Kim

Kim


Capítulo 12

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Capítulo 12

¿Quién ha deseado el mar, la vista inabarcable del agua salada?

¿La subida y la parada y el descenso y el fragor del romper de la ola azuzada por el viento?

¿El oleaje suave y ondulado antes de la tormenta, gris, sin espuma, enorme y creciente?

¿La calma chicha a nivel del Ecuador, o el huracán soplando con ojos enloquecidos?

¿Su mar distinto en cada apariencia, su mar bajo todas las apariencias el mismo,

Su mar que llena a su ser?

¡Así y no de otra forma, así y no de otra manera, los montañeses desean sus montañas!

El mar y la montaña

—He recobrado de nuevo mi coraje —dijo E.23 a cubierto por el tumulto del andén—. El hambre y el miedo aturden a los hombres, de lo contrario se me hubiera ocurrido antes esta escapatoria. Tenía razón. Vienen a cazarme. Has salvado mi cabeza.

Una patrulla de policías del Punyab con pantalones amarillos, encabezados por un acalorado y sudoroso joven inglés, se abría camino entre la multitud junto a los vagones. Detrás de ellos, discreto como un gato, caminaba tranquilamente un personaje pequeño y gordo que parecía emisario de un abogado.

—Mira al joven sahib leyendo algo en un papel. Lo que tiene en su mano es mi descripción —dijo E.23—. Van vagón por vagón, como pescadores pasando la red por un estanque.

Cuando la procesión llegó a su compartimento, E.23 estaba pasando las cuentas de su rosario con una sacudida regular de la muñeca, mientras Kim se mofaba de él por estar tan drogado como para haber perdido las tenazas anilladas para el fuego, que eran la marca distintiva del saddhu. El lama, absorto en la meditación, miraba fijamente ante sí y el campesino, lanzando miradas furtivas, recogía sus pertenencias.

—Aquí no hay nada excepto un montón de santurrones —dijo el inglés en voz alta y pasó entre un murmullo de malestar, porque por toda la India la policía nativa se asocia con extorsión.

—El problema ahora —susurró E.23—, es enviar un telegrama con el lugar donde escondí la carta que me enviaron a buscar. No puedo ir a la oficina de tar de esta guisa.

—¿No es suficiente con haberte salvado el cuello?

—No si el trabajo queda sin acabar. ¿Nunca te lo dijo el curador de perlas? ¡Viene otro sahib! ¡Ah!

Este era un inspector de policía del distrito, más bien alto y de piel cetrina —cinturón, casquete, espuelas pulidas y toda la indumentaria correspondiente— que venía pavoneándose y atusándose el oscuro bigote.

—¡Qué zopencos son esos sahibs de la policía! —dijo Kim con tono festivo.

E.23 miró con los párpados entrecerrados.

—Bien dicho —murmuró con una voz diferente—. Voy a beber agua. Ocupa mi lugar.

Al salir del compartimento tropezó cayendo casi en brazos del inglés y ganándose por ello algunos insultos en un urdu torpe.

¿Tum mut? ¿Tú borracho? No tienes que ir dando bandazos como si la estación de Delhi te perteneciera, amigo mío.

E.23, sin mover un músculo del rostro, le contestó con una sarta de vituperios a cual más grosero, que, naturalmente, entusiasmaron a Kim. Le recordó a los tambores y a los barrenderos de las barracas de Ambala en la terrible época de su primera escolarización.

—Mi pobre infeliz —dijo el inglés con calma—. ¡Nickle-jao[140]! Vuelve a tu vagón.

Despacio, a pequeños pasos, el saddhu amarillo, retirándose con deferencia y bajando la voz, regresó al vagón maldiciendo al D.S.P.[141] hasta la posteridad más remota, y aquí Kim casi salta, por la Piedra de la Reina, por el escrito bajo la Piedra de la Reina y por una colección de dioses con nombres completamente nuevos.

—No sé lo que estás diciendo —se sonrojó el inglés encolerizado— pero es algún tipo de maldita impertinencia. ¡Fuera de ahí!

E.23, pretendiendo no comprender correctamente, enseñó con toda compostura su billete, que el inglés arrancó de su mano con furia.

—¡Oh, zoolum[142]! ¡Qué agobio! —gruñó el jat desde su esquina—. Todo por una broma. —Había sonreído abiertamente ante la insolente lengua del saddhu—. ¡Hoy tus hechizos no funcionan bien, santo!

El saddhu siguió al policía con adulaciones y súplicas. La aglomeración de pasajeros, ocupados con sus niños y sus bultos, no se había enterado del incidente. Kim salió tras el saddhu porque le vino a la cabeza que, hacía tres años, cerca de Ambala, había oído a ese enfadado y estúpido sahib conversar en alto de temas personales con una vieja dama.

—Ya está todo arreglado —susurró el saddhu, atascado entre la multitud gritona y ofuscada, con un galgo persa entre los pies y, sobre los riñones, una jaula llena de halcones chillando, a cargo de un halconero rajput—. Se ha ido para enviar aviso de la carta que escondí. Me dijeron que estaba en Peshawar. Debería haber supuesto que es como el cocodrilo, siempre en la otra orilla. Me ha salvado de la calamidad inminente, pero a ti te debo la vida.

—¿Es también uno de Nosotros? —preguntó Kim saliendo de bajo la axila grasienta de un camellero de Mewar para darse de bruces contra un pequeño grupo de matronas sijs charlando unas con otras.

—El más grande, ni más ni menos. ¡Tenemos suerte, los dos! Le informaré de lo que has hecho. Estoy a salvo bajo su protección.

Se abrió paso por el margen del gentío que asediaba los vagones y se agachó al lado del banco cerca de la oficina de telégrafos.

