Katrina

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KATRINA » Capítulo XIII

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Capítulo XIII

LOS NIÑOS CRECEN

EL hijo mayor de Katrina iba ya para los nueve años.

Era, para su edad, un niño de baja estatura, pero robusto y fuerte. Parecía que ni el hambre ni el frío pudieran en absoluto con él. Su cara redonda, de expresión adusta, con los cabellos de un rubio claro que le caían por la frente, no era precisamente hermosa; pero Katrina sabía que Einar tenía algo más importante que la belleza: tenía carácter y una voluntad firme, y, a su edad, parecía ya más hombre que su débil padre.

Erik, el hijo del dolor, como ella siempre lo llamaba en su pensamiento, era todo lo contrario de su hermano mayor.

A causa de su nacimiento prematuro nunca había sido un niño animoso ni fuerte. No aparecía en la parroquia epidemia infantil que no le atacara. Era caprichoso e irritable. Tenía la débil constitución de su padre y una carita flaca y delicada; y era ya más alto que su hermano mayor. De haber estado bien de salud y haber sido de carácter más alegre, pensaba Katrina, hubiese sido hermoso de verdad; pero era uno de esos niños que exigen cuidados y complacencias especiales, y ella no tenía tiempo ni contaba con medios para tener con él todas las atenciones que requería.

El tercer hijo, que se llamaba Gustav, tenía ahora cinco años y parecía en todo completamente normal; no era robusto como Einar, pero tampoco tan débil y nervioso como el otro.

Katrina había enseñado a leer a los dos primeros, y Einar había ya pasado dos exámenes de catecismo. Aprendía con mucha dificultad; y a Katrina le daba pena verle continuamente sentado en una silla junto a la ventana estudiando una y otra vez aquellas intrincadas lecciones de catecismo que no querían entrarle en la cabeza. Pero tenía una paciencia admirable, y se aferraba al estudio con los dientes apretados, aunque a veces se le hiciera un nudo en la garganta; y en cuanto lograba aprenderse una cosa no la volvía ya a olvidar. Gracias a su tenacidad volvía siempre de los exámenes con orgullo, y con orgullo mostraba que en el libro de notas sólo tenía «cruces enteras».

Los exámenes de catecismo constituían una verdadera tortura para los chiquillos. Katrina notaba que sus hijos se los tomaban tan a pecho que algunos días antes de la prueba perdían el apetito para no recuperarlo hasta algunos días después de concluida. Para ellos, lo mismo que para sus demás compañeros, seguir al viejo sacristán a la sala donde debía tener lugar el examen era como entrar en el purgatorio. El sacristán se sentaba como un ogro detrás de la mesita redonda cubierta con un tapete de encaje, mientras los pequeños, como un rebaño de amedrentadas ovejas, se acurrucaban en un rincón, lo más alejados que podían del viejo. En vano fijaban sus ojos aterrorizados en la puerta cerrada, buscando la presencia protectora de la madre. Pero la madre estaba al otro lado, en la sala contigua, donde el párroco se informaba de los conocimientos bíblicos de los mayores. Los ojos de los pequeños se fijaban entonces, como atraídos por un poder hipnótico, en el enorme rostro del viejo sacristán, adornado con una barba blanca; y, como por arte de magia, veían que la roja verruga que tenía en una de sus mejillas crecía y crecía, hasta convertirse en un monstruoso faisán relleno, con lo cual la reducida sala se quedaba sin aire, el ambiente se hacía sofocante y los alumnos se sentían con los labios secos y agrietados. ¡Y cómo latían los tiernos corazones de aquella bandada de atemorizados pajarillos, cada vez que el sacristán cogía el manojo de papeles y les llamaba por sus nombres! Como sonámbulos torturados por una horrible pesadilla, avanzaban uno tras otro hacia la pequeña mesa, irresistiblemente atraídos por la enorme verruga roja y por la voz de trueno que había pronunciado su nombre. Y entonces empezaba el examen: «¿El séptimo mandamiento?», preguntaba. Luego: «¿El tercer artículo de la fe?»; o «¿Qué dicen del infierno las Sagradas Escrituras?»; o también: «¿Qué ocurrirá el día del Juicio Final?»

