Katrina

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KATRINA » Capítulo VIII

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Capítulo VIII

EL PRIMER HIJO

EL momento crítico de Katrina se aproximaba. Empezaba a pensar en cómo se las compondría para llamar a la comadrona y pidió a Beda que la aconsejara.

—La comadrona de la parroquia vive en Langnäs —le dijo su vecina—. Lo que debes hacer ahora es ponerte de acuerdo con algún propietario conocido para que, cuando llegue el momento, te preste un caballo.

—Johan —le dijo Katrina a su marido un día, al anochecer, mientras él, sentado junto al fuego, intentaba desmontar un viejo reloj—: la cosa no va a tardar ya mucho. Beda dice que deberíamos pedir un caballo a algún propietario para que tú puedas ir a buscar a la comadrona.

—Bueno. Caballos no nos faltarán. Nordkvist, Svensson, Larsson, Seffer: todos tienen caballos de sobra —contestó Johan distraído; y continuó manipulando el reloj.

Katrina contempló un rato a su marido sin decir palabra. Luego le dijo:

—Pero antes deberíamos hablarles, Johan.

—All right, como decía el inglés.

Pasaron dos o tres días, durante los cuales Katrina no dejó de meditar. «¿Por qué no me encargo yo de ese asunto como de todo lo demás? —se decía—. Por lo menos tendré la seguridad de que todo estará a punto.» Pero, sin saber por qué, experimentó un sentimiento de rebeldía. «No; no es cosa mía y no lo haré.» Aunque algo confusamente, pensaba que tenía ahora derecho a ciertas atenciones y complacencias, a pesar de que, sintiéndose fuerte y animosa, no las necesitara. Y siguió esperando: esperando verse cuando menos objeto de aquellas manifestaciones de ternura que toda mujer que se halla en tal estado anhela y necesita. Pero esperar que Johan lo ordenara y lo dispusiera todo para ella, era aguardar en vano.

Un día Katrina se sentó a su lado, le puso la mano sobre un hombro y le dijo en tono casi suplicante:

—Mírame, Johan. No pienses ahora en nada; escucha sólo lo que te digo. Ve hoy a la casa de Erka y pídele al abuelo que tenga un caballo preparado para que puedas utilizarlo en el momento que convenga. ¿Porqué no quieres hacerlo por mí? El hijo que ha de nacer es también hijo tuyo, Johan: ¿por qué no me ayudas un poco?

Aquella voz llena de sentimiento conmovió a Johan, que, guardando silencio, contempló con profundo respeto los ojos suplicantes de Katrina. Alargó la mano, y, mientras buscaba a tientas su gorra, dijo con una expresión de gravedad insólita en él:

—Bien, Katrina; voy ahora mismo. El abuelo está cavando en el campo de junto a la casa. Me voy allí.

Se dispuso a salir; pero al llegar a la puerta se volvió, y, con la mano en el pestillo, preguntó:

—Oye: ¿para cuándo le diré que tenga preparado el caballo?

—¡Johan, por Dios! —repuso ella con risa algo nerviosa—. Eso no puede calcularse exactamente. Basta con que le digas a Eriksson de qué se trata; él ya se hará cargo.

—All right.

—Johan.

Ninguna contestación.

—¡Johan!

—Hu… hum —contestó él con voz soñolienta desde debajo de las sábanas.

—Johan, despiértate. Ha llegado el momento de ir a buscar a la comadrona.

El hombre se incorporó de un salto, con el cabello en desorden, y miró en torno con ojos soñolientos y asustados.

—¡La comadrona!

Dejó la cama, y, a la débil luz que penetraba por la ventana, empezó a vestirse. Cogió los pantalones, que, rígidos todavía a causa de la capa de barro que los cubría, estaban colgados junto al fuego para secarse; pero con la prisa y el azoramiento que lo dominaban estuvo un rato sin poder meter las piernas en ellos. Resultaba tan grotesco verle preocupado en sus intentos, que Katrina, que le contemplaba callada desde el lecho, sintió cómo una ola de ternura brotaba de su interior. En aquel momento comprendió como nunca que entre ella y su marido existían lazos que, a pesar de sus enormes diferencias, les unían uno a otro mucho más estrechamente que a cualquier ser humano. Una luminosa sonrisa se iba difundiendo por sus facciones; y la expresión sobresaltada de Johan dejó lugar a una expresión de profunda alegría. Sin acordarse de la gorra, se precipitó a la puerta; Katrina oyó el ruido de sus pasos sobre las piedras. Pronto reinó de nuevo el silencio.