—¡Vuelve o te cogerán el sitio! No temas por el trabajo, hermano, ni por mi vida. Me has dado un soplo de aire y el sahib Strickland me ha empujado a tierra firme. Puede que todavía trabajemos juntos en el Juego. ¡Hasta pronto!

Kim se apresuró a volver al vagón, eufórico, aturdido, pero un poco irritado por no tener la clave para los secretos de su entorno.

—Soy sólo un principiante en el Juego, está claro. Yo no podría haberme puesto a salvo como hizo el saddhu. Sabía que estaba más oscuro bajo la lámpara. Yo no hubiera pensado en pasar las noticias bajo pretexto de echarle una maldición… ¡y qué listo fue el sahib! No importa, salvé la vida de uno… ¿Dónde se ha ido el kamboh, santo? —susurró, mientras tomaba asiento en el vagón lleno a tope para entonces.

—Le atenazó el miedo —replicó el lama con un toque de tierna malicia—. Te vio transformar al mahratta en saddhu en un abrir y cerrar de ojos para protegerle contra el mal. Eso le conmocionó. Luego vio al saddhu caer de plano en manos de los polis, todo a consecuencia de tus artes. Entonces cogió a su hijo en brazos y huyó porque dijo que tú transformaste a un comerciante tranquilo en un impertinente capaz de intercambiar groserías con sahibs y temía un destino parecido. ¿Dónde está el saddhu?

—Con los polis —dijo Kim…— Sin embargo, salvé al niño del kamboh.

El lama aspiró rapé con suavidad.

—Ah, chela, ¡mira como tu acción te ha sobrepasado! Tú curaste al niño del kamboh sólo por adquirir mérito. Pero le hiciste un hechizo al mahratta con propósitos soberbios, te estuve observando, y con miradas de reojo para impresionar a un hombre viejo, viejo y a un campesino tonto; de ahí vienen la calamidad y la sospecha.

Kim se controló con un esfuerzo superior a sus años. Le dolía tanto como a cualquier otro joven ser reprendido o mal juzgado, pero se vio entre la espada y la pared. El tren arrancó de Delhi y se adentró en la noche.

—Es verdad —murmuró—. Donde te he ofendido, he hecho mal.

—Es más, chela. Tú has desencadenado un acto en el mundo y, como una piedra tirada a un estanque, así se extienden las consecuencias sin que sepas hasta dónde.

Esa ignorancia era buena tanto para la vanidad de Kim como para la tranquilidad de espíritu del lama, si pensamos que en ese momento estaba siendo entregado en Simia un telegrama codificado informando de la llegada de E.23 a Delhi y, lo más importante, del paradero de una carta que se le había encargado… sustraer.

Incidentalmente, un policía en un exceso de celo había arrestado, bajo cargo de asesinato cometido en un lejano Estado del sur, a un comerciante de algodón de Ajmer terriblemente indignado, que se estaba explicando a un señor Strickland en el andén de Delhi, mientras E.23 se escabullía por callejuelas hacia el cerrado corazón de la ciudad. En dos horas, le habían llegado varios telegramas al ministro de un Estado del sur informándole de que se había perdido toda pista de un mahratta algo magullado; y para cuando el tren, con toda tranquilidad, se paró en Saharunpore, la última reverberación de la piedra, que Kim había ayudado a lanzar, chocaba suavemente contra los escalones de la mezquita en la lejana Roum, interrumpiendo las oraciones de un hombre piadoso.

El lama hizo la suya propia con todo detalle junto al enrejado de buganvillas cubierto de rocío, cerca del andén, animado por los luminosos rayos del sol y la presencia de su discípulo.

—Dejaremos todo esto detrás de nosotros —dijo, señalando la máquina broncínea y los carriles brillantes—. Las sacudidas del te-ren, aunque es una cosa estupenda, han convertido mis huesos en agua. Respiraremos aire limpio a partir de ahora.

—Vayamos a la casa de la mujer de Kulu —dijo Kim y partió alegre con los bultos a la espalda. Por la mañana temprano el camino de Saharunpore está limpio y huele bien. Kim pensó en las otras mañanas de San Javier, y el contraste aumentó de nuevo su ya tres veces crecido contento.

—¿De dónde viene esa prisa desconocida? Los hombres sabios no corren por ahí como gallinas al sol. Hemos hecho ya cientos y cientos de koss y, hasta ahora, raramente he estado contigo a solas un instante. ¿Cómo puedes recibir enseñanza zarandeado por la muchedumbre? ¿Cómo puedo yo, ahogado por un torrente de charla, meditar sobre el camino?

—Entonces ¿la lengua de esa mujer no se vuelve más corta con los años? —Sonrió el discípulo.

—Ni su deseo de conjuros. Recuerdo una vez cuando le hablé de la Rueda de la Vida —el lama palpó su pecho buscando su última copia—, ella sólo sentía curiosidad por los demonios que asediaban a los niños. Adquirirá mérito acogiéndonos en su casa, dentro de poco, cuando se presente la ocasión, sin prisas, sin prisas. Ahora caminaremos con los pies libres, aguardando la Cadena de las Cosas. La búsqueda no fracasará.

De esta manera viajaron sin problemas atravesando los extensos jardines de frutas en pleno florecimiento —pasando por Aminabad, Sahaigunge, Akrola del Vado y la pequeña Phulesa— la línea de los Siwaliks siempre al norte y detrás de ellos las nieves de nuevo. Después de un sueño largo y dulce bajo las nítidas estrellas venía el cruce digno y pausado por un pueblo que se despertaba, Kim extendía la escudilla de mendicante en silencio, pero sus ojos erraban, desafiando la Ley, de un extremo al otro del cielo. Tras lo cual, Kim solía volver con paso ligero a través del polvo junto a su maestro para comer y beber a gusto a la sombra de un árbol de mangos o a la sombra más fina de un siris[143] blanco del Doon. Al mediodía, tras la charla y una pequeña marcha, echaban una siesta, sintiéndose al despertar, en un mundo renovado con un aire más fresco. La noche los sorprendía aventurándose en un nuevo territorio, algún pueblo escogido, descubierto tres horas antes a través de los extensos campos y discutido en detalle por el camino.