Y los muchachos hubieran jurado que el sacristán escogía siempre los pasajes del catecismo en que estaban menos fuertes y que se les hacía más difícil retener en la memoria… O ¿no sería que la enorme verruga roja adivinaba con sorprendente exactitud cuáles eran sus puntos flacos?

Cuando los pequeños discípulos habían pasado por aquella prueba cruel, el sacristán escribía las notas en las correspondientes hojas. Si habían sabido los mandamientos sin una sola falta, trazaba en ellas una cruz entera; pero cada error que cometían quedaba señalado con una media cruz, y en algunos casos incluso con un cuarto de cruz. Sus penas, con todo, no habían llegado a su fin… El sacristán se levantaba y abandonaba la sala; los alumnos le seguían atemorizados hacia la puerta. Entraban en la otra sala, y allí debían colocarse en círculo ante el párroco, que tenía ya las hojas de las notas en las manos. Y, en presencia de los mayores, el párroco leía los nombres de los alumnos y los censuraba o elogiaba según llevaran cruz entera o media cruz. Luego, cada uno recibía su hoja y entonces podían ver por sus propios ojos unas cruces negras y torcidas, que parecían huellas de urracas en la nieve. Era, en verdad, una dura prueba, y ni bizcochos, ni cafés, ni golosinas, ni siquiera una hoja llena de cruces enteras ni las laudatorias palabras del párroco ante todos los feligreses, podían compensarles del íntimo tormento que habían tenido que sufrir.

No: a Katrina no le gustaba aquel sistema de examen, y, como a ella, no gustaba a otros padres, que veían a sus hijos afligidos y alimentando contra el párroco un secreto resentimiento; pero lo acogía como un mal inevitable que debía venir una vez al año, con la misma seguridad con que la muerte debe venir una vez, un día u otro, para cada uno de los mortales.

Elvira se había ofrecido de buena gana para enseñar a escribir a los niños; pero no habían empezado todavía las lecciones.

En diciembre, cuando su hijo menor había cumplido cinco años, Katrina dió a luz a su cuarto hijo. Fué una niña y le pusieron por nombre Sandra. Era una criatura de cuerpo pequeño y delicado.

A medida que la familia crecía, la casita iba haciéndose pequeña. En invierno, cuando Johan estaba en casa, era preciso poner dos camas más y apenas quedaba espacio para moverse.

Por mucho que Katrina lavase y fregase, era imposible tener la casa limpia; por todas partes se veían piezas de ropa y vestidos; en torno a la estufa colgaban siempre medias y guantes puestos a secar. Johan tenía desparramados por todas partes su viejo reloj, sus cajitas de lata y otra infinidad de objetos de los que no se hubiera desprendido por nada del mundo. Y no podía impedirse a los niños que se llevaran a casa cortezas de árbol con las cuales poder construirse barquichuelos. La chimenea despedía humo, y aunque por Navidad Katrina había blanqueado las paredes a ambos lados, al poco tiempo habían vuelto a quedarse ennegrecidas. En muchas casas se había substituido la chimenea por una estufa de carbón, y Katrina deseaba también ardientemente adquirir una. Pero había de transcurrir mucho tiempo antes de que los habitantes de las barracas pudieran concederse semejante lujo. Las esteras estaban perdidas: el polvo y la suciedad se introducían por las roturas; pero, ¿cuándo hubiera podido Katrina comprar cordel para rehacer el tejido de las esteras, aun en el caso de no haberle sido difícil encontrar los mimbres y juncos para la trama? Preferible era no agotar inútilmente las propias fuerzas pensando en cosas imposibles.

Hacía un par de años, Katrina había comprado una ternera pensando en que, con el tiempo, podría tener una vaca. Se le ocurrió hacer como Beda: ayudar a ordeñar en alguna granja a cambio de unas gavillas de heno. Beda utilizaba como establo una especie de cueva sin luz que tenía en casa, y dejaba que Katrina tuviera allí su vaca en los rigores, del invierno. Katrina iba a buscar hierba por los bordes de los caminos y a orillas de los riachuelos, donde los propietarios la dejaban crecer porque creían que no valía la pena pagar unos jornales para recoger las pocas hierbas que crecían en tales lugares. Desde que todos habían adoptado el sistema de cultivo alternado, los pastos habían crecido mejor y con más lozanía; y desde que habían entrado en uso las máquinas segadoras, los propietarios tenían casi abandonados los herbazales que crecían a los bordes de los caminos y a orillas de las corrientes de agua, que debían ser segados con hoz. Las gentes humildes podían, pues, cortarlos por su cuenta y utilizarlos para pienso de sus vacas.

