Katrina

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KATRINA » Capítulo VII

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Capítulo VII

EL REGRESO DE JOHAN

HABÍA llegado ya el mes de Navidad; y Katrina pensaba en la blancura y el silencio en que se hallaría sumido su lugar natal, Österbotten, bajo el tupido manto de nieve. Aquí, en cambio, la nieve se derretía va al caer, dejando los caminos y senderos en un estado deplorable. Con sus árboles desnudos y sus pelados peñascos. Torsö adquiría el aspecto de un lugar deshabitado. El viento rugía en torno a las casas; se le oía aullar en las chimeneas. Uno tras otro, los navíos iban entrando en la bahía de Batviken, donde por fin echaban anclas. Beda tenía va a todos sus hijos en casa y estaba más tranquila. Pero Johan aún no había dado señales de vida. Katrina pasaba las noches solitario escuchando los vendavales de otoño que subían del mar, recorrían impetuosamente todo el valle e iban a descargar su furia sobre las míseras y mal protegidas casuchas de la parte alta de la aldea ¡Eran tan inquietantes los siniestros ruidos que se oían en la obscuridad! Los zorros se aventuraban hasta Västerby, entre Norröjen y Söderöjen y subían el sendero de la montaña, que pasaba por detrás del hogar de Katrina. Muchas veces había oído ella sus lúgubres aullidos, que la hacían estremecerse hasta la médula de los huesos. El aullido de la zorra era, en su tierra, un presagio infalible de muerte; y, por ello, tanto más odiado y temido.

La Icen esposa del marinero sentía ahora los efectos de la soledad mucho más que antes, y empezaba ya a suspirar por el pronto regreso de su marido del mar. Fueran cuales fuesen las reacciones que tuvieran de sostener entre sí, y por débil que fuera la fe que ella pudiese tener en él, su marido, en definitiva era un ser humano, cuya proximidad conseguiría cuando menos llenar aquel insoportable vacío. Un día le preguntó a Nordkvist:

—Capitán, ¿tiene noticias de cuándo llegará el Frida?

—Todavía va a tardar un poco, hija mía. A última hora le ha salido cargamento con destino a Inglaterra. Le serán necesarios vientos muy favorables para poder llegar aquí por Navidad.

Pero dos días antes de Navidad, Johan estaba de vuelta. Era el hombre de siempre. Con su andar descuidado, asomóse a la cumbre de la colina, ladeada la gorra, y el saco de marinero al hombro.

—¡Hola, Katrina! —gritó alegremente desde lejos.

Casi a su pesar, sintióse ella invadida de una íntima alegría, y, aunque no fuera éste su propósito, salió al umbral de la puerta para recibirle. Sin darse cuenta, le acogió con una benévola sonrisa.

Johan arrojó el saco al suelo y estrechó a Katrina entre sus brazos.

—¿Cómo le va a mi vieja? —gritó con alborozo.

—No del todo mal —repuso Katrina.

—¡Ah! ¡La verdad es que uno se siente todo un hombre cuando sabe que su mujer le espera a la puerta de su casa! Nunca lo hubiera dicho yo.

—¿Te quedas ahora en casa?

—¿Si me quedo? Claro, como decía Eva. ¡Me parece que ya es hora! ¡Vaya un señor verano el que hemos pasado!… No se acababa nunca.

—Ya…

—¿Qué es esto? ¿Siento olor a café? ¡Bendito sea Dios! Esto es otra novedad. ¡Llegar a casa y encontrar ya el café calentándose en el hornillo!

—Entra, entra.

El hombre abría unos ojos como naranjas.

—¡Quién ha visto esto y quién lo ve! ¡Pero si ésta es una casa nueva! Ahora se siente aquí el calor del hogar. ¡No… no me he equivocado cuando he sostenido siempre que no hay en el mundo mujer como mi Katrina!

Y otra vez volvió a estrecharla entre sus brazos, e intentó besarla: pero ella le rechazó.

