Katrina

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KATRINA » Capítulo XXXI

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Capítulo XXXI

CREPÚSCULO

KATRINA estaba fatigada y llena de tristes pensamientos.

Pasaba el tiempo sentada junto a la ventana mirando al campo, mientras Gustav iba por leña y agua, lavaba, barría, y ordeñaba la vaca. Un día vió un barco que cruzaba el mar frente a Batviken, y se quedó muda de estupor.

—Gustav: ¿cuándo se hace a la vela el Arlan? —preguntó.

—Ya ha partido —contestó él.

Katrina pareció sorprendida.

—Pero… ¿no debías embarcar tú?

—Sí; pero no he embarcado.

—¿Cuándo te marcharás entonces?

—No pienso marcharme.

—¿No?

—No. Me quedaré en casa, para cambiar. Trabajaré en la recolección de las mieses de Nordkvist.

Katrina no dijo nada más. Se quedó contemplando a su hijo menor, que, sentado junto al fuego, mondaba patatas, y los ojos se le llenaron de lágrimas. Comprendió que sólo por ella se quedaba allí. Gustav, como si sintiera que los ojos de su madre estaban fijos en él, levantó la cabeza. Sus manazas realizaban torpemente el trabajo de mondar; un largo mechón de pelo le caía sobre un ojo. Katrina sentía llenarse todo su ser de ternura hacia su hijo. «¡El único que me ha quedado!», pensaba. Se parecía a Johan, ahora ella lo comprendía bien. Gustav respiró con fuerza y, lentamente, se enjugó sus ennegrecidas manos.

—Es extraño, ¿verdad?, cómo disminuye nuestra familia… Ahora Erik y papá estarán juntos.

—Sí.

—En estos momentos, papá debe de ser feliz.

—Sí.

—He escrito a Einar, mamá.

—¿Le has escrito? Has hecho bien, hijo mío.

—Mamá: esta tarde tú y yo iremos al cementerio y llevaremos flores frescas a las tumbas. Todos los prados nuevos están amarillos de ranúnculos y los pastos del sur son un verdadero mar de anemonas.

—Bien. Me siento muy fatigada; pero tal vez el salir me sentará bien.

Fueron al cementerio y colocaron flores sobre las tumbas. Anochecía ya cuando regresaron a casa. El sol se había puesto; las flores habían cerrado sus pétalos, como recogiéndose para descansar; el rocío tendía su fresca capa sobre la tierra. Los árboles estaban ya verdes y con hojas, si bien la fronda primaveral era todavía tierna y delicada.

Katrina no podía más de fatiga y apenas lograba seguir a su hijo. Éste moderaba el paso, pero se le adelantaba sin darse cuenta; luego se detenía, esperando a que su madre le alcanzase.

—Sigue, sigue, Gustav —dijo ella al fin—. No tienes por qué esperarme. No sé lo que me pasa hoy, pero no puedo con mi cuerpo. Me siento agotada, con las piernas cansadas. Será porque he dormido tan mal estos últimos días…

—No tengo prisa; vayamos despacio —repuso Gustav.

Katrina no tenía, ni con mucho, sus fuerzas de otros tiempos. No podía vencer el cansancio que la invadía por las mañanas a la hora de levantarse, y dejaba que Gustav cogiera el cubo y se fuera al establo a ordeñar la vaca. Se sentía como encadenada, como si tuviera paralizado todo el cuerpo. Y en los primeros momentos de haberse levantado, le parecía que la cabeza se le iba. Sin embargo, cuando, al empezar a abonarse los campos, el capitán Nordkvist la mandó llamar por un criado para ir a cargar estiércol en las carretas, acudió como de costumbre. En compañía de las demás muchachas, se estaba junto al estercolero situado en la parte de la era que daba al mediodía, donde caía más de lleno el sol. Nordkvist tenía muchas carretas, y el trabajo se efectuaba sin descanso; los hombres volvían a la era con las carretas vacías, quitaban los caballos y los uncían a las cargadas. Katrina sentía que el trabajo se le hacía más pesado que de costumbre. Sudaba, jadeaba, y acabó por quitarse la chaqueta y el pañuelo de la cabeza. El aire primaveral que se le filtraba en el cuerpo a través de la tenue camiseta de algodón, se mantenía fresco a pesar del sol y de la hora. A la mañana siguiente le dolía el cuello, pero con el café caliente se sintió aliviada, y otra vez bajó a la aldea para entregarse al trabajo.

