Katrina

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KATRINA » Capítulo XXXV

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Capítulo XXXV

KATRINA TIENE ALGUIEN MÁS POR QUIEN VELAR

EINAR regresó pasada la Navidad. Había ascendido a primer oficial y empezaba a despertar cierta curiosidad en toda la aldea. Su manera de hablar revelaba ya una cultura y, a pesar de sus raídas prendas, había algo en su porte que infundía respeto. Aquel invierno no pasó tantas horas estudiando. Se buscó trabajo, porque nunca dejaba perder ocasión de ganar algún dinero.

—¡Primer oficial, y durante el invierno no se toma un par de meses de descanso! —murmuraba la gente. Pero Katrina sospechaba que tenía alguna deuda y que esto le causaba inquietud.

Einar no hizo comentario alguno sobre la ruptura de relaciones entre Gustav y Saga. Pero Katrina comprendió, por la manera que tenía de mirar a su hermano menor, que su adusto y reservado hijo no era del todo insensible a la piedad.

Cuando, al aproximarse la primavera, Gustav, que parecía haber ya superado la crisis de su desengaño, volvió a tomar parte activa en todas las diversiones propias de su edad, Katrina empezó a atender un poco más a su hijo mayor. Su juicio simple pero sano, le decía que aquel retraimiento tan poco natural no podía acarrear al muchacho sino penas y desdichas.

—Gustav —dijo Katrina un día—: procura persuadir a Einar de que vaya a alguna fiesta contigo. ¿No podrías buscarle la amistad de alguna muchacha y enseñarle a bailar?

—¿A él? ¿A ese espantajo? —exclamó Gustav—. Me avergonzaría de llevarle a mi lado. ¡Si no sabe presentarse ni tratar a las mujeres!

—Pero, ¿te parece natural que un joven que va camino de los treinta lleve esa vida? Piensa que es hermano tuyo. ¿No te acuerdas de que Erik lo hizo así contigo?

—Sí, es verdad; pero yo se lo pedí porque me gustaba. Mientras que a Einar todo eso le importa un pito.

—Prueba, prueba a convencerle. ¿Cómo se las va a componer el día que haya de casarse? ¡Porque supongo que no querrá vivir solo toda la vida!

—¿Casarse? Espera a que sea capitán, y verás cómo le corren detrás las chicas. No hay una sola mujer que no suspire por ser kaptenska —repuso Gustav, con amargura.

En primavera, Saga dejó su empleo de la Cooperativa. El capitán Malm y ella se casaron sin ostentación, según la nueva costumbre. Fueron a vivir en casa de Saga, en Storby, hasta que el capitán hubo de hacerse a la mar y se llevó a su esposa en viaje de novios.

Durante aquel verano la gente de la aldea vió adelantar la construcción de una preciosa casita en medio de un verde prado, entre los roquedos de la parte baja de la aldea. Allí habían establecido sus hogares algunos marineros de humilde origen que habían logrado abrirse camino. La casita tenía dos pisos, estaba pintada de blanco y tenía una galería cerrada con cristales desde donde se disfrutaba de una hermosa vista sobre el mar. A medida que se construía el edificio, se plantaba también un jardín con árboles y arbustos. El constructor de la nueva villa, bautizada con el nombre de Sagaro, era el capitán Malm, quien la había hecho edificar a fin de tener un nido propio al regreso de su viaje.

Einar y Gustav se embarcaron como de costumbre.

En el transcurso de los meses de verano, entre los habitantes de Västerby se produjo un nuevo escándalo que dió mucho que hablar. Esta vez se trataba de la sirvienta de Larsson. Las mujeres de más edad y, por lo tanto, más avisadas, que iban a trabajar con ella, empezaron a sospechar que en la muchacha no iban las cosas como debían. El rumor se fué propagando y las sospechas se convirtieron en realidad. Ya sólo se trataba de descubrir quién era esta vez el culpable de aquel doble delito de seducción y abuso de una muchacha irresponsable. La kaptenska Larsson hubo de soportar parte de las acusaciones, por haber dejado que Serafia durmiera sola en el dormitorio. Y como en Torsö era imposible guardar nada en secreto, pronto se difundió la voz de que Gustav de Klinten acostumbraba visitar a la muchacha por las noches. ¡Y luego se había ido de viaje como si tal cosa! Toda la parroquia estaba escandalizada. Hubo, con todo, una pequeña minoría que salió en defensa del ausente, afirmando que Gustav no era el único que frecuentaba aquella estancia. Pero era natural que, siendo el más pobre, recayesen en él todas las sospechas.

