Katrina

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KATRINA » Capítulo XXXVIII

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Al llegar a casa, acostaron a Gustav en la cama y Katrina le atendió lo mejor que pudo. Permaneció postrado durante cuatro días. Luego se levantó, avergonzado y rencoroso. Katrina no aludió para nada a lo ocurrido. Pero un día Greta llegó a casa y lo soltó todo a grandes voces.

—Birgit de Larsson ha dicho que Gustav había vuelto borracho de la fiesta.

—¡Calla la boca! —gritó Gustav, airado, y con ademán de querer darle un golpe. Pero la mano cayó, inerte. Y otra vez apareció en su rostro aquella sombra de tristeza.

Durante algún tiempo, pasado el incidente, Gustav procuró rehuir el encontrarse con Saga; pero a poco dejó de preocuparse de ella y, por el contrario, disfrutaba mirándola a los ojos con cierto aire de insolencia y descaro. Katrina advirtió que la joven se apartaba de él con expresión de disgusto. «No, no», pensaba Katrina. «Einar no ha de temer que lo que un día floreció vuelva a reverdecer ahora.» Nada quedaba de común entre Gustav y Saga. Cada uno había vivido su vida, con sus alegrías y sus tristezas; pero mientras la una se había ido elevando en todos los aspectos, el otro había ido hundiéndose cada vez más en la bajeza y el vicio. Saga había progresado en el camino de la pureza y la serenidad; Gustav, en cambio, había caído en el pecado y el libertinaje.

Aquel otoño Einar volvió pronto a Torsö. Estudió atentamente la expresión que se traslucía en los rostros de Saga y de Gustav, y a los pocos días se habían desvanecido por completo todos sus temores. Era imposible incurrir en error ante la dulzura de las miradas que le dirigían los bellos ojos pardos de Saga. Ahora que Einar estaba en casa, Gustav se esforzaba en dar mayor ostentación a sus manifestaciones de menosprecio por todo lo de Torsö, sin excluir a Saga. Einar estaba seguro del amor de ésta y nada le impedía ya tomarla por esposa. Y, a poco de su regreso al hogar, se prometieron.

 

Gustav no tardó en hallar trabajo en un buque mercante que estaba anclado en Mariehamn. No habían caído aún las primeras nieves cuando se hizo a la mar. El día de su partida llamó a Greta, que estaba jugando sola detrás de la casa. Se sentó en una piedra y cogió en brazos a la niña.

—¿Sabes que yo soy tu papá? —le dijo.

La niña afirmó tímidamente con la cabeza.

—¿Quieres mucho a tía Saga?

—Mucho… Así… —y le abrió los bracitos cuanto le era posible.

—Y a Einar, ¿le quieres mucho?

Greta contestó con el mismo ademán.

—Pues bien: obedéceles y sé muy buena con los dos ¿Me lo prometes?

—Sí.

—¿Quieres darme un beso antes de marcharme?

La niña le echó los brazos al cuello y, estrechándole en un abrazo tímido y suave, le dió un beso en la mejilla. Gustav la retuvo un momento con ternura y, por encima de los hombros de la pequeña, elevó la mirada hacia los abetos de la loma.

—¿Querrás hacer una cosa por mí? —le preguntó en voz queda.

—Sí.

—Pues todas las noches reza a Dios por mí: una oración pequeña, pequeña: que nadie la oiga. ¿Lo harás?

—Sí.

—Eso ha de quedar en secreto entre nosotros dos: no lo digas a nadie.

Gustav volvió a estrechar a su hija contra su pecho y la besó repetidas veces con efusión. Luego la soltó repentinamente y se alejó a toda prisa.

—¿Has visto a Gustav? La comida está lista —dijo Katrina a Greta.

—Ha subido hacia el bosque —dijo la pequeña; pero en seguida se calló.

Cuando Gustav volvió por fin a casa, Katrina notó con sorpresa que tenía los ojos enrojecidos como si hubiese llorado.

Gustav metió la ropa en su saco de marinero y se dispuso a partir. Habían de llevarle en barca hasta Bomarsund, a través del

fjord.

—Adiós, mamá —le dijo tendiéndole la mano.

—Adiós, Gustav. Ya no volveré a verte más…

—No digas tonterías.

—No son tonterías. Estés donde estés, Gustav, no dejes nunca de pensar en Dios. Que Él te ampare y te bendiga. No puedo darte otra cosa, hijo mío.

—¡Ya me has dado demasiado, mamá! Y tú, procura cuidarte. Te mandaré lo que pueda…

—Gustav: ¿no podrías embarcar en un buque más pequeño y venir todos los inviernos a casa? ¡Si supieras lo que me apena saberte tan lejos…!

—¿Qué vas a sacar de un necio como yo? Ahora ya tienes a Einar y a Saga.

—Pero ellos no son tú. ¿No te sientes mejor en tu propia casa?

—Mi casa es el mar.

—¡Gustav…!

—¿Qué?

—Ya sé que durante este verano he sido gruñona y algunas veces exigente. ¿Qué quieres? Una no puede deshacerse de sus viejos defectos. Perdóname y olvida las palabras molestas que se me hayan podido escapar en algún momento de irritación.

—Nada; no hablemos de eso. Lo que debías haber hecho hace tiempo era echarme a la calle… como a un perro que he sido.

—Eso no, Gustav. Y no olvides que mientras yo viva, éste es tu hogar, y que para todo lo que quieras siempre encontrarás la puerta abierta.

—Gracias. ¡Adiós!

—¡Adiós! Que Dios te acompañe.

A pesar de lo doloroso del momento, uno y otro estaban serenos. Una vez fuera, Gustav se echó el saco al hombro y, saludando con la mano al pasar ante todas las barracas vecinas que hallaba al paso, bajó la cuesta silbando quedamente una tonada. Katrina, desde la ventana, le estuvo mirando hasta que desapareció.

¡Cómo se parecía a Johan con su paso incierto, su aire descuidado y el cuerpo siempre echado hacia adelante! Un sentimiento de tristeza infinita se apoderó de Katrina. Imaginó que volvía a los tiempos pasados y que era otra vez la mujer joven que despedía a su marido como todos los años. Despedirse, despedirse: había pasado toda la vida despidiéndose… Ahora, otra vez había dado un último adiós. Gustav dejaba Torsö para siempre. Lo sabía la madre y lo sabía el hijo.

Einar y Saga se casaron en primavera, antