Katrina

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KATRINA » Capítulo XXXVIII

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UNA mañana de primavera, al llegar Einar de Västerby, encontró a Saga y a Greta jugando en las cercanías de Klinten. Se entretenían construyendo una casa con piedrecitas y parecían felizmente ensimismadas en su tarea. Cuando la pequeña vió a Einar, levantó los brazos y le llamó para que se acercase. Einar obedeció. Greta, entonces, le echó los brazos al cuello y le besó repetidamente con su efusión acostumbrada. Luego corrió a abrazar a Saga y a besarla, y acto seguido volvió a echarse al cuello de Einar. Pronto convirtió sus caricias en un alegre juego, y continuó con ardor creciente corriendo de uno a otro y posando sus ardientes labios en las mejillas de los dos. Einar y Saga acabaron por agacharse, uno a cada lado de la niña; y esperando el cambio de los besos de uno a otro, sus miradas se encontraban y sus rostros se cubrían de rubor.

—Ahora tenéis que besaros vosotros —ordenó la pequeña tirana, cansada ya del juego.

Saga se echó a reír; pero la mirada firme y grave de Einar parecía buscar la suya con insistencia. Saga, turbada y sorprendida, bajó los ojos. Nunca hubiera creído que Einar de Klinten se aventurara a mirar de aquella manera a una mujer. Volvió a levantar la vista cautamente, y otra vez encontró aquella mirada firme y varonil, fija con persistencia en sus ojos. Se propuso sostenerla para desvanecer aquel sentimiento de malestar; pero al ver que una enigmática sonrisa crispaba los labios del marino, no pudo resistir y volvió a bajar la vista.

—Ahora tenéis que besaros vosotros —insistió Greta.

Einar contempló la cabeza de Saga, inclinada tímidamente. Aquella timidez le infundía un valor y un optimismo que nunca había experimentado. Cuanto más perpleja parecía la joven, más seguro de sí mismo y más vencedor se sentía él: he aquí que, de pronto, se hallaba ante una nueva posibilidad, una posibilidad que se sentía impulsado a aprovechar.

—Tía Saga no quiere besarme —dijo él con una sonrisa burlona.

—¿No quieres, tía Saga?

Saga no contestó; y la pequeña repitió la pregunta con más empeño:

—¿No quieres, tía Saga?

—Greta, te estás volviendo muy mala y hablas de cosas que las niñas como tú no deben siquiera pensar. Vamos a terminar la casita.

—No: vamos a jugar. Saga será mamá, Einar papá, y yo la hijita, ¿eh?

—Las personas mayores como yo no juegan —se apresuró a decir Einar—; ya lo sabes tú. Yo he de trabajar. Y cuidado con reñir con tía Saga, gatita montés.

Katrina, sentada detrás de la ventana, había estado observándolos a los tres, y sus ojos se iluminaron al calor de un nuevo pensamiento que acababa de brotar en su mente. Cuando su hijo entró en la estancia, le miró con ojos escrutadores.

—¿Qué están haciendo Saga y Greta? —preguntó.

—Nada —repuso él. Y procuró eludir la mirada de su madre.

Einar, el día que embarcó, antes de ir a bordo entró en la villa de Saga. Greta estaba corriendo y jugando en el jardín. Einar la cogió en sus brazos.

—Adiós, gatita montés. A ver si das un beso grande, grande a Einar. Un beso muy fuerte.

Saga había bajado al jardín:

—¡Buen viaje! —dijo a Einar.

—Gracias. —Y el marino se volvió de nuevo a la niña—: Ahora que ya eres mayor y vas a la escuela, has de escribirme alguna carta. Si se lo pides, tía Saga te ayudará.

—Sí: se lo pediré a tiíta, y ella y yo te escribiremos muchas, muchas cartas.

—Lo prometido es deuda: ¡acuérdate!

Y, saludando con la gorra, se fué.

—Tía Saga y yo hemos escrito a Einar —decía con frecuencia Greta en el curso de aquel verano. Y la pequeña recibía, a su vez, más respuestas de las que llegaban habitualmente. Las cartas parecían escritas más para una persona mayor que para una niña. Katrina tenía la impresión de que todas aquellas magníficas descripciones de puertos, ciudades y pueblos extranjeros no iban dirigidos sólo a Greta. ¿Qué podía comprender la chiquilla de todo aquello? Sólo una persona instruida, inteligente y que hubiese visto mundo, como Saga, estaba en condiciones de apreciarlo. Y Saga recorría aquellas líneas con un fervor que, a menudo, se transparentaba en sus ojos con destellos que recordaban los fulgores de su primera juventud.

