Katrina

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KATRINA » Capítulo XII

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Capítulo XII

ELVIRA Y SU PRETENDIENTE

DURANTE el invierno siguiente, Elvira Eriksdotter asistió a la casa parroquial a fin de prepararse para la confirmación, que debía recibir en primavera. El domingo en que Elvira recibió la confirmación, Katrina asistió a la ceremonia. Mor Eriksson la había invitado al banco de su propiedad, y así pudo presenciar los actos desde una de las primeras filas de la iglesia.

La pequeña Elvira desaparecía casi bajo su largo vestido obscuro y su velo de seda negra. Cuando avanzó —como la más joven de todas— a la cabeza del grupo de niñas, pareció que a cada paso hubiese de tropezar con la falda de su vestido, que llevaba arrastrando. Pero su naricilla se mantenía firme y asomaba impertinente bajo el velo.

Frente al altar, su vocecita se elevaba tan clara y segura que las viejas feligresas juntaban las manos, y, suspirando, decían: «La niña de Erka, cuando lee la Biblia, parece un riachuelo corriendo entre los árboles».

Al poco tiempo de haber recibido Elvira la confirmación, Víctor Blom, que hacía ya tiempo que la rondaba de tapadillo, se puso a cortejarla con súbita impetuosidad. Katrina se preguntaba cómo iba a acoger su amiguita aquellos requerimientos. No tardó en advertir que Elvira, por lo general, acogía a Blom con risas, como si se tratara de un juego infantil: pero cuando sus asiduidades llegaban a cansarla, entonces ella sabía demostrarle que no tenía pelos en la lengua. Pero alguna que otra vez, y especialmente cuando alguno del pueblo aludía a la situación, la muchacha parecía sentirse lisonjeada por la admiración que había sabido despertar en un hombre de más edad que ella.

Al llegar los calores del verano, las sirvientas de los Eriksson fueron a dormir a la cuadra; allí se estaba más a obscuras y el lugar era más fresco; y Elvira se fué a dormir con ellas. Que los mozos de la parroquia fueran a visitar a sus novias en los dormitorios de verano, era cosa corriente; pero cuando, una hermosa noche, Víctor Blom pretendió entrar en la cuadra de Eriksson, la cosa cambió de aspecto. Cautelosamente, se deslizó por la verja con los zapatos en la mano, para evitar que el ruido de sus pasos sobre la arena despertara a la familia en sus dormitorios. Pero el concepto de la responsabilidad que tenía la madre por lo que hacía referencia a su hija era tal, que siempre dormía con un ojo abierto. Apenas Blom acababa de llamar suavemente a la pared de la cuadra, cuando oyó que se abría la puerta de la casa y que Mor decía en tono severo:

—Ya me figuraba que debías de ser tú, Víctor Blom; pero te ruego que dejes de tomarte esas libertades.

—Pe… pe… ro… es que… —balbuceó el muchacho temblándole las piernas de espanto.

—¿No te da vergüenza? ¡Con una chiquilla que apenas ha abierto los ojos!… ¡Un grandullón como tú!

La puerta de la cuadra se abrió y las sirvientas asomaron la cabeza para enterarse de la causa de aquellas voces. Elvira, que estaba arriba, en el desván, abrió el postigo del tragaluz y, curiosa, sacó la cabecita. Cuando vió a su madre y a Blom comprendió en seguida lo ocurrido, y el rostro se le iluminó de alegría.

—¡Dios santo! —exclamó riendo—. ¡Blom quería venir a mi cama!

—¡Una cosa como ésta es pecado mortal…, no es para risa!— dijo su madre riñéndola—. Desde mañana dormirás en casa, con nosotras. ¡No lo olvides!

Víctor Blom escapó como un perro al que acaban de echar un cubo de agua, perseguido por las burlonas carcajadas de las sirvientas.

Pasados algunos días, y como Blom persistiera en su idea, la madre tomó otra determinación. Mandó a su hija algunas semanas afuera. El hermano de Eriksson, establecido en las islas exteriores, era propietario de una goleta; y cuando la embarcación recaló en Batviken para cargar provisiones antes de salir para Suecia, Mor decidió mandar a la muchacha a bordo para que hiciera un viajecito por el mar de Åland.

Elvira subió a Klinten, y entró excitada en la casita gritando:

—¡Katrina! ¡Katrina! ¡Me voy a Estocolmo! Tío dice que es una ciudad grande y muy bonita… Dice que veré muchas cosas… Quizá también vea al Rey… ¡Quién sabe!… Compraré alguna cosa para los niños. ¡Oh, qué contenta estoy!