Al finalizar el invierno en que nació la pequeña, la vaca parió un becerro, y Katrina, con gran alegría, pudo desde entonces ordeñar su propia vaca que le daba leche buena y abundante para los niños.

Aquel invierno Elvira subió con más frecuencia que antes a ver a Katrina de Klinten. Al principio no cabía duda que sólo subía en busca de la tácita comprensión de su amiga; pero luego fué algo más lo que la llevó allí.

En el pasado otoño, cuando las embarcaciones habían entrado en puerto para invernar, un marino forastero había desembarcado en Torsö, quedándose allí para los trabajos de invierno. Éste no era otro que el apuesto muchacho finlandés a quien Elvira y Katrina habían encontrado cierta mañana de verano.

El forastero, que se llamaba Urho Nieminen, trabajaba en casa de Larsson. Y no pasó mucho tiempo sin que él y Elvira se hicieran amigos y aun algo más que amigos. Nada de extraño que un marino forastero permaneciera todo el invierno en Åland en espera de que las embarcaciones volvieran a hacerse a la mar. Las más veces, estos hombres sin patria, que apenas entendían el sueco, eran vistos con malos ojos en las islas, pues en su mayor parte tenían fama de pendencieros y borrachos. Por esta razón Urho Nieminen no había sido acogido con mucha cordialidad por parte de los aldeanos. En el aspecto de aquel apuesto muchacho había algo de salvaje y de indomable, y su voz áspera e imperiosa tenía la virtud de amoscar a los propios capitanes. Seguramente era uno de aquellos fogosos finlandeses que por un quítame allá esas pajas sacan el cuchillo de la vaina. Era más prudente tenerlo a distancia. Pero, al poco tiempo, Larsson confesaba que nunca había tenido un trabajador tan hábil para todo como aquel muchacho nuevo. Se lanzaba al trabajo, fuese cual fuese, como un poseso, arrastrando en su inagotable impetuosidad a los demás trabajadores. Y aunque no contaba más allá de veinte años, pronto se le encomendó la dirección de los trabajos del bosque. Hasta el propio capitán Nordkvist, a quien nada encantaba tanto como ver a un mozo o a una muchacha listos hacer bien su trabajo, inclinaba pensativo la cabeza y decía:

—¡Vaya, que ese mozo lleva el diablo en el cuerpo!

Y más asombrados estaban todavía los aldeanos al ver la conducta que observaba el nuevo vecino. Él, un finlandés y un vagabundo, no bebía ni fumaba. Y algunas veces se negaba incluso a aceptar alguna copita de aguardiente que se le ofrecía en la comida. Por lo visto, sus aspiraciones apuntaban muy alto, porque en vez de contentarse con la compañía de las sirvientas, se dedicó a hacer la corte a la hija mayor de uno de los más importantes propietarios. La elegida era nada menos que Elvira Eriksdotter en persona; y, con gran estupefacción de los aldeanos, Elvira distaba mucho de mostrarse esquiva con su nuevo admirador.

Urho Nieminen no tardó en darse cuenta de que Elvira y Katrina eran íntimas amigas y de que siempre que les era posible procuraban estar juntas. Por su parte, él trabó pronto amistad con Johan, a pesar de ser éste un tipo de hombre que Urho aborrecía cordialmente. Pero el amor nunca repara en medios. Klinten se convirtió pronto en el lugar donde la joven pareja podía reunirse sin temor a verse molestada; porque, aunque la pequeña casita estaba llena de gente, allí se encontraban los enamorados en lugar seguro y podían hablar a sus anchas. Katrina era una mujer sentada y llena de buen sentido, y sabía hacerse cargo de las cosas; y Johan era inocente como un niño. Katrina experimentaba una alegría indecible al ver cómo el amor iba floreciendo maravillosamente en aquellas dos jóvenes almas. Cada vez mostraba más simpatía por el apuesto muchacho, y no tardó en quedar convencida de que era el único galán verdaderamente digno de su pequeña Elvira.