Los rumores llegaron a oídos de Katrina. De momento se indignó; pero durante sus horas de soledad en Klinten, empezó a reflexionar sobre las observaciones que había hecho durante el invierno: que su hijo pasaba todas las noches fuera de casa, que había notado en él un cambio de humor hacia finales de invierno…, y su fe en la inocencia de su hijo empezó a vacilar. Sólo Dios sabía si lo que decía la gente era o no verdad, Katrina, preocupada, no cesaba de observar el cuerpo corto y ancho de la muchacha, inclinado sobre la tierra mientras trabajaba en los campos. Costaba poco adivinar su situación. Serafia no hablaba una palabra. Y no faltaba quien sospechase que ella no se daba cuenta siquiera de su estado.

Una noche, al terminar la jornada, Katrina, sin ser vista, se deslizó con cautela por detrás de la casa de Larsson y se fué a la pequeña estancia. Serafia, sentada al borde del lecho, se estaba desnudando. Katrina se sentó a su lado y empezó a interrogarla.

—La gente dice que Gustav es el padre de tu hijo. ¿Es verdad? —le preguntó.

—¿Y… qui… quién lo sabe? —contestó la muchacha.

—¿No lo sabes tú? —preguntó Katrina.

—Yo no —balbuceó Serafia.

—¿Ha venido algún otro muchacho?

—¿U… hu?

Katrina estaba por renunciar al interrogatorio. La pobre muchacha le inspiraba piedad y al propio tiempo la impacientaba.

—¿Gustav venía a verte aquí, de noche? —empezó de nuevo, en tono más imperioso.

—A veces.

—¿Quién más solía venir?

—Nadie.

Katrina salió de allí desconsolada. Se iba sabiendo más de lo que hubiera deseado.

Durante un par de semanas estuvo apesadumbrada y pensativa, reflexionando sobre la determinación que debía tomar. Sentíase incapaz de censurar a su hijo por su conducta. Bastante conocía ella sus sufrimientos. Pero, ¿había de consentir que se comportara como un hombre sin dignidad, huyendo de allí? ¿Se habría ido para no volver? ¡Dios mío, a lo que había llegado aquel muchacho tan listo y alegre, tan cordial y animoso! Y, ¿cuál era el deber que le correspondía cumplir a ella?, ¿qué habría de hacer? No era posible que aquella muchacha siguiera por más tiempo en aquella situación. Era preciso, por lo menos, librarla de un trabajo fatigoso. Sí, sí; se sentía obligada a hacer algo.

Por entonces le llegó una carta de Gustav, que puso fin a sus cavilaciones e incertidumbres.

«A bordo han corrido rumores sobre mí —decía la carta—. Uno de los marineros ha recibido carta de los suyos. Supongo que sabrás de qué se trata. No sé qué hacer. Confieso que toda la culpa es mía, porque ella no comprende las cosas. Si crees que cumpliré como es debido haciéndolo, iré y me casaré con ella; pero luego me marcharé para siempre: es imposible que yo pueda vivir con ella como marido y mujer. La conducta que siga depende de lo que me digas tú. Ella no tiene donde acogerse, ni nadie que la cuide. Te mando una autorización para que puedas retirar dinero del que tengo en el Banco…»

Después de leer la carta, Katrina rompió a llorar de tristeza y de consuelo a un tiempo. Ahora podía obrar. Si su hijo, joven e inexperto, se conducía como un hombre y reconocía su culpa, ella no tenía por qué andar con cobardías.

Un día el capitán Nordkvist la mandó llamar. Desde hacía poco, se sentía enfermo y no se levantaba. Katrina fué introducida en su dormitorio. Allí le encontró en su mullido lecho de plumón, recostado sobre un montón de almohadas blancas como la nieve. Su cabeza, plateada ya, estaba hundida en aquella blancura. Recibió a Katrina con rostro más apacible y bondadoso que de costumbre, y le hizo seña de que se acercase.