Pero, de pronto, se le obscureció el semblante y añadió:

—Debo llevarme una vaca: la vieja «Krona» ¿sabes?, que ya no sirve para la cría. Mamá dice que debo llevármela y venderla. Comprenderás que no es nada divertido ir por las calles de Estocolmo con una vaca que se cae de vieja; pero ¿qué voy a hacer?

De pronto, soltó una carcajada:

—¡Ja, ja! Todo esto tengo que agradecérselo a Blom…

Y así fué como Elvira se embarcó, seguida de la vaca, para emprender el primero y más largo viaje que hubiese efectuado en su vida más allá de Torsö.

Cuando volvió, tres semanas más tarde, llevaba el dinero de la vaca atado cuidadosamente en su pañuelo de bolsillo y se lo entregó a su severa madre. Había traído un juguete para cada uno de los hijos mayores de Katrina y también un terroncito de azúcar cande. A Katrina le regaló un hermoso broche que ella envolvió en papel de seda y guardó en un cajón de la cómoda para lucirlo únicamente en ocasiones de verdadera solemnidad.

Pero si Mor Eriksson se había imaginado que la ausencia de Elvira enfriaría los ardores de Víctor, se había equivocado. En cuanto la muchacha hubo regresado, emprendió él nuevos intentos de aproximación. Y así siguieron las cosas año tras año: Elvira jugaba con el cándido galán como el gato con la rata. Nadie llegaba a comprender si daba alientos a su adorador o sólo deseaba divertirse a costa de él.

En realidad, los padres de Elvira nada tenían que oponer a la unión de los dos jóvenes. Víctor Blom era un terrateniente acomodado, y esto era lo principal. Pero hubieran querido ver a su hija más sentada y en edad más propia, antes de tratar de casamiento. A fin de poner coto una vez más a aquel inoportuno cortejo, Mor Eriksson resolvió hacer una cosa que en el fondo no dejaba de dolerle. Mandó a Elvira a Abo para que estuviera allí un año en casa de una señora conocida. Como buena ama de casa, Mor Eriksson veía siempre, ante todo, el aspecto práctico de las cosas, y, en consecuencia, dispuso que durante este tiempo trabajara en casa de un sastre y aprendiera a confeccionar trajes de hombre.

Elvira tenía diecinueve años cuando, al principiar la primavera, dejó el hogar paterno; y volvió para la Pascua del año siguiente. Katrina había sentido mucho la ausencia de su amiguita. Había recibido de ella muchas y largas cartas, que guardaba como un tesoro inapreciable. Los temores que había abrigado de que la muchacha cambiara con su permanencia en la ciudad, resultaron infundados: la anciana señora de Abo le tuvo puesto el freno, y al volver de nuevo a su casa seguía siendo la misma. Pero el solo hecho de haber vivido un año entero en Abo ya era de por sí una aventura excepcional, y, aparte de esto, Elvira se había convertido en una experta oficiala que confeccionaba ropa para hombre casi con la misma habilidad con que pudiera hacerlo el mejor sastre. No era, pues, de extrañar que la hija mayor de Erka levantara más que nunca la cabeza.

Ninguna razón había para que Víctor Blom no volviera de nuevo al ataque. Necesitaba él llevar una buena ama a su casa, y la permanencia de Elvira en Abo no había disminuido en lo más mínimo las cualidades que a este respecto poseía, sino al contrario. Por lo demás, ahora Mor Eriksson no sólo no negaba ya su consentimiento, sino que apoyaba satisfecha aquella unión. Elvira estaba ya en edad de tener marido, sino que ahora era ella la que se mostraba indecisa, pareciendo que su ardiente adorador le inspirara cada vez dudas más vivas. Un día, sin más ni más, le dijo a Katrina:

—Víctor Blom continúa testarudo en que nos hemos de casar; pero yo no sé… No es muy guapo que digamos; pero es propietario, y casándome con él no tendría que marcharme de aquí. La verdad es que no hay tantos propietarios como para que una pueda elegir; y los hijos de los capitanes suelen casarse preferentemente con hijas de capitanes.

—Realmente, es así —murmuró Katrina por toda respuesta.

Aquellas palabras frías y calculadoras de la muchacha no le habían causado buena impresión. Siempre le había disgustado la idea de que Blom pudiera casarse con su amiguita. Pero Elvira, se decía, no dejaba de ser inteligente y cauta. Ella, Katrina, se había casado dejándose llevar por sus ilusiones y sus infantiles ensueños: y ¿cuál había sido el resultado? ¡No!: Elvira, seguramente, no cometería el mismo error.

