Katrina

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KATRINA » Capítulo IX

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Capítulo IX

LA VUELTA AL TRABAJO

EL primer día que Katrina dejó la cama después del parto, Nordkvist se presentó en su casa.

—¡Hola, hola, muchacha! —exclamó—. Veo que ya estás otra vez como si tal cosa. Lo celebro. Desearía que fueras a ayudar a las chicas a preparar la galleta para los barcos. Podrías ir hoy mismo…

Katrina se mostró indecisa.

—Pero…, no sé…, quizá no sea prudente que empiece tan pronto… Además, tengo al pequeño…

El capitán dejó escapar su sonora risa.

—En lo que a ti se refiere no hay peligro, Katrina. Con lo fuerte y sana que eres… Back-Elsa [8] compareció ya para espigar a los tres días de haber parido al niño. Puedes dejar el crío a alguna vecina; los pequeños de Beda te lo cuidarán.

Katrina fué a trabajar. Envolvió bien al niño con pañuelos y chales y lo llevó a casa de Beda, cuyos hijos más crecidos tenían ya su práctica a fuerza de cuidar hermanitos. Por fortuna, Einar —nombre que Katrina había puesto a su hijo— era una criatura sana y de buen natural, que se pasaba durmiendo la mayor parte del día. El problema de su nutrición no ofrecía todavía dificultad ninguna, porque se alimentaba únicamente de la leche materna.

Johan había ya empezado los trabajos de a bordo en Batviken. La pequeña flota que había permanecido anclada durante el invierno, debía quedar lista para hacerse a la mar. Cada día llegaban nuevos marineros de otros lugares, y la isla parecía ir cobrando nueva vida. Acudían viejos y expertos lobos de mar del archipiélago de Abo, y también muchachos de Österbotten que venían a embarcarse por primera vez: ratas de tierra firme que no sabían siquiera lo que era la alta mar, y que nunca habían puesto el pie en un bote antes de que el vaporcito que efectuaba el tráfico del archipiélago los llevara a las escarpadas Åland, donde esperaban poder zarpar en busca de las ansiadas y maravillosas aventuras. Como siempre, la tienda era el punto de reunión de los hombres, para las charlas como para las compras. Allí podía ver Katrina a muchos mozalbetes forasteros, los cuales iban tan pobremente vestidos que despertaban sus sentimientos maternales. Algunos de ellos hablaban finés[9], y por medio de signos y alguna que otra palabra sueca se esforzaban en hacerse entender. También a veces halagaba sus oídos un dialecto de sobra conocido para ella y que paralizaba por un momento su corazón: en parte, por la alegría de oír el dulce lenguaje de su tierra, y, en parte también, por el temor de que algún hijo de su lugar natal la reconociera y la viera en el deplorable estado en que ahora se encontraba.

La llegada de los marinos forasteros producía una agradable variación en la vida de las muchachas de la aldea. En las veladas de primavera abundaban los bailes, al aire libre y a cubierto; sones de acordeones y violines flotaban en la atmósfera.

Bod-Janne,[10] el dependiente de la tienda de Nordkvist, trabajaba día y noche, mandando provisiones y otros efectos a las embarcaciones. Reses acabadas de sacrificar, goteantes todavía de tibia sangre, eran mandadas a la tienda para ser pesadas y trasladadas inmediatamente a Batviken. Grandes pedazos de tocino, bolsas de guisantes secos y sacos de patatas descendían también al puerto. Y el mismo camino seguían las partidas de galletas que las mujeres habían elaborado durante semanas enteras. Así, el capitán Nordkvist obtenía un doble beneficio con los navíos de los cuales figuraba como copropietario.

Pero poco a poco fué cesando aquel trajín. Una tras otra, las naves levaban anclas y, con las velas desplegadas, salían de la bahía. Y otra vez los mozos del lugar se iban dispersando y quedaban desiertas las salas de baile.

A principios de mayo, Johan volvió a partir. Katrina, con el niño en brazos, estuvo asomada a la ventana mirando, hasta perderlo de vista, a su marido, que a grandes zancadas se alejaba sendero abajo con el saco al hombro. Esta vez sintió su partida mucho más de lo que hubiera creído.

Los primeros días, sin las alegres canciones marineras y el continuo silbar de Johan, la casa había quedado tan silenciosa, que el tic-tac del viejo reloj resonaba como el golpear de un martillo. Cuando el pequeñín se ponía a lloriquear, Katrina sentía casi alegría.