Como era sábado, la tarea terminó temprano, por la tarde. Al llegar a casa, Katrina se dedicó a las faenas de limpieza del hogar propias del día. El ejercicio al aire libre parecía haberle quitado algo de su fatiga, y vió que tenía mucho que hacer. Abrió de par en par puertas y ventanas; sacó las esteras, las sacudió de firme, y barrió y fregó toda la casa. Cuando lo tuvo todo listo, se fué al bosque, detrás de la casita, a cortar unas ramas de pino para colocarlas en la escalera. Mientras andaba por las rocas cubiertas de musgo, se sintió extenuada como nunca y se sentó en una piedra para descansar.

Ahora empezaba a darse cuenta de lo mucho que habían agotado sus fuerzas aquellas jornadas de trabajo. Miróse las rodillas, vió que le temblaban bajo las faldas, y recordó a Johan. Cuando habían naufragado en la desolada isla era ya un hombre acabado. En realidad, nunca había sido fuerte y vigoroso. Desde el primer día en que le había encontrado, le había visto decaer, decaer, decaer cada vez más, camino de la muerte…

Katrina alejó de la mente aquellos pensamientos; se levantó, y empezó a andar sobre las rocas y pedruscos. Debía ser tarde ya y era preciso volver a casa. Pero apenas podía mover los pies. El sol, con todo, estaba aún bastante alto a poniente de la aldea. Pero, ¿por qué había venido al bosque? Necesitaba recordarlo… No, ahora estaba demasiado fatigada: lo mejor era sentarse y descansar…

 

—Mamá… ¡Ma… má!

—¿Eh?

—Mamá: ¿por qué has venido a sentarte al bosque? ¿Por qué no vienes a casa?

—¿A casa?

—¿Te encuentras mal, mamá?

—¿Mal? No. Me duele un poco el cuello. ¿Eres tú, Gustav?

—Sí. ¡Cómo! ¿No me reconoces?

—Sí. Pero no te veo bien. Me he dejado el delantal en casa.

—Anda, levántate, mamá. Vamos a casa.

Gustav condujo a su madre a Klinten y la ayudó a meterse en cama. Pero su extraña manera de hablar le alarmó; corrió a pedir ayuda a Lydia, que vino con él, y al llegar hallaron a Katrina en el umbral de la puerta. Tenía el rostro encendido y demudado, y, vistiendo sólo la camisa de dormir, se disponía a salir con el cubo de la leche.

—¡Mamá! ¿Adónde vas? —le gritó Gustav.

—A ordeñar. Ahora me he acordado de la vaca.

—¡Pero si es muy tarde! Ya es de noche. La hemos ordeñado hace rato. ¡Vuélvete a la cama!

—No, no; he de ir a ordeñar —repetía Katrina con obstinación.

Con suave energía Gustav y Lydia la obligaron a meterse en la cama. Lydia dijo:

—Está delirando. No sabe lo que se dice.

—¿Será algo grave?

—Puede que sí. Hay que hacerla estar en cama y vigilarla. Nunca se me había ocurrido que Katrina pudiera ponerse enferma. Llégate a mi casa, Gustav, y di a Johanna que me quedo aquí esta noche —murmuró la joven, mientras arreglaba la cama de la enferma.

