos, al menos hasta… he olvidado el nombre de la ciudad.

¡Ohé! —dijo Kim, dándose la vuelta y hablando en un susurro claro a uno de los uryas que estaba a unas pocas yardas de distancia—. ¿Dónde está la casa de tu amo?

—Un poco más allá de Saharunpore, entre los huertos de frutas. —Y nombró el pueblo.

—Ese era el sitio —dijo el lama—. Hasta ahí, al menos, podemos ir con ella.

—Las moscas van a la carroña —dijo el urya como de pasada.

—Para la vaca enferma, un cuervo; para el hombre enfermo, un brahmán. —Kim recitó el proverbio en tono impersonal, dirigiéndolo hacia las copas en sombra de los árboles por encima de su cabeza.

El urya bufó y guardó silencio.

—¿Entonces nos vamos con ella, santo?

—¿Hay alguna razón en contra? Siempre puedo desviarme a un lado y comprobar todos los ríos por los que cruce la carretera. Ella desea que vaya. Lo desea con vehemencia.

Kim ahogó una risa bajo el edredón. Cuando esta imperiosa vieja dama se hubiera recuperado de su natural temor reverencial por un lama, pensó, a lo mejor el escucharla merecería la pena.

Estaba casi dormido cuando el lama de repente citó un proverbio:

—Los maridos de las charlatanas obtendrán una gran recompensa. —Luego, Kim le oyó aspirar rapé tres veces y se durmió riéndose todavía.

El alba, luminosa como un diamante, despertó a la vez a hombres, cuervos y bueyes. Kim se levantó y bostezó, luego se estiró y se estremeció de contento. Eso era ver el mundo de verdad; esa era la vida que a él le gustaba: animada y gritona, cinchas que abrochar, bueyes que arengar, el crujido de las ruedas, las hogueras encendidas y la preparación de la comida, y nuevas vistas a cada giro del ojo complacido. La bruma de la mañana se iba desgarrando en volutas de plata, los papagayos salieron volando hacia algún río lejano formando bandadas verdes y chillonas; todas las ruedas de los pozos al alcance del oído se pusieron a funcionar. La India estaba despierta y Kim estaba en medio de ella, más despierto y más excitado que nadie, masticando una rama que utilizaba ahora como cepillo de dientes porque él tomaba de aquí y de allá las costumbres de la tierra que conocía y amaba. No había necesidad de preocuparse por la comida… no se necesitaba gastar ni un cauri[70] en los puestos abarrotados de gente. Era el discípulo de un hombre santo anexionado por una dama anciana y voluntariosa. Todo sería preparado para ellos y cuando fueran invitados respetuosamente a ello, no tendrían más que sentarse y comer. En cuanto a lo demás —Kim se carcajeó en ese punto mientras se limpiaba los dientes— su anfitriona aumentaría aún más la diversión del camino. Inspeccionó los bueyes con ojo crítico cuando llegaron gruñendo y resoplando bajo los yugos. Si fueran muy rápidos, lo cual no era probable, habría un agradable asiento para él a lo largo de la lanza del carro; el lama se sentaría al lado del conductor. La escolta, por descontado, iría a pie. La vieja señora, igualmente por descontado, hablaría sin parar y, por lo que había oído hasta el momento, la conversación sería sabrosa. La mujer ya estaba ordenando, arengando, riñendo, y, todo hay que decirlo, maldiciendo a sus sirvientes por los retrasos.

—Dadle la pipa. En nombre de los dioses, dadle su pipa y parad esa boca maldiciente —gritó un urya, amarrando sus mantas en un montón deforme—. Los loros y ella son iguales. Gritan al alba.

—¡Los bueyes-guía! ¡Hai! ¡Cuidad de los bueyes-guía! —Estos estaban reculando y girando cuando quedaron atrapados por los cuernos en el eje de un carro de grano—. Hijo de búho, ¿adónde vas? —Eso iba dirigido al carretero que sonreía de oreja a oreja.