—¡Déjame! —dijo secamente.

Johan continuó con su imperturbable buen humor. A grandes zancadas iba de una parte a otra de la casa, tocando muebles y manoseando objetos.

—¡A esto puede llamársele volver a casa! —repetía a cada instante.

Katrina vertió el café e invitó a su marido a sentarse. Él corrió a la mesa como un chiquillo y empezó a sorber el líquido con infantil avidez. Katrina se sentó a la parte opuesta de la mesa. Johan la miraba con ojos radiantes por encima del borde de la taza, mientras iba sorbiendo ruidosamente la caliente bebida.

—Oye —dijo Johan—, recibí tu carta. ¡Si hubieras visto la cara que pusieron mis compañeros al ver que el patrón llegaba con una carta para mí! ¿Conque la marrana de Erka ha parido diez gorrinos y Augusto de Bergholmen ha tenido un par de gemelos?

Katrina se quedó boquiabierta.

—¡Por San Jorge! —prosiguió él—. ¡De cuántas cosas me enteré por aquella carta!

—¡Ah! —exclamó Katrina. Ahora comprendía por qué era tan larga y de letra tan apretada la carta de la pequeña Elvira. Pero, ¿cómo no decía nada Johan del hijo que esperaba?, ¿cómo no le preguntaba siquiera cómo había pasado el verano y el otoño sola en aquella tierra que le era extraña?

Johan se levantó de la mesa y empezó a desatar su saco.

—Te traigo un regalo, Katri —le dijo con orgullo.

—¿Un regalo? —dijo Katrina sorprendida.

—Sí; un regalo de calidad.

Y desplegó ante sus ojos un magnífico chal de seda, sin dejar de mirarlo mientras sonreía beatíficamente.

—¿Qué te parece, eh?

Katrina acogió aquel obsequio con una vaga sonrisa. ¡Cuánto mejor no hubiera hecho él en comprarle un caliente vestido de lana o un par de zapatos!, pensaba. Silenciosamente arrolló el chal y lo metió en un cajón de la cómoda.

Mientras Johan revolvía con la mano en el interior del saco y sacaba camisas y calzoncillos sucios que iba arrojando sucesivamente sobre el sofá, sus ojos se fijaron en una minúscula pieza de franela que Katrina estaba cosiendo al llegar él. Cogió el vestidito, lo levantó en alto, y volvió la cabeza riendo hacia Katrina, que estaba delante de la chimenea.

—¡Vaya, vaya! ¡Conque Johan de Klinten [7] será pronto papá! —exclamó con rostro satisfecho; y se puso de nuevo a vaciar el saco mientras silbaba alegremente.

Ella exhaló un suspiro, y volviéndose hacia la chimenea se puso a lavar las tazas.

Katrina recogió luego la ropa de Johan, la lavó y la remendó. Entonces descubrió que su marido tenía un equipo muy pobre. Su ropa interior quedaba obscura aun después de haberla lavado ella misma repetidas veces. Examinó sus zapatos.

—Debes arreglarte tus zapatos, y los míos también —le dijo.

—Pero hoy no; mañana —repuso él.

Al día siguiente, al observar Katrina que dormitaba tendido en el sofá, le repitió la misma observación.

—Mañana quedarán listos.

Al fin, Katrina se cansó de repetírselo. Pensaba ella en el largo invierno y en la primavera que tenían por delante y sabía que no disponían de suficiente alimento para los dos. Johan había traído unos pocos marcos de su viaje, y Katrina le recomendó que los guardara para cuando llegara el pequeño, en primavera. Obediente, Johan depositó el dinero en un cajón de la cómoda; pero pronto observó Katrina que de vez en cuando sacaba algunos pennis para comprarse caramelos en la tienda, donde, en compañía de otros desocupados de la aldea, pasaba en eterna charla las largas veladas invernales. Le molestaba reprochárselo —los reproches y las admoniciones siempre le habían sido odiosos—, y no quiso tampoco esconder aquellas monedas. En todo caso, aquello había de salir del propio Johan. El dinero era suyo: él se lo había ganado con su trabajo. Pero pensaba en lo distinto que hubiera sido todo si ella hubiese tenido el apoyo y el sustento de un marido fuerte, o si al menos hubiese mostrado Johan la voluntad de trabajar y colaborar con ella para afirmar el porvenir de ambos y el del hijo que iba a venir; y pensándolo se le oprimía el corazón. Si su marido hubiese sido un derrochador o un malvado, ella se hubiera rebelado, desde luego, contra él; pero toda su indignación debía fracasar necesariamente ante la irreflexiva puerilidad de Johan.

