Katrina

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KATRINA » Capítulo XXXII

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Capítulo XXXII

«BURRE»

GUSTAV había conseguido obtener un perrillo. Estaba sumamente orgulloso del cachorro, ahora todo vientre y orejas aún; pero aseguraba que no tardaría en convertirse en un cazador de primera, que le hubiese costado una fortuna de no habérselo cedido amistosamente unos marineros. Einar no había dejado escapar la ocasión de soltar un sermón agridulce sobre las gentes pobres que apenas tenían qué comer, y que salían aún con la ocurrencia de meter en casa a un animal inútil al cual había que alimentar, y por el que, además, debía pagarse un impuesto. Katrina se decía que en el fondo tenía razón. Pero no tardó mucho en encariñarse tanto con el gozquecillo como el propio Gustav.

Apenas el cachorro abría los ojos, Gustav descolgaba la escopeta y se la daba a husmear.

—¡Busca, Burre, busca! ¡Allá…, allá!

Así le estaba excitando todo el día, para desarrollar en él el instinto de la caza. Cuando el can hubiera crecido un poco, habría aprendido ya todo lo que debe saber un perro de caza bien educado: dar los buenos días, contestar a «¿qué dice Burre?» y buscar la gorra de Gustav. Y Gustav le incitaba a aprender las lecciones dándole tantos terrones de azúcar, que Katrina se desesperaba.

A los pocos meses, el deforme cachorro se había convertido en un sabueso grandote, hermoso y de pelaje liso, que se tragaba los panecillos de un bocado. Ahora Gustav empezaba ya a llevárselo con propósitos serios cuando salía de caza. Cazaba ardillas y liebres, con lo cual aquel invierno comieron en Klinten liebre asada casi cada dos días, y aun alguna vez pudieron también participar los vecinos. Las pieles de ardilla se vendían a buen precio, y esto proporcionaba a Gustav algún dinero para sus pequeños gastos. Y era a Burre, al inteligente, al ágil, al valiente Burre a quien se debía el magnífico botín de aquellas cacerías. Según Gustav, en toda la historia, desde la creación del mundo, no había habido un perro como Burre. Gustav y Burre eran cuerpo y alma, como en otro tiempo lo habían sido Erik y Gustav; también ellos dormían juntos por la noche. Cuando Katrina veía el hocico de Burre asomando sobre la almohada, al lado de la desgreñada cabeza del muchacho, con expresión de inefable beatitud, no podía contener la risa.

La popularidad de Burre llegó a su punto culminante el día en que Gustav, con la ayuda del perro, logró matar un zorro. No era frecuente que se matara un zorro en Torsö; esto sólo ocurría rara vez, cuando venían señores de fuera con su jauría de auténticos perros de caza.

Al volver el muchacho a casa con el botín colgado a la espalda y el perro pisándole los talones, se sentía tan feliz que más volaba que corría. Puso en el suelo el animal muerto, haciéndolo en medio de la estancia para poder contemplarlo y admirarlo a su sabor. La noticia corrió por la aldea como un reguero de pólvora y, a los pocos minutos, la casa estaba llena de cazadores entusiastas. Gustav, de rodillas en el centro del grupo, contaba y volvía a contar cómo Burre había hecho saltar la pieza, con qué precisión él había disparado sobre ella y la manera exacta que había tenido de caer el animal. Cogía entre sus grandes manos el fino y aguzado hocico del zorro y exponía a la curiosidad de los admiradores sus ojos astutos y sus dientes blancos y afilados. Y acariciando la exuberante cola pardogrisácea, aseguraba que la piel era de primera calidad, y que se la haría pagar a buen precio.

Con todo, Burre tenía también sus defectos. A veces, en mitad de un ojeo que prometía una buena pieza, abandonaba el rastro y se volvía a casa con aire indiferente y pasivo. Y Gustav no tenía otro remedio que seguirle quieras que no, como si su mejor amigo le hubiera causado un desengaño.

—Este animal es estúpido —decía a su madre—. Hacía mejor de perro yo cuando íbamos a cazar con Erik.

—¡Tú! —exclamaba Katrina—. ¿Tú hacías de perro?

—A veces, sí. Erik y yo lo hacíamos por turno.

—¡Nunca había oído cosa igual! ¿Y husmeabas el rastro como los perros?

