Katrina

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KATRINA » Capítulo XXXIV

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Capítulo XXXIV

SERAFIA

EN toda la noche Katrina no oyó la respiración regular y profunda que solía anunciarle el sueño tranquilo de su hijo. Por la mañana no tuvo necesidad de llamarle como de costumbre. Cuando volvió de ordeñar la vaca, estaba ya vestido. Y en cuanto ella puso el desayuno en la mesa, Gustav se sentó, engulló un par de bocados, e inmediatamente echó mano a la escopeta y se fué a grandes pasos hacia el bosque.

No volvió hasta el atardecer. Katrina pasó el día inquieta, preguntándose qué podía hacer su hijo durante tanto tiempo. A cada instante se asomaba a la ventana; sus labios no cesaban de murmurar las ardientes súplicas que sólo brotan del pensamiento de una madre. ¡Con tal que no se hubiese topado con el capitán Malm, ahora que llevaba el arma, y se hubiese dejado arrastrar en su exaltación a cualquier locura!

Gustav erraba por Söderöjen sin rumbo fijo. No atendía a la caza; andaba y andaba por los charcos helados, por los pedregales y malezas sepultados en la nieve, entre las rocas cubiertas de hielo. Una vez se detuvo, cogió el arma y apuntó a un tronco. Con siniestra complacencia se obstinaba en imaginarse que dirigía el tiro contra el capitán Malm. Pero mientras apuntaba, con la mejilla apoyada sobre la fría culata, le pareció que el árbol se transformaba y asumía la figura real de un cuerpo humano, o, mejor, de dos cuerpos estrechamente unidos, que parecían uno solo. La vista se le nubló; bajó el arma, y con el dorso de la mano se enjugó las lágrimas que se le agolpaban a los ojos.

—¡Mal rayo me parta!— exclamó, furioso al comprobar su propia debilidad. Y colgándose otra vez la escopeta al hombro, emprendió el camino de regreso.

Cuando llegó a casa había ya obscurecido. Engulló el plato de gachas que Katrina le servía y se metió en la cama sin decir palabra, como la noche anterior.

Durante algunos días continuó sus vagabundeos por el bosque. Al fin, se buscó trabajo. Pero cuando iba a la aldea, por la noche, no se vestía la ropa de los domingos; y si necesitaba comprar alguna cosa, iba a la tienda vieja.

La última vez que el Åland efectuó la travesía del archipiélago, Saga obtuvo permiso por un día y se fué a Mariehamn, y el conductor del correo afirmó luego que también había ido el capitán Malm. No fueron precisas más explicaciones. Al regresar el vaporcito, se les vió desembarcar a los dos cogidos del brazo. Ahora sí que todos los convecinos podían darles la enhorabuena. La pequeña Saga se mostraba más contenta y amable que nunca tras el mostrador, y cuando medía la tela o ataba los paquetes, se veía en uno de sus dedos un brillante anillo de oro.

Cuando se supo lo del noviazgo, Katrina, inquieta, no apartó un momento los ojos de su hijo, que estaba hosco y taciturno como nunca. Un día, por fin, el muchacho se desahogó:

—En este asco de isla, un infeliz que quiera emborracharse no encuentra siquiera un mal vaso de aguardiente.

—Si empiezas a darte a ese vicio, lo único que conseguirás será hacerte más desdichado aún —dijo Katrina con dulzura.

—¡Más desdichado! ¿Y quién te ha dicho que yo sea desdichado? No soy hombre yo para estar llorando por una mujer. ¡Como si valieran la pena! Un título de capitán: no buscan otra cosa. Con tal de oírse llamar kaptenska, apechugan con el vejestorio más repulsivo que pueda encontrarse en el mundo.

—Cálmate, Gustav…, no seas así. Con nuestros defectos y virtudes, todos somos seres humanos. Nada tiene de extraño que el capitán Malm, aunque vaya para viejo, haga lo posible por buscar su felicidad.

—¡Claro! ¡Tonto sería si no cogiera lo que se le ofrece al paso! —exclamó Gustav despectivamente.

