Katrina

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KATRINA » Capítulo XXXIII

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Capítulo XXXIII

SAGA

KATRINA volvió a su casa con paso mucho más ágil del habitual en ella de un tiempo a aquella parte. Nada le importaba, ahora, quedarse sola durante el verano, disipada ya la bruma que se levantaba entre ella y su hijo. ¿Habría estado cortejando a Saga durante todo el invierno sin que hubiese llegado a oídos de ella ningún rumor? Seguramente lo llevarían muy en secreto. ¡Qué suerte tenía Gustav en dar con una muchacha tan buena y bonita como Saga! No es que Gustav no se lo mereciese; pero sus maneras burdas y bruscas podían dar motivo a que se le juzgara mal, y no era muy corriente que una muchacha joven y sin experiencia supiera adivinar el oro puro bajo la tosca tierra.

El año anterior, al ir a abrir sus puertas la Cooperativa, y antes de elegir a la persona que había de dirigir el establecimiento, la Junta había ido a consultar al maestro de escuela, que había recomendado a Saga Uvström como la alumna de mayores aptitudes entre las que habían frecuentado sus clases. Esta designación fué considerada en toda la aldea como una distinción de honor; y ahora la muchacha trabajaba en el nuevo comercio ayudando a los organizadores en la venta. Katrina había preferido siempre hacer sus compras en la nueva tienda, porque era mucho más agradable verse atendida por Saga, siempre alegre y amable, que por el antipático muchacho de la tienda antigua. Además, el nuevo comercio era más limpio y más moderno. Pero los que por motivos de trabajo dependían de Nordkvist y de sus antojos, no se arriesgaban a acudir con demasiada frecuencia para sus compras a la Cooperativa.

¡Y pensar que Gustav era el novio de Bod-Saga! Katrina resolvió ir a la tienda nueva siempre que le fuese posible, para fijarse con toda atención en la muchacha. No era que deseara inmiscuirse en asuntos de enamorados; pero era natural que sintiese cierto interés.

Durante el verano pareció que las relaciones entre Saga y el hijo de Katrina se hicieran más íntimas. Cada vez que Katrina iba a sus compras, Saga la acogía sonriente y jovial; y a menudo le decía: «Gustav le manda muchos recuerdos». Katrina no recibía, ni con mucho, tantas cartas como Saga; pero se resignaba a ello, diciéndose que todo ocurría como tenía que ocurrir.

Saga Uvström, hija de un armador de goletas de Storby, era una muchacha más bien llena, de mórbidos y bien torneados brazos, y manos y pies pequeños. Tenía la nariz corta y recta; unos cabellos color castaño claro coronaban su frente alta y blanca. Sus ojos eran también castaños, grandes y brillantes como dos estrellas; unos ojos de los que se decía ocultaban algún peligro para los hombres que se aventuraban a mirarlos demasiado profundamente…

En otoño volvió Gustav, alegre como de costumbre, lo que hizo presumir a Katrina que sus asuntos marchaban viento en popa. Por lo demás, era cosa agradable tener de nuevo a un marinero en Klinten. Aquel invierno Gustav se quedó en casa, y, cuando se presentaba la ocasión, iba a trabajar a la aldea. Einar, en cambio, estuvo ausente. Escribía poco, pero mandaba con frecuencia dinero a Nordkvist, que se ocupaba de sus asuntos con el banco.

Gustav pasó el invierno en un verdadero torbellino. Cuando no salía de caza, cantaba, tocaba el violín, se ponía a bailar. En cuanto se organizaba un baile, cuando y dondequiera que fuese, aunque tuviese lugar en la isla más lejana, allí acudía él infaliblemente. Recorrer veinticinco o treinta millas en su sparkstötting, era para el muchacho cosa de coser y cantar. Sus largas y musculosas piernas eran fuertes y recias, y cuando apoyaba el pie en el hielo empujando el patín, la nieve volaba a un lado y a otro, y el vehículo recorría veloz un largo espacio. Pero iba más rápido cuando llevaba a Saga en el asiento, por que ella constituía el necesario lastre que daba al sparkstötting la conveniente estabilidad. Ahora ya no era ningún secreto para nadie que Gustav de Klinten y Bod-Saga fuesen novios. Cosa como ésta no podía mantenerse oculta mucho tiempo. La fresca y sonora risa de él era demasiado ruidosa, y demasiado cristalina la de ella, para que uno y otro pudiesen disimular su alegría.