Aquel otoño, al regresar Einar de su viaje, resultó que, espontáneamente, él y Saga hubieron de verse todos los días para tratar de algún que otro asuntillo referente a Greta. Pero, al poco tiempo, seguían viéndose con regularidad sin alegar pretextos. Y, con agradable sorpresa de uno y otro, descubrieron que los intereses comunes a los dos no se limitaban a aquéllos.

Las habladurías no tardaron en brotar, como hongos después de la lluvia. ¿El capitán Nordman y la

kaptenska Malm? Sí: ¿por qué no? Nada había que se opusiera a ello. Pero a nadie se le había ocurrido nunca que Einar de Klinten pudiera atreverse a mirar a los ojos a una mujer. Y, ¿qué pasaría si volvía Gustav? ¿Habría terminado ya aquella vieja historia?

Sí: era verdad que Einar se había atrevido a mirar a los ojos de Saga fijamente y que había hablado con ella de cuanto pueda hablarse en el mundo, menos de lo que más inquietaba su corazón. Y aun esto, si no lo había hecho, no era ciertamente por timidez. Él, ni más ni menos que como toda la aldea, se preguntaba también si habría concluido aquella vieja historia de su hermano. Y más de una vez había preguntado a su madre si Gustav pensaba en volver pronto.

—¿Sabe ya que Malm ha muerto? —le preguntó un día.

—Sí; se lo escribí en seguida —repuso Katrina.

—Entonces, ¿qué espera? ¿Por qué no vuelve a casa? —insistió Einar, animándose de un modo insólito.

—No lo sé. Le atraerán más otras cosas… Pero creo que podría venir una vez al menos, antes de que yo faltara…, y también para ver a su hija —dijo Katrina.

—Escríbele que venga. El buque no tardará en llegar a Inglaterra. Y antes de salir para puertos más lejanos, podría hacer aquí una escapada. Dile que Malm ha muerto.

—Einar…

—Di.

—¿Quizá piensas que Gustav vendrá con la idea de que Saga está libre? Yo no creo que entre Saga y Gustav pueda ya haber nada. Hazte cargo de que cuando se enamoraron eran unos chiquillos; y ¡han pasado tantas cosas desde entonces!

—Dicen que el verdadero amor nunca muere.

—Es posible que sea así; pero forzosamente ha de morir si no hay nada que lo alimente. Sobre todo, tratándose de amoríos de juventud.

—Podría renacer.

—Mal podrá renacer si en su lugar ha brotado ya un sentimiento nuevo.

—¿Y quién podría estar seguro de que esto es verdad?

—¡Abuelita, abuelita! ¡Einar ha besado a tía Saga! —delató Greta.

—Las niñas no deben ser entrometidas, ni andar trayendo y llevando cuentos —dijo Katrina con severidad.

Luego, sintiéndose curiosa a su vez, dijo:

—¿Cuándo la ha besado?

—Esta tarde. Habíamos hecho una casita de nieve y, cuando estaba hecha, los dos se han sentado en un montón cerca de allí. Yo he hecho una bola de nieve, y luego me he sentado detrás del montón y he visto como los dos se besaban. Y mira, abuelita: tía Saga se ha puesto colorada, colorada, y luego se ha puesto a llorar y Einar se ha enfadado.

—¡Charlatana! ¿No te da vergüenza estar escuchando lo que no te importa? ¡Cuidado con decir nada de eso a nadie!

—¡Abuelita!

—¿Qué?

—Luego han hablado de Gustav, y tía Saga ha dicho que todo aquello había terminado, pero Einar ha contestado que no debía ser injusta con él. ¿Qué quiere decir eso, abuelita?

—¿A ti qué te importa, curiosilla? ¡Cuidado con que vuelvas a escuchar lo que dicen, Greta!