—No; era lo único que me faltaba: un buen olfato. Si no veíamos a las liebres allí a dos pasos, podían estarse tranquilas entre las matas riéndose de nosotros. Pero en cuanto dábamos con su pista, ya sólo era cuestión de correr.

—¿Y corrías? ¿Y también ladrabas?

—Claro que ladraba… para hacerlas correr. Las liebres corren en círculo y siempre vuelven al mismo sitio. Erik no había de hacer otra cosa que esperar firme allí con el arma preparada.

—¡Y con lo que corren las liebres! ¡No os debíais divertir poco, Erik y tú!

—Es cuestión de gustos, como decía el sueco. Aquéllos eran otros tiempos. A Einar, en cambio, no hay manera de llevarlo al bosque. Así es lo mismo que no tener hermano.

—Seguramente Einar piensa lo mismo de ti. Tú deberías interesarte más por sus asuntos. Entonces quizá él se interesaría por los tuyos.

—¡Qué iba a interesarse! Le he preguntado cincuenta veces cómo le iba en la Escuela de Náutica, y por toda respuesta siempre me ha mirado de reojo.

—Sí; es así… ¡Pobre Einar!

A veces, Gustav cogía al perro por la cola y decía:

—¿Ves? Todo depende del timón: si en vez de llevarla caída la tuvieras siempre levantada, no habría perro de caza mejor que tú.

Einar se había alojado en Mariehamn, donde estudiaba el primer curso en la Escuela de Náutica. Por Navidad fué a su casa y permaneció en ella tres semanas. Las fiestas de Navidad se celebraron en Torsö con las tradicionales fiestas familiares en las que se tomaba café. Gustav acudía a todas ellas, mientras que Einar se encerraba en su casa, más enfrascado que nunca en sus libros. Katrina empezaba a preocuparse viendo que la vida no tenía para su hijo ningún otro interés. Ni siquiera atendía a las invitaciones de los vecinos más próximos. Ella pasaba las horas cosiéndole y recomponiéndole la ropa, y limpiándole y repasándole los vestidos, antes de que volviera a la Escuela.

—Estoy deseando que Einar se compre un vestido para los domingos. El que lleva, que es el de la confirmación, ya no hay por dónde cogerlo —decía ella un día a Gustav.

—¿Ese tacaño? Parece mentira que no le dé vergüenza andar por las calles de Mariehamn con esos andrajos.

—Las cosas no siempre son tan fáciles como parecen. A lo mejor necesita todo el dinero para sus estudios.

En primavera, el primogénito de Katrina pasó sus exámenes de oficial segundo. El capitán Nordkvist mostró a Katrina el nombre de su hijo inserto en el Diario de Åland, en cuyas columnas se publicaban los nombres de todos los que habían sido aprobados. Katrina se sintió orgullosa de su hijo; pero, más que todo, le alegraba la idea de que la áspera lucha del muchacho por conquistarse un puesto más elevado en la sociedad no hubiera resultado vana. Katrina esperaba su vuelta con gran ilusión; confiaba en que su buen éxito le habría cambiado de carácter, volviéndolo un poco más comunicativo y sociable. La desilusión que tuvo fué tanto más amarga: al dejar la Escuela, Einar no volvió a casa. Sólo mandó un aviso en el que advertía a su madre que le telefoneara a Mariehamn. El capitán Nordkvist estableció la comunicación, y cuando Katrina pudo hablar con su hijo, éste se limitó a decirle lacónicamente que había de hacerse a la mar a los dos días y que no tenía tiempo de ir a casa.

—Pero, Einar, hijo mío, ¿no podré verte antes de que te vayas? —dijo Katrina sintiendo como un nudo en la garganta.

—No. Y debo darme por satisfecho de haber encontrado una plaza tan pronto.

—¡Cuánto lo siento!… He estado muy contenta al saber que habías sido ascendido a segundo. Leí tu nombre en el periódico…

—¿Ah, sí…? ¡Bien, adiós!

—Adiós, querido Einar. Escríbenos… ¡Qué pena no poderte ver!

—¡Sí…! Adiós…

—Adiós. ¡Que Dios te proteja!

 

Gustav embarcó en uno de los veleros de Batviken. Este año sintió la gran pena de tener que separarse de su perro, y mil veces recomendó a Katrina que lo cuidara bien.

Katrina, al quedarse de nuevo sola, sintió cierto alivio al tener cuando menos la compañía de Burre, que ahora que no recibía las órdenes de Gustav, parecía haberse encariñado más con ella. La seguía cuando iba a ordeñar al prado, yendo al bosque por leña, y hasta al hacer sus visitas solitarias al cementerio. Por la noche, la profunda respiración del perro, echado en el rincón de junto al hogar, daba a Katrina la sensación de una presencia humana.

Sin embargo, Burre le dió también algunos disgustos, que, a medida que avanzaba el verano, se fueron haciendo más graves. Los vecinos iban uno tras otro a quejarse de que Burre acosaba a las gallinas, mataba a los polluelos y devoraba los huevos y la comida de los animales. No pasaba un día sin que Katrina tuviera que oír nuevas lamentaciones. Toda la parte alta de la aldea empezaba a odiar y a perseguir al terrible animal. Le arrojaban agua hirviente, piedras y leños; y Burre, gimiendo, corría a refugiarse a casa con la cola entre piernas. Katrina procuraba reconciliarle con los vecinos y apelaba a los medios que podía para evitar más incidentes. Pero la hostilidad era cada día mayor. Los vecinos de la parte baja de la aldea se sumaron también a la persecución del perro paria, y a oídos de Katrina llegaban los comentarios que se hacían sobre ciertas gentes pobres que se obstinaban en tener perro sin poderlo mantener.

Muchas veces, cuando, terminada la jornada, Katrina estaba en casa, apenada y sola, acariciaba la hermosa cabeza parda del perro, apoyada sobre sus rodillas.

Y el perro la miraba con sus ojos inteligentes, como si lo comprendiera todo.

En la parte alta de la aldea había un zapatero que sentía particular rencor hacia Burre. Acostumbraba sentarse en su taburete junto a la puerta, y a cada paso miraba a la calle para ver si el perro asomaba por algún lugar. Cuando esto sucedía, corría furioso tras él con la lezna y el martillo en alto y blasfemando como un condenado. Un día, casualmente, Katrina acertó a pasar cuando el zapatero se desahogaba maltratando al animal. Empezó por atraerle con falsos halagos, y cuando le hubo cogido, le sujetó la cabeza entre sus piernas y empezó a golpearle furiosamente con un palo que llevaba, hasta que se le cansó el brazo, y el perro, librándose de su prisión, escapó a todo correr. Burre llegó a casa con la cola entre piernas y fué a acurrucarse bajo el sofá, lo más lejos que pudo. Katrina le llamó, le habló cariñosamente. Pero él se empeñaba en permanecer allí. Le costó un trabajo ímprobo hacerle salir de su refugio. Apenas acababa de darle el bocado con que lo había atraído, cuando entró Larsson, hijo, con un polluelo medio destrozado en la mano.

—Éste es el quinto polluelo que encontramos así en pocos días, y sabemos de sobra quién lo hace. Si no nos libra usted de ese animal, daremos parte a la justicia. Con que ya lo sabe —dijo amenazador.

Katrina no contestó y el hombre volvió la espalda. Entonces ella subió al desván y buscó un saco fuerte y un pedazo de cuerda. A fuerza de halagos logró que el perro la siguiera y, con él detrás, bajó a Batviken. Ya en la orilla del mar, cogió un par de gruesas piedras y las ató en el saco. Luego pidió que le prestaran una barca y remó mar adentro. El perro, alegremente, había saltado al bote tras ella, yendo a sentarse en la proa a manera de vigía, como tenía por costumbre cuando Gustav le llevaba al mar.

Al llegar a un punto en que las aguas eran ya profundas, a mucha distancia del muelle, Katrina se levantó y cogió a Burre por el cuello, mientras con la mano restante abría la boca del saco. El perro, que era un animal de recia contextura, opuso una fuerte resistencia; pero, finalmente, Katrina logró meterlo en el saco, con la cabeza hacia el fondo, donde estaban las piedras. Ató fuertemente la boca del saco con una cuerda, lo levantó sobre la borda y lo dejó caer al agua. Con los dientes apretados, como si cumpliese un doloroso esfuerzo, vió cómo el saco se hundía y el agua se levantaba en un chorro, para describir luego círculos cada vez más anchos que se alejaron y desaparecieron, como si nada hubiera perturbado aquella superficie clara y tranquila. Katrina empuñó de nuevo los remos y volvió a tierra, lanzando inquietas miradas hacia popa, como si temiera que la persiguiesen.