No tardó en comprender que si derrochaba con tanta inconsciencia lo poco que ganaba era por ligereza y por inveterado desapego al dinero. Compraba objetos caros y sin finalidad práctica alguna; se dejaba engañar por sus camaradas, que le endosaban relojes, cajitas de hojalata y otras fruslerías de poco o ningún valor. Muy a menudo se encontraba con que, sin darse cuenta, había gastado todo lo suyo. Poco le costó a Katrina comprender cómo se esfumaba toda la paga de verano en los puertos de escala, donde los vistosos escaparates de las tiendas y algunos camaradas desaprensivos tentaban su frágil voluntad.

Katrina se dió cuenta de que la mayoría de marineros desembarcados se habían buscado ya algún trabajo para el invierno. Algot, el hijo de Beda, se había contratado para los trabajos invernales en casa de Svensson. Trabajaba en el bosque; verdad es que ganaba poca cosa, pero ganaba cuando menos el pan que comía y no era ninguna carga para sus padres. Katrina decidió hablar seriamente sobre este asunto con su marido.

—¿Por qué no miras de encontrar alguna pequeña ocupación, Johan? Es imposible que podamos vivir hasta el verano con la mísera cantidad de patatas y de harina que tenemos. Si pudiera, iría a trabajar, pero no veo para qué podría servir yo ahora.

Johan bostezó y repuso:

—Precisamente Nordkvist quería que fuese a cortar leña. Pero no creo que valga la pena molestarse en trabajar en eso.

—¿Que no crees que valga la pena molestarse? —replicó Katrina con las mejillas encendidas—. Si no fuera por lo avanzado de mi estado, sería yo quien me ofreciese a Nordkvist para los trabajos de invierno. No creas que trabajar en el bosque sea para mí cosa nueva.

Johan se incorporó en el sofá y se echó a reír:

—Lo creo, Katri. Apostaría a que en el bosque dejas chico al mozo más pintado del lugar. ¡Qué diablo!, eres la mujer más fuerte de Torsö… y la más bonita —añadió con orgullo.

Katrina suspiró desalentada. ¿Es que nunca llegaría él a comprenderla?

Sin embargo, Johan se decidió finalmente a ir a trabajar al bosque para Nordkvist, y su mujer se sintió algo más aliviada. Pero no tardó en ver que el producto del trabajo que le llegaba a ella era poco menos que nulo. Había tantos hombres disponibles en invierno que las cantidades que se pagaban eran irrisorias. Y por la noche Johan llegaba con las ropas tan empapadas y destrozadas que no valía siquiera la pena remendarlas. Para que se secaran y estuvieran preparadas para el día siguiente era preciso encender un buen fuego en la chimenea durante casi toda la noche, y esto exigía gran cantidad de leña. Muchos días, Johan tenía que vestirse sus ropas todavía húmedas y frías, lo que le hizo pasar todo el invierno tosiendo y estornudando sin lograr quitarse su catarro de encima.

El marido de Beda, un hombre taciturno, envejecido prematuramente, que tenía diez años más que su mujer, había sido despedido aquel invierno por Svensson, valiéndose éste de fútiles motivos, después de haberlo tenido quince años a su servicio. A juicio de Beda, el verdadero motivo era que su marido empezaba a hacerse viejo, con lo cual no daba el rendimiento que deseaba Svensson. Como a causa de sus años no podía encontrar ninguna ocupación en la aldea, se fué a trabajar a la isla de Ekön en la granja de Ekvall. Todos los sábados por la noche, el viejo Andersson venía a reunirse con su mujer y sus hijos y pasaba los domingos con ellos.