Desde aquel día, Katrina no perdió de vista a su hijo. Era evidente que algo había debido de ocurrir; pero también era fácil ver que no habían llegado a ninguna decisión. Algunas veces, en los ojos azules de Einar se leía la felicidad; otras veces, en cambio, se le veía pasear con inquietud de un extremo a otro de la estancia. Pero todas las noches, luego de apagar la luz, Einar levantaba un poco la cortina de la ventana y permanecía un rato con los ojos fijos en Sagaro. Luego se acostaba, y en sus labios asomaba siempre una sonrisa.

A la mañana siguiente empezaba de nuevo a insistir en que Katrina procurase hacer volver a Gustav. Y luego le iba con lo mismo a Saga.

—Saga: si tú escribieras a Gustav que volviera a casa, Gustav volvería.

—¿Yo? ¿Pero piensas que no tengo amor propio?

—¿Amor propio? ¿Y qué tiene que ver el amor propio con eso?

—Quién sabe el tiempo que hará que Gustav me ha olvidado. No le faltará su novia en cada puerto, como a todos los marineros. ¡No se iba a reír poco de mí si le escribiese que le estaba aguardando!

—Las mujeres creéis que todos los marineros son iguales. No conoces bien a Gustav.

—Bueno; pero si todavía pensara en mí, sería peor aún que le escribiese. No puedo permitir que se ilusione con respecto a una cosa que no existe.

—¿Y cómo sabes que no existe?

—Porque…, ¡porque lo sé!

—Pero, ¿por qué?

—¡No sé como no te doy un bofetón! Tú lo sabes tan bien como yo.

—¿Yo? ¡Qué voy a saberlo!

—¿Y para qué estás tú entonces?

—Pero en cuanto vuelva Gustav, cambiarás de opinión. Los dos sois jóvenes. Él sabe cantar y tocar el violín, y te llevará a bailar. Yo, en cambio, tendré que estarme sentado al calor de la lumbre como un viejo.

—Sí, con tu viejecita al lado… Dices que Gustav es joven. Puede que lo sea; pero, entonces, menos adecuados aún seríamos el uno para el otro. Desde que Gustav se fué, he cumplido los años por pares.

—Pero Gustav podría haber cambiado, podría volver más hombre, más formal. Si empezarais a hablar de aquellos tiempos… ¿quién sabe?

—Podría enamorarme otra vez de Gustav si no me lo impidiera una cosa.

—¿Cuál?

—Que te quiero a ti.

Ante este argumento, Einar no pudo contenerse. Cogió a Saga entre sus brazos y siguió una de aquellas escenas que tanto hacían disfrutar a Greta.

Pero luego Einar volvió a lo mismo.

—Si llegamos a casarnos, Gustav nos odiará a los dos. Pensará que yo me he aprovechado de su ausencia para apoderarme de lo que le pertenecía.

—¿Y no tengo yo voz ni voto en este asunto?

—Claro que lo tienes. Tú más que nadie. De ti depende todo. Pero deja que Gustav vuelva a casa y procura ver qué sientes cuando él esté aquí. Si crees que no queda nada de lo pasado, entonces intervendré yo, y bien sabe Dios que una vez haya intervenido no te cederé por nada ni por nadie.

—¡Hay que ver lo tozudo que eres!

—No quiero una felicidad incompleta. Si nos casamos antes de que vuelva mi hermano, no viviré tranquilo un solo día. No podría quitarme de la cabeza lo que pudiera ocurrir el día en que Gustav volviese.

—¿Tendrías celos?

—Los tengo ya.

—Y si Gustav no volviese nunca, ¿deberíamos pasar así nuestros mejores años?

—Estará aquí esta primavera. Yo me marcharé al llegar el verano, y así tendréis ocasión de veros a solas. Sé que esos meses serán para mí un verdadero infierno; pero prefiero vivir así por algún tiempo a tener que sufrir ese infierno por toda mi vida.

 

Katrina había escrito repetidas veces a Gustav rogándole que volviera, pero sin dejarle nunca traslucir el motivo de su empeño. Entre otras noticias, sin darle importancia, le comunicó que Saga había quedado viuda, que vivía completamente sola y que quería a Greta como a una hija. Gustav no contestaba a ninguna de las cartas. Y ya se habían desvanecido todas las esperanzas de volver a verle por Torsö, cuando un día, a fines de invierno, llegó de súbito un aviso telefónico de Gustav para su madre. Katrina experimentó un gran sobresalto; sintió como si el corazón le fuera a estallar. En cuanto se sintió rehecha, corrió al teléfono más próximo y rogó que la ayudaran a llamar a Gustav, que estaba en el Hogar del Marinero, de Mariehamn.