En la parte alta de la aldea volvió a reinar la paz y la quietud, y a los pocos días nadie se acordaba ya del perro de Gustav.

 

Cuando Gustav volvió a casa, en otoño, lo primero que hizo fué preguntar por el perro. Katrina le contestó con evasivas y habló de otras cosas. Pero él no cesaba de buscar, y de mirar, y de preguntar a cada paso:

—¿Dónde está Burre, mamá?

—No lo sé; hace ya algún tiempo que ha desaparecido. Temo que alguien le haya matado. ¡Eran tantos los que amenazaban con pegarle un tiro! —respondió Katrina, volviendo obstinadamente el rostro.

—¿Pegarle un tiro? —exclamó Gustav—. ¿Y quién puede haber tenido corazón para hacerlo?

—No sé si se lo han pegado; yo sólo digo que me lo parece. Decían que robaba polluelos y huevos.

—¡Eso es una mentira absurda! Y aunque lo hubiese hecho; ¡nadie tenía derecho a matarlo! ¡No faltaba más! Ya averiguaré yo quién ha sido… ¡Y le daré lo que merece!

—Te será difícil saber nada.

—Conque será difícil, ¿eh? ¡Habráse visto cosa igual! ¡Matar a los pobres perros! ¡Y el mejor de los perros de caza de todas las islas Åland! ¡Por lo visto tienen que arrancarle a uno todo aquello en que pone cariño!

Gustav estaba exasperado y de mal humor, y no paraba de hacer conjeturas acerca de quiénes podían haber sido los autores de la muerte del perro. Y Katrina se daba cuenta de que aquello absorbía por completo el pensamiento de su hijo. No hablaba de otra cosa que del perro y, con lágrimas en los ojos, profería amenazas de venganza.

—Gustav: he sido yo quien ha matado a Burre. Lo eché al fondo del mar; me dolió hacerlo como si matara a una persona —dijo un día Katrina con voz serena, sin levantar los ojos del huso con que hilaba.

Gustav la miró con expresión de incredulidad.

—¿Tú? —exclamó.

—Sí.

Durante algunos días, Gustav se condujo como un extraño. Se sentaba a la mesa bruscamente, comía unos bocados y se marchaba casi sin terminar. Entre madre e hijo no se cambiaba una palabra. Un día, llegó el muchacho a casa y empezó a llenar su saco de marinero. Con gestos precipitados y violentos iba llenándolo de ropa. Katrina le miraba callada, en actitud sumisa, no exenta de remordimiento.

—¿Qué buscas, Gustav?

—La bufanda nueva.

—Está colgada cerca de la estufa para que se seque. La he lavado hoy. ¿Adónde vas, Gustav?

—Fuera.

De un tirón cogió la bufanda de la cuerda en que estaba colgada, la metió dentro del saco y lo cerró corriendo los cordones.

—¡Al menos podías haberme dicho la verdad! —exclamó.

—Tienes razón —murmuró Katrina—. ¿Adónde vas, Gustav?

—¡Fuera, he dicho! —Se echó el saco al hombro y se fué, cerrando con furia la puerta. Katrina se sentó en una silla junto a la ventana y rompió a llorar.

Algunos días después, recibió la noticia de que Gustav se había ido a trabajar para todo el invierno en una granja de Storby.

Tarde tras tarde, domingo tras domingo, Katrina, sola en Klinten, esperaba, anhelante, que su hijo volviera al hogar. Pero no volvió.

«Debí de estar loca para matar al perro —se decía Katrina—. Y más loca aún mintiendo a Gustav como le mentí. Si le hubiese contado la verdad y le hubiese pedido que me perdonase, él no se habría ido de mi lado.»

Como siempre ocurre en la vida, aquella mentira arrastró tras sí toda una serie de disimulos. Katrina se estremecía al pensar en que los vecinos pudieran enterarse de la desavenencia surgida entre ella y su hijo; y, esforzándose en dar a sus palabras un tono de sinceridad, intercalaba con frecuencia en sus conversaciones frases como: «Gustav dice que… Gustav vino a verme ayer… Gustav está muy bien en Storby», y así por el estilo.