Pero un sábado por la noche, a fines de marzo, Andersson no llegó, sin que Beda acertara a explicarse qué podía haberle ocurrido. Oyó decir a la gente de la aldea que el hielo ya empezaba a hacerse quebradizo e inseguro, y entonces se tranquilizó. Era evidente que Andersson, siendo como era hombre prudente, se habría quedado en Ekön para no exponerse a aquel peligro.

El miércoles de una de las semanas que siguieron, el hijo de Ekvall fué a la isla para comprar provisiones y de paso subió a hacer una visita a la barraca de Andersson. La presencia en la colina de un hombre con apariencia de señor produjo gran expectación en el vecindario. Ekvall era un mozo alto y flaco, de andar vacilante y descuidado como el de Johan. Para entrar por la puerta hubo de inclinar la cabeza.

—Buenos días —dijo.

—Buenos días. Entre usted y tome asiento —dijo Beda mientras limpiaba una silla con el delantal.

—No es necesario; me marcho en seguida. Sólo he venido a saber qué le ha ocurrido a Andersson que no ha aparecido por casa. ¡Vaya! Le pesará sin duda separarse de su mujercita, ¿verdad?

—¿Que no ha aparecido dice usted? —exclamó Beda perdiendo de súbito su timidez—. ¿Dónde estará entonces? Hace ya dos domingos que no ha venido tampoco a casa.

—Pero el domingo pasado supongo que estuvo aquí, ¿no? —preguntó a su vez el joven.

—No, tampoco estuvo aquí. Y esto me tenía muy inquieta; pero luego supe que el hielo se había puesto peligroso para venir por mar y supuse que se había quedado allí.

—Pues hace dos sábados que salió de Ekön como de costumbre, con los patines en la mano; y desde aquel día no hemos sabido más de él.

Beda se sentó sin fuerzas en una silla próxima a ella. Su rostro había adquirido un color ceniciento.

—¡Entonces es que ha muerto bajo el hielo! —gritó con voz tan aguda que asustó a los niños.

El joven Ekvall se frotaba el cogote, confuso.

—¡Mujer! No habrá estado tan de desgracia. No hay que pensar en lo peor. Es posible que se marchara con intención de ir a otro sitio.

—¿Adónde querría usted que fuese sino a su propia casa? ¡Ha muerto bajo el hielo, se lo digo yo! —le interrumpió Beda.

Y se retorcía las manos desesperada.

—El hielo es peligroso cuando hay corrientes; pero del sábado acá hemos tenido cuatro días de deshielo normal, y Andersson es un hombre prudente. No hay que perder tan pronto las esperanzas. Mandaremos gente en busca de él —dijo el joven; y se despidió.

Pero Andersson había desaparecido; y para todo el mundo era evidente que le había ocurrido alguna desgracia en el hielo primaveral. Esto constituía un golpe terrible para Beda, que se veía ahora sola para alimentar a todos aquellos pequeñuelos hambrientos. Cada vez que Katrina pensaba en ello, se decía que a veces la vida se muestra excesivamente cruel. Ella no podía hacer nada por Beda; todas las palabras le parecían hueras e inútiles. Comprendió, sin embargo, que su sola compañía proporcionaba gran consuelo a la infeliz, la cual, instintivamente, encontraba más piedad y comprensión en la actitud silenciosa y taciturna de Katrina que en las largas y preparadas frases de consuelo con que pretendían consolarla las mujeres de más elevada posición. Por ello Katrina cogía con frecuencia su labor y se iba a pasar el tiempo junto a su vecina.