Katrina estuvo en cama algunos días con fuerte calentura y en continuo delirio. Tenía una inflamación en la garganta, y, después de haber remitido la fiebre, se sintió presa de una debilidad tal, que hubo de seguir guardando cama. Las dos casas vecinas se habían prestado siempre una mutua y generosa ayuda. Pero Lydia había de cuidar de sus dos hijitos, y sus hermanas trabajaban de jornaleras, por lo cual no podía permanecer todo el tiempo al cuidado de Katrina como hubiera sido su deseo. La mayor parte del día Gustav se quedaba, pues, solo con la paciente, y el muchacho se reveló como un perfecto enfermero.

Cuando Katrina se sintió con fuerzas para sentarse en el lecho y pudo prestar atención a lo que ocurría en casa, solía contemplar en silencio a su hijo menor mientras se hallaba abstraído en sus tareas domésticas. Su semblante, siempre tan fresco y sano, había enflaquecido; los pantalones parecían demasiado anchos para aquellas piernas antes tan robustas. Katrina calculaba mentalmente los días que había estado enferma y, por lo tanto, los que Gustav se había visto obligado a quedarse en casa. En aquella época del año, la provisión invernal de harina y patatas estaba ya hecha; y el que iba a trabajar a jornal solía adquirir los alimentos en la aldea, pues las labores de primavera estaban en plena actividad. Pero el muchacho no había podido ir al trabajo. Ella no necesitaba de muchos alimentos; pero él, con la voracidad propia de sus años, ¿qué había comido durante aquellos días?

—Gustav: ¿no piensas ir a trabajar? Pronto empezará la siega —le decía Katrina.

El hijo se acercó, sonriendo, al lecho:

—Oh, sí, pronto iré; pero estoy esperando a que antes estés ya bien del todo.

—Me levantaré pronto. Mis piernas sólo necesitan un poco de descanso: las tengo muy cansadas. Pero puedo pasar el día sola; si se te presenta trabajo, aprovéchalo, Gustav.

—Lo miraré… Dime, mamá: ¿podré ir a la fiesta el domingo?

—¿Qué fiesta?

—La fiesta de verano en Björkbacken. ¿Estará bien que vaya tan poco tiempo después de la muerte de papá?

—Podrías ir por la tarde, y asistir a la función de teatro y al concierto; pero no me parece bien que vayas a ningún baile.

—All right.

 

Una vez restablecida, Katrina tardó poco en recobrar las fuerzas. Sin embargo, no tomó mucha parte en la recogida del heno. En la siega del centeno se sintió ya con ánimos para trabajar la jornada entera. Sentía que el vigor vibraba de nuevo en su cuerpo y se complacía en comprobar la destreza y agilidad con que manejaba la hoz. Con breves intervalos caían los tallos a sus pies mientras avanzaba por el campo dejando tras ella una faja limpiamente segada. Se agachaba para tocar las espigas caídas, lozanas y pesadas como nunca; la cosecha de aquel año sería una bendición de Dios. Y el cielo estaba sereno, la brisa era ligera: el grano se secaría pronto y bien. Buen año aquél, en que la tierra se había mostrado pródiga en sus benditos dones.

Por primera vez, aquel otoño no regresaba ningún marinero a Klinten. La mayor parte del tiempo, Katrina lo pasaba sola, porque Gustav había empezado de nuevo a reunirse con sus amigos, muchachos todos de su edad, y por las tardes bajaba a la tienda a charlar con los marineros. Pero la madre tenía mucho que hacer en su hogar; aun le quedaba alguien para quien preparar alimento y arreglar las ropas, y el tiempo transcurría así para ella en una suave quietud.

Terminado el invierno, apenas el mar quedó libre de hielos, Katrina advirtió que su hijo daba muestras de una cierta desazón. Pasaba largos ratos en pie ante la ventanita de poniente, con la mirada puesta en Batviken, y sus manos, cruzadas a la espalda, se movían y retorcían nerviosamente.

—¿Qué piensas hacer este verano? —le preguntó ella un día.

—¿Qué pienso hacer?… Nada; seguir como el año pasado. Svensson me ofrece trabajo para todo el año. Me parece mejor eso que trabajar a jornal un día aquí y otro allá.

—Como te parezca.

Katrina no habló más del asunto durante algunos días. Comprendía que había llegado el momento de dejar a su hijo en libertad, aunque aquella libertad significase una terrible soledad para ella… ¿Podría soportarla ahora? Nunca había instado a Gustav para que se quedase en casa; y eran muchos los hombres que se ganaban el sustento en las labores de la tierra. ¡Ah…, pero sus hijos se sentían hechizados y cautivados por el mar! ¿Había de permitir que también el menor de sus hijos, el último que le quedaba, se marchara a la ventura, quizá para no volver, como le había ocurrido a Erik? Por otra parte, si le retenía en casa corría el riesgo de perder su cariño… Tal vez llegara a sentir odio hacia ella y hacia el hogar en que había visto la luz. Pasando el horrible verano prisionero en aquel angosto valle, mientras los marineros navegaban, libres, hacia las tierras que bordean el Báltico y el Mar del Norte, Gustav no podía sentirse feliz.

—Gustav, ¿por qué no te alistas en algún buque? Trabajando en el campo no te labrarás ningún porvenir.

El semblante del muchacho se iluminó, pero se esforzó en disimularlo.

—El mismo porvenir que puedo labrarme trabajando en otra cosa. El mar ya no me atrae como antes.

—Pero en tierra el verano se te hará interminable. Y en casa de Svensson ya sabes que no se harta uno con lo que dan de comer. Yo, en tu lugar, me embarcaría.

—¿Te embarcarías?

—Sí. ¿No has recibido proposiciones de ningún capitán?

—Ya lo creo: de muchos. Pero no quiero que te quedes sola en casa.

—Hijo, piensa, sin embargo, que no soy una niña. Me siento bien, fuerte, y joven como una muchacha. No necesito todavía que me cuiden.

—Bueno: si te parece bien que me embarque, me embarco. Pero te advierto que a mí lo mismo me da —dijo Gustav, con mal disimulada alegría. Y, sin esperar más, se encasquetó el gorro y se fué. Pero en cuanto se vió fuera aceleró el paso y emprendió recto el camino de Batviken. Katrina le estuvo mirando hasta que le perdió de vista. «Ahora irá a la tienda y se alistará», pensó. Y no se engañaba. A la hora de la cena, Gustav le dijo que embarcaría con el capitán Svanström.

 

Batviken estaba desierto. Todas las embarcaciones habían partido, y ni una sola vela blanqueaba entre el verdor de la isla. Einar estaba lejos, en el otro extremo del mundo, y el barco de Gustav navegaba a toda vela hacia el sur, poniendo proa a países desconocidos y remotos.

Katrina sólo cocinaba ahora para ella. Por la noche, cuando se recogía, reinaba en la casa un silencio sepulcral. El tictac del viejo reloj era débil y perezoso, como si ya estuviese cansado de oír su propio son. Pero el trabajo traía consigo hambre, y fatiga, y sueño, también en aquel profundo vacío. Katrina acudía a ganar su jornal en las alquerías, cultivaba sus manzanas y su jardín, iba por leña al bosque de detrás de la casita, y atendía amorosamente a las dos tumbas del camposanto.

Cuando le quedaba tiempo, cogía su calceta y hacía una visita a sus vecinos. Sentía gran afecto por los hijitos de Lydia: hacía medias y guantes para ellos, y en los días de fiesta les compraba bizcochos en la aldea; y, cuando se le acercaban saltando con sus cabellos color de estopa llenos de pinaza y de resina, se los limpiaba y peinaba.