Era delicioso verles bailar emparejados. Al final de cada baile, Gustav ceñía con sus robustas manos el talle rotundo y grácil de Saga y la levantaba en vilo haciendo retemblar el pavimento, mientras ella dejaba escapar su risa, que resonaba en toda la sala. Y armaba más bullicio todavía cuando tomaban parte en bailes en corro. La voz de Gustav dominaba las de todos los demás al entrar en la rueda. Y cuando, con ojos radiantes, tendía la mano a Saga para invitarla a bailar, no había quien no comprendiera claramente que los dos se querían.

Luego, cuando Gustav entraba en el turno de los que se quedaban en el corro externo y Saga en el interior, y le tocaba a ella a invitar a su pareja, nunca elegía a Gustav, y se divertía dándole celos; pero sus ojos le miraban, juguetones, a cada vuelta que daba.

Katrina hubiera querido invitar a Saga a subir a Klinten un domingo; pero no se atrevía a hacerlo por temor a ser importuna. Acaso la joven dependienta torcería el gesto al pensar en la casucha gris que se levantaba en la parte alta de la aldea. Su casa paterna, en Storby, estaba situada en la cima de una altura rocosa y no era mucho mayor que una barraca cualquiera; pero el padre había ganado mucho dinero con sus goletas y la familia disfrutaba de excelente posición; y la general simpatía de que disfrutaba Saga le hubiera abierto sin duda las puertas del hogar de todos los capitanes. De Storby a Västerby, Saga había de recorrer un largo camino cada día para acudir al trabajo y volver luego a casa. Pero su fiel Gustav la acompañaba todas las noches cuando la obscuridad hacía poco agradable pasar sola junto a las tapias del cementerio.

Sin que ni uno ni otro se diesen cuenta, entre bailes y diversiones había transcurrido ya el invierno y otra vez se acercaba la hora de la despedida. Katrina se quedó de nuevo sola. Saga estaba atareadísima con el trabajo de la tienda, porque la Cooperativa, pese a la decidida hostilidad de Nordkvist, se iba haciendo cada día más popular en toda la aldea. Los compradores cobraban un tanto por ciento de los beneficios al final del año, recibían gratuitamente una revista semanal y, en cierto modo, eran copropietarios del comercio. Allí no había nadie que llevara la cuenta de los kilos de azúcar que compraba uno a la semana ni de cuánto café consumía. El capitán Nordkvist no paraba de espetar sermones sobre los efectos nocivos del tabaco ni se cansaba de pregonar a los cuatro vientos que él se había librado voluntariamente de aquel vicio caro y pernicioso. Por el contrario, la dirección de la tienda nueva obsequiaba con cigarrillos a los hombres y con caramelos a las mujeres. Un signo de los nuevos tiempos, como decía el viejo Erik Eriksson.

Cuando se colectaba el heno y se trillaba, Saga, que tenía entonces menos trabajo, se dedicaba a coser para sí misma. A veces sacaba las labores que tenía empezadas: encajes para cubrecamas, fundas de almohada recamadas, manteles para mesa, tapetes y fundas de mecedora. Todo se lo enseñaba a Katrina. Y al exponerlo en el mostrador para que ésta lo examinara, sus mejillas se coloreaban más que de costumbre. ¡Cuántos ensueños y cuántos proyectos para el futuro no suponían aquellas labores!

Cada otoño, todos los miembros de la Cooperativa eran invitados a la asamblea anual. Se les obsequiaba con café y la deliberación terminaba con una fiesta. Eran muchos los habitantes de la parroquia que se inscribían en la entidad sólo con el fin de poder participar en la asamblea: porque una buena taza de café no es nunca cosa de despreciar.

Aquel otoño, Einar prosiguió sus estudios de náutica en la Escuela de Mariehamn. Gustav volvió alegre como siempre y dispuesto a lanzarse de lleno a todas las diversiones del año anterior; por lo demás, puntual como un reloj, acompañaba a su novia todas las noches hasta Storby, una vez se cerraba la tienda.

Por Navidad, Katrina tuvo en casa a su hijo mayor. Más taciturno que nunca y más desaliñado aún en el vestir, pasó los días hundido en sus libros. Gustav, por el contrario, rebosaba de juvenil alegría, y Katrina observaba que la diferencia de temperamento de los dos hermanos se acentuaba cada vez más.

Terminadas las fiestas navideñas, pareció que los entusiasmos de Gustav disminuyeran un poco. Un día llegó a cosa dándose palmadas en el bolsillo de la chaqueta.

—¡Se acercan los grandes tiempos! ¡Ya he empezado a reunir el primer millón!

—¡Ya era hora! —dijo Katrina riendo.

—Ríete, si quieres… Mira: ya tengo una libreta de ahorros. No creas que voy a ser menos que los demás. Hasta ahora no he ingresado más que cinco marcos; pero ya verás cómo van creciendo. ¿Cuánto costará la matrícula en la Escuela de Náutica? ¿Lo sabes tú, mamá?