—Oye, muchacha… —empezó diciendo con voz velada. Había tenido un ataque de apoplejía y hablaba ahora con cierta dificultad—. Oye, muchacha: ¿sabes lo que ocurre con la sirvienta de Larsson, esa infeliz muchacha de Storskär?

Katrina se enderezó, dispuesta a escuchar cuanto quisiesen decirle, fuese lo que fuese.

—Sí —se limitó a responder.

—Parece que tu hijo resulta ser el padre de la criatura que ha de nacer.

—Mi hijo está dispuesto a responder de lo que haya hecho. El Ayuntamiento no tiene por qué preocuparse de mantener al niño: Gustav se hará cargo de él —dijo Katrina, levantando aun más la cabeza. Pero en el acto se dió cuenta de que el capitán Nordkvist no la había llamado con el propósito de amenazarla o de imponerle un castigo, sino más bien con ánimo de proporcionarle su ayuda y su buen consejo, a fin de llevar las cosas en un sentido favorable para unos y otros. Abandonó, pues, su actitud y prosiguió, más calmada:

—Gustav se introdujo allí, es verdad. Hizo lo que no debía, pero no llevaba intención de perder a la chica. Pasó un invierno muy desgraciado, y no dejo de comprender que, si ha podido caer en esa debilidad, sólo ha sido porque se sentía infeliz y amargado. Pero, con la ayuda de Dios, haremos todo lo posible en bien de la muchacha y del hijo.

—Sí; será mejor que el muchacho reconozca su culpa y obre como debe hacerlo. Si procediese de otra manera, quizá más tarde pudieran surgir conflictos.

—Así pienso yo, capitán. Pero, gracias a Dios, el mismo Gustav me ha escrito espontáneamente reconociendo su falta y declarándose dispuesto a no rehuir sus responsabilidades. Está decidido incluso a casarse con la muchacha si fuera necesario; pero espero que no será preciso llegar a eso.

—La infeliz no es, por supuesto, muy envidiable por esposa… ¡Sería realmente una carga muy dura para un muchacho así tener que unirse con ella para toda la vida! Pero, como hemos dicho, deberá tomar al niño bajo su protección.

—Sí, sí, capitán, de eso no hay que hablar. Y mientras Gustav esté ausente, yo responderé del chiquillo.

—Está bien. Que Dios te bendiga, hija mía.

 

Unos días después, Serafia subió a Klinten. Quedóse en el umbral de la puerta, retorciéndose las manos antes de poder articular palabra.

—Larsson me ha dicho que me fuera —murmuró finalmente, bajando los ojos y torciendo la boca con una ambigua sonrisa.

—Siéntate —le dijo Katrina.

La muchacha se sentó, encogida, en el borde de una silla, sin cesar de entrelazar los dedos.

—¿Dónde tienes tu ropa? —preguntó Katrina.

—En la escalera.

—Tráela aquí.

Serafia salió a buscar la caja de madera que contenía sus vestidos. Katrina se la cogió de las manos y la arrimó a la pared. Luego puso otro plato en la mesa e invitó a la muchacha a sentarse a comer.

Serafia se instaló, pues, en la barraca de Klinten. Nunca logró librarse de su nervioso azoramiento; pero en todo instante, mostraba, a su manera, un visible deseo de ser útil a Katrina. Mañana y noche cogía el cubo de la leche y se iba al establo a ordeñar; iba también por agua y por leña, y lavaba los platos. Katrina se sentía sobre todo muy aligerada en cuanto al trabajo de ordeñar, que le resultaba especialmente fatigoso en verano, cuando la vaca pastaba en el prado con el rebaño de Svensson.

En diciembre nació una niña. Con gran alivio de Katrina, resultó una criatura bien formada y que en lo sucesivo pareció desarrollarse con entera normalidad.

Después de tantos años de no haber habido niños en Klinten, Katrina sintió al principio un extraño aturdimiento al tener en sus manos el delicado cuerpecito de la criatura.

—¿Cómo quieres llamarla? —preguntó a Serafia.

—No… no lo sé.

—¿Qué te parece Greta…, Margareta?

—No sé…

—Margareta Johana no es un nombre feo.