Alguna que otra vez, bajaba a la aldea e iba a Frun, donde Elvira, sola con su enjambre de chiquillos, batallaba animosamente para poder vivir. Aquel verano Urho regresó de América. Como ya había previsto Elvira, había sido incapaz de quedarse allí mucho tiempo. Pero tampoco tuvo paciencia para quedarse quieto en su hogar. Estuvo en él un par de años, y la familia aumentó con un nuevo par de bocas. Luego se volvió otra vez a América. Él hubiera querido llevarse consigo a toda su familia al Nuevo Mundo, en donde la vida tenía un ritmo muy del gusto del enérgico finlandés. Pero Elvira, que, con el transcurso de los años, se había contagiado de los principios conservadores de su madre, se había opuesto a ello, diciendo que quería vivir y morir en el país en donde había visto la luz.

Poco a poco la vieja generación se hacía a un lado para ceder su lugar a la nueva. Svensson se disponía a dejar la granja a su yerno. Larsson envejecía, y había encomendado ya a su hijo la dirección de la casa. El viejo Seffer había muerto, Engman también, y su hijo menor había tomado posesión de la hermosa heredad; la mujer del primogénito, al quedar viuda, se había trasladado a Mariehamn, donde estudiaban sus hijos. En cuanto a la activa Mor de Erka, llegada ahora al otoño de su vida, se contentaba también con pasar sentada las veladas, pues se había ganado aquel descanso. Los de Erka habían mandado construir un pequeño edificio anexo a la alquería, al que llamaban «El Horno»: y allí vivían, ocupando un par de piezas, Far y Mor. Las hijas menores, Alma e Ida, se habían ido a vivir con sus padres; Alma tenía a su cargo la oficina de Correos, su hermana la Central de Teléfonos. La vieja Mor mataba el tiempo en el interior de la casa haciendo calceta, y salían de sus manos media tras media y guante tras guante, pues eran tantos los nietos que había de calzar, que a duras penas lograba llegar a lo que hacía falta. El anciano Far seguía, como siempre, relegado a último término y dejaba que Mor se las compusiera a su antojo. Envejecía rápidamente, y una oculta enfermedad del estómago ponía en su rostro profundas arrugas.

El nuevo propietario y su esposa estaban instalados en la alquería. La esposa, tras dos pares de mellizas, había dado a luz al tan suspirado varón. El afortunado heredero era, por desdicha, una criatura débil y enfermiza, y esto amargaba la vida de la madre. Un día, Katrina estaba allí mientras la exasperada mujer se desfogaba hablando de su mala suerte, como de costumbre, iba de un extremo a otro de la espaciosa cocina, sintiéndose demasiado excitada para sentarse y conversar con calma. Mientras tanto, y como para dar más fuerza a sus palabras, hacia ondular su fino talle y movía sus robustas caderas.

—¿Qué esperanzas va una a cifrar en ese mocoso? Si le hubiésemos puesto Kalle, como mi padre, hubiera sido un hombre de cuerpo entero. ¡Pero no: había de llevar el nombre de la casa! Y ya sabemos que los Eriks nunca han sido hombres de verdad. ¡Qué distintos nuestros Kalles! ¡Ésos al menos tienen músculos y huesos!

—¡Tonterías! ¿Qué tiene que ver el nombre? ¿Qué iba a salir ganando el chico con el nombre de los Seffer? —dijo Janne.

—Abundan poco los hombres robustos como los Seffer; y además siempre hemos tenido un Kalle en la familia. Yo lo decía: pero todos tozudos en que debía llevar ese nombre. Y así está él: porque hemos querido. Los Eriks siempre han tenido mala suerte.

Katrina sonrió para sí. Pero aquellas palabras continuaban sonando en sus oídos. «Los Eriks siempre han tenido mala suerte.» ¿Sería por eso por lo que su Erik había tenido una infancia tan desdichada y había acabado de tan trágica manera? «¡Patrañas!», se decía a sí misma esforzándose en ahuyentar tal pensamiento. ¿Qué influencia había de tener un nombre en el destino? Pero el pensamiento porfiaba en volver. «Los Eriks siempre han tenido mala suerte…» ¡Quién sabe…! Si hubiera puesto otro nombre a su hijo… ¿Traerían suerte los nombres de Einar y Gustav? Tuvo la tentación de preguntárselo a Mor de Erka; pero no se atrevió. ¡Bah! Al fin y al cabo sería una de tantas supersticiones.