Mor Eriksson estaba en ascuas; pero hasta ahora no tenía pruebas seguras de que entre su hija y el vagabundo existiese alguna relación formal. Contaba las semanas que faltaban para que las embarcaciones volvieran a hacerse a la mar, pues era ésta su gran esperanza; en cuanto el joven finlandés dejara las tierras de Torsö, las cosas volverían a quedar como antes estaban.

Urho no tardó en embarcar. Hacía de carpintero a bordo del Vera, que se hallaba bajo el mando del joven capitán Engman. ¡Qué tristeza reinó en la casita de Katrina el día en que Elvira y Urho se encontraron por última vez! Fuera caía la nieve calladamente, y en el crepúsculo primaveral todo aparecía gris y abandonado. Erik tenía un fuerte catarro y permanecía acurrucado junto al fuego, tosiendo y llorando a moco tendido. A los otros dos muchachos les daba por pelearse y a cada paso había que correr a separarlos; la niña lloriqueaba y no había más remedio que cogerla y pasearla en brazos. Los dos jóvenes, sentados a la mesa uno frente a otro, se miraban con ojos tristes, y apenas hablaron aquella tarde. Urho, inquieto, miraba a cada instante el reloj. Finalmente se levantó y estrechó la mano a los muchachos.

—Adiós —les dijo en finés.

Luego su mano y la de Katrina se unieron en un efusivo apretón mientras él la miraba a los ojos con firmeza.

—¡Adiós y gracias por todo! —se limitó a decir.

—Adiós y buena suerte —contestó Katrina con emoción.

Elvira le siguió. Katrina les vió alejarse por el atajo de la colina, hacia la calzada que llevaba a la parte sur de la aldea. El barco de Engman estaba anclado al sur de Torsö, y Urho debía embarcar en Langnäs.

Elvira estaba de vuelta a los pocos minutos: Katrina comprendió que se habían despedido en el bosquecillo inmediato a la parte posterior de la casita. La muchacha parecía más serena; un ligero rubor coloreaba sus mejillas. Cogió la labor de punto que aquella tarde no había adelantado, y, mirando a Katrina con ojos resplandecientes, murmuró:

—Volverá en otoño.

Katrina le dió una palmadita en el hombro y le dijo en tono maternal:

—Así lo espero, Elvira.

Johan embarcó con su antiguo capitán; pero como quiera que el Frida había navegado ya su tiempo como buque de carga y había sido vendido a un comerciante de Estocolmo esta vez se hizo a la mar en otro barco. Katrina se daba por satisfecha pensando en que, por lo menos en el mar, Johan debía ser útil, puesto que se lo llevaba todos los años el mismo capitán.

 

Si Mor Eriksson y Víctor Blom habían esperado que, con la ausencia de Urho, Elvira se mostraría más tratable, se habían equivocado por completo. Ni con halagos ni con amenazas logró la madre hacerla entrar en razón. En otoño, cuando el joven marinero volvió a poner el pie en tierra y ocupó de nuevo su puesto en casa de Larsson, continuó la historia de amor de la pareja; y antes de que Urho volviera al mar, en primavera, ambos habían cambiado ya entre sí los anillos.

A no ser por la mediación del padre, Elvira no hubiera obtenido nunca el consentimiento materno. Erik Eriksson había renunciado resignadamente a la idea de tener un yerno propietario, y hallóse pronto dispuesto a reconocer que una muchacha que prefería al joven finlandés a Víctor Blom no pecaba, a fin de cuentas, de extravagante. En cuanto a este último, no podía ocultar su mortificación. Tartamudeando, se desahogaba en quejas contra Elvira y su prometido ante el primero que tenía la paciencia de escucharle. Movía tristemente la cabeza y decía sin cesar:

—Pre… prefie… fiere las o… o… ortigas a la… las ro… ro… rosas…

Tampoco Mor Eriksson conseguía tragarse aquella píldora. Y en el curso del verano, tanto el marido como Elvira hubieron de escuchar más de una vez lo que ella pensaba y sentía sobre el caso.

—Menos mal si una supiera con qué cuenta ese muchacho —decía.

—Deja, mujer: Urho cuenta consigo mismo, sople el viento que sople. Es trabajador, es sobrio —respondía el marido.