Pasada la Navidad, cuando Serafia ya se había repuesto, Katrina las llevó, a ella y a la criatura, a la casa parroquial para el bautizo. Llevaba los dos nombres escritos en un papel que entregó al párroco. El pastor preguntó entonces el nombre de la familia de la pequeña. Katrina sintió un conato de rebelión en su interior. Gustav había hecho lo que debía: ¿también estaba obligado a dar su nombre a la niña? Sus ojos se posaron en el tierno cuerpecito que tenía en sus brazos y su ira se desvaneció. ¿Por qué los pecados de los demás habían de pesar sobre sus tiernos hombros? La niña era inocente… ¿Había de entrar, pues, en el mundo sin la protección moral que da un nombre paterno?

—Margareta Johana Gustavsdotter [20] —dijo gravemente.

—Gustavsson, entonces; dotter ya no se usa.

—Está bien: Gustavsson.

 

Serafia, aunque poco apta para las labores caseras delicadas, no era nada torpe en cuanto al trabajo en general. Comprendía todo lo que había que hacer y demostraba buena voluntad en cumplirlo. Pero su proceder con la niña dejaba a Katrina estupefacta. Serafia consideraba a su hijita como si no hubiera nada de común entre las dos. Algunas veces, de noche, Katrina dejaba que la criatura llorara un poco, esperando que la madre se levantase para ver qué tenía. Pero Serafia no se despertaba, y, caso de no estar dormida, no daba muestras de la menor solicitud por aquel pequeño ser que se debatía sobre la lana de la cesta. Katrina había de levantarse, con un suspiro, y arrullar a la lloroncilla. Esperaba que la muchacha, como más joven, se mostraría más diligente y pronta que ella en dejar el lecho; además, creía que el instinto maternal obraría como reactivo en aquel ser deficiente y alumbraría un poco su inteligencia. Pero Serafia parecía acogerse en todo a la hospitalidad de Katrina, y dejaba toda la responsabilidad y todo el cuidado de la niña a la buena abuela. Si Katrina le decía que la tomara en brazos o la llevara a la cuna, ella lo hacía sumisamente, pero nunca por su propia voluntad.

A Serafia le gustaba leer. Devoró todos los libros y periódicos que los hijos de Katrina habían dejado en casa. Katrina estimulaba en ella esta afición y le entregaba todo lo que de legible caía en sus manos. «A la muchacha no le falta inteligencia —pensaba—. Es el ambiente fatal en que se ha desarrollado lo que la ha convertido en lo que es.»

Aquel invierno Gustav no volvió. Katrina comprendió muy bien los motivos que, por primera vez, le habían impulsado a alistarse para viajar a Ultramar. Y se preguntaba con melancolía cuánto tiempo tardaría en sentirse con ánimos para volver a Torsö. Gustav, con todo, no olvidaba mandar dinero a casa, con la regularidad que le permitían las escalas que hacía el buque.

Einar llegó a principios del nuevo año. Katrina había abrigado cierto temor con respeto a lo que pasaría al regresar su hijo primogénito; pero, con gran asombro suyo, éste obró como si nada hubiese sucedido y no pareció hacer caso alguno de Serafia ni de la niña. Katrina observaba a su hijo sin cesar. No parecía tan ensimismado ni tan adusto como antes; su rostro tenía cierta expresión de melancolía, como si ya hubiera rebasado las luchas e inquietudes de la juventud y empezase a mirar la vida con ojos distintos. Pero esto dejaba a Katrina contristada, porque le parecía como si su hijo se considerara vencido y rindiera las armas. No en el sentido de que estuviese dispuesto a renunciar a la lucha para obtener el grado de capitán; pero cuando le veía sentado ante la ventana, dirigiendo la mirada a occidente, donde el sol moribundo teñía las nubes de un rojo de sangre y las nieves de un suave color de rosa, le parecía que para su hijo no era ya aquel objetivo lo que constituía la meta última de la vida. Otras orillas, otras alturas situadas a distancias casi inaccesibles para él, debían de atraerle ahora.