Con la nueva generación, se introdujeron muchos cambios. Las granjas adquirieron segadoras mecánicas y rastrillos tirados por caballos, cosas que nunca se habían visto en Torsö. Los capitanes propietarios compraron también trilladoras mecánicas. Por todas partes se instalaron hornos calentados con carbón; desaparecieron las grandes camas altas. Se prohibió a los trabajadores que durmieran en la cocina en sus camastros celados por cortinas, desde los que mortificaban con chocarrerías a las sirvientas que dormían debajo. Ahora sus dormitorios habían sido instalados en el horno y en los depósitos del heno. En muchas casas se desterraron los hermosos aparadores antiguos para instalar los nuevos trincheros de moda.

En otoño llegó de improviso Hjalmar Nordkvist, y cuando volvió a marcharse lo hizo llevándose consigo una joven esposa. Aquel proceder inusitado produjo gran estupor en toda la aldea. Nadie acertaba a explicarse que el hijo mayor del hombre más rico de la isla se casara tan a la buena de Dios, prescindiendo de ceremonias y fiestas. El hecho fué censurado severamente. Los Seffer, sobre todo, tan amigos de reuniones y comilonas, se sintieron profundamente defraudados.

Kalle, padre, estaba tan desazonado que iba por la calle hablando y gesticulando solo. Acertó a encontrarse con Katrina y, contento de poder desahogar su indignación ante un ser humano, cayó implacable sobre ella.

—Buenos días. Supongo que te habrás enterado de lo ocurrido, ¿eh? Ya lo has visto: ¡todo a la chita callando! Hay que dar la razón a Erka, que dice siempre que los grandes hechos vienen siempre sin ruido. Sí: a los jóvenes de hoy día les gusta hacer las cosas a la moderna. Por lo menos a los de las casas ricas. Pero, ¡vamos, la verdad!, que eso de no ofrecer a sus convecinos ni una miserable taza de café, es una vergüenza. ¡Y pensar que nosotros, en cambio, unos pobres aldeanos, nos desvivimos y hacemos mil sacrificios para poder dar una pequeña fiesta con que celebrar la boda de nuestros hijos! ¡Hay que vivir para ver! En los tiempos de mi juventud no había quien se hubiera atrevido a hacer una cosa así. ¡Pero ahora…! Nadie se enteró de nada hasta que se publicaron las amonestaciones en la iglesia; y luego, ya sabes: una noche los dos se te van sin decir nada a nadie, como si fueran dos ladrones, a la casa parroquial, y se te casan. Y supongo que a estas horas estarán en viaje de novios.

—Entonces, ¿Alma se embarca también con él?

—Claro, como decía Eva. Van en uno de aquellos buques todos de acero; un buque nuevo que ha comprado el viejo capitán. Se irán derechitos hasta Australia.

—¿Hasta Australia? Entonces Alma de Erka hará un viaje muy largo: creo que ese país está al otro extremo de la tierra.

—Eso es: al extremo de la tierra está. ¿Qué te parece, eh? La hija de un humilde campesino, como Alma… Pero ella sabe dónde tiene la mano derecha: es una muchacha bien educada, fina y de buen criterio como todos los de Erka.

—Será una buena esposa para un capitán.

—Sí, sí… Aunque vete a saber si se llevará bien con los Nordkvist. ¡En resumidas cuentas, bien hubiera podido ofrecer, por lo menos, una taza de café a la aldea antes de marcharse! No creo que a Mor de Erka le haya satisfecho esa manera de proceder; pero tendrá que acostumbrarse a los gustos de un yerno tan aristocrático.