—Pero, ¿de qué va a servirle eso si no tiene más que la camisa que lleva? De donde no hay nada no puede salir nada.

—No te preocupes. Elvira es lista, y sabe lo que ha de convenirle: se las compondrán magníficamente.

Pero la esposa replicaba:

—Elvira puede ser lista, pero no hay que dejarla hacer lo que quiere. ¡Si la conoceré yo! Para hacerla andar recta, se necesita severidad, un buen ejemplo y recordarle la palabra de Dios. Si pudiese hacer su santa voluntad, se pasaría el día con las narices metidas en los libros… En cuanto a eso, se parece a ti —acababa diciendo mientras lanzaba una mirada de reproche a su marido.

Elvira tenía una disposición natural para eliminar de su vida todo lo que le resultara incómodo; así es que las palabras de su madre le entraban por un oído y le salían por el otro. Era feliz con su amor y no pensaba en otra cosa que en prepararse su ajuar de novia. Ella y Urho habían convenido en casarse el próximo invierno. Las cartas de uno y otro se sucedían con regularidad. Elvira enseñaba con orgullo a Katrina las cartas que recibía, y exaltaba las cualidades de su novio, que en tan poco tiempo había aprendido ya a escribir en sueco.

Aquel verano no fué para Katrina nada feliz. Ya en primavera, el capitán Svensson había insistido en que no sólo ella, sino también Einar, fuesen a trabajar en sus campos de patatas; y, al propio tiempo, Nordkvist había mandado al muchacho preparar al fuego estacas para las empalizadas. En definitiva era cosa ya establecida que el niño habría de ir a trabajar con ella en toda clase de faenas. Katrina sabía que aquel momento había de llegar: pero no esperaba que llegara tan pronto. Sintió como si le arrebataran del pecho a su hijo. Sólo tenía diez años, y aunque creciera robusto y lleno, tenía la estatura de un niño de ocho.

En el campo de patatas. Katrina tuvo buen cuidado de que le dieran una espuerta pequeña para transportar las patatas de siembra; por lo demás, le ayudaba en lo que podía. Al principio, Einar consideró el trabajo como un juego al que era preciso prestar gran atención. Con expresión grave y dándose aires de importancia, avanzaba por el surco, absorbido totalmente por la preocupación de sembrar las patatas en la tierra a distancias muy iguales.

Trabajando de este modo, a conciencia, con premeditada lentitud, le quedaba poco tiempo para el descanso entre uno y otro surco, y se veía obligado a recomenzar en seguida. Katrina, que sembraba un campo junto al de su hijo, se apresuraba a terminar el suyo para acudir en ayuda de Einar. Pero pronto se dió cuenta de que su ayuda no era acogida con el agrado con que la hubiera aceptado Johan. No: de sobra sabía ella que su hijo era un muchacho pundonoroso y que nunca pecaría de negligente en el cumplimiento de sus deberes. Se sentía conmovida viendo los esfuerzos que hacía Einar para cumplir su tarea; pero cuanto más deseaba ayudarle, tanto más empeño ponía él en superar a su madre en aquella pequeña porfía. Con todo, el día era largo, y el trabajo empezaba a hacerse fatigoso para el pequeño. Al finalizar la jornada, sus pies no podían ya levantar los pesados zapatos, y algunas veces se caía sentado en la blanda tierra. Era tal la fatiga que le agobiaba, que sentía las lágrimas afluirle a los ojos; y entonces se volvía de espaldas a su madre para que ésta no advirtiera que lloraba; pero el hecho no escapaba a la atenta mirada materna. Con las manos sucias de tierra, a hurtadillas se secaba las lágrimas, con lo cual no tardó en tener todo el rostro embadurnado. A pesar de la pena que le daba, Katrina no pudo menos de reírse. Finalmente hubo de darse por vencido y dejó que su madre le sembrara la mayor parte de las patatas que le quedaban.

A las ocho de la noche, concluida la jornada, Katrina, con el niño cogido de la mano, subía la montaña, camino de su hogar. Las fuerzas del muchacho estaban ya agotadas.