—No. Pero Einar, aunque tenía mucho ahorrado, todavía ha debido de pedir prestado algún dinero. Eso creo yo, porque él no dice nunca nada; pero me parece que el capitán Nordkvist le habrá prestado algunos centenares de marcos.

—Se los devolverá en cuanto le aumenten la paga. ¿Qué dirías tú si me vieras convertido en el capitán Gustav?

—Me harías muy feliz.

—¡El capitán y la kaptenska! ¡Vaya lujo!, ¿eh? Pero, la verdad, yo no espero llegar a capitán: si salgo aprobado de oficial, me doy por satisfecho. Siendo oficial ganaré mucho más, y con el tiempo puedo llegar a tener una goleta.

—Claro, claro… Por lo demás, quien nada arriesga, nada gana. Y tú no tienes motivos para no llegar adonde llegan tantos otros.

Poco a poco, Saga se había ido acostumbrando a subir a Klinten. Gustav y ella iban habitualmente allí los domingos por la tarde, después de bailar en la aldea. A Saga, obligada a estar encerrada toda la semana, le gustaba corretear por el bosque y por los campos, y a Gustav le encantaba también. Había en cambio jóvenes que trabajaban en bosques o en sembrados, y que preferían quedarse en casa y pasar dormitando todo aquel día de reposo.

Con los ojos brillantes, las mejillas encendidas y el apetito propio de su edad, llegaban Saga y Gustav a casa de Katrina. Y ésta ofrecía, feliz, a la pareja lo mejor que tenía en casa, y se esforzaba en poner la mesa con el mayor esmero posible. Después de tomar aquel bocado, los jóvenes se sentaban en el sofá a charlar y bromear, o jugaban a algún juego. Katrina había descubierto un nuevo rasgo de la muchacha. Mantenía siempre a respetable distancia a su adorador; pero sus ojos obscuros le lanzaban miradas que quemaban como fuego, y que acuciaban y enardecían al joven marinero hasta ponerlo fuera de sí. Mientras estaban juntos, no cesaba aquella lucha retozona. Katrina veía a Gustav turbarse de tal modo que las manos le temblaban. La pícara Saga se echaba entonces a reír y sus ojos brillaban con más intensidad que nunca. A Gustav no le permitía tocarla, ni aun en plan de broma. Cuando, entre carreras y risas, salían, y Gustav le tendía la mano, Saga rehuía cogérsela y escapaba saltando por las rocas con la agilidad de una ardilla.

«Hace mal en provocarle así —pensaba Katrina. Pero luego se decía, reflexionando: —No: la muchacha no lo hace con mala intención; lo hace sin querer. ¿Qué culpa tiene de que Dios le haya dado esos ojos? Además, conviene que le tenga a distancia. De lo contrario, ¡sabe Dios lo que podría ocurrir!»

Aquel año, Gustav no quiso alistarse en las primeras casas armadoras que se le ofrecieron. Se mantuvo a la expectativa, e hizo todo lo posible para obtener una paga más elevada. Katrina estaba contenta de verle más prudente y de que empezase a sentar la cabeza.

Einar volvió de Mariehamn con el título de oficial primero, y permaneció en casa un par de semanas antes de salir de viaje en su buque. Gustav seguía en tierra, y Saga, pensando en el poco tiempo que les quedaba de estar juntos, iba a verle muy a menudo. La presencia de Einar turbaba la jovialidad de los novios. Se retiraban a un rincón de la estancia, y allí charlaban y reían en voz queda. A medida que se acercaba el día de la despedida, parecía que Saga se mostrara más condescendiente y menos provocadora. Con frecuencia abandonaba su mano entre las de Gustav, y sus dorados ojos obscuros le miraban colmados de tiernas promesas. Einar, con la cabeza en sus libros, miraba a hurtadillas a la pareja desde el otro extremo de la habitación. En sus ojos brillaba una mezcla de menosprecio, curiosidad y envidia.

 

—Einar —dijo un día Katrina—: ¿no te gustaría invitar a algunos amigos antes de tu partida? Ahora que eres primer oficial y después de tantas ausencias largas, ¿no te gustaría reunir aquí a unos cuantos jóvenes de tu edad?

—¡No digas tonterías! —replicó él—. ¿Desde cuándo han dado fiestas los pobres? Deberían pensar primero en vivir.

—Pero, aunque uno sea pobre, conviene algunas veces que lo olvide y que se distraiga un poco.

—Bastante distracción me parece que tenemos ya aquí. Hay quien no se da cuenta de que es preciso tener techo donde cobijarse antes de casarse y traer hijos al mundo.

—El que nada arriesga, nada gana. Gustav sabrá trabajar para su familia cuando la tenga. También hay quienes se toman tan a pecho lo de tener donde cobijarse, que se olvidan de vivir…, y cuando tienen refugio, a veces es ya demasiado tarde. Todo tiene sus límites. Eres joven y no deberías vivir así, como un bobo, porque estás corriendo el peligro de volvértelo de verdad.

—¿Tienes algo más que decirme?

—¡Ay…, mucho más podría decirte! Pero mejor es dejarlo. ¿De qué me serviría hablar a la pared?

Poco después, cuando Gustav y Saga, cogidos de la mano, bajaban corriendo a la aldea y Einar les contemplaba detrás de los cristales, Katrina se arrepintió de sus ásperas palabras. Había tanta tristeza en aquellas facciones prematuramente arrugadas, en aquella espalda inclinada de su hijo, que sintió ganas de llorar.

—Einar, el capitán Nordkvist no se cansa de hacerse lenguas de ti. Dice que eres un modelo de jóvenes —dijo ella para animarle.

—Hum…

—Lo dice en serio. Todavía no has cumplido los treinta y ya has pasado dos exámenes. Estás en la flor de la edad y tienes toda la vida por delante.

—Hum…

 

Al atardecer, Einar se levantó, cogió la gorra y se fué. Llevado por la costumbre, guió sus pasos en dirección oeste, camino de Batviken; pero, de pronto, dobló hacia el sur y avanzó por la carretera. Después de haber dejado atrás la casa de Svensson, se detuvo, titubeando. Arrancaba de allí un estrecho sendero que conducía a Lidgärdan, y desde lo alto llegaban ecos de canciones. Tras breve vacilación, el joven penetró en el caminillo, y, avanzando despacio, atravesó un matorral y continuó andando a través del prado húmedo, en donde la hierba del año había formado un mullido tapiz. Arriba, en la colina, bajo una poblada avellaneda, bailaban algunos jóvenes. Entre los árboles se abría un pequeño claro, sin hierba, endurecido por las frecuentes pisadas de los bailarines. Los árboles empezaban a reverdecer, y las tímidas anemonas asomaban sus pétalos entre el césped. Era la primera noche de primavera en que se bailaba al aire libre.

Oculto detrás de un zarzal, Einar miraba. Deseaba entrar en el corro, pero le era imposible avanzar un paso. Si los muchachos y las mozas se hubieran fijado en él, seguramente se hubiese elevado un grito de asombro, y aun quizá no faltara quien le zahiriese con alguna chanza. ¡Meterse en la rueda, dar las manos al amigo de la derecha y al de la izquierda, y empezar a brincar de aquella manera idiota! No era cosa fácil. ¿Y cantar? ¡Eso ni pensarlo! Bastante difícil sería ya ir allí y mezclarse. ¡Ah, si llegara algún conocido y pudiese deslizarse en el corro al mismo tiempo que él! Si en los tiempos pasados se hubiese mostrado alguna vez en un lado o en otro, no tendría ahora que presentarse como un extraño. No era que sintiese ninguna particular atracción por aquel moverse sin sentido; pero, a lo que parecía, era el único medio de entrar en contacto con la gente…, con las muchachas. Las palabras que su madre le había dirigido aquella tarde habían afectado a Einar más de lo que ella misma imaginaba. Había momentos en que se sentía realmente entontecido, y comprendía que, si se iba alejando cada vez más de toda compañía, corría el riesgo de no encontrar el camino de regreso…

 

Ven, ven, vamos a Åland

Ven conmigo, hermosa mía.

Bailaremos, cantaremos,

Hasta la noche bailaremos,

Hermosa mía, tú y yo.

 

Einar se irritaba consigo mismo. Era preciso entrar en el corro. Y si le miraban con expresión de sorpresa, que le mirasen. Hacía tanto rato que estaba allí sentado, que las piernas se le habían entumecido y la humedad de la hierba le había mojado la ropa. La verdad era que debía vestir un poco mejor. Well!: cuando fuese capitán…

Alguien pasó por su lado, viniendo de la avellaneda. Eran Gustav y Saga, que habían dejado el baile y se iban corriendo, cogidos de la mano. ¡Si él pudiese encontrar una muchacha como Saga! Pequeñita como era, haría mejor pareja con él que con Gustav. Pero él no tenía ningún atractivo para que pudiese soñar en conquistarla.