Johan bajó corriendo la colina. Dobló por el sendero que llevaba a la casa de Eriksson, dió la vuelta al edificio y fué a llamar a la ventana del dormitorio de al lado. Tuvo que llamar varias veces antes de que oyera señales de vida. Por fin vió que detrás de la ventana asomaba el hermoso rostro del «ama joven».

—¿Qué es eso? ¿No puede uno descansar en paz en su propia casa y a estas horas de la noche? ¿Qué pasa?

—¡La comadrona! —balbuceó Johan.

—¿Qué tenemos nosotros que ver con la comadrona?

—El abuelo me prometió que me prestaría un caballo.

—Pues es extraño. Erik no nos ha dicho una palabra del caballo. Se ha ido a Fasta Åland, y yo no puedo hacer nada en este asunto. Sea como sea, a quien debías haberte dirigido es a Nordkvist o a Svensson; ya que soléis trabajar con ellos, ellos son los que realmente deberían prestarte el caballo.

La mujer se retiró, y Johan se quedó perplejo y temblando de frío. Al cabo de un instante se marchó corriendo; atravesó rápidamente el jardín, saltó la empalizada de la casa de Nordkvist y fué a llamar presurosamente a la ventana de la cocina. Una de las sirvientas abrió la puerta.

—¡Ah! ¿Eres tú, Johan? ¿Qué quieres? —le preguntó.

—¿Po… podría llevarme un caballo?… ¡La comadrona! —balbuceó.

—¡Jesús! Espera un momento.

La muchacha se retiró. Al cabo de unos minutos volvió a salir. Johan la recibió con una mirada inquieta e interrogativa.

—El capitán dice que debías habérselo dicho antes, y que sus caballos son demasiado briosos para el que no está acostumbrado a montar. Esto es lo que dice.

Johan temblaba.

—¿No encontraré a nadie que quiera prestarme un caballo?

—¡Ya lo oyes! ¡Es una vergüenza! Puedes probar en casa de Svensson.

Johan se puso de nuevo en marcha. Atravesó la plaza y tomó el camino que descendía hacia la morada de Svensson. El propio capitán acudió a la llamada. Y a las plañideras súplicas de Johan, repuso en tono compasivo:

—¡Cuánto lo siento! Pero te digo la verdad: ni el diablo en persona se atrevería a mandar un caballo o una carreta por aquel maldito camino de Langnäs en esta época del año. Y además, ¿por qué no vas a Nordkvist? ¿No estás cortando leña para él?

Johan parecía haber perdido el uso de la palabra. De pronto se acordó de Seffer, y partió de nuevo corriendo.

—¡Dios mío, Dios mío! —exclamaba, sintiéndose un nudo en la garganta, y a punto de llorar, mientras corría, a través de un campo arado, hacia la casa que se encontraba en la parte opuesta. El agua de la nieve derretida se había deslizado a los surcos, y cada vez que sus pies se hundían en el fango, la delgada capa de hielo que se había formado durante la noche se rompía crujiendo. Saltó la empalizada y entró en el cercado de los Seffer. Llamó inútilmente a dos ventanas; entonces se dirigió a la puerta y golpeó con fuerza.

Por fin salió el propio abuelo Seffer. Daba lástima ver al viejo con sus pantalones sucios y llenos de remiendos en ambas rodillas; su barba hirsuta colgaba desordenadamente y se le veían correr los piojos por el cuello y el pecho.

—¿Quién llama? —preguntó.

—Soy yo, Johan de Klinten —suspiró Johan casi llorando.

—¿Ah, eres tú? ¿Qué ocurre?

—¿Podría prestarme un caballo para ir a buscar a la comadrona?

—¡Ah! Conque así estamos, ¿eh? Claro que sí, claro que sí, como decía Eva. Entra, hijo mío. Ahora te daré el caballo; deja que me ponga un poco de ropa.