Allí contaban su historia, una nueva cada noche por lo que respectaba a Kim, y el sacerdote o el jefe del pueblo les daba la bienvenida, de acuerdo con la tradición hospitalaria del amable Oriente.

Cuando las sombras se acortaban y el lama se apoyaba sobre Kim más pesadamente, siempre estaba la Rueda de la Vida para extender, sujeta bajo piedras previamente limpiadas, y explicar ciclo por ciclo con una rama larga. Aquí, en las alturas, se sentaban los dioses, que eran sueños de sueños. Aquí estaba nuestro Cielo y el mundo de los semidioses, jinetes luchando entre las montañas. Aquí los animales en agonía, almas ascendiendo o descendiendo la escalera y a las que había que dejar en paz. Aquí estaban los Infiernos, calientes y fríos, y las moradas de los espíritus atormentados. Que el chela estudie los males que vienen del exceso de comer: un estómago hinchado de gases y ardor de intestinos. Luego, obediente, el chela estudiaba con la cabeza inclinada y el dedo moreno listo para seguir el recorrido de la rama, pero tan pronto como llegaban al mundo humano, ajetreado sin provecho alguno, que está justo sobre los Infiernos, su mente se distraía porque a la vera del camino giraba la Rueda misma —comiendo, bebiendo, comerciando, casándose y peleándose— cálida y llena de vida. A menudo, el lama hacía de las vividas pinturas el tema de su discurso, señalando a Kim, bien predispuesto, cómo la carne adopta miles y miles de formas, deseables o detestables según lo consideren los hombres, pero que, en realidad, no tienen ningún valor; y cómo el estúpido espíritu, esclavizado al Cerdo, a la Paloma y a la Serpiente, deseando nuez de betel, un nuevo yugo de bueyes, mujeres, o el favor de los reyes, está obligado a seguir al cuerpo a través de todos los Cielos e Infiernos para recomenzar de nuevo el círculo. A veces una mujer o un hombre pobre observaban el ritual, no era más que eso, cuando el gran mapa amarillo se desplegaba, y arrojaban flores o un puñado de cauries sobre el margen. A esta gente humilde le bastaba haber conocido a un santo que podría sentirse inclinado a recordarles en sus plegarias.

—Cúralos si están enfermos —decía el lama, cuando se despertaba el instinto activo de Kim—. Cúralos si tienen fiebre, pero en ningún caso hagas hechizos. Recuerda lo que le ocurrió al mahratta.

—¿Entonces todo acto es malo? —replicó Kim, estirándose bajo un gran árbol en una bifurcación de la carretera del Doon, contemplando las pequeñas hormigas subir por su mano.

—Abstenerse de la acción está bien, excepto para adquirir mérito.

—En las Puertas de la Sabiduría nos enseñaron que abstenerse de la acción no era apropiado para un sahib. Y yo soy un sahib.

—Amigo de todo el Mundo —el lama miró a Kim directamente—, soy un hombre viejo, tan complacido con las apariencias como los niños. Para aquellos que siguen la Senda, no hay ni blanco ni negro, ni Indostán ni Bhotiyal. Somos todos almas buscando una salida. No importa lo que diga la sabiduría aprendida entre los sahibs; cuando lleguemos a mi río serás liberado de toda ilusión, a mi lado. ¡Hai! Mis huesos gimen por ese río, como clamaban de dolor en el te-ren; pero, por encima de mis huesos está mi espíritu esperando. ¡La búsqueda no fracasará!

—Tengo mi respuesta. ¿Se me permite hacer una pregunta?

El lama inclinó su majestuosa cabeza.

—Como bien sabes comí tu pan durante tres años… Santo, ¿de dónde vino…?

—Desde el punto de vista del hombre, hay mucha riqueza en Bhotiyal —replicó el lama tranquilo—. En mi propia tierra se me otorga la ilusión del honor. Pido lo que necesito. No me preocupo por la cuenta. Esa es para mi monasterio. ¡Ay! ¡Los altos asientos negros en el monasterio y los novicios todos en orden!

Y, trazando con el dedo en el polvo, le contó historias sobre el suntuoso y fabuloso ritual en las catedrales al abrigo de avalanchas; sobre procesiones y danzas demoníacas; sobre las metamorfosis de monjes y monjas en cerdos; sobre ciudades santas a quince mil pies en el aire; sobre intrigas entre un monasterio y otro; sobre voces por entre las montañas y sobre ese misterioso espejismo que baila sobre la nieve seca. Habló incluso de Lhasa y del Dalai Lama, a quién había visto y adorado.