Recurría a toda suerte de artificios para ocultar la verdad hasta a las propias hijas de Beda; pero la manera que éstas tenían de acoger sus pequeñas mentiras le dejaba una sensación de inquietud. Se decía: «Ellas saben lo ocurrido, pero hacen como si lo ignoraran».

Katrina pasó un invierno triste, interminable. Llegó la noche de Navidad. Tenía absoluta confianza en que Gustav iría a casa a pasar las fiestas con ella. Había arreglado para aquella noche el árbol de Navidad, comprado paquetes con regalos para Gustav, y preparado paciencias y monigotes de pasta dulce con pasas por ojos. También había cocido bacalao y sopa de arroz con leche. Cuando todo estuvo terminado, se sentó a esperar a su hijo. Era Navidad: en este día no podría menos de perdonarla, y vendría a reunirse con ella. Esperó, esperó; pero no venía nadie. El pescado se enfriaba; la sopa se espesaba en el puchero, y Gustav continuaba sin llegar. Bajó la escalera y escuchó. Hacía una noche espléndida. El cielo parecía altísimo, insondable: las estrellas brillaban innumerables, tanto, que parecían pegadas una a otra. La nieve de la colina lucía, sin la mancha de una sola pisada. Abajo, en la aldea, veíanse más luces que de costumbre. En todos los hogares se celebraba la Navidad: en todos menos en el suyo. Hasta el humilde hogar de Beda estaba iluminado como un castillo de cuento de hadas. Desde su casa veía las velas del árbol de Navidad y a los pequeñuelos que cruzaban y volvían a cruzar frente a la ventana, brincando y saltando excitados por la alegría navideña. Lydia la había invitado a pasar la noche en compañía de ellos; pero Katrina había rehusado, alegando que esperaba la llegada de su hijo.

¡Cuánta paz! ¡Y qué hermoso y alegre resultaba el paisaje visto desde allí! Sí, verdaderamente, Klinten era el mejor lugar de la aldea. Desde aquella altura, Katrina veía todas las granjas, todo el valle extenderse hasta Batviken. ¡Oh, y cuántas estrellas! Aquéllas eran el Carro, según había oído decir. Y ¡qué grandes y cómo brillaban los Tres Reyes! De la situación de Venus no estaba muy segura; pero sabía en cambio con certeza dónde se hallaba la Estrella Polar: allá, en el norte. Y esta noche también debía brillar otra estrella, grande y luminosa: la Estrella de Navidad. ¿Dónde estaría?…

«Yo os anuncio la alegre nueva que cundirá por todo el orbe. Porque hoy, en la ciudad de David, ha nacido el Mesías, que es Cristo Nuestro Señor…»

Katrina volvió a entrar en casa; encendió una vela y abrió la Biblia. Leyó largo rato, capítulo tras capítulo. Y sintió como si una mano apacible se posara dulcemente sobre su corazón agitado. Ya muy avanzada la noche, cerró el libro, y, apagada la vela, encendió la mariposa sobre la estufa para que ardiera toda la noche: en el hogar de su infancia siempre había visto una lámpara encendida toda la noche de Navidad. Luego se acostó.

Levantóse a las cuatro de la madrugada y se apresuró a encender las velas en el antepecho de las ventanas. Acto seguido se vistió, ordeñó la vaca, tomó el café y se arregló para ir a la iglesia. Unióse a la familia de Beda, y pronto otros fieles se sumaron a su grupo. De todas las granjas salían cortejos de gente. Familias enteras de campesinos pasaban junto a ellos sentadas en trineos, cuyos cascabeles tintineaban alegremente. Muchas casas aparecían iluminadas con múltiples luces; las velas de las ventanas irradiaban su luz suave. Detrás de los cristales se veían los árboles de Navidad, adornados de luces también. Hasta los establos aparecían iluminados, y las pocas personas que permanecían en sus casas, cuidaban de los animales, a los que obsequiaban hoy con el doble pienso de Navidad.

Brillaban todavía las estrellas, y la nieve cubría con su inmaculado manto virginal los prados y los campos. Los negros árboles de Söderöjen parecían dormir un sueño encantado con sus ramas combadas bajo el peso de la nieve. Los fieles que venían por los caminos, oían de cuando en cuando un rumor suave: era la nieve al caer de alguna rama que volvía luego a levantarse suavemente.