La primavera y el verano transcurrieron para ella en continua actividad por campos y prados. Como el año anterior, Katrina iba a trabajar ya para uno ya para otro propietario por las escasas provisiones que aquellos acostumbraban dar. Durante el verano, cuando el aire se hizo más cálido y el niño estaba un poco más crecido, Katrina se lo llevaba al campo siempre que podía. Ver a los hijos de Beda, obligados a cuidar de sus hermanitos menores y sin poder nunca ir a jugar como los demás niños de su edad, le daba pena. La miseria, con la risa sarcástica de un espectro, la acogía cada vez que cruzaba la puerta de aquella morada. Los chiquillos eran flacos, con grandes ojos hundidos, y atormentados continuamente por un apetito voraz de animales salvajes. Beda tenía el aspecto de un verdadero esqueleto. Había empezado a caminar con la espalda inclinada y tosía continuamente. La mayor de las niñas se veía ya obligada a abandonar la casa y a ocupar un lugar en los campos.

Al principio del verano, Katrina, por medio del capitán del Frida, recibió por dos veces unos pocos marcos que le mandaba Johan. Después no le llegaron ya más noticias de él. Pero aquel verano estuvo mejor informada que el anterior acerca de las rutas que seguía, y escuchó con gran interés las precisiones que le daba el capitán Nordkvist sobre la situación del buque.

Por lo demás, todos sus pensamientos se concentraban en el niño. A menudo, la satisfacción de tenerlo y de verlo crecer y prosperar, le hacía olvidar todas las amarguras, y le parecía que, mientras pudiera trabajar para él, el trabajo no había de pesarle nunca. Pero, en cambio, otras veces sentía que un temor le roía las entrañas, y cuanto más pensaba en su hijo, más crecía su inquietud. Porque no se le ocultaba que a medida que fuera haciéndose hombre, mayores serían sus necesidades y con mayor saña hundiría la miseria las garras en sus carnes.

 

Un hermoso día de otoño, Katrina fué a Käringskär a cortar ramas con la gente de Nordkvist. Empezaron por cortar las de los frondosos alisos que poblaban la parte de la isla más próxima a la aldea; de allí se trasladaron a la parte opuesta, donde crecían espesos sotos de chopos y sauces. El trabajo avanzaba alegremente. Los hombres se subían a los árboles para cortar las ramas grandes, y el ruido de las hachas resonaba por todo el bosque. De vez en cuando, asomaban sus caras robustas y sudorosas por entre el follaje para lanzar algún requiebro a las muchachas, que debajo cortaban los brotes de las ramas grandes, mientras otros los liaban en haces. En el aire fresco de otoño, de una limpieza cristalina, flotaba el acre olor de las ramas cortadas. A lo lejos, por entre los árboles, el mar centelleaba bajo el sol, con reflejos blancos y azules.

Hacia el mediodía, Katrina y una de las muchachas fueron a dar un paseo a lo largo de la playa. Contemplaron las piedrecitas multicolores y admirablemente pulidas que el oleaje hacía rodar continuamente por la orilla, y recogieron algunas para utilizarlas como adorno en los peldaños de la escalera y en la estufa. De pronto, la muchacha se irguió, indicando con el dedo un objeto blanco que se veía a lo lejos.

—¿Qué será? —dijo.

Las dos se aproximaron, pero al acercarse vieron que el objeto quedaba oculto por el saliente de una roca. Se subieron a ella, y permanecieron inmóviles, mudas de estupor: allí delante, sobre los guijarros de la playa, blanqueaba al sol un esqueleto humano.

—¡Dios santo! —exclamó la muchacha.

—Un esqueleto humano —murmuró Katrina.

—Será de alguien que se habrá ahogado —añadió la otra.

—Vamos a decírselo a los otros —dijo Katrina; y volvieron a internarse en la isla. La muchacha más joven, aterrada, miraba continuamente hacia atrás, y al menor ruido se asía estremecida al brazo de Katrina.

Cuando lo hubieron referido a los demás, toda la brigada de trabajadores se trasladó a la playa. Las exclamaciones de sorpresa se sucedían sin cesar.

—¡Un esqueleto humano!

—¡Oh! ¡Qué horror!

—¿Quién será?

—Le han quedado aún restos de zapatos.

Uno de los hombres examinó detenidamente el esqueleto y se arriesgó incluso a moverle una pierna y a examinarle los restos de un par de zapatos que colgaban todavía al extremo de los descarnados miembros.

—Conozco estos zapatos. Son los de Arvid Andersson. Los recuerdo muy bien. La última vez que le vi se quejaba de haber perdido la punta de hierro de un zapato; entonces tuve ocasión de verlos bien. Fijaos. Esta punta ha sido recompuesta.