Gustav empezó de nuevo a buscar la compañía de sus camaradas. Pero su alegría, antes tan franca y espontánea, tema ahora algo de insano y cínico. Había perdido su calma habitual, cambiaba a menudo de humor, y por las noches dormía con sueño intranquilo. Se sentía triste; las fiestas y los bailes le aburrían y decepcionaban. Además, le acosaban raras apetencias. Los deseos que en tiempos anteriores habían sido provocados y estimulados en él sin llegar a obtener satisfacción, despertaban ahora en su interior con un ansia voraz y constante. A la salida de un baile que hubiese durado hasta altas horas de la noche, no sentía panas de volver a casa a recogerse. Necesitaba algo más. Las voces de las muchachas, sus risas y cuchicheos, le enardecían como le habían enardecido años antes, en los albores de su juventud, cuando habían excitado su curiosidad por primera vez. Pero lo que ahora sentía era distinto de aquello. Ahora se fijaba en cosas en las que nunca había reparado. El contacto contra su pecho del cuerpo de la muchacha con quien bailaba, despertaba en su alma una emoción nueva. Observaba los movimientos de la mujer que caminaba por la calle delante de él. Veía la piel suave y blanca de la nuca, allí donde los finos cabellos se ensortijaban, escapados, por demasiado cortos, del moño. Se fijaba en los labios: ya unos labios finos, crueles; ya unos labios carnosos, rojos como una cereza. Y todo ello le atormentaba como una pesadilla.

Back-Elmer [19], un muchacho de su edad, le acompañaba algunas veces hasta la parte alta de la aldea cuando salían, por la noche, de algún baile. Antes de retirarse, iban a menudo a la granja de Larsson a charlar un rato con las sirvientas.

—Ven; vamos a dar las buenas noches a las chicas —le decía Elmer.

Saltaban el vallado y se acercaban para llamar a la ventana del cuartito donde ellas dormían. No tardaban en contestarles unas risitas ahogadas. Y, después de haber parlamentado un poco, las muchachas consentían en recibir aquella visita nocturna. Los chicos, dando la vuelta a la casa, encontraban la puerta abierta; y las dos muchachas corrían presurosas hacia su dormitorio, seguidas por Elmer y Gustav. La estancia casi siempre estaba a obscuras.

Las chicas subían inmediatamente a la cama, y encogían sus piernas. La una se echaba un vestido encima, la otra se arrebujaba con una manta.

Siguiendo una costumbre ya de antiguo establecida, los jóvenes se sentaban en el borde de la cama, y comenzaban a charlar y bromear con las muchachas. Una y otra eran tan rápidas de lengua, que se requería cierta agudeza para replicarles con la necesaria prontitud. Pero, precisamente por esto, se hacía más agradable aún sacudirse el aburrimiento con aquella hora de plática a medianoche después del baile monótono o de la soporífera fiesta que la habían precedido. Una de las sirvientas era hermana de Elmer, y como los cuatro habían crecido juntos, la conversación se desarrollaba en un plan de familiar confianza.

—Oye: ve a buscar un pedazo de pan negro —decía Elmer a veces.

La más joven de las chicas saltaba de la cama, iba a la pieza contigua, y sacaba uno de los panes guardados en la artesa, donde se mantenían calientes aún varios días después de haber salido del horno. Era un pan de masa espesa y blanda, pero que tenía un delicioso sabor agridulce. Los cuatro se sentaban en la cama, con el pan en medio, y, ora uno, otra otro, iban cortando rebanadas y comiéndolas. Y así pasaban el tiempo riendo y hablando, hasta que se acababa el pan. Pero en cuanto se había terminado, los hombres se veían puestos de nuevo a la puerta sin cumplidos.

Eran, en definitiva, horas felices las que Elmer y Gustav pasaban allí.

Otra persona compartía aún aquella estancia. La tercera sirvienta de Larsson dormía en una camita individual, en un ángulo de la pieza. Pero nadie le hacía el menor caso.

La madre de Serafia había servido en la aldea. Después de nacida la niña, se había ido a América con una hermana mayor, que la había instado por carta a que fuera allí. Serafia había quedado al cuidado de su padre, un hombre ya de cierta edad que vivía con su mujer en un islote que llevaba en arriendo. La familia vivía de la pesca y de los escasos productos de la tierra. La «madrastra» de Serafia, una vieja bruja desdentada, había enseñado a leer a la niña, dejándole luego elegir para sus lecturas entre cuatro tradicionales obras literarias: el Catecismo, las Homilías de Lutero, el Amigo del Marinero y el Consuelo de los Paganos. El padre la había enseñado a trabajar.

Cuando Serafia tuvo edad para ingresar en la escuela y fué a la isla a fin de prepararse para la confirmación, era una criatura de extraño aspecto. Aunque tenía los brazos y las piernas desarrollados normalmente, había seguido el proceso del crecimiento con cierta dificultad. Era tosca, con músculos recios y duros, casi hombrunos; y los brazos le colgaban hasta las rodillas. La cabeza, de cabellos negros e hirsutos y frente estrecha, la llevaba caída sobre el pecho, con expresión estúpida.

Nunca se había relacionado con persona alguna, y ahora, al verse de súbito rodeada de gente, no sabía hablar ni comportarse como una persona normal. Cada vez que alguien le dirigía la palabra. Serafia se estremecía como un gusano, cambiaba de color y cerraba los ojos como deslumbrada. Y cuando trataba de contestar a lo que se le decía, lo hacía de un modo incoherente, con palabras entrecortadas y acento gutural. Pero el color de su rostro era fresco y sano; tenía los ojos grandes, brillantes y obscuros, y la boca hermosa, con labios rojos y carnosos.

Antes de salir del islote, su padre había muerto; la madrastra se fué a vivir a Fasta Åland, a casa de unos parientes que la recogieron, y el islote volvió a poder de su antiguo propietario.

Larsson acogió a la muchacha durante el período preparatorio a la confirmación, y la empleaba como sirvienta.

Trabajaba como las otras muchachas: tiraba del carretón de la leche con sus largos brazos, amontonaba el estiércol y levantaba gavillas. Iba con sus compañeras adonde acudía la gente joven, y, cuando las otras bailaban, ella iba a sentarse, encogida e indiferente, entre las muchachas pobres y feas que sólo por azar se veían invitadas a algún baile. Serafia no sabía bailar; para aprender tampoco tenía muchas ocasiones. Algunas veces participaba en las danzas en corro, pero nadie parecía advertir su presencia, y nunca le pedían un baile. En una palabra: era una infeliz. Los otros trabajadores ni se dignaban mirarla, y sus compañeras de servicio se negaban a dormir con ella.

Hacía dos años que servía en casa de Larsson y ahora empezaban a darle un pequeño sueldo.

Cuando en el dormitorio se organizaban aquellos festines de pan negro, Serafia permanecía encogida en su obscuro rincón. Con la colcha subida hasta la barbilla, se esforzaba en asociarse a la alegría de los demás. Había incluso momentos en que llegaba a parecerle que también formaba parte del corrillo. Cuando los otros se reían, ella sacudía sus recios hombros y dejaba escapar una especie de relincho semejante a una risita. De vez en cuando emitía sones inarticulados como los sordomudos. Al principio, producía con ello en los demás un efecto desagradable y penoso; pero luego se dejó de hacerle caso.

Una noche Gustav recorría solo el camino de la aldea a Klinten. Iba malhumorado como siempre y no sentía ganas de acostarse. Al llegar junto a la casa de Larsson se detuvo. Sí: aunque Elmer no le acompañara, quería ir a platicar un rato con las chicas. Saltó, pues, el vallado; pero se olvidó de llamar a la ventana. Abrió la puerta y penetró en la pieza donde debían de dormir. Pero con gran sorpresa suya, no las encontró.

Serafia, que estaba en la cama que habitualmente ocupaban las otras, se incorporó y, como de costumbre, se llevó tímidamente la colcha hasta la barbilla. Sus cabellos negros se encrespaban en su cabeza como crines de caballo. Bajo los párpados entreabiertos, sus ojos parecían dos negras hendiduras; y su boca bermeja aparecía contraída por una sonrisilla estúpida y desconcertada.

—¿Dónde están las chicas? —preguntó Gustav con sequedad.

—Fu… fuera —balbuceó Serafia.

Gustav hizo una mueca de descontento y se volvió para irse; pero vaciló y acabó por sentarse en una silla, junto a la puerta. Se había hecho el propósito de no ir a acostarse todavía. Hoy todo le salía mal…; no importaba: esperaría a las muchachas.

Al cabo de un rato de estar sentado, levantó la cabeza y preguntó:

—¿Adónde han ido?

Serafia emitió un sonido que quería ser una respuesta, pero Gustav no la entendió. Volvió a encerrarse en su silencio y permaneció así con la cabeza entre las manos. Estaba furioso contra todo y contra todos. Pero no se daba por vencido: ya que no podía charlar con las muchachas, cambiaría algunas palabras con aquel ser salvaje acurrucado en el lecho, frente a él. La muchacha temblaba; pero continuó como antes, con la colcha pegada a la barbilla. Gustav la miró fijamente a la cara, como si contemplara un objeto inanimado: «Es asquerosa», pensó, y volvió la cabeza con disgusto. Pero, involuntariamente, sus ojos volvían hacia ella. Los labios gruesos y húmedos de Serafia brillaban con ardientes destellos.

Le pareció que en la estancia se respiraba un aire cargado y malsano, y se puso en pie, con un sentimiento de íntima repulsión.

—Buenas noches —dijo secamente. Y se fué. Serafia frunció las cejas y profirió un sonido incomprensible.