—¡Buenos días, mamá! — dijo él.

—¡Buenos días, hijo de mi alma! —repuso Katrina, esforzándose en reprimir el llanto.

—¿Quieres que vaya a casa?

—¡Hijo!… ¡Hijo mío!

—Pues iré con el vapor correo. ¿Estás enferma, mamá?

—No… Pero ya soy vieja, hijo mío, y pueden llamarme de un momento a otro de allá arriba.

—¡No digas eso! Todavía no eres vieja. ¿Cómo está… la

kaptenska Malm?

—¿Saga, quieres decir? Está bien. Greta también está muy bien. Es un verdadero torbellino, más endiablada que un muchacho, casi más mala que tú cuando eras pequeño.

—Y mi señor hermano, ¿está en casa?… ¿Cuándo se va?

—Embarca dentro de un par de semanas.

—Bueno, pues iré a pasar unos días con vosotros y a ver cómo va la vida por esa vieja Torsö. Pero no voy a estar mucho tiempo.

—Primero ven a casa: luego ya hablarás de marcharte.

—¡

All right! ¡Hasta pronto!

 

Gustav llegó con el saco al hombro y el sombrero casi en el cogote. Tenía el rostro bronceado y estaba algo más flaco, pero se conservaba fuerte y musculoso; en su aspecto general había cambiado poco. Katrina examinó toda su ropa, y, como de costumbre, se la lavó y recompuso. Por otra parte, vió que llevaba tan pocas prendas en el saco, que un día le preguntó:

—Gustav, ¿cuándo va a llegar tu baúl?

—¿Mi baúl?

—Sí. ¿No tienes baúl o maleta?

—No. ¿Qué quieres que haga de un baúl vacío? ¿Esperabas que llegara millonario?

—No digo tanto; pero pensaba que un baúl sí lo tendrías.

—Well, pues esta vez te has equivocado.

Gustav saludó a su hermano con la mayor cordialidad.

—¡Hola, capitán! Se me figura que ahora te creerás ser alguien. Mirarás ya las cosas desde el puente, como decía el capitán Nordkvist. Yo, como veis, continúo hecho un tarambana. ¿Qué le vamos a hacer? Cada casa ha de tener su oveja negra. Pero, ¡qué diablo!, todavía soy joven, y puedo ascender a oficial siempre que me dé la gana; la práctica ya la tengo… Y, ¿qué tal va Saga?

—Ahí fuera está, jugando con Greta.

—Hum… ¿Va a dedicarse a niñera?

—Parece que es lo que más le gusta.

 

Lo que más entristecía a Katrina era ver el poco cariño que Gustav demostraba por su hija. Evitaba cuanto podía su presencia y no hablaba jamás de ella. Einar y Saga hacían todo lo posible por quedarse a solas, pero Saga se ocupaba de Greta con más cariño que nunca. Los que estaban al corriente de lo sucedido años atrás, podían leer claramente en la expresión de los protagonistas de aquel pequeño drama lo que no decían sus lenguas; pero quien ignorase lo antes ocurrido, difícilmente hubiera podido advertir nada. Un día, a las dos semanas de haber marchado Einar, Gustav preguntó a Katrina:

—¿Por qué no se ha casado Einar antes de partir?

—¿Casarse? ¿Con quién? —dijo Katrina sorprendida.

—¿Con quién ha de ser? Con Saga.

—Pero…, pero…, ¿quién ha dicho que vaya a casarse?

—¿Crees acaso que no tengo oídos?

—En todo caso los tienes mucho más finos que los demás.

—Entonces, ¿a qué me has hecho venir a casa? Yo supongo que para bailar en la boda. Pero si es así, harán bien en darse prisa, porque yo pienso marcharme pronto. Este islote no me convence… Yo necesito correr mundo, me hace falta vida y movimiento. Ya estoy harto de esas reuniones de comadres viejas que siempre te salen con pasajes de la Biblia. Y en cuanto a Saga, lo mismo. La creía más sensata, te lo aseguro. Es la mujer ideal para Einar, para un viejo provinciano que es lo que acabará por resultar.