Y así fué como la rubia y modesta chica de la oficina de Correos siguió a su príncipe de leyenda en el magnífico barco nuevo que partía para las lejanas regiones situadas al extremo opuesto de la tierra. Y así fué también como en Torsö terminaron aquellas fiestas nupciales que solían durar tres días.

Si en toda su vida Katrina había deseado que llegara un invierno, fué seguramente aquel año. Se sentía tan feliz teniendo a Gustav a su lado, que no sabía qué más podía desear. Gustav pasaba fuera la mayor parte del día, ya trabajando en el bosque, ya cazando o pescando; aparte de esto, tomaba parte destacada en las diversiones propias de la juventud. Por lo general volvía a casa ya entrada la noche, y figurándose que su madre estaría ya dormida, se quitaba los zapatos en el umbral de la puerta, entraba de puntillas y se desnudaba en la obscuridad. A poco, su respiración fuerte y tranquila no tardaba en anunciar que se había dormido.

Seguía siendo el mismo muchacho sano y robusto. En cambio, Katrina pasaba muchas horas despierta, meditando sobre las cosas de la vida.

Otras veces, Gustav se tendía cuan largo era en el sofá, con sus grandes pies asomándole por el extremo. Y así se estaba a veces un par de horas tumbado, silbando y cantando peor aún que Johan. En aquellos momentos Katrina se sentía feliz, y tarareaba a media voz mientras el huso continuaba zumbando suavemente.

Tras el invierno, siguió otro verano solitario, de trabajo en prados y sembrados.

Un día, a fines de agosto, mientras Katrina estaba segando con otros trabajadores en un campo de centeno situado junto a la calzada, acertó a pasar por allí un viajero que, con su maleta en la mano, venía por el camino de Batviken. Alguna de las segadoras se volvió a mirar al forastero. ¿Quién podía ser el que llegaba en aquella época del año? Katrina levantó también un momento la cabeza. «Algún viajante de comercio», pensó indiferente.

Por la tarde, camino de su casa, vió salir humo de la chimenea. «¿Cómo he podido descuidar el fuego así? —pensó—. Ha sido un milagro de Dios que no haya ardido toda la casa.» Pero en cuanto abrió la puerta pudo ver que había alguien en la cocina.

Era el mismo individuo que había subido de Batviken; allí, en el suelo, estaba su maleta. El fogón estaba encendido, y encima hervía la cafetera. Katrina se estremeció como ante una visión, y tembló al pensamiento de que aquello fuera un presagio.

—¡Einar!—pudo exclamar al fin.

Einar se levantó. ¡Sí, loado fuera Dios: era él en carne y hueso, y no un fantasma!

—Buenas tardes —dijo él, y avanzó hacia su madre con las manos tendidas.

—Buenas tardes, bue… Pero… ¡cómo!, Einar, no sabía que…

—He venido para ingresar en la Escuela de Náutica —dijo el mozo.

—¿De verdad?

—Sí. Entro en septiembre.

—Entonces estarás aquí algunos días… ¿Qué es de tu vida, Einar?

—Muy bien.

—¡Oh! ¡Qué dicha volver a verte! Te hemos visto cuando subías del muelle, pero nadie te ha reconocido. Estás muy cambiado, Einar. Te has hecho todo un hombre. Pronto vas a cumplir veintiún años, ¿no sabes? Voy en un salto a la tienda a comprar macarrones para la cena… ¡Como que tenemos en casa a todo un señor marino!

Katrina preparó la cena y llamó a Einar a la mesa. Estaba contenta, pero al propio tiempo se sentía insegura ante el carácter reservado y un tanto enigmático de su hijo. Era preciso proceder con cautela para descubrir en qué estado de ánimo llegaba ahora.

—¿Has estado bien a bordo?

—Sí.

—Toma otro pedazo de tocino… Y… ¿dónde piensas vivir en Mariehamn durante el invierno?

—Ya tengo comprometida una habitación.

—¡Ah!… Te costará muy cara…

—Todo cuesta su dinero.

—¿Dónde has desembarcado?

—En Nystad.