Basta: se iba a marchar. Uno…, dos…, no: esperaría a que empezara una nueva canción. Otra pareja se fué… y otra más. Cuatro o cinco muchachas echaban ahora a correr cuesta abajo charlando a gritos. ¿Que estaba ya para terminar el baile? Lo mismo daba. Fuera como fuese, cualquier cosa era preferible a volverse derrotado… ¡Ahora!…

 

Ahora soy completamente feliz.

Entre todas las muchachas

Conseguí a aquella a quien quería.

 

Acá y allá, algunas voces repitieron la canción como un eco, que en breve se desvaneció. La mayor parte de los danzarines abandonaron el corro al terminar la canción, y no tardaron en seguirles los restantes. Sin haber visto al solitario del zarzal, abandonaron la avellaneda, se fueron cuesta abajo y desaparecieron entre los matorrales. Pronto se extinguieron las últimas voces.

Einar se levantó, estiró las piernas y se dirigió lentamente a casa. Apenas había pasado la granja de Svensson cuando oyó pasos detrás de sí y, al volverse, vió a Gustav.

—¿Dónde has dejado a Saga? —le preguntó Einar bruscamente.

Gustav sonrió.

—En su casa. A estas horas estará ya durmiendo como un lirón. No creas que estoy mucho desde Storby hasta aquí. He andado tantas veces el camino, que mis zapatos podrían ir solos… ¿De dónde vienes?

—De Batviken.

—¿Y vuelves por aquí? ¡Vamos, vamos, timonel…, te he visto detrás de las zarzas!

—¿Y qué te importa adónde voy y de dónde vengo? —replicó Einar, picado.

Gustav se echó a reír.

—No; no me importa nada… «Ven, ven, vamos a Åland, ven conmigo, hermosa mía» ¿Has visto a mi Saga?… Es una preciosidad, la chica más bonita de Åland.

—¡Cállate de una vez!

—Quiero que un día veas a su hermana la modista. Dice que tú tienes un aire «distinto»… No sé qué diablos querrá decir con eso… Conocen un sinfín de palabras extranjeras, ¿sabes? Son gente muy leída.

—¿Y no tiene otras cosas de qué hablar?… Y… ¿a quién se lo dijo?

—A Saga. Parece que está muy intrigada viendo que tú nunca miras a ninguna chica. Debes buscarte una pareja… Yo te la encontraré, ya verás.

—Tú métete en tu camisa… Nunca he necesitado tu ayuda.

Al llegar a casa, Einar abrió la puerta y se dispuso a entrar, pero Gustav le detuvo:

—¡Chist! Quítate los zapatos mamá está durmiendo.

Einar puso una expresión contrariada, pero obedeció y se quitó los zapatos. De puntillas, con los zapatos en la mano, los dos hermanos entraron, y, sin encender la luz, se desnudaron. Einar murmuraba entre dientes, porque no estaba acostumbrado a andar a obscuras y tropezaba con las sillas y con la mesa. Pero cuando estuvo en la cama, no logró conciliar el sueño y estuvo reflexionando largo rato. «Si la gente no simpatiza conmigo es sólo por mi culpa —se decía—. ¿Qué tiene de extraño que a mamá le brillen los ojos cada vez que mira a Gustav? El cariño no se gana con dinero…, sino con cariño también, con afecto, con atenciones que prueban que uno piensa en los demás como en sí mismo.»

Katrina oyó llegar a sus hijos, pero, como de costumbre, fingió dormir. Lo que le sorprendió en gran manera fué que volvieran juntos.

Al día siguiente partió Gustav, y tres días después se despedía Einar. Una vez más, Katrina se quedó sola.

Saga Uvström seguía cosiendo y bordando siempre que le quedaba tiempo disponible, pero sus labores despertaban ahora en ella nuevas reflexiones y pensamientos. En la tienda tenía ocasión de observar muchas cosas. Veía a esposas de marineros, pobremente vestidas, que daban vueltas al dinero en sus manos agrietadas antes de decidir los artículos de que podían prescindir con menos dificultad: azúcar o café, platos o fuentes. Usaban un lenguaje grosero, sus maneras eran rudas, y reñían a sus hijos, cuyos ojos ávidos, desmesuradamente abiertos, no se apartaban del magnífico jamón, inasequible para ellos, que colgaba como muestra en el escaparate del mostrador.

¿Había de ser aquél su destino? ¿Serían sus hijos raquíticos y harapientos como aquellas criaturas? ¿Estaría condenada a no salir nunca de aquel angosto valle? ¿No vería jamás otro lugar del mundo? ¡Estaba tan harta de ver siempre lo mismo! Clavos y herraduras de caballo, piedras de afilar y potes de alquitrán, redes de pescar y latas de petróleo, harinas y sémola. ¿Y salir de eso para ir a vivir en una casucha gris, situada en la cumbre de la montaña, y acabar su vida entre los campos y los prados del valle? No, no; no era eso lo que ella deseaba; era preciso hallar otra salida que le permitiera huir de aquellos horizontes.