El alegre repique de las campanas de la iglesia se mezclaba al eco de los cascabeles que iba a morir en lontananza; y aquel armonioso conjunto daba un mayor encanto al silencio de la noche invernal. Parecía como si los aires cantaran la antigua, la eterna melodía navideña:

«Paz en la tierra…»

La iglesia estaba llena de bote en bote. De todas las islas más alejadas del norte y el sur de Torsö habían llegado fieles para asistir a la solemnidad matinal de Navidad. El templo estaba inundado de luz que irradiaba de los cirios de cera, de las arañas del techo y de los candelabros de tres brazos del altar.

Después de los Oficios Divinos hubo enorme animación en la plazoleta de la iglesia, donde todos se saludaban, se deseaban felices Navidades y se formaban alegres grupos para el retorno al hogar. Empezaba a apuntar el alba; las estrellas palidecían. Por todas partes partían los trineos al galope de los impacientes caballos y con gran tintinear de cascabeles. Los peatones habían de escalar a toda prisa los montones de nieve del borde de los caminos para no ser atropellados.

Pasado el segundo día de Navidad, empezaron a llover las invitaciones. Katrina estaba contenta de que las fiestas se hallasen ya avanzadas; porque ahora el tiempo pasaría para ella un poco más aprisa. Con todo, no podía decir que se hubiese sentido precisamente triste durante aquella Navidad. También en ella había hallado una belleza de la que guardaría un recuerdo inolvidable. Había purificado su espíritu, elevándolo hacia el mundo de las cosas eternas.

Vinieron luego los largos y fríos meses de invierno, y Katrina experimentó toda la tristeza de la soledad. Cuanto más se aproximaba la primavera, tanto más amargamente sentía ella la ausencia de su hijo. ¿No volvería a casa antes de embarcarse?, era la pregunta que continuamente se repetía. No cesaba de hacerle medias, guantes y bufandas, y de prepararle la ropa interior con más cuidado y celo que los otros años.

Algunas veces le veía a escondidas. Al abrigo del muro del cementerio, le veía pasar, de pie y sonriente en la delantera del trineo, cuando conducía a sus patrones a la iglesia. También le había visto en la aldea, llevando al hombro un saco de provisiones, el día en que el muchacho iba a la tienda a comprar por cuenta de los dueños de Storby.

Pero nunca se había atrevido a ir a su encuentro para hablarle.

Las nieves empezaban a derretirse y el hielo se comenzaba a quebrar. Katrina pudo saber que Gustav embarcaría en el Venus, que se hallaba anclado en Mariehamn; y que durante aquella primavera no trabajaría en ningún navío de Batviken: permanecería en Storby trabajando en las labores primaverales, hasta el día en que se hiciera a la mar. Katrina sintió profunda tristeza. El muchacho obraba así, sin duda, para no acercarse a casa. ¿Había de dejar ella que partiese con el odio en el corazón? ¿Y si no volvía jamás? No. ¡No sería así! ¡Iría a hablarle!

Una tarde se puso la chaqueta, se anudó el pañuelo a la cabeza y se fué a Storby. Tomó un atajo que cruzaba las colinas boscosas del centro de la isla, y al caer la obscuridad siguió el camino casi a tientas. Cuando llegó al poblado, situado en la punta norte de la isla, era ya noche obscura. Temerosa, como si hubiese ido allí a robar, cruzó la aldea y se acercó a la casita roja donde sabía que debía hallar a Gustav. No quería entrar en la granja a preguntar por él, a fin de evitar que sus compañeros de trabajo le fueran luego con bromas a propósito de «su vieja». Quería obrar prudentemente, para que su presencia no excitara más aún el enojo que sentía Gustav. Esperaría: estaba segura de que habría de pasar por allí. Se apostó en el ángulo formado por el förstuga, entre la pared y unas míseras matas de lilas. El tiempo pasaba, sus pies cansados no podían sostenerla. Soplaba un viento áspero y las ramas secas le azotaban el rostro. En el firmamento flotaban negros nubarrones, y cuando la luna asomaba por entre algún claro, lanzaba rayos tan sombríos, que todo parecía cobrar una apariencia espectral.