—Las chicas de Larsson ya no duermen aquí —dijo Elmer a Gustav unas noches después, cuando pasaban por delante de la casa.

—¿De veras? ¿Por qué?

—Dicen que hace demasiado frío en invierno, y, además, no les gusta dormir juntas con aquella otra, con Fía. Ahora duermen en el desván.

 

En el local de la escuela se había dado una fiesta en honor de la juventud. Hubo discursos y cantos, se tomó café y, al final, se organizó un baile. El capitán Malm y Saga asistieron también a él. Saga tomó parte activa en la fiesta: cantó en el coro, participó en una pieza teatral, y, en una palabra, actuó en todo profusa y brillantemente. A la salida, cada joven llevaba a su pareja en sparkstötting. El capitán Malm conducía a Saga. Cuando su sparkstötting pasó veloz por delante de Gustav, cuesta abajo, la pareja reía y parecía sobremanera feliz. Gustav iba solo. En un abrir y cerrar de ojos, el veloz patín desapareció a lo lejos, sobre el terreno liso. El chico, con las manos en los bolsillos, continuó andando. Hacía una luna muy clara; la noche parecía a propósito para las aventuras: para correr alegremente por aquellos duros hielos en los que se reflejaba la luna. Gustav dejó la aldea y emprendió la subida de la colina. Caminaba con pasos lentos y pesados. No tenía ganas de irse todavía a casa; pero ya era demasiado tarde para ir a otro sitio; las luces se habían apagado en casi todo el lugar. Al llegar ante la granja de Larsson, detuvo sus pasos. La luna brillaba con tal claridad, que los árboles, los bosques y las casas se recortaban, nítidos, sobre la blancura de la nieve. ¡Qué solitaria y extraña aparecía a la luz de la luna la casita donde dormían las sirvientas! Dijérasele un ser humano sumido en el sueño. Hasta le parecía oír su profunda respiración. Dejó la carretera y se acercó a la casita roja. Dió la vuelta, golpeó en los cristales de la ventana, luego se dirigió a la puerta y entró. Una vez dentro fué a sentarse al borde de la cama donde Serafia, como de costumbre, estaba recostada.

—Buenos días —dijo.

—Bu… buenos días —repuso ella con una leve risa. Evidentemente, le chocaba que le diera los buenos días en plena noche.

—¿No has ido a la fiesta?

—N… no.

—¿No podríamos comer un poco de pan negro?

La muchacha sonrió, confusa. Gustav la miró con sorpresa. Pero, al instante, comprendió que le daba vergüenza salir de la cama para ir en busca del pan.

—Hace una noche hermosa.

—Sí…

Gustav la contemplaba en la penumbra. Los ojos de Serafia brillaban negros como el carbón; sus labios se abrían como una herida sangrante, y sus cabellos negros, que flotaban, revueltos, sobre su frente, vistos en la semiobscuridad que la rodeaba, le parecían una noche de otoño. A la extraña luz que se filtraba por la ventana todo cobraba una apariencia singular, irreal. Y el mundo dormía. Gustav oía la respiración profunda y pesada de Serafia.

—¿Irás mañana al baile?

Era una voz extraña la que hablaba. ¿Quién habría hecho aquella pregunta?

La muchacha parecía divertida. De pronto, Gustav sintió como una oleada de fuego; la sangre afluía a su cabeza y le golpeaba las sienes. Olvidó que tenía ante sí a un ser deforme, con brazos de gorila. No veía sino a la mujer que su cuerpo joven y fogoso tan ardientemente deseaba. Sin apartar la mirada de Serafia, sin saber lo que hacía, levantó la colcha. Ella se retiró hacia la pared; pero cuando sintió que unos brazos la enlazaban, permaneció inmóvil. Y en la obscuridad de la estancia sólo se oyó su risita sumisa, tímida, casi jubilosa.

 

Cuando Gustav volvió a ver a Serafia, andando por el camino entre otras muchachas, la consideró con repulsión. No, no: todo aquello había sido un sueño; aquella noche debía de haber transcurrido en un mundo irreal.

Pero unos días después, al pasar, de noche, junto a la granja de Larsson, la irrealidad cobró vida de nuevo y, una vez más, la realidad se desvaneció.

Katrina notó que a su hijo le ocurría algo; pero no podía poner en claro qué. Fuese lo que fuese, la verdad era que empezaba a mostrarse menos inquieto; no se le oía ya dar vueltas como antes en la cama y había recobrado el apetito.

«Se habrá olvidado de su desengaño —pensaba la madre—. Gracias a Dios, las amarguras se olvidan pronto cuando se es joven.»

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