El capitán Malm era el mayor de los hermanos Malm, que vivían en una casita de Batviken. Era hombre ya entrado en años, de cabello entrecano, casi blanco. No era precisamente feo, pero tenía el rostro vulgar e inexpresivo, y además caminaba de una manera un tanto grotesca con sus piernas torcidas. Durante muchos años había capitaneado buques y era copropietario de muchos navíos de respetable tonelaje, por todo lo cual se le consideraba como hombre de posición. Durante los meses de invierno pasaba las horas en la tienda. Aquel otoño había terminado sus viajes más pronto que los demás, y todos los días, hacia el mediodía, se le veía subir de Batviken. Cojeando y con paso tardo, iba a la tienda y no salía de allí hasta la hora de cerrar. Nadie se maravillaba de que el capitán Malm prefiriera cada día más la tienda nueva que la antigua, pues para quien sólo se propusiese matar el tiempo la tienda nueva ofrecía mucha más vida y animación.

Pero desde el día en que Far y Mor Seffer encontraron, a la luz de la luna, a Saga y al capitán Malm camino de Storby, las lenguas se desataron a su gusto. Se les espiaba, se les escuchaba, se discutía, se hacían conjeturas. Y no tardaron mucho en verse confirmadas las sospechas: Bod-Saga y el capitán Malm empezaron a aparecer juntos en público.

—¡Habladurías! —dijo Katrina cuando le llegó la primera voz de lo que estaba ocurriendo. No había olvidado todavía los chismes de los aldeanos sobre ella y Nordkvist. Pero un atardecer, volviendo del cementerio, los encontró en el camino, uno al lado del otro. Ambos parecieron turbados y a la muchacha se le subieron los colores a la cara. Katrina se volvió a mirarles y les vió desaparecer en el crepúsculo otoñal.

—Se habrán encontrado por casualidad —se dijo en voz alta. Pero ello no le impedía reconocer que a veces los chismes tenían fundamento.

«Me resisto a creer eso de Saga. Debe de haber algún malentendido», se decía una y otra vez. Y se afirmaba en su creencia de que aquello sería una cosa pasajera y de que todo terminaría antes de que llegara Gustav.

Una tarde de septiembre, Gustav desembarcó de su navío y subió a la aldea con el saco al hombro. Ante la puerta de la Cooperativa tiró el saco al suelo, y subió con tal ímpetu, que hizo crujir la escalerilla de madera.

—¡Saga, ya estoy aquí! —gritó.

Ella se ruborizó, pero su natural serenidad le permitió dominarse.

—¿Ya estás de vuelta, Gustav? ¡Cuánto me alegro!

Él se lanzó hacia el mostrador como queriendo estrecharla impetuosamente entre sus brazos; pero la actitud reservada de ella le infundió respeto v le contuvo. Quedóse, pues, con las manos apoyadas en el mostrador y los dos se miraron sonriendo. Gustav era demasiado feliz para darse cuenta de que la sonrisa de Saga era un tanto forzada. Le tendió la mano abierta y ella le abandonó su manecita, que el joven marinero estrechó con efusión.

—¿Cómo has pasado el verano? —preguntó él.

—Muy bien, gracias; ¿y tú?

—¡Perfectamente! Pero, ¡qué largo me ha parecido! No sabes lo contento que he estado de poder poner el pie en Batviken. Ahora vuelvo a vivir. Me voy corriendo a casa, a ver a mamá. Dime… —y la miró a los ojos—, ¿sigues cerrando a la hora de siempre?

La muchacha se sonrojó.

—Sí, sí —contestó balbuciente—. Pero, Gustav…, ahora… voy…, voy por la noche… a coser a casa de los Seffer, así que no sé a qué hora me iré a Storby.

Gustav se echó a reír.

—Cuando se espera algo bueno, vale la pena esperar. Cose lo que quieras, y cuando salgas encontrarás a Gustav a la puerta de Seffer.

—No, Gustav… Estoy hasta muy tarde… No sé nunca a qué hora he de salir… No me esperes.

—Pero, ¿crees que voy a dejarte ir sola a Storby a esas horas de la noche? ¡Qué poco conoces a tu Gustav!

—No tengo miedo. Además, tampoco sé si volveré a casa hoy.

El rostro de Gustav se ensombreció.

—¿De modo que esta noche no podré verte?

—No; esta noche no. Otra vez.