Cada día, largo y perfecto, se acumulaba detrás de Kim construyendo como una barrera que le separaba de su raza y de su lengua materna. Empezó, sin darse cuenta, a pensar y soñar en la lengua nativa y, de forma mecánica, seguía los hábitos ceremoniosos del lama al comer, beber y demás. La mente del viejo hombre se volvía más y más hacia su monasterio a medida que sus ojos empezaban a vislumbrar las nieves eternas. Su río no le preocupaba. Cierto que, de vez en cuando, observaba largo rato una mata o una rama, esperando, decía, que la tierra se abriera y le concediera su bendición; pero estaba contento de estar con su discípulo y a gusto en el viento templado que bajaba del Doon. Esto no era Ceilán, ni Bodh Gaya, ni Bombay, ni alguna ruina recubierta de hierba con la que parecía haberse tropezado dos años antes. El lama hablaba de esos lugares como un erudito sin vanidad, como un buscador caminando con humildad, como un anciano, sabio y moderado, iluminando el conocimiento con una brillante percepción. Una a una, sin conexión, cada historia surgía a partir de algún detalle del camino, el lama hablaba de todos sus peregrinajes arriba y abajo del Indostán; hasta que Kim, que le había querido sin motivo, le quería ahora por cincuenta buenos motivos. De esta forma disfrutaban de una felicidad total, absteniéndose, como lo mandaba la Regla, de palabras malignas, y deseos desmesurados; no comiendo exageradamente, ni acostándose en camas altas, ni vistiendo ricas ropas. Sus estómagos marcaban la hora de comer y la gente les llevaba los alimentos, como dicen los escritos. Eran señores respetados en los pueblos de Aminabad, Sahaigunge, Akrola del Vado y en la pequeña Phulesa, donde Kim le dio una bendición a la mujer sin alma.

Pero, en la India, las noticias corren veloces y, demasiado pronto, apareció a través de los campos de cereales, un servidor de barba blanca, un urya escuchimizado y seco, cargando con una cesta de frutas que contenía una caja de uvas de Kabul y naranjas doradas y les rogó que llevaran el honor de su presencia a su señora, dolida porque el lama la había descuidado tanto tiempo.

—Ahora recuerdo —el lama habló como si fuera una propuesta completamente nueva—. Es virtuosa, pero una habladora inagotable.

Kim estaba sentado en el borde de un pesebre de vacas contando historias a los niños del herrero del pueblo.

—Sólo te pedirá otro hijo para su hija. No la he olvidado —dijo—. Dejémosla adquirir mérito. Avísala de que iremos.

En dos días recorrieron once millas a través de los campos y, una vez llegados, fueron abrumados con atenciones, ya que la vieja dama cultivaba una exquisita tradición hospitalaria, que imponía también a su yerno, el cual se hallaba bajo el zapato de las mujeres de la familia y compraba su tranquilidad tomando prestado del usurero. La edad no había debilitado ni su lengua, ni su memoria y desde una ventana superior discretamente enrejada, al alcance del oído de no menos de doce sirvientes, saludó a Kim con cumplidos que hubieran atentado contra la sensibilidad de cualquier audiencia europea.

—Pero sigues siendo todavía el pedigüeño descarado del parao —chilló—. No te he olvidado. Lavaos y comed. El padre del hijo de mi hija se ha ido por un tiempo. Así que nosotras, pobres mujeres, nos hemos quedado mudas e inútiles.

Para probarlo, arengó con órdenes a la casa entera hasta que trajeron comida y bebida, y, a la caída de la noche —noche perfumada de humo que cubría los campos de un color cobre oscuro y turquesa—, tuvo a bien ordenar que se dispusiera el palanquín en el desordenado patio delantero, a la luz de antorchas humeantes; allí, detrás de unas cortinas medio entreabiertas, se puso a chismorrear.

—Si el santo hubiera venido solo, le hubiera recibido de otra manera; pero con este pillo, ¿quién podría pecar de demasiado precavido?

—Maharaní —dijo Kim, escogiendo como siempre el título más ampuloso—, ¿es culpa mía que un sahib, ni más ni menos, un poli-sahib, llamase a la maharaní cuya cara él…?

—¡Chutt! Eso fue durante el peregrinaje. Cuando se viaja… conoces el proverbio.

—¿Llamase a la maharaní Rompedora de Corazones y Dispensadora de Delicias?

—¡Mira que recordar eso! Es verdad. Lo hizo. Eso era en la época de la plenitud de mi belleza. —La anciana rio para sí como un loro satisfecho por un terrón de azúcar—. Ahora cuéntame de tus idas y venidas, tanto como sea posible sin tener que avergonzarse. ¿Cuántas chicas, y las esposas de quién, se colgaron de tus pestañas? ¿Venís de Benarés? Habría ido allí este año, pero mi hija… sólo tenemos dos hijos. ¡Phaiii! Ese es el efecto de estas llanuras bajas. Ahora que en Kulu, allí los hombres son auténticos elefantes. Pero querría pedirle a tu santo, ponte a un lado, pillastre, un conjuro contra esos tremendos cólicos de gases que en la época del mango le sobrevienen al hijo mayor de mi hija. Hace dos años me dio un conjuro muy poderoso.

—¡Pero santo! —exclamó Kim, a punto de reventar de risa ante la cara contrita del lama.

—Es verdad. Le di uno contra los gases.

—Los dientes… dientes… dientes —regañó la vieja dama.

—«Cúralos si están enfermos» —citó Kim regodeándose— «pero de ninguna manera hagas hechizos. Recuerda lo que le pasó al mahratta».

—Fue hace dos estaciones de lluvias; ella me fatigaba con su continuo importunar. —El lama gimió como el juez injusto había gemido antes[144]—. Así sucede, toma nota, chela mío, que incluso aquellos que quieren seguir la Senda son apartados a un lado por mujeres ociosas. Durante los tres días que el niño estuvo enfermo no paró de hablarme.

—¡Arré! ¿Y con quién debía hablar? La madre del niño no sabía qué hacer y el padre dijo (fue en las noches de la estación fría): «Rezad a los dioses», como os lo cuento, luego ¡se dio la vuelta y se puso a roncar!

—Le di un conjuro. ¿Qué otra cosa podía hacer un viejo?

—«Es bueno abstenerse de la acción, excepto para adquirir mérito».

—Ah, chela, si me dejas, me quedo completamente solo.

—En todo caso, los dientes de leche le salieron sin problema —dijo la vieja señora—. Pero todos los sacerdotes son parecidos.

Kim tosió con severidad. Siendo joven, no aprobaba la ligereza de la mujer.

—Importunar a los sabios a deshora es invitar a la calamidad —dijo.

—Sobre los establos hay un mynah[145] que habla —el contragolpe retornó con el bien conocido golpeteo del dedo enjoyado— y ha copiado el mismísimo tono del sacerdote de la familia. Quizás olvido el debido respeto a mis invitados, pero si le hubierais visto a él apretar los puños contra la barriga, tan grande como la mitad de una calabaza y llorar: «¡Aquí duele!» me perdonaríais. Estoy casi decidida a tomar la medicina del hakim[146]. La vende barata y la verdad es que le vuelve tan gordo como el propio toro de Shiva. Él no niega un remedio, pero dudé por el niño, por culpa del color poco recomendable de los frascos.

El lama, al abrigo del monólogo, se había esfumado en la oscuridad hacia la estancia que le habían preparado.

—Le has ofendido probablemente —dijo Kim.

—A él no. Está cansado y lo olvidé con mi preocupación de abuela. (Nadie excepto una abuela debe cuidar de un niño. Las madres sólo valen para traerles al mundo). Mañana, cuando vea cómo ha crecido el hijo de mi hija, escribirá el conjuro. Luego, puede juzgar también las nuevas medicinas del hakim.

—¿Quién es el hakim, maharaní?

—Un nómada como tú, pero un bengalí serio de Dacca, un maestro de medicina. Me alivió de una opresión, después de comer carne, gracias a una pequeña pastilla que actuó como un diablo desencadenado dentro de mí. Ahora está de viaje, vendiendo preparados de gran valor. Incluso tiene papeles, impresos en angrezi, que explican lo que ha hecho por hombres de espalda débil y mujeres flojas. Ha estado aquí cuatro días, pero al oír que llegabais (los hakims y los sacerdotes son como la serpiente y el tigre en todas partes), se ha puesto ha cubierto, me parece a mí.

Mientras se tomaba un respiro después de esa retahíla, el viejo sirviente, sentado sin ser reprendido al borde de la luz de la antorcha, murmuró:

—En el fondo esta casa es un redil para todos los embaucadores y… sacerdotes. Con que el niño dejara de comer mangos… ¿pero quién puede discutir con una abuela? —Y alzó la voz con respeto—: Sahiba[147], el hakim duerme después de su cena. Está en los aposentos detrás del palomar.

A Kim se le erizó el vello como si fuera un terrier expectante. Confrontar y superar dialécticamente a un bengalí educado en Calcuta, a un lenguaraz vendedor de medicinas de Dacca, podría ser un juego divertido. No convenía que el lama y, por ende, él mismo, fueran desbancados por semejante sujeto. Conocía esos extraños anuncios en falso inglés publicados en la última página de los periódicos nativos. Los chicos de San Javier los traían a veces a escondidas para carcajearse entre compañeros porque el lenguaje del agradecido paciente recitando sus síntomas era de lo más simple y revelador. El urya, ansioso de azuzar un parásito contra otro, se escabulló en dirección al palomar.

—Sí —dijo Kim con un desprecio calculado—. Sus mercancías son un poco de agua coloreada y una desvergüenza muy grande. Su presa son reyes venidos a menos y bengalíes sobrealimentados. Su beneficio está en los niños… que aún no han nacido.

La vieja señora rio para sí.

—No seas envidioso. Los conjuros son mejores ¿eh? No seré yo quien diga lo contrario. Procura que tu santo me escriba un buen amuleto por la mañana.

—Nadie sino el ignorante lo niega —una voz gruesa y fuerte resonó a través de la oscuridad, mientras una figura se acercaba agachándose para descansar—. Nadie sino el ignorante niega el valor de los conjuros. Nadie sino el ignorante niega el valor de las medicinas.

—Una rata encontró un trozo de cúrcuma y dijo: «Abriré una verdulería» —replicó Kim.

Ahí se enzarzó la batalla, y ambos notaron como la anciana se estiraba atenta.

—El hijo del sacerdote conoce los nombres de su niñera y de tres dioses. Dice: «Oídme, u os maldeciré por los tres millones de Todopoderosos». —En verdad, el tipo invisible tenía una flecha o dos en su carcaj. Continuó—: No soy sino un maestro del alfabeto. He aprendido toda la sabiduría de los sahibs.

—Los sahibs nunca envejecen. Bailan y juegan como niños cuando son ya abuelos. Una raza de espaldas fuertes —gorjeó la voz dentro del palanquín.

—Yo también tengo nuestras medicinas que disuelven los humores en la cabeza de hombres acalorados y coléricos. Sinà[148] bien elaborada cuando la luna está en la Casa conveniente; tengo tierras amarillas, arplan[149] de China que le devuelve a un hombre su juventud, para asombro de su familia; azafrán de Cachemira y el mejor salep[150] de Kabul. Mucha gente ha muerto antes…

—Eso lo creo de veras —interrumpió Kim.

—… de que conocieran el valor de mis medicinas. No doy a mis enfermos la simple tinta con la que se escriben los conjuros, sino medicinas fuertes y efectivas que actúan y atacan al enemigo.

—Y lo hacen a conciencia —suspiró la vieja dama.

La voz del hombre se embarcó en una historia inacabable de infortunios y bancarrota, acompañados de incontables peticiones al Gobierno.

—Si no fuera ese mi destino, que todo lo rige, estaría ahora al servicio del Gobierno. Tengo un diploma de la gran escuela de Calcuta, a la que quizás vaya el hijo de esta casa.