¿Por qué tardaría tanto?… Acaso estuviera divirtiéndose con otros muchachos de su edad. Pero ella le esperaría, y lo haría aunque tuviese que esperarle la noche entera. La veleta giraba, chirriando, sobre el tejado. Los hielos estaban próximos a romperse. Pronto los buques se harían a la mar… ¿Por qué no venía Gustav? Mañana se vería obligado a madrugar para acudir al trabajo… ¡Ahora…, ahora entraba alguien por la verja! No, era un anciano: el abuelo de la casa, con toda seguridad. ¿Qué estaría haciendo Gustav fuera hasta tan tarde? Katrina se pegó más aún a la pared para que nadie advirtiera su presencia. El ganado mugía en el establo. El viento soplaba más fuerte. Y a lo lejos, más allá de la aldea y del bosque, Katrina oía el rugido del mar. ¡Que Dios protegiera a todos los navegantes!… ¿Qué hora sería? Ya debía de ser tarde. Las luces de las casas se iban apagando una tras otra. Ahora se había extinguido la de la cocina de la granja. ¿Esperaría aún? Quizá Gustav estuviera durmiendo en la cocina… Los habitantes de Storby gustaban de observar las viejas costumbres. ¡Dios mío! ¿Debería volver a casa sin haber conseguido su deseo? ¡Qué tonta había sido! Lo que debía haber hecho al principio era entrar en la casa prescindiendo de cumplidos y preguntar por Gustav. Era cosa muy natural que una madre quisiera ver a su hijo; seguramente nadie le hubiera molestado por eso. Pero ahora ya era demasiado tarde para entrar.

Las lágrimas rodaban por sus mejillas; la nariz le goteaba. El viento se le filtraba hasta los huesos. Seguramente, lo único que iba a conseguir con su excursión, sería coger un resfriado. Con el cuerpo encogido, las manos metidas bajo la chaqueta de punto, temblaba de frío y de tristeza, y lloraba como una niña. ¡Qué infeliz y miserable se sentía! Así debía de haberse sentido Johan muchas veces. ¡Qué sensación de desconsuelo produce al reconocerse débil e incapaz! Tropezando con las raíces y los guijarros, con los ojos nublados por las lágrimas, Katrina emprendió el camino hacia su casa. Muchos días después de haber dado aquel paso, tenía aún el ánimo profundamente decaído; el malestar del resfriado la ponía aún más triste y abatida. Pasaba horas y horas revolviendo en su mente negros pensamientos, sacudida de vez en cuando por escalofríos.

Un día recibió la noticia de que la tripulación del Venus se preparaba para marchar a Mariehamn. Cabía ahora realizar un último intento. Hizo un paquete con todo lo que había preparado para el equipo de su hijo; y, sin quererlo, inundó de lágrimas las recias medias de lana. En cuanto el sol se puso, cogió el paquete y volvió a emprender el camino de Storby. Al hallarse a poca distancia de la iglesia se sentó en una piedra, al borde del camino. Terminaba allí el atajo que venía del pequeño templo, con lo cual, cualquiera que fuese el camino por donde él viniese, había de pasar por delante de ella. ¡Ojalá viniera solo!

Transcurría el tiempo. Katrina sabía que el vapor no pasaría antes de la madrugada siguiente. ¿Qué dirían los aldeanos de Storby si la veían permanecer allí hasta cerrada la noche? ¡Que pensaran lo que quisiesen, con tal de que ella pudiera hablarle y obtener su perdón antes de partir! La noche era hermosa, una noche de primavera, serena y tibia.

¡Ahora!… ¡Alguien se acercaba! Katrina se levantó y, oprimiéndose con las manos su agitado corazón, fué a esconderse detrás de un árbol. Los pasos se aproximaban. Era un hombre… Venía solo… ¡Gracias a Dios! ¿Sería Gustav aquel que se acercaba con paso pesado, la cabeza caída, como si le agobiaran quién sabe qué tristes pensamientos? Sí, sí; era él; llevaba su saco al hombro. Katrina se acercó cautelosamente al borde del camino.

—¡Gustav! — llamó con voz queda.

Gustav se volvió.

—¿Eres tú, mamá? —repuso inseguro.