Caminaba llorando en silencio; las lágrimas resbalaban de sus ojos trazando surcos en la capa terrosa de sus mejillas. Katrina sentía oprimírsele el corazón; pero ¿qué podía hacer?, ¿qué iba a decir? La vida de su hijo no le pertenecía ya: su verdadero dueño se había apropiado de él; y esto no era más que el principio de una servidumbre que debía durar toda su vida.

En cuanto llegaron a casa, Katrina calentó agua y preparó un baño para Einar en una tina de madera. Mientras al calor del hogar frotaba el cuerpecito del niño, éste seguía llorando: hasta que, finalmente echó los brazos al cuello de su madre y desahogó en sollozos todo el dolor de su apesadumbrado corazón infantil. Las mejillas de Katrina quedaron mojadas al contacto de las lágrimas del niño. Ella, acariciándole los suaves cabellos, le prodigaba palabras de consuelo:

—No llores más, Einar: ahora mamá irá a ordeñar la vaca y tomarás un buen tazón de leche.

—¡Mamá…, no he podido terminar el trabajo que me tocaba! —balbuceaba el niño entre sollozos.

Katrina le sonrió y lo besó con ternura.

—No pienses en eso, Einar. Lo que has hecho, lo has hecho muy bien: has sembrado las patatas mucho mejor que los demás. Apuesto a que cuando nazcan este verano, tu campo será el más igual y el más bonito de todos.

—¿Lo dices de veras, mamá? —preguntó el muchacho cobrando ánimo.

—¿Que si lo creo? Estoy segurísima. Bueno: ahora vas a sentarte en la mecedora bien abrigado con el chal, mientras mamá va a ordeñar la vaca.

Preparar estacas al fuego era un trabajo algo más duro, sobre todo no teniendo el muchacho a la madre junto a él dispuesta a ayudarle. Estaba solo con los peones de Nordkvist en los prados de levante, bastante apartados de la aldea. Katrina trabajaba también en un campo de Nordkvist; se dedicaba, en unión de las sirvientas, a desbrozar los pastos. Mientras iba por el valle de Söderöjen en dirección al Langsundet[12], quitando el estiércol del año anterior con el rastrillo y limpiando el terreno de hojarasca y piedras, su pensamiento volaba hacia donde estaba su hijo. Era tanta la ansiedad que sentía por él que cuando una de las sirvientas se puso a llamarla de súbito desde la orilla del mar, en donde trabajaba, Katrina se estremeció.

—¡Katrina! ¡Katrina! ¡Mira, allá va tu marido! ¿No lo ves?

—¿Dónde?… ¿Dónde? —preguntaba desconcertada.

La muchacha le indicó con el dedo el estrecho, cuyas aguas blancoazuladas brillaban bajo el sol primaveral.

—Allí… ¿No ves el Balder?… Ahora va a doblar Högskär.

Katrina, inmóvil, con el rastrillo en las manos, seguía con la mirada las blancas velas de la hermosa nave, que brillaban entre las verdes islas, al oeste, donde el estrecho se ensanchaba hacia el fjord de Torsö. La nave avanzaba lenta pero segura, impulsada por la suave brisa… Ahora, más lejana, se ocultaba tras los altos pinos de Högskär…, había desaparecido ya… No…, todavía se veía brillar la blancura de las velas entre los árboles… Ahora había desaparecido del todo: sólo se veía el mar desierto y desolado.

Katrina se puso de nuevo a su tarea; pero manejaba el rastrillo con movimientos mecánicos. Se sentía oprimida, y un extraño sentimiento de nostalgia se iba apoderando de ella.

Allí iba Johan, que se marchaba de nuevo para su viaje estival. Este año había salido tarde, porque ponían rumbo directamente al norte, y las aguas y puertos del golfo de Botnia permanecían helados hasta terminar la primavera.

Pero durante los últimos días se habían quedado ya a bordo en espera de que se levantara un viento favorable para poder salir de Batviken. Así, pues, ya habían salido… Katrina volvió a mirar hacia el mar. ¡Cuánto más libre no era la vida de un hombre, aunque se tratara de un pobre diablo como Johan! Podía él extender las alas y volar lejos, lejos de las miserias y de las mezquindades de aquella isla. Pero para ella no había camino de huida. Allí quedaba, encerrada por aquel círculo de agua azul. ¡Dios mío! ¡Y era todavía tan joven!… ¿Acaso su vida había acabado ya? Sí, había acabado en un sentido: se encontraba en un camino que no podría ya abandonar hasta el fin de sus días. ¡Y, sin embargo, el pensamiento de aquella vida, tan larga y monótona, se le hacía insoportable!