—Pero, ¿no te gustaría tener en un rinconcito tranquilo un hogar y una mujer que te esperaran, para encontrar en ellos la calma después de la tempestad? Yo ya no puedo vivir mucho.

—¿Un rinconcito tranquilo, dices? No; eso no se ha hecho para mí. Lo que yo quiero es vivir libre y tener un amor en cada puerto, como todo buen marinero. En Torsö no hay una sola mujer capaz de hacerme perder el tino, ni que me pagara con oro. Todas están chapadas a la antigua… Ahí tienes a Saga, por ejemplo.

—¿Qué tienes que decir de Saga?

—Que no tiene sal… ¡Es tan…! ¡Yo no sé qué diablos pude ver en ella entonces! Claro que era muy joven. Pero ahora ya la he corrido un poco.

Katrina le repuso, con despecho:

—¡Pues vete adonde encuentres otra de tu gusto! ¡Fanfarrón! ¡No tienes siquiera una chaqueta presentable que ponerte, y quieres hablar!

Una sombra de pesar pasó por los ojos de Gustav, pero tan leve que apenas se hizo perceptible. Abrió la boca para decir algo, pero no dijo nada y salió de la estancia. Así transcurrió todo el verano. Gustav no perdía ocasión de manifestar el menosprecio que le inspiraba Saga y todo lo de Torsö, tanto, que ni Katrina ni otras mujeres más jóvenes ponían en duda que sus antiguos sentimientos hubieran muerto en absoluto. Saga se alegraba de ello; pero a Katrina le dolía aquel aire petulante y presuntuoso que afectaba su hijo menor; bajo aquella aparente fatuidad, creía ella descubrir un doloroso vacío. Sus viejas ambiciones debían de haberse extinguido para siempre. Dejaba transcurrir los días con total indiferencia; dormitaba en el sofá y paladeaba las buenas comidas que su madre se esmeraba en prepararle; nada le preocupaba. Si le invitaban a salir de caza o de pesca, rehusaba con un bostezo. Su escopeta se enmohecía colgada de la pared, y los aparejos de pesca estaban carcomidos. En la época de segar el heno, le ofrecieron repetidamente trabajo; pero la respuesta era siempre igual:

—No quiero cansarme.

Katrina estaba tan angustiada y triste, que se sentía siempre con ganas de llorar. ¡Cuán doloroso era para ella oír las ligerezas de Johan en boca de un joven sano y fuerte como Gustav! Ahora comprendía lo terriblemente que debía de haber disipado aquellos últimos años, los mejores de su vida, para que no pudiera haber sacado el menor fruto de siete años de trabajo ininterrumpido. Era como una barca sin remos flotando a la deriva en medio del mar. Los deberes contraídos con aquel ser inocente recogido en su hogar, eran como un áncora que le hubiese salvado de estrellarse contra los escollos, pero no de correr a merced de los vientos.

La Unión de la Juventud organizaba la acostumbrada fiesta de verano en Björkbacken. Aquellas fiestas eran mucho más animadas ahora que tiempo atrás, porque al presente los botes a motor iban rápidos de una isla a otra transportando gente de todas las Åland, Katrina arregló con esmero el vestido de Gustav y éste concurrió a la fiesta. Saga, por su parte, se llevó a Greta para que viera los festejos con que a primeras horas de la tarde se anunciaría el baile.

Katrina cogió sus labores y se fué a casa de

Frun, donde se reunían las mujeres de edad para celebrar también una pequeña fiesta tomando café y pastas. La reunión duró hasta tan tarde, que cuando las tertulianas se despedían unas de otras, ya empezaba a pasar gente de vuelta de la fiesta. Eran grupos bulliciosos que bajaban cantando hacia Batviken. Al pasar ante la casita de

Frun, algunos saltaron el vallado para llevarse alguna manzana del huerto. Elvira, al verlos, golpeó los cristales.

—¡Dejad las manzanas donde están! —gritó con energía.

—Los de Fasta Åland sólo vienen aquí para emborracharse. Nunca se había visto esto en Torsö —declaró la dueña de Erka y cuñada de Elvira.

—Tienes razón. Es una vergüenza.

Al amanecer del día siguiente, Gustav todavía no había vuelto a casa. Katrina supo, por algunas vecinas, que por la noche habían ocurrido cosas escandalosas.