—Sí, hijo mío. ¿Vas a embarcar? ¿Puedo acompañarte un poco?

—Sí. ¿Qué estabas haciendo aquí a estas horas de la noche? —murmuró Gustav con embarazo.

Katrina sintió que el llanto le oprimía la garganta; pero se dominó y contuvo las lágrimas. No quería enternecer a su hijo con sollozos.

—¿Cómo podía dejar que partieras sin haber hablado antes contigo? ¿No quieres perdonarme lo del perro, Gustav?

—Aquello no fué nada. Ya lo he olvidado.

—¿De veras, Gustav? ¡Yo jamás lo olvidaré! ¡Haber hecho una cosa así, y luego haberte mentido, como si no bastara con…! Pero cuando me irrito, no puedo remediarlo, me vuelvo mala y soy capaz de todo…

—¡Bah…! Todos hacemos lo mismo. La culpa fué mía por dejarte un perro al que había que alimentar.

—Pero, al menos, hubiera podido decirte la verdad en seguida. De eso es de lo que más me arrepiento.

—No hablemos ya de eso ahora. Pensaba ir a verte, pero se me ocurrió que parecería que sólo iba a buscar mi equipo.

—No, Gustav; nunca hubiera yo pensado una cosa así. Y aunque así hubiera sido, ¿qué importancia tendría? Mientras servimos para algo en este mundo, es prueba de que vivimos para algo también… Y dime: ¿cómo estás de ropa?

—No muy bien que digamos. Yo no sé zurcir ni remendar. Deberé comprarme algo antes de ir a bordo. Pero medias como aquellas que tú me haces me será difícil encontrarlas.

—Te he traído algunas cosas en este paquete.

—¡Oh, mamá!… ¿Por qué lo hacías?

—No he tenido otra cosa en qué ocuparme durante todo el invierno… ¡Y me ha parecido tan largo!… ¿Cómo te has encontrado en Storby?

—Muy bien. Son buena gente, aunque no sean capitanes ricachones como los de allí. Aquí todo el mundo come en la misma mesa.

—¡Vaya!

—Sí. No te dan cosas delicadas; pero en cuanto a patatas, tocino, arenques, pan, leche y manteca, puedes tomar hasta hartarte.

Sin darse cuenta habían llegado así a la orilla. Allí continuaron hablando todavía por espacio de un buen rato. Luego Gustav empezó a dirigir nerviosas ojeadas a las rocas envueltas en la obscuridad. Por fin, dijo:

—Mamá: espero a alguien que ha de venir a despedirme. Tal vez… esté ya por aquí; pero seguramente no querrá salir hasta que me vea solo…

—¿Quieres, pues, que me vaya?

—No…, no es que quiera echarte…, pero sólo quería decirte…, ¿no lo tomarás a mal, mamá?

—De ninguna manera. Estoy muy contenta de que haya quien venga a despedirte, Gusta lilla[18].

—¡Gusta lilla! ¿Todavía me llamas así?

—Claro —dijo Katrina riendo—. No hace tanto tiempo que eras así de pequeño y tenías los ojos cerrados como un gatito.

—No digas eso, mamá; yo no he sido nunca tan pequeño como dices.

—¡Vaya si lo eras!… Bien, Gustav: no quiero que esa muchacha pase más angustia esperando por culpa mía. Despidámonos.

—Bien, si no te molesta… ¿Sabes quién es? Es Saga, la que está en la Cooperativa.

—¿Saga, la de la Cooperativa? Pues es preciosa, Gustav, no has tenido mal gusto.

—No… Es una chica risueña, amable con todos, y la primera en las salas de baile; pero, eso sí, no permite que nadie se propase con ella. No es de las que se van con el primero que se les presenta —dijo Gustav con orgullo.

—Sí; es una chica como hay pocas… Has hecho muy bien buscándola por compañera… Y ahora me voy a escape. ¿Me escribirás, Gustav?

—Claro que te escribiré. Cúidate, mamá: procura no matarte trabajando. ¿Cómo te va ahora?

—Voy defendiéndome como puedo. Claro que ya no tengo veinte años… Adiós, hijo mío. Cúidate mucho y que Dios te ayude. No sabes qué aliviada me voy ahora.

—Adiós, mamá. ¡Y cúidate mucho!

—Sí, sí… Adiós.

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