Una tarde, mientras ella estaba sentada calladamente en una silla, cosiendo ropita para el niño, el capitán Svensson llegó allí cojeando y apoyándose en su bastón. Llevaba un cesto al brazo.

—Buenos días, Beda —chilló—. Dicen las Escrituras que visitar a las viudas y a los huérfanos es obra de caridad, y como yo no soy un incrédulo, a pesar de que pueda tener mis defectos, he pensado que era deber mío venir a ver cómo estabas. Aquí te traigo un poco de carne seca y un par de panes que te manda mi mujer.

Beda estaba de pie ante el capitán. Sus labios se movían, pero no lograba articular sonido alguno. De pronto, las palabras fluyeron de su boca como un torrente. No poseía ella la capacidad de contención de Katrina ni su fría serenidad: lloraba impetuosamente, y con gritos entrecortados por los sollozos empezó a apostrofar a su pretendido bienhechor.

—¡Debía usted haber pensado antes en los preceptos cristianos…, de este modo no hubieran habido huérfanos ni viuda antes de tiempo! ¡Ahora me viene usted con esos regalos! Arvid le ha dado a usted lo mejor de su vida por un mendrugo de pan, y, en pleno invierno, después de los duros trabajos del verano y del otoño, lo echa a la calle. De no haber sido por usted, él no se hubiera visto obligado a buscar trabajo lejos de su casa y a emprender aquellas largas caminatas por el hielo de primavera. ¡Y ahora me viene usted con preceptos cristianos! ¡Las doctrinas de Cristo no son para que las profanen hombres como usted!

—No esperaba la menor muestra de agradecimiento, porque hoy día la gente humilde ignora lo que es la gratitud, pero tampoco creía que pudiera ser recibido en esta forma. Por lo que toca a Andersson, soy yo, más que tú, quien sabe los motivos y razones que me han asistido. Desde hace cuatro o cinco años no ganaba siquiera lo que comía, y mucho menos el salario; pero me daba pena y seguía aguantándole. Si esto no es espíritu cristiano, no sé lo que es. ¿Dónde encontrarías otro propietario que se aviniera a mantener y pagar durante años a un trabajador que no le servía para nada? Pero cuando Andersson, a pesar de ello, empezó a insolentarse, se me hizo imposible soportarlo.

—¡Que no hacía el trabajo! ¡Que no servía para nada! Quizá no se moviera con la ligereza de un hombre joven; pero usted sabía de sobra que podía siempre contar con él para lo que fuese, de día y, si hacía falta, también de noche. Y era tan entendido en cuestión de caballos como hábil en manejar cualquier herramienta. Yo misma he oído decir al propio Ekvall que estaba muy contento de Arvid porque siempre había cumplido muy bien en todo lo que se le mandaba.

Y las palabras de la mujer quedaron ahogadas por sus sollozos.

Svensson volvió a tomar la palabra.

—Harías mucho mejor en no levantar tanto la voz, Beda. Y lo digo por tu bien. Sabes perfectamente a quién pertenece la tierra en donde vives. Como ya te he dicho, no dejo de ser cristiano; pero las cosas podrían llegar a tal extremo que acabara por perder la paciencia.

Beda intentó contestar; pero su boca se abría y cerraba inútilmente; vencida por la desesperación sólo acertaba a agitar las manos. Katrina, que presenciaba la escena sentada y con los labios apretados, vió que la pobre mujer había perdido el dominio de sí misma, y, levantándose con resolución, señaló con la mano hacia la puerta.

—¡Váyase usted, hipócrita! —le dijo en tono imperioso.

El hombre volvió la espalda y desapareció. Katrina cogió la cesta y se la arrojó al förstuga.

—Llévese esto: ¡devuélvaselo a la kaptenska! —Y cerró acto seguido la puerta y respiró profundamente.

Ayudada por Lydia desnudó a Beda, y la metieron en la cama. Luego le dió un poco de leche caliente, y cuando vió que estaba más calmada, recomendó a la muchacha que no dejara sola a su madre y se despidió.

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