—Irá, sin duda. Si el mocoso de nuestro vecino puede convertirse en un par de años en un F.A. (First Arts[151], la mujer usó el término inglés que había oído muy a menudo), cuantos premios no ganarán en la rica Calcuta los niños listos que yo me sé.

—¡Nunca —dijo la voz— he visto un niño así! Nacido en una hora propicia y destinado a durar muchos años… (a no ser por ese cólico que, ¡vaya!, puede degenerar en cólera negra y llevárselo como a una paloma), es envidiable.

¡Hai mai! —dijo la vieja señora—. Alabar a los niños no es de buen augurio, si no, podría escuchar esta conversación. De todas formas, la parte trasera de la casa no está vigilada e incluso en estos aires tranquilos los hombres se creen que son hombres y las mujeres, ya sabemos… El padre del niño tampoco está aquí y tengo que hacer de chowkedar (vigilante) a mi edad. ¡Arriba! ¡Arriba! Levantad el palanquín. Dejad que el hakim y el joven sacerdote arreglen entre ellos si son más eficaces los sortilegios o las medicinas. ¡Ho! Holgazanes, ¡traed tabaco para los invitados y… me voy a dar una vuelta a la casa!

El palanquín se alejó tambaleándose, seguido de antorchas remolonas y de una horda de perros. Veinte pueblos conocían a la sahiba, sus defectos, su lengua y su gran generosidad. Veinte pueblos la engañaban, según la costumbre inmemorial, pero ni por todo el oro del mundo, hubieran robado o atracado en su jurisdicción. A pesar de ello, la anciana hacía un gran teatro de sus inspecciones formales, el jaleo de las cuales podía oírse hasta a medio camino de Mussoorie.

Kim se relajó como un augur tiene que hacer cuando se encuentra con otro. El hakim, todavía agachado, le pasó su narguile empujándolo con un pie amistoso y Kim aspiró el humo aromático. Los mirones esperaban un debate profesional serio, y quizás un poco de tratamiento gratuito.

—Discutir sobre medicina ante el ignorante es lo mismo que enseñar al pavo real a cantar —dijo el hakim.

—La verdadera cortesía —corroboró Kim— es muy a menudo la indiferencia.

Esto, claro está, era un diálogo amañado, destinado a impresionar a la concurrencia.

—¡Hi! Tengo una úlcera en la pierna —gritó un sirviente—. ¡Échenle un vistazo un momento!

—¡Iros! ¡Largaos! —dijo el hakim—. ¿Es la costumbre del lugar molestar a los huéspedes honorados? Os amontonáis aquí como búfalos.

—Si la sahiba supiera… —comenzó Kim.

—¡Ay! ¡Ay! Vámonos. Están ahí sólo para la anfitriona. Cuando los cólicos de su pequeño demonio estén curados, quizás nos permitan a nosotros, la gente pobre…

—La señora alimentó a tu esposa mientras estuviste en la cárcel por romperle la cabeza al prestamista. ¿Quién habla mal de ella? —A la luz de la luna, el viejo servidor se retorció el bigote blanco con furia—. Soy responsable del honor de esta casa. ¡Andando! —y se llevó a los subordinados caminando delante él.

Moviendo apenas los labios, dijo el hakim:

—¿Cómo está, señor O’Hara? Encantado de verle de nuevo.

La mano de Kim se contrajo alrededor de la caña de la pipa. En cualquier punto del ancho camino no se hubiera sorprendido; pero aquí, en este quieto remanso de vida, no estaba preparado para el babu Hurree. Además le molestó haber sido engañado.

—¡Ah ha! Se lo dije en Lucknow, resurgam, resurgiré de nuevo y no me reconocerá. ¿Cuánto había apostado, eh?

Masticaba con parsimonia unas semillas de cardamomos, pero respiraba con dificultad.

—¿Pero, por qué venir aquí, babuji?

—¡Ah! Eesa es la cuestión, como decía Shakespeare. Vengo a felicitarle por su actuación extraordinariamente efeeciente en Delhi. ¡Oah! Se lo aseguro, estamos todos orgullosos de usted. Fue muuy buena y oportuna. Nuestro común amigo es vieja amistad mía. Ha estado en algunas situaciones muy apuradas. Y se verá en alguna más. Él me lo contó; yo se lo conté al señor Lurgan; y este se alegró de que se haya graduado tan brillantemente. Todo el departamento se alegra.

Por primera vez en su vida, Kim se estremeció de orgullo legítimo (lo que, sin embargo, puede ser una trampa mortal) con los elogios del Departamento, elogios halagadores de un colega por un trabajo apreciado por los otros compañeros. No hay nada comparable en este mundo. Pero, gritó el oriental en él, los babus no viajan sólo para repartir cumplidos.

—Cuenta tu historia, babu —dijo con autoridad.

—¡Oah! No es nada. Soloo que estaba en Simia cuando se recibió el telegrama sobre lo que nuestro mutuo amigo dijo haber escondido y el viejo Creighton… —Y miró a Kim para ver como se tomaba esa audacia.

—El sahib coronel —corrigió el estudiante de San Javier.

Por supuesto. A él le pareció que yo no tenía nada mejor que hacer así que me cayó en suerte ir a Chitor para recuperar esa maldita cana. No me gusta el Sur, demasiado viaje en tren; pero me dieron una buena bolsa para gastos del viaje. ¡Ha! ¡Ha! Encontré a nuestro conocido en Delhi, en el camino de vuelta. Ahora mismo está reposando y dice que disfraz de saddhu le sienta de maravilla. Bien, allí oí lo que usted había hecho tan bien, tan rápido, sin pensárselo dos veces. Le dije a nuestro mutuo que usted se llevó la palma, ¡por Júpiter! Fue magnífico. Vengo a decírselo.