—¡Ay!… ¡Han pasado tantas cosas desde que te fuiste!…

—Sí, claro…

—Pero papá se marchó contento…

—Hum…

—Si quieres quitarte esa ropa, te la lavaré, y te la coseré si hace falta.

—Lo he dejado casi todo en Mariehamn.

—¡Ah, vaya!… Y, ¿cómo has venido a Bomarsund?

—En barca.

—Ya.

Todo era inútil… El muro que les separaba continuaba irguiéndose inconmovible entre los dos. El muchacho era bajo de estatura y ancho de hombros, con la espalda más bien inclinada. Conservaba el mismo semblante bronceado y el mismo bigotito de la otra vez. Pero, en conjunto, había adquirido un aire forastero, aquel aire que distingue al hombre acostumbrado a correr mundo.

Durante los pocos días que pasó en casa, Einar estuvo siempre absorto en sus libros. Se sentaba a la mesa, y pasaba allí las horas silencioso y abstraído; sólo levantaba la cabeza cuando Katrina le advertía que la comida estaba a punto. Pocos días antes de su marcha a la ciudad, Katrina se decidió, una noche, a hablarle:

—Einar —le dijo—: ¿quieres venir conmigo al cementerio a ver las tumbas? Yo voy allí de vez en cuando para regar las flores.

Einar levantó la cabeza, con la antigua expresión desapacible de cuando le incomodaban; pero, al propio tiempo, pareció algo conmovido.

—¿Cuándo quieres ir? —preguntó.

—Sería mejor que fuésemos temprano; antes de que obscureciera.

Einar cerró el libro y se levantó. Katrina se anudó el pañuelo a la cabeza y los dos salieron. Iban callados, uno al lado del otro. Katrina pensaba en lo distinto que era todo cuando la acompañaba Gustav, cuya lengua no paraba un instante.

Abrieron la verja y entraron.

En el cementerio, bajo la sombra de las frondosas encinas, reinaba el silencio y la paz de siempre. Alguna que otra silueta se movía silenciosa entre las tumbas. Katrina condujo a su hijo adonde estaban las dos humildes sepulturas del cementerio nuevo. Allí, a campo abierto, la luz era más intensa. Primero se detuvieron ante la tumba de Johan. Katrina se agachó para arrancar algunos hierbajos que crecían en el montículo; luego cogió la maceta de hierro, y vertió cuidadosamente en la tierra un poco de agua que había recogido en una fuente del camino, y que llevaba en el cubo de la leche. Entonces se dió cuenta de que Einar también estaba arrodillado y arrancaba hierbas de la sepultura.

—¿Sufrió mucho papá? —preguntó él.

—Oh, no; fué extinguiéndose dulcemente, poco a poco —repuso Katrina.

Procuraba no mirar a su hijo por temor a desazonarle y hacerle recaer en su silencio.

—Ya sabes —prosiguió ella— que papá no había sido nunca un hombre fuerte y sano; así que no se le puede juzgar como a tantos otros. Pero nunca tuvo miedo a la muerte; la muerte era para él la cosa más natural del mundo. Yo, luego, estuve también muy enferma; pero Gustav me cuidó con mucho cariño —terminó.

Einar se mantuvo callado. Cuando Katrina se levantó y se acercó a la otra tumba, él permaneció todavía un rato de rodillas donde estaba; luego se aproximó también lentamente al montículo bajo el cual reposaba Sandra, Allí, Katrina limpió igualmente la tierra de malas hierbas, y vertió agua como en la otra.

—Hermanita Sandra sería ya grande ahora —dijo él, pensativo, cuando regresaban.

—Sí. Hubiera recibido la confirmación la primavera pasada.

—¡Si vieses cómo van vestidas las confirmandas en las ciudades!

—¿Van bien vestidas?

—Sí. Tampoco Sandra habría hecho mala figura.

—Es verdad. Pero, como decía papá, es más hermoso todavía ser un ángel.

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