¡Ah! ¡Poder vivir todavía algo nuevo…, una sola vez algo nuevo…, esperar lo desconocido!… ¡Si hubiese podido embarcarse en un navío y navegar por el amplio mar, lejos, lejos, hacia el norte, más allá de todas las islas… y remontar el golfo de Botnia hacia su patria!… Porque Österbotten seguía siendo su patria. No es que se sintiera incitada a quedarse allá y a permanecer en aquella tierra suya por el resto de sus días. Pero hubiera deseado verlos a todos, poder contemplar sus campos y sus casas. Porque todos los acontecimientos que había vivido desde su salida de Österbotten la habían arrancado a los suyos; y sabía muy bien que nunca más podría sentirse allí como en su propia casa.

De pronto, un pensamiento la sobrecogió. ¿Vivirían aún sus padres? ¿Qué sabía ella? ¿Por qué no les había escrito nunca? ¿Por qué no había continuado relacionándose con su familia? Ahora no se atrevía a hacerlo ante el temor de saber lo que había podido ocurrir durante aquellos años. No: era mejor no rehacer aquellos lazos que la vida misma había roto.

En el suelo había restos de una hoguera. Katrina recogió algunas astillas carbonizadas, las colocó sobre un montón de piedras y esparció las cenizas a fin de que la hierba pudiera crecer. Alguien debía de haber preparado estacas para una empalizada, y ésta era la causa de que hubiesen encendido fuero allí… ¡Einar!… ¿Qué haría el pobrecillo? Se había olvidado por completo de él. Cuando volviera a casa del capitán a la hora de la comida, se llegaría hasta el prado de levante e iría a ver cómo estaba… Y así, con la mayor naturalidad, los pensamientos de Katrina volvían a sumirse en las preocupaciones cotidianas, y se apagaba en ella aquel anhelo hacia la juventud, aquel afán de nuevas aventuras.

Cuando las mujeres se marcharon hacia la casa con el rastrillo al hombro, Katrina dió la vuelta al campo hasta llegar a los prados de levante propiedad de Nordkvist, donde los hombres estaban montando una valla. El humo que se elevaba de una hoguera la guió hasta el lugar donde se encontraban los trabajadores.

Allí estaba su pequeño. ¡Pobrecillo! Durante un instante, antes de que él hubiese podido verla, Katrina estuvo observándolo. La hoguera había sido encendida en una prominencia rocosa; allí estaba el muchacho, sosteniendo con las manos una rama de saúco descortezada, a la que iba dando vueltas en las llamas. Soplaba un poco de viento, y el humo y las chispas saltaban en todas direcciones. El chiquillo tenía el rostro y los mechones de pelo que le colgaban por la frente tiznados de hollín, y Katrina veía las muecas que hacía cada vez que las llamas parecían alcanzarle.

—¡Vamos! —gritó uno de los hombres en tono seco y autoritario. El pequeño retiró del fuego la estaca ennegrecida y corrió a llevársela al hombre. Éste la cogió y empezó a colocarla entre los palos clavados; pero no tardó mucho en volver a sacarla y la arrojó en seguida lejos de sí gritando:

—¡Malhaya!… ¿No ves que está quemada? ¡Trae otra!

El hijo de Katrina volvió corriendo a la hoguera, amedrentado y temblándole las rodillas, y metió una nueva rama en las llamas.

Entonces Katrina se adelantó:

—¡Einar! ¡Buenos días! —gritó.

El muchacho se estremeció y levantó hacia su madre los ojos, que brillaban como luceros en el color negro de su carita tiznada.

—¡Mamá! —gritó con alegría.

—He venido a ver lo que hacías. ¿Cómo va el trabajo?

—No lo sé.

—¿Que no lo sabes? Pues a lo que parece debe de ir bien, porque veo que tenéis un buen montón de estacas preparadas.

—Alguna vez se quema alguna.