—¡Umm!

Las ranas saltaban en las acequias y la luna se desplazó hacia su escondite. Algún sirviente feliz había salido para comulgar con la noche y tocar un tambor. La siguiente frase de Kim fue en lengua nativa.

—¿Cómo nos seguiste?

—Oah. No fue nada. Sé por nuestro amigo mutuo que se dirige a Saharunpore. Así que vengo. Los lamas rojos no son personas que pasen desapercibidas. Me compré yo mismo mi caja de medicinas y realmente soy buen doctor. Voy a Akrola del Vado y oigo todo sobre ustedes y hablo aquí y allá. Toda la gente corriente sabe lo que hacen. Me enteré cuando la vieja dama hospitalaria envió el dooli[152]. Por aquí tienen grandes recuerdos de las visitas del viejo lama. Sé que las señoras viejas no pueden apartar las manos de las medicinas. Así que me convierto en doctor y… ¿oye como me expreso? Creo que es muuy convincente. Le doy mi palabra, señor O’Hara, en cincuenta millas a la redonda, la gente corriente sabe de usted y del lama. Así que he venido. ¿Le importa?

Babuji —dijo Kim mirando hacia la cara ancha y sonriente—, soy un sahib.

—Mi querido señor O’Hara…

—Y espero jugar al Gran Juego.

—En este momento está subordinado a mí en lo que concierne al Departamento.

—Entonces ¿por qué hablar como un mono en el árbol? Nadie te sigue desde Simia y cambia de vestimenta sólo para decirte unas palabras agradables. No soy un niño. Hable hindi y vamos al grano. Tú estás aquí y no cuentas ni una sola verdad de cada diez palabras. ¿Por qué estás aquí? Dame una respuesta sincera.

—Eso es lo que me parece taan chocante en los europeos, señor O’Hara. A su edad debería conocer mejor el estilo de aquí.

—Pero quiero saberlo —dijo Kim riéndose—. Si es el Juego, a lo mejor puedo ayudar. ¿Cómo puedo hacer algo si usted bukh (parlotea) sin ir al meollo de la cuestión?

El babu Hurree se estiró para coger la pipa y chupó hasta que burbujeó de nuevo.

—Ahora hablaré en la lengua nativa. Siéntese quieto señor O’Hara… se trata del pedigrí del semental blanco.

—¿Todavía? Eso se resolvió hace tiempo.

—El Gran Juego se habrá acabado sólo cuando todos estén muertos. No antes. Escúchame hasta el final. Hace tres años, cuando Mahbub Ali te dio el pedigrí del semental, cinco reyes preparaban una guerra sorpresa. Gracias a aquella noticia, nuestro ejército cayó sobre ellos antes de que estuvieran preparados.

—Sí, ocho mil hombres con cañones. Recuerdo esa noche.

—Pero la guerra no se continuó hasta el final. Es la costumbre del Gobierno. Las tropas fueron retiradas porque el Gobierno creyó que los cinco reyes ya estaban lo suficiente intimidados y no es barato alimentar a los hombres entre los grandes pasos de montaña. Hilás y Bunár, rajás con cañones, asumieron, a cambio de una cantidad de dinero, la protección de los pasos contra toda incursión del Norte. Alegaron miedo y amistad. —Se interrumpió con una risita pasando al inglés—: Por supuesto, se lo cuento extraofeecialmente para elucidar situación política, señor O’Hara. Ofeecialmente, me está prohibido criticar cualquier acción de los superiores. Prosigo ahora. Esto complació al Gobierno, ansioso de evitar gastos, e hicieron un trato: Por tantas rupias al mes Hilás y Bunár protegerían los pasos tan pronto como las tropas del Estado se retiraran. Por esa época, después de nuestro encuentro, yo, que había estado vendiendo té en Leh, me hice contable en el Ejército. Cuando las tropas se retiraron, me dejaron atrás para pagar a los culis encargados de abrir nuevas carreteras en las montañas. Esa construcción vial era parte del trato entre Bunár, Hilás y el Gobierno.

—¿Ah sí? ¿Y luego?

—Le aseguro que allí también hacía un frío brutal después del verano —dijo el babu Hurree en tono confidencial—. Todas las noches tenía miedo de que los hombres de Bunár me cortaran el pescuezo para apoderarse del cofre con las pagas. ¡Mis guardias, nativos cipayos, se reían de mí! ¡Por Júpiter! Tema tanto miedo… Da lo mismo. Sigo en nuestra lengua. Avisé varias veces de que esos dos reyes estaban vendidos al Norte, y Mahbub Ali, que estaba aún más al norte, lo confirmó ampliamente. No tomaron ninguna medida. Tan sólo se me congelaron los pies y se me cayó un dedo. Envié un mensaje informando de que las carreteras por las que yo estaba pagando un sueldo a los excavadores estaban siendo construidas para los pies de extranjeros y enemigos.

—¿Para?

—Para los rusos. El asunto, conocido entre los culis, era objeto de mofa general. Entonces me llamaron para que contara de viva voz lo que sabía. Mahbub vino también al sur. ¡Escucha el final! Este año, después del deshielo, por entre los pasos —tembló de nuevo— vienen dos extranjeros con el pretexto de cazar cabras salvajes. Llevan armas, pero también cadenas, niveles y brújulas.

—¡Oho! La cosa se aclara.