Gustav suspiró; sin embargo, sonrió sin rencor.

—¡Nada, has ganado tú! Pero cuando mañana abras la puerta de la tienda, te encontrarás a Gustav aguardando en la escalera.

Miró en torno con cautela, adelantó el cuerpo y dijo en un susurro:

—¿Me das un beso?

Ella le rechazó, y con una sonrisa vaga le dijo:

—¡Déjate de locuras!

Gustav, siempre sonriente, se levantó y se puso la gorra.

—Adiós, pues, ojos-negros. Mañana me tienes aquí. ¿Estás segura de que no irás a casa esta noche?

—Sí, sí, completamente segura. Vete ahora a ver a tu madre.

—¡All right! Ah, ahora me acuerdo de que en el saco hay una cosa para ti. Mañana te la traeré.

—Ya te dije, Gustav, que no debías regalarme nada. No está bien.

—¡Cuentos! La primavera pasada no hablabas así. ¿A quién voy a traer algún regalo si no es a mi novia?

—No estamos prometidos… Entre nosotros no hay nada… No está bien.

—¿Prometidos, has dicho? —Avanzó otra vez el cuerpo por encima del mostrador y, con los ojos fulgurantes, dijo—: Espera a ver lo que te traigo en el saco… Es una cosa pequeñita, redonda y brillante.

—¿Estás loco? —exclamó Saga, con fingida alegría. Pero en sus ojos obscuros había una sombra de temor.

—Y todavía hay más. Espera y vas a ver.

—¡Gustav!…

—¿Eh?

—¡Prométeme una cosa!

—Lo que tú quieras. ¿Qué?

—Que no me traerás nada mañana cuando vengas.

—¿Y por qué no? Por qué…

—Me lo has prometido, Gustav.

—¡All right! Te has salido con la tuya. ¡Adiós!

Se echó el saco al hombro y se marchó a Klinten, saludando al alejarse con la cabeza y con la mano a la muchacha.

—¿Has visto a Saga? —preguntó Katrina, mientras Gustav se sentaba a la mesa para tomar el café.

—¡Naturalmente! —dijo Gustav, sonriendo—. ¿Iba a pasar por delante de la tienda sin verla? ¡Qué chica, Saga! ¡No hay otra como ella en todo Åland!

Katrina sonrió con pesar.

—¡Cómo te pareces en eso a tu padre! Decía lo mismo en casos así… ¿Y os habéis hablado?

—¿Te parece que íbamos a estar mirándonos y nada más? Y, a propósito: ¿sabes, mamá, que Saga es una chica muy buena y muy lista, y que tiene mucha maña para todo?

—Yo creo que se da más maña de lo que convendría… a veces. En algunas cosas me parece que se pasa de lista.

—¡Cuidado con lo que dices, mamá! No hables mal de mi novia sin motivo… Bueno; ahora me voy al banco: este verano he ahorrado un pico…

—Así me gusta. ¿Vas a verte con Saga esta noche? —preguntó Katrina.

—No. Va a coser a casa de Seffer y se queda allí hasta tarde.

—¿A coser a casa de Seffer? Me extraña.

—Así me lo ha dicho ella. ¡Qué buena es, mamá! Ha querido que pasase esta noche contigo.

—¡Ah…! ¿Será por eso? ¡Sí que es buena esa chica…! —dijo Katrina. Pero Gustav no advirtió la ironía de estas palabras.

Día tras día, Saga sabía hallar un pretexto para evitar que Gustav la acompañase a la salida del trabajo. El muchacho estaba impaciente y no comprendía aquel proceder ni cuál era el motivo de tantos pretextos. Pero el hecho de que le hubiese suplantado el capitán Malm no había llegado aún a sus oídos. A Katrina la situación en que su hijo se encontraba le hacía sufrir lo indecible, y no sabía si descubrírselo o no. Esperaba que se lo confesase la propia Saga; pero, a lo que parecía, ésta aplazaba la explicación.

Un día Gustav llegó a su casa con aire abatido. Estuvo mucho rato callado, con la cabeza baja. Katrina supuso que debían de haberle contado algo.

—En este maldito islote siempre ocurre igual; la gente sólo se divierte murmurando e inventando chismes —dijo él finalmente.

—Me parece muy natural —repuso Katrina.

—¿Natural? ¿Es que te han dicho alguna cosa? —Gustav levantó bruscamente la cabeza.

—Sí; algo me han dicho —repuso serenamente Katrina.

—¿Y por qué no me lo decías en seguida? —exclamó Gustav con viveza.

—Pensé decírtelo y pensé no decírtelo. Esperaba que la misma Saga te daría explicaciones en cuanto llegases.