—¡Claro que se queman! Eso les pasa a todos. Ven aquí; yo te enseñaré. Aparta a un lado aquel tronco grande y ponte tú aquí; verás cómo no te llega el humo a los ojos.

—Es verdad, mamá; así va mejor.

—Bueno; yo debo marcharme. ¿Quién te ha dado estos guantes?

—El capitán Nordkvist. Ha dicho que así no me quemaría las manos. Ha dicho que trabajaba muy bien.

Luego, con rostro ensombrecido, añadió:

—Me ha dicho que yo no era como papá.

Katrina se turbó.

—¿Eso ha dicho? Habrá querido decir que eres más serio. Papá, ya lo sabes, siempre está cantando y bromeando. Tú y yo somos más serios.

—No creo que quisiera decir esto, mamá.

—Te digo que sí; claro que quería decir eso. He visto el Balder hacerse a la mar. Bueno: me voy. Adiós, Einar.

—Adiós, mamá.

 

La niña de Katrina tenía dos años. Había crecido con cierto retraso, tanto en lo referente a la dentición como al caminar, y no podía decirse que fuese precisamente una niña robusta. Tenía el vientre abultado y las piernecitas torcidas. Katrina creía que ello era debido a la falta de alimentación adecuada, porque en su familia todos habían sido sanos y bien plantados, y en cuanto a Johan, a pesar de su vacilante manera de caminar, tenía las piernas derechas y era bien proporcionado de cuerpo.

Un domingo por la tarde, en el rigor del verano, Katrina llevó a la niña a la plaza de la aldea, donde toda la población pasaba el tiempo entregada a juegos y diversiones de toda clase. También estaban allí sus tres chiquillos, que en el amplio espacio en que se cruzaban los caminos de la aldea jugaban a «el último para» con otros muchachos. Katrina se sentó en una piedra junto a otras vecinas y la niña empezó a corretear con sus piernecitas arqueadas. Animada por aquel bullicio y excitada por el calor del sol, corría tambaleándose por entre la gente, hasta que llegó al centro de la plaza. Al advertir su presencia, Evert, un trabajador de Nordkvist, prorrumpió en una carcajada, y, señalándola con el dedo exclamó:

—¡Mira aquel renacuajo! ¿Quién ha visto piernas más torcidas? ¡Dios mío! ¡Pero si son peores que las de Víctor Blom!… ¡Ja, ja, ja!

Todo el corro se echó a reír; y, mientras lo hacían, se la mostraban unos a otros con el dedo. La chiquilla, inconsciente de su deformidad y de que fuese la causa de aquellas risas, se volvió a mirar a su alrededor con su carita inocente y empezó también a reír y a correr más animada. Ello no hizo sino despertar más aún la hilaridad general.

Katrina sentía hervirle la sangre en las venas y encendérsele como dos llamas en las mejillas. Apretó los dientes y los puños. Pero no dijo nada; se levantó, cogió a la niña, y volvió a sentarse poniéndose a su hija en el regazo. La niña se rebelaba; quería bajar al suelo; pero Katrina sujetaba fuertemente con los brazos su cuerpecito. Algunos jóvenes, especialmente mujeres, se dieron cuenta de que la habían herido en lo más vivo, y un silencio embarazoso se extendió entre la multitud.

Como la chiquilla seguía luchando para desprenderse y empezaba a lloriquear, Katrina se levantó y, con la niña en brazos, tomó el camino de Batviken. Una vez fuera de la aldea, dobló por un sendero que subía hacia Norrakersbacken. Allí se sentó en una eminencia, de espaldas a Norröjen y de cara a la amplia pradera que se extendía hasta la aldea; depositó a la chiquilla en el suelo y la dejó que corriera libre entre los abejorros y las campánulas del prado.

¡Cuán inocente y feliz era la pobrecilla y cuán poco sabía de la crueldad de los hombres! Pero no tardaría mucho en comprenderla y en vivir en toda su cruda realidad los sufrimientos propios de la miseria. Aquellas piernecitas torcidas la perseguirían toda su vida como una maldición y la convertirían en un objeto de mofa y desdén.

—Mamaíta… Sanna coge flores —balbuceó la pequeña al oído de Katrina; y le enseñaba con orgullo las campánulas que había podido coger.

Katrina la miró con sonrisa forzada; y, levantándose, se puso a jugar con ella.

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