—Son bien recibidos por Hilás y Bunár. Hacen grandes promesas; hablan como emisarios de un kaiser[153] y les ofrecen regalos. Van por los valles arriba y abajo, diciendo: «Este es un sitio para construir un parapeto; aquí podéis instalar un fuerte. Desde aquí podéis salvaguardar la carretera contra un ejército», las mismas carreteras por las que yo había pagado mensualmente. El Gobierno está al corriente, pero no hace nada. Los otros tres reyes, que no eran pagados por proteger los pasos, denunciaron, a través de un mensajero, la mala fe de Bunár e Hilás. Cuando todo el mal está hecho, ves, cuando esos dos extranjeros con los niveles y las brújulas han hecho creer a los cinco reyes que un gran ejército invadirá los pasos al día siguiente o al próximo —toda esa gente de montaña es tonta—, me llega la orden a mí, el babu Hurree: «Ve al norte y mira a ver que hacen esos extranjeros». Le digo al sahib Creighton: «Esto no es un proceso judicial para ir juntando evidencias». Hurree volvió al inglés con un bote: «Por Júpiter», dije, «¿por qué demonios no da órdenes semiofeeciales a algún hombre de temple para que los envenene, por ejemplo? Es, si se me permite la observación, una indolencia de su parte muy reprensible». ¡Y el coronel Creighton, se rio de mí! Es ese desmedido orgullo inglés. ¡Creéis que nadie se atreve a conspirar contra vosotros! Todo eso no es más que pura estupidez del Tommy[154].

Kim fumaba despacio, dándole vueltas al asunto en su mente rápida hasta donde podía entenderlo.

—Entonces ¿te vas para seguir a los extranjeros?

—No. Para ir a su encuentro. Vienen a Simia para enviar los cuernos y las cabezas a fin de que las preparen en Calcuta. Son caballeros exclusivamente deportistas y el Gobierno les otorga facilidades especiales. Como no, siempre hacemos así. Es nuestro orgullo inglés.

—Entonces, ¿qué hay que temer de ellos?

—Por Júpiter, no son gente negra. Con los negros puedo hacer todo tipo de cosas, naturalmente. Pero estos son rusos, gente desprovista de todo escrúpulo. Yo… yo no quiero codearme con ellos sin testigos.

—¿Te matarán?

—Oah, eso no es nada. Soy lo bastante buen Herbert Spenceriano, espero, como para confrontarme con pequeña cosa como la muerte, la cual depende por completo de mi destino, sabe. Pero… pero pueden golpearme.

—¿Porqué?

Hurree Babu chascó los dedos con irritación.

Por supuesto me afiiliaré a su campamento en capacidad supernumeraria, como intérprete quizás, o persona mentalmente incapaz y hambrienta, o algo parecido. Y luego tendré que recoger lo que pueda, supongo. Para mí es tan fácil como jugar al señor doctor con la vieja señora. Soloo que… soloo que… ve, señor O’Hara, por desgracia soy asiático, lo que constituye serio impedimento en algunos aspectos. Y además soy bengalí… un hombre miedoso.

—Dios hizo a la liebre y al bengalí. ¿De qué avergonzarse? —dijo Kim, citando el proverbio.

—Fue proceso de evolución, pienso, a partir de necesidad primordial, pero el hecho se reduce, en resumen, al cui bono[155]. Soy, oh, ¡horriblemente miedoso!, recuerdo que una vez, en el camino a Lhasa, querían cortarme la cabeza. (No, nunca llegué a Lhasa). Me senté y lloré, señor O’Hara, anticipando torturas chinas. No espero que esos dos caballeros vayan a torturarme, pero prefiero contar ante posible contingencia con asistencia europea en caso de emergencia. —Tosió y escupió los cardamomos—. Es una simple proposición extraofeecial a la que puede decir «No, babu». Si no tiene ningún compromiso urgente con su anciano, quizás usted pueda desviarle; quizás yo pueda seducir sus fantasías, me gustaría que quedara en contacto departamental conmigo hasta que encuentre a esos personajes deportistas. Tengo gran opeenión de usted desde que me encontré en Delhi con mi amigo. Y también yo incorporaré su nombre en mi informe ofeecial cuando asunto sea finalmente juzgado. Será una gran pluma en su sombrero. Por esa razón he venido realmente.

—¡Humph! El final de la historia creo que es verdad; pero ¿la primera parte?

—¿Sobre los cinco reyes? ¡Oah! Hay muchísima verdad en ello. Mucha más de lo que puede suponer —dijo Hurree con sinceridad—. Vendrá, ¿eh? Me voy de aquí directamente al Doon. El paisaje es muuy verde y lleno de colorido. Iré a Mussoorie, al buen y viejo Mussoorie Pahar, como dicen las damas y los caballeros. Luego a Chini pasando por Rampur. Es el único camino por el que pueden venir. No me gusta esperar al frío, pero tendré que aguardarles. Quiero ir a pie con ellos hasta Simia. Sabe, uno de los rusos es un francés, y mi francés es bastante bueno. Tengo amigos en Chandernagore.

—Seguro que él se alegraría de ver las montañas de nuevo —dijo Kim pensativo—. Toda su conversación en estos últimos diez días no ha sido de otra cosa. Si vamos juntos…

—¡Oah! En el camino podemos hacer como si fuéramos desconocidos, si su lama lo prefiere. Estaré tan sólo a cuatro o cinco millas por delante. No hay prisa para Hurree[156], ese es un chiste europeo, ¡ha!, ¡ha!, y ustedes vienen detrás. Hay tiempo de sobra; conspirarán, medirán y harán mapas, como es lógico. Me iré mañana y ustedes al día siguiente, si quiere. ¿Eh? Piénselo hasta mañana. Por Júpiter, es casi por la mañana ya. —Bostezó abiertamente y, sin despedirse, se fue con paso pesado hacia su aposento. Pero Kim durmió poco y sus pensamientos discurrieron en indostaní:

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