¡Ay! ¡Yai! ¡Yai! Esa de ahí dentro es la reina de Delhi que va a rogar por un hijo —replicó el hombre por encima de su gran cargamento—. ¡Sitio a la reina de Delhi y a su primer ministro, el mono gris subiéndose por su propia espada! —Otro carro, cargado con corteza de árbol para una curtiduría del sur, seguía de cerca y su conductor añadió algunos piropos mientras los bueyes del ruth continuaban reculando.

Desde detrás de las agitadas cortinas salió una salva de insultos. No duró mucho, pero en tipo y calidad, en precisión corrosiva y en mordacidad, no tenían parangón con lo que Kim había escuchado hasta entonces. Podía notar el ancho pecho del carretero encogerse por el asombro cuando el hombre hizo un salam reverente hacia la voz, saltó del carro y ayudó al escolta a subir aquel volcán a la carretera principal. En ese momento, la voz se puso a describir con detalle con qué tipo de esposa se había casado y lo que esta estaba haciendo en su ausencia.

—¡Oh, shabash[71]! —murmuró Kim, incapaz de contenerse, mientras el carretero se escabullía.

—Bien hecho, ¿verdad? Es una vergüenza y un escándalo que una pobre mujer no pueda ir a rezar a los dioses sin tener que pechar con toda la basura del Indostán y ser insultada por ella, que tenga que tragar gâli (ofensas) mientras los hombres comen ghi. Pero aún me queda un meneo en la lengua, una o dos palabras bien dichas que vengan al caso. ¡Y todavía estoy sin mi tabaco! ¿Quién es el tuerto, infeliz, hijo de la vergüenza que todavía no ha preparado mi pipa?

Un montañés le pasó la pipa a toda prisa y un hilo de denso humo saliendo de cada esquina de las cortinas señalaba que la paz se había restablecido.

Si Kim había caminado con orgullo el día anterior como discípulo de un hombre santo, hoy caminaba diez veces más orgulloso en el cortejo de una procesión casi real, con un puesto reconocido bajo el patronazgo de una vieja dama de maneras encantadoras y recursos infinitos. Los hombres de la escolta, con las cabezas cubiertas a la manera nativa, se situaron a ambos lados del carro, arrastrando los pies y levantando enormes nubes de polvo.

El lama y Kim caminaban un poco a un lado; Kim mascando su palo de caña de azúcar y no cediendo el paso a nadie por debajo del estatus de un sacerdote. Podían oír la lengua de la vieja dama chasquear tan regularmente como una descascarilladora de arroz. La anciana pidió a su escolta que le contara lo que estaba sucediendo en la carretera y, tan pronto como estuvieron lejos del parao, abrió las cortinas para atisbar con el velo cubriendo sólo un tercio de su rostro. Sus hombres no la miraban a los ojos directamente cuando ella les dirigía la palabra y así se respetaban más o menos las formas.

Un superintendente de policía del distrito, un inglés de piel cetrina e impecablemente uniformado, pasó al lado montando un caballo fatigado y, viendo por el séquito qué tipo de persona era, la provocó.

—Oh madre —gritó—, ¿se hace así en las zenanas[72]? Supón que un inglés pasara por aquí y viera que no tienes nariz.

—¿Qué? —respondió ella chillando—. ¿Que tu propia madre no tiene nariz? ¿Y entonces por qué pregonarlo a los cuatro vientos?

Fue una buena réplica. El inglés alzó la mano con el gesto de un contrincante tocado en un encuentro de espadas. Ella se rio y asintió.

—¿Es este un rostro para tentar a la virtud? —La anciana retiró el velo por completo y se le quedó mirando.

El rostro no tenía nada de bello, pero al recoger las riendas el hombre la llamó Luna del Paraíso, Molestadora de la Integridad y otros epítetos hiperbólicos que la hicieron retorcerse de risa.