Johan siguió al viejo al interior de la casa. El hombre entró en el dormitorio y entonces apareció su mujer. Ésta avanzó arrastrando sus pies calzados con unos viejos zapatos destaconados; vestía una saya gris tejida en casa y adornada con un volante rojo. Unas lacias greñas de cabello gris le colgaban por los hombros.

—Tenemos pan fresco de ayer y ahora he puesto la cafetera al fuego. Anda, ven; todavía estará caliente. Come un bocado mientras esperas —le dijo.

Johan tomó la taza y sorbió el café sin sentarse siquiera.

—Gracias —dijo.

La anciana se colocó cerca de la estufa, con las manos cruzadas sobre el vientre y se puso a hablar en dulce tono maternal:

—Conque a la pobre Katrina le ha llegado el momento… ¡Oh! Es éste un trance un poco doloroso; en fin, luego la alegría es tanto mayor. Pero ¿cómo quieres llegarte hasta Langnäs con el tiempo que hace, hijo mío? Es ya difícil caminar por la tierra… ¡qué no será por el hielo!

El joven Kalle Seffer asomó la cabeza desde su camastro, que colgaba en un rincón.

—¿Qué hay? ¿Ha ocurrido algo?

—Tu padre está arreglando un caballo para Johan, que ha de ir a buscar a la comadrona.

—Padre, vuélvete a la cama. Y tú, Johan, vete con tu mujer. Iré yo a buscar a la comadrona.

Saltó de su camastro y en menos de dos minutos estaba ya vestido. Su madre le trajo las botas, relucientes de grasa, que estaban junto a la chimenea, y él se las calzó al instante.

—Muy bien hecho, Kalle; tú eres más práctico en caballos —le dijo la madre.

Johan parecía un muchacho que anduviera perdido en un bosque y que de pronto se encontrara a unos hombres bondadosos que le mimaran y le cuidaran. Cuando se iba camino de su casa, vió a Kalle que tomaba el camino del sur espoleando a su caballo.

Encontró a Katrina echada en la cama y esperando.

—¿Ya estás de vuelta?… Pero Johan, ¿y la comadrona?

—Kalle Seffer ha ido por ella.

—¿Seffer?

—Sí.

Johan se sentó junto al fuego y empezó a atizar las ascuas. Estaba cansado, abatido; de vez en cuando dirigía una mirada tímida y furtiva a su mujer. Katrina se compadecía de él, y cuando los dolores la dejaban descansar le miraba, envuelto en la penumbra.

—Pon el café al fuego, Johan, y procura comer alguna cosa —le dijo ella.

De madrugada llegó Seffer con la comadrona. Un par de horas más tarde el niño, un bebé hermosísimo, había venido al mundo. Beda, que al ver llegar a la comadrona se dió cuenta de lo que ocurría, había acudido presurosa y prestó toda la ayuda necesaria. Ella fué la que se llevó a Johan al llegar el momento crítico. Cuando todo hubo terminado, volvió a salir en busca de él. Le encontró detrás de la casa, sentado en una piedra y con la cabeza baja; le llamó, y con una sonrisa maliciosa le dijo:

—Ya puedes entrar, papá; pero procura poner una cara más alegre, no sea que el rorro vaya a avergonzarse de su padre.

Johan la siguió a la casa; pero iba tras ella como un niño que teme que se le riña. Al llegar al förstuga se detuvo, asomó la cabeza a la habitación y miró con recelo.

—¡Entra, hombre, entra! ¡Nadie te va a morder! —le dijo Beda.

Con la gorra en la mano avanzó por fin hasta la cama. Katrina le acogió con una sonrisa cariñosa y le mostró a su hijito; y entonces una sonrisa de confusión se extendió por todo el rostro del padre. Pero estuvo todo el día tan silencioso que Katrina no dejaba de mirarle con extrañeza. Tampoco ella tenía ganas de decir nada; yacía tranquila en el lecho, feliz de estrechar contra su pecho a su hijito.

Por la tarde se despidieron la comadrona y Beda; los dos esposos se quedaron solos. Un sol primaveral que inundaba toda la montaña, penetraba por las bajas ventanas, iluminando y calentando la casita. Johan estaba sentado al lado de la estufa; Katrina, echada en la cama. De vez en cuando sus ojos se encontraban, pero no cambiaban una sola palabra. Parecía como si ni uno ni otro quisiesen turbar la gran dicha que inundaba sus espíritus.

En los días sucesivos Beda acudió con frecuencia por si hacía falta para algo. Johan se había encargado de la comida. Katrina notó con gran sorpresa que él se las componía admirablemente con las pocas cosas que tenía a mano. Un día, en que estaba comiendo incorporada en la cama, le miró por encima del tazón de sopa y le dijo sonriendo:

—Eres un gran cocinero, Johan.

Ante aquel elogio los ojos de Johan se iluminaron de felicidad.

—Claro. No me ha faltado tiempo para aprender. Empecé mi carrera de marinero como pinche de cocina. Y mientras estaba aquí, en invierno, yo mismo me guisaba la comida.

Katrina notó que una fugaz sombra de melancolía alteraba la expresión de su rostro y se sintió invadida de un profundo sentimiento de piedad. Ella, por lo menos, había pasado una adolescencia feliz y despreocupada; pero él había vivido siempre aquí, en la triste soledad de la miseria.

—Johan —le dijo ella—; cuéntame algo de tu madre. No sé absolutamente nada de ella.

Él evadía la respuesta.

—¡Oh!…, no te puedo contar mucho de ella… Mira, mira: el gato de Beda ha cogido un ratón…

—Cuéntame, Johan.

—Queda ya poco hielo del invierno. Este año nos haremos pronto a la mar.

—¿Era casada, Johan?

—No… ¡Bah!… No vale la pena hablar de eso… Fíjate qué puños tiene este chiquillo. Si sigue así será el mozo más fuerte de toda la parroquia.

—¿Vivía aquí? ¿Iba también a trabajar como nosotros?

—Sí. También trabajaba. Trabajaba en Ekön.

—¿En casa del capitán Ekvall?

—Sí. Esto era antes de nacer yo.

—¿Y vivía aquí?

—Sí.

—¿Y después?

—Después, murió.

—¿Cuántos años tenías tú?

—No me acuerdo…, ocho o nueve.

—Y entonces ¿qué hiciste?

—Fui a trabajar a casa de Nordkvist.

—¿A los ocho o nueve años?

—Sí. Decía que quería enseñarme la agricultura.

—¿Y estabas con los demás trabajadores en aquella bodega tan obscura?

—No. Venía a dormir aquí.

—¿Aquí? ¿Sólo? ¿Tan pequeño?

—Sí. Como la casa estaba vacía y en el cuarto de los trabajadores no quedaba sitio, el capitán me dijo que era preferible que durmiera aquí.

—Siendo así que en su casa, con lo inmensa que es, sobraban habitaciones… ¿Y quién cuidaba de ti entonces?

—¿Quién cuidaba de mí?

—¡Claro! Un chiquillo de nueve años no puede cuidarse solo.

—¡Pues me cuidaba, y all right! Pero, ¡diablo, qué miedo cuando los ratones armaban aquel ruido!

Un profundo suspiro levantó el seno de Katrina y algunas gruesas lágrimas se deslizaron por sus mejillas y cayeron sobre las sábanas. Johan la miró estupefacto. Ella dirigió la mirada al niño dormido y prosiguió con apasionada ternura.

—¡Figúrate! Si yo muriese y murieses también tú cuando nuestro hijo tuviese ocho o nueve años… y fuera a caer en manos de Nordkvist o de otro cualquiera, y se viese obligado a dormir aquí, solito, las largas noches de invierno, escuchando los aullidos de las zorras, sin un alma caritativa que lo atendiese…

—Es de esperar que…

—¡Esperar! Seguramente tu madre vivía también esperando; y, ¿qué le ocurrió? ¡No! Somos nosotros los padres que trabajamos y nos sacrificamos…, somos nosotros los que hemos de procurar que el mundo sea organizado de otra manera y que no haya miserables sin conciencia que traten a los niños así. ¿No has pensado nunca en eso?

—No…, no se me ha ocurrido.

—Pues a mí, sí.

Cogió al niño, que se había despertado y, dándole el pecho, añadió con voz y mirada amenazadoras:

—¡Que vayan con cuidado!

Johan no encontró nada que contestar. Sin abrir la boca se encasquetó la gorra y se fué.

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