—Es verdad. Se habrá ahogado en el fjord de Torsö.

—¡Qué le vamos a hacer! ¡Así es la vida!

—¿Qué dirá Beda?

—Mejor sería que no lo viese.

—Sí. Mejor que no lo vea.

 

Un velo negro parecía haberse extendido de repente sobre el día. Algo grave y siniestro, la tragedia de una vida humana, gravitaba sobre aquellas gentes; enmudecía sus voces y apagaba las risas. Ahora el trabajo proseguía en el mayor silencio.

Uno de los hombres cogió un bote y se marchó antes que los otros. Dió cuenta del hallazgo al capitán Nordkvist y se fué luego a comunicar el descubrimiento a Beda. Cumplido esto, fué a buscar una caja de embalaje a la tienda y regresó al islote.

El blanco esqueleto fué depositado amorosamente en el fondo de la caja y cubierto con abundantes ramas de pino. Luego se le colocó en la proa de la barca. Durante la travesía por mar de la isla a Batviken, un alto y silencioso espectro pareció acompañar a los trabajadores paralizando todos los pensamientos.

Beda no disponía de medios para una velada fúnebre. La caja fué llevada a pie al camposanto, donde el párroco entonó el responso de ritual: no se creyó necesario celebrar un funeral completo para una persona muerta hacía tanto tiempo. Pero la pobre mujer tenía ahora al menos una tumba sobre la cual esparcer flores silvestres y llorar el recuerdo de su perdido compañero de fatigas.

 

Así pasó lo que quedaba de verano y también pasó el otoño. Pronto las embarcaciones volvieron a entrar en puerto, en Batviken, donde se echaron las anclas y se recogieron las velas. No tardaron en volver los días de fiesta hasta para las casas de los marineros más pobres, a las que padres e hijos habían vuelto sanos y salvos de las peligrosas tempestades invernales, y en las que recibían excelente acogida las pagas con tanta fatiga ganadas. Los capitanes, de regreso, ofrecían fiestas con cierta magnificencia a los armadores y a sus esposas, con ocasión del reparto de los derechos de cabotaje veraniegos.

También volvió Johan, badulaque e infantil como siempre. Había ahorrado algunos marcos de la paga de la temporada estival y se los entregó espontáneamente a Katrina. Pero después adquirió la costumbre de acercársele a pedirle en tono muy humilde unos peniques para «comprar caramelos para el chiquitín.» Katrina le daba un par de peniques cada vez. Sabía muy bien que los caramelos se habrían desvanecido antes de llegar a casa, y, en su indulgencia, pensaba que Johan hubiera podido ahorrarse aquellas pequeñas mentiras. Estaba ella muy lejos de querer negarle placeres tan inocentes como aquéllos, porque pensaba que al fin y al cabo le salían más a cuenta que si él hubiese tenido que comprarse tabaco.

Katrina, Johan y el pequeño celebraron juntos las Navidades en su pequeño hogar. El maravilloso cambio que la presencia de un hijo, aunque sólo tenga unos meses, opera en una casa, esparcía su luz esplendorosa en Klinten: para Johan fué la fiesta que con mayor alegría había celebrado en su vida. Y Katrina, aquel año, sentía menos añoranza de Österbotten y de los inolvidables días de fiesta de su infancia.

Ya al tercer día de transcurrida la Navidad empezaron a llover los invitados de la aldea. Hubo una serie de veladas en las que se ofrecía café en todos los hogares, desde la casita roja de un pescador de las riberas de Batviken hasta la más miserable barraca de trabajador edificada en los peñascos de la parte alta de la aldea. A cada hogar le llegaba el turno de ofrecer a todos los vecinos una taza de café acompañada de un pan de trigo y bizcochos. Era en verdad hermoso vestirse las ropas de los días de fiesta, un día y otro, en cuanto asomaban las sombras de la noche, y correr a reunirse en alguna caliente cocina en donde fulguraban las luces del árbol de Navidad, se respiraba el delicioso aroma del café que humeaba en las grandes y relucientes tazas en que se sumergían los bizcochos, y se escuchaban, mientras tanto, las nuevas aventuras que los marineros habían corrido en el pasado y ya lejano verano.

Al mediar la primavera, Johan volvió a hacerse a la mar en el Frida, y el tercer verano que Katrina pasaba en Åland transcurrió aproximadamente como los anteriores. Su hijito, que crecía fuerte y robusto, empezaba ya a caminar, y ella se lo llevaba consigo a los lugares de trabajo. Así llegó el otoño.

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