—¿La misma Saga? ¿Entonces, tú crees todo lo que se dice?

—Hay algo de verdad en eso, Gustav. Pero siempre tuve la esperanza de que a tu regreso cambiaría de proceder.

Gustav se levantó, dió un puñetazo en la mesa y gritó, exasperado:

—¡Todo es una cochina mentira! ¡Te lo digo yo! ¡Chismes de comadres que se reúnen a tomar café! Me voy ahora mismo a la tienda a ver qué me dice Saga. ¡Y va podéis prepararos tú y todas esas viejas chismosas!

Y salió, hecho un huracán, hacia la aldea.

«¡Quiera Dios que no cometa una atrocidad!», se dijo Katrina.

Gustav se presentó en la tienda. Había en ella mucha gente, y en un banco estaba sentado el capitán Malm. Gustav se retiró a un ángulo junto al mostrador y empezó a tamborilear nervioso con los dedos en la obscura tabla. Sus ojos iban inquietos de la muchacha, que despachaba detrás del mostrador, al canoso sujeto que estaba sentado en el banco. El capitán mantenía una animada conversación con algunos de los clientes. De pronto, Malm dijo a la muchacha, en un tono que denotaba una evidente familiaridad:

—Ojos-negros, ¿no nos ofreces cigarrillos hoy?

Y, sin esperar respuesta, se levantó y se dirigió al estante donde estaban los cigarrillos. Tomó un paquete y, al volverse, alargó con presteza la mano y rozó suavemente la mejilla de la muchacha, como para hacer ostentación de sus derechos. Con el rostro rebosante de satisfacción y con aparente indiferencia, se acercó a los clientes y les fué ofreciendo a todos cigarrillos.

Gustav salió corriendo. Anduvo como un loco en medio de los torbellinos de nieve, hasta que recobró el dominio de sí mismo a mitad del camino de Storby, adonde la fuerza de la costumbre le había llevado. Allí se volvió y desanduvo el camino, con los puños cerrados metidos en los bolsillos y apretando los dientes.

—¡Maldita! ¡Maldita! —exclamaba, sin saber lo que se decía—. ¿Será posible? —murmuraba entre dientes mientras pisoteaba la nieve que cubría el camino. Había obscurecido, y la nieve caía a copos grandes y lentos, espesa como una manta de lana. De pronto, no muy lejos de él, el joven vislumbró dos figuras. Se echó a un lado del camino y dejó que pasaran. Eran Saga y Malm. Él ceñía con el brazo el cuerpo de la muchacha para sostenerla en el camino, resbaladizo a causa de la nieve. Gustav los siguió; andaba como ciego. Le rechinaban los dientes y apretaba los puños.

—¡Maldito hipócrita, con sus patas torcidas! —murmuró.

Lo que más encendía su cólera era ver cómo aquel vejestorio rodeaba con su brazo el talle de la muchacha. ¡Y él que nunca se había atrevido a tocarla!

Paso a paso, la pareja avanzaba por la nieve mullida y grisácea, sin sospechar que alguien les seguía. Hablaban muy poco, y con voz tan apagada que era imposible oír una palabra de su conversación. Gustav, apretando los puños, les seguía con paso silencioso, como un indio persiguiendo a un enemigo. Pasaron ante la iglesia, cruzaron frente a la casa rectoral y la escuela. Allí, el camino se dividía en tres, hacia Storby, Österby y Langnäs. Saga y Malm tomaron el camino de Storby; Gustav continuó siguiéndoles. Luego, de pronto, se volvió y comenzó a andar con paso rápido en dirección opuesta, sin saber por qué. Pero algo debía de haber que le obligaba a volverse y le impedía seguir otro camino. Anduvo y anduvo, cegado por la nieve que le azotaba el rostro, mientras sus pensamientos y su mente giraban de nuevo en torbellino. Por fin llegó a la plaza de la aldea. Una figura iba a su encuentro. Era Katrina. Llevaba la cabeza desnuda, y un sencillo chal le cubría apenas los hombros.

—¡Gustav! —gritó anhelante.

Sin responder, el muchacho prosiguió al mismo paso cuesta arriba, hacia la parte alta de la aldea. Katrina llegó tras él jadeante, levantó el asiento del sofá y preparó las camas. Se detuvo un momento con las sábanas en el brazo y miró a su hijo, que se estaba quitando los zapatos.

—Presentí que iba a suceder algo. ¡Pero he rezado a Dios con tanto fervor!… ¡Creí volverme loca! —dijo con voz tranquila.

Gustav no replicó. Se acostó y se cubrió la cabeza con las sábanas. Katrina apagó la luz y se tendió en el otro lecho.

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