—Dicen que bebieron como cubas y que hubo disputas y golpes. Gustav estaba borracho perdido, y parece ser que le apalearon unos valentones de no se sabe qué isla. Las sirvientas de casa de Larsson han dicho que cuando iban a ordeñar esta mañana, le han visto tendido en una zanja Katrina se dejó caer en una silla. Le parecía que todas las desventuras que habían amargado su vida no habían sido nada en comparación de ésta. No acertó a replicar nada, y las vecinas se retiraron discretamente, dejándola sola. Sentada en el hueco de la ventana, no cesaba de retorcerse sus viejas manos fatigadas. Intentó orar, pero sus plegarias, sin alas para levantarse, caían, pesadas, sobre su corazón. De pronto, sintió un arrebato de ira. ¿Cómo no se avergonzaba el perdido de haber vuelto a casa sólo para cubrir de pena y de vergüenza el rostro de su anciana madre? ¡Cuánto más hubiera valido que permaneciese lejos de allí!

Pasaron las horas; llegó la tarde y Gustav no aparecía; la ansiedad empezaba a atormentarla. ¿Y si estuviese desangrado, tendido en mitad del campo? Como quiera que fuese, no dejaba de ser su hijo, el más joven y el que más quería. Debía ir sin falta a ver qué le había ocurrido. Se puso el pañuelo y se encaminó hacia los pastos. Mientras escudriñaba el herbazal por todas partes, oyó tras ella pasos que se acercaban. Era una muchacha, hija de Seffer, que venía corriendo de su campo, situado a la parte opuesta de la valla.

—¿Busca usted a Gustav, tía Katrina?

—Sí.

—Yo la ayudaré. Los chicos de casa dicen que le han visto ahí cerca.

Por fin hallaron al que buscaban. El espectáculo que ofrecía era desconsolador para una madre. La hija de Seffer miraba, apenada, el rostro de la anciana, contraído por una mueca de dolor.

Gustav yacía de bruces, con el rostro hundido en el rastrojo húmedo. Su ropa estaba hecha jirones y llevaba un pie descalzo. Entre las dos mujeres le volvieron de cara. Tenía hinchadas las facciones, y los cabellos y la frente sucios de barro y sangre coagulada. Estaba desvanecido y no lograron reanimarle.

—Voy a que el hortelano del párroco me preste una carretilla —dijo la hija de Seffer. Y se fué corriendo. Katrina se sentó al lado de su hijo y otra vez intentó rezar; pero era tal la pena que sentía que las oraciones no lograban consolarla. Se levantó, se acercó a la zanja, mojó el delantal en agua y fué a lavar aquel rostro ensangrentado. Gustav se agitó, emitió un quejido, pero no volvió en sí. Entonces llegó la hija de Seffer con la carretilla y, aunando todas sus fuerzas, ambas lograron, con mil dificultades, acomodar el robusto y pesado cuerpo en el vehículo, y emprendieron el camino de Klinten.

—Han sido esos condenados finlandeses los que han traído aquí el maldito alcohol. ¡Qué gentuza! ¡Debían llevarlos a presidio! —imprecaba la hija de Seffer.

Cerca de la casa de Svensson, les salió al paso Janne de Erka. Se detuvo, moviendo la cabeza.

—¡Han sido aquellos canallas del Sund! Han traído un brebaje fuerte que hacía perder la cabeza al más sentado. ¡Merecen el destierro! —exclamó.

Más allá de la aldea salió a su encuentro la

kaptenska Engman. También ella sacudió la cabeza y prorrumpió en lamentos:

—¡Ah, esos infames venidos de esas islas lejanas! ¡Ésos son los que han traído de contrabando el aguardiente! ¡A todos deberían decapitarlos!

Katrina no contestaba nada.

«No; ha sido Gustav quien ha bebido por su propia voluntad», pensaba ella cada vez que oía una de aquellas imprecaciones.

En Sagaro vieron a la joven viuda en medio de las flores de su jardín. Era difícil arrastrar la carretilla en aquel punto por lo empinado de la cuesta. Pero en vez de acudir a ayudarlas, Saga se escondió en la casa, fingiendo que no las veía. Katrina se lo agradeció. Saga había comprendido que aquélla era quizá la mejor manera de ayudarla.

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