Einar empezó a asistir a alguna de las fiestas de la aldea a que le invitaban; pero por lo general se sentaba en un rincón y permanecía callado. Iba a visitar con frecuencia al capitán Nordkvist, y Katrina oía decir que, cuando se hallaba sentado a la cabecera de la cama del anciano, su lengua se desataba, y llegaba casi a hablar con elocuencia. Porque al capitán Nordkvist sí le informaba con todo detalle de todos sus asuntos y proyectos. Y el capitán le escuchaba, y asentía de vez en cuando diciendo:

—Muy bien, muchacho; has hecho muy bien.

En verano, Einar volvió al mar, como de costumbre. Era el tercer viaje que hacía como primer oficial.

La pequeña Greta había cumplido ya seis meses y crecía sana y fuerte. Serafia volvió de sirvienta a casa de Larsson, pero, por voluntad de Katrina, seguía teniendo en Klinten su casa y subía a dormir allí.

Al otoño siguiente, Einar prosiguió sus estudios de Náutica en Mariehamn. Serafia había sido despedida de casa de Larsson, porque no necesitaban de sus servicios aquel invierno. Katrina logró hallarle trabajo en Ekön, donde, a lo que parecía, había siempre trabajo hasta para los que eran desdeñados por los demás. El ama nueva de Ekön tenía fama de ser mujer que vigilaba severamente a las muchachas que tenía a su servicio, y Katrina confiaba en que Serafia, allí, no sería víctima de la brutalidad o de la conducta de libertinos sin conciencia.

Cuando Serafia tenía ya cerrado el canasto de su ropa, Katrina le dió dos delantales que había hecho para ella.

Abrió el canasto para meter las prendas y entonces descubrió una cosa que la llenó de estupor. Debajo de los vestidos había una fotografía de Gustav. Era un retrato que habitualmente estaba encima de la cómoda, pero que, desde hacía algún tiempo, Katrina echaba de menos con pesar. Ella estaba muy encariñada con aquella fotografía, en la que Gustav había salido tan exacto, que parecía que fuese a hablar. Seguramente alguien le había fotografiado por sorpresa mientras él trabajaba a bordo. Con el rostro iluminado por una sonrisa campechana, se le veía en la soleada cubierta, sobre un fondo de cordajes y espumantes olas. Llevaba la camisa arremangada hasta el codo, y en los brazos, que tenía cruzados, resaltaban con todo detalle sus recios músculos.

Fía, pues, había hurtado el retrato y tenía el propósito de llevárselo consigo. ¡Qué descaro! De rodillas junto al canasto, Katrina se volvió a mirarla. Serafia estaba sentada a la mesa, tomando la última taza de café antes de marcharse. Su cara estaba roja de rubor.

—¡Mira la fotografía de Gustav que yo echaba de menos desde hace tantos días! —dijo Katrina.

—La he metido aquí por distracción… —mintió la muchacha.

—¿Por distracción? No te hagas la tonta. Llévatela si quieres. Tengo otros retratos de Gustav, aunque en realidad éste es el que más me gustaba.

Cuando, más tarde, Katrina volvió a pensar en el incidente, el disgusto que de momento le había producido se fué transformando en indulgencia. ¿Por qué querría Serafia llevarse el retrato? Algo debía de sentir ella por Gustav. ¡Pobre muchacha! Katrina sintió el remordimiento de no haberse mostrado con ella más paciente y cariñosa. Comprendía que se hallaba muy lejos de ser ecuánime, y que no podía por menos de establecer una diferencia entre sus hijos y los hijos de los demás. No podía remediar la humillación que le producía sentirse rebajada a sus propios ojos, y pidió sinceramente a Dios que elevara sus sentimientos.

Serafia estaba ausente, pero no por ello Katrina se olvidaba de ella, y continuamente le mandaba algún regalo por medio de algún aldeano de Ekön de los que iban a Västerby. Y la pequeña Greta, que ahora había quedado confiada por entero a su cuidado, recibía toda la ternura que su corazón guardaba intacta desde que le faltaba Johan. Katrina sentía la satisfacción de estar segura de que no quería a la pequeña Greta por amor de Gustav; porque quien la miraba a través de los grandes ojos obscuros de la niña no era su hijo, sino Serafia. No, no: Katrina quería a la tierna criatura por sí misma, porque era un pobre ser inocente e indefenso que Dios confiaba a las manos fuertes y al corazón amoroso de la abuela.

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