—Este es un nut-cut (granuja) —dijo—. Todos los alguaciles de policía son unos nut-cuts, pero los policíawallahs[73] son los peores. Hai, hijo mío, no has podido aprender todo eso desde que viniste de Belait (Europa). ¿Quién te amamantó?

—Una pahareen, una montañesa de Dalhousie, madre mía. Protege tu belleza bajo una sombra, oh Dispensadora de Delicias —y se alejó.

—Este es el tipo de gente —adoptó un tono de fina crítica y llenó su boca de pan—. Este es del tipo de gente que debe velar por la justicia. Conocen la tierra y sus costumbres. Los otros, los recién llegados de Europa, amamantados por mujeres blancas y habiendo aprendido nuestras lenguas sólo con los libros, son peores que la peste. Perjudican a los reyes. —Luego contó a todo el que quisiera escucharla una larga larga historia sobre un policía joven e ignorante que había molestado a algún pequeño rajá de las montañas, primo suyo en noveno grado, a causa de un asunto trivial de tierras, concluyendo con una cita de un libro no catalogado como piadoso.

Luego cambió de humor y ordenó a uno de su escolta que le preguntara al lama si querría caminar a su lado y discutir asuntos de religión. Así que Kim se quedó en la retaguardia polvorienta y volvió a su caña de azúcar. Durante una hora o más el gorro del lama se divisaba como una luna a través de la bruma; y por lo que él podía oír, Kim comprendió que la vieja señora lloraba. Uno de los uryas se medio disculpó por su grosería de la noche anterior, diciendo que nunca había visto a su señora con un temperamento tan suave y lo achacaba a la presencia del extraño sacerdote. Personalmente, él creía en los brahmanes, a pesar de que, como todos los nativos, era muy consciente de su astucia y avaricia. Sin embargo, cuando los brahmanes irritaron con sus pesadas peticiones a la madre de la esposa de su amo y cuando ella les despidió con cajas destempladas, motivo por el cual ellos maldijeron a todo el séquito (lo que, a su vez, había sido la verdadera causa de que el segundo buey del frente izquierda quedara lisiado y de que la noche anterior una de las varas se rompiera), en ese momento, él estuvo dispuesto a aceptar cualquier sacerdote de cualquier otra secta de dentro o fuera de la India. Kim se mostró de acuerdo con sabios asentimientos de cabeza y pidió al urya que se fijara en que el lama no aceptaba dinero y que el coste de su comida y el de la de Kim sería devuelto cien veces con la buena suerte que aguardaba a la caravana de ahí en adelante. Le contó también historias de la ciudad de Lahore y cantó una canción o dos que hicieron reír a toda la escolta. Como un ratón de ciudad bien familiarizado con las últimas canciones de los compositores más conocidos, la mayoría mujeres, Kim tenía una singular ventaja sobre los hombres de un pequeño pueblo de frutales más allá de Saharunpore, pero dejó que fueran ellos los que lo dedujeran por sí mismos.

Al mediodía se desviaron a un lado del camino para comer y la comida fue buena, abundante y bien servida en platos de hojas limpias, como debía ser, lejos del torbellino de polvo. Dieron las sobras a algunos pedigüeños para que se cumplieran todos los requisitos y se sentaron para fumar cómoda y largamente. La vieja dama se había retirado detrás de las cortinas, pero tomaba parte libremente en la conversación; sus sirvientes discutían con ella y la contradecían, como todos los sirvientes hacen en Oriente. Comparaba el frío y los pinos de las montañas de Kangra y de Kulu con el polvo y los mangos del sur; contó una historia de algunos dioses locales en los confines de los territorios de su marido, maldijo categóricamente el tabaco que estaba fumando en ese momento, despellejó a todos los brahmanes y especuló sin reservas con la llegada de muchos nietos.

Ir a la siguiente página

Report Page