En verano, la sirvienta de los Eriksson se lastimó una mano, y Katrina tuvo que ir todos los días a ordeñar. Una mañana, cuando Katrina y Elvira habían terminado aquel trabajo y se disponían a volver de Söderöjen a casa, les ocurrió un hecho de cierta importancia.

Las dos mujeres transportaban el pesado cubo de madera colgado de un palo, uno de cuyos extremos llevaba cada una sobre el hombro; pero como la tapa no ajustaba bien, la leche se derramaba. Dejaron la carga junto a la empalizada, y Katrina retrocedió al bosque para cortar unas ramas, colocarlas sobre la leche y evitar así que se vertiera. Mientras estaba entre los arbustos, vió, con disgusto, que Elvira hacía esfuerzos para pasar sola el cubo a la otra parte de la empalizada.

«Estoy viendo que se torcerá la muñeca —se decía Katrina—. ¡Esa chiquilla quiere siempre llegar adonde no llegan los demás!…»

En aquel momento, tres hombres pasaban por la calzada. Uno de ellos avanzó de improviso hacia la valla, diciendo:

—Voy a ayudar a esta chica a pasar el cubo de la leche.

Tenía una voz clara e imperiosa y hablaba con marcado acento finlandés. Antes de que sus compañeros tuvieran tiempo de volverse, el que había hablado saltó la empalizada con la agilidad de una ardilla. Cogió el cubo de las manos de Elvira y lo dejó en la parte opuesta de la valla; y, sin encomendarse a Dios ni al diablo, agarró a la muchacha por la cintura y, como si fuera una pluma, la levantó y la dejó al otro lado. Elvira se quedó boquiabierta, mirando con ojos asombrados, y con sus blancas mejillas cubiertas de rubor.

¿Qué había ocurrido? ¿La había envuelto acaso un torbellino arrebatándola del suelo?

Katrina llegó, quitó la tapa del cubo y extendió unas fragantes ramitas sobre la espuma de la leche. Pero cuando las dos mujeres iban a levantar el palo para colocárselo al hombro, el forastero avanzó de nuevo hacia ellas y dijo en tono decidido:

—¡Déjenme el cubo a mí!

Y, cargando con él, echó a andar hasta que lo dejó al pie de la verja de los Eriksson.

A Katrina no le pasó inadvertida la impresión que el hecho había causado en su amiguita. Parecía haber perdido de pronto la palabra y no cesaba de lanzar miradas furtivas al caballeroso forastero. Por su aspecto parecía éste un marinero, y por su hablar no cabía duda que era finlandés. Alto, bien proporcionado, aparecía en la flor de la juventud. Su cuerpo rebosaba salud y energía, salud y energía que parecían emanar de su abundante y encrespado cabello negro, de sus ojos vivos de un azul acerado, de su nariz recta, y de sus labios rojos bajo el pequeño bigote negro; que brillaban en sus dientes blancos y en su tez fresca y bronceada, y se ponían de manifiesto en cada sacudida de sus hombros, en cada movimiento de sus piernas y brazos. Habríase dicho que tanta fuerza no podía mantenerse encerrada en un cuerpo humano, y que amenazaba estallar a cada instante y lanzarse como un soplo de tempestad.

Y, sin embargo, no era en expresiones fuertes ni en ademanes exagerados como desahogaba el hombre sus energías, porque apenas abrió la boca en todo el camino y pareció casi intimidado. «No cabe duda que todavía es un muchacho —pensaba Katrina—. A lo sumo, tendrá veinte años».

Al llegar a la verja de los Eriksson se despidió quitándose la gorra, y se marchó con paso rápido a reunirse con sus compañeros en la tienda. Con aire perplejo y una cierta inquietud en la mirada, Elvira se volvió a Katrina:

—Que buen mozo, ¿verdad? —le dijo.

Katrina la miró enternecida.

—Sí, Elvira: es de veras un buen mozo —repitió.

El incidente de aquella mañana, la impresión que aquel forastero había producido en el ánimo de Elvira, le habían devuelto la serenidad. ¿Qué importaban las desilusiones y los sinsabores que pudieran venir después?… Sin sentimiento, la vida de una muchacha es monótona y triste como un islote rocoso, en donde no puede arraigar ninguna flor.

Desde aquel día Elvira encontró a Víctor Blom insoportable. Le trataba a la baqueta, y le lanzaba tales miradas de desprecio que nadie podía ya tener duda acerca de la acogida que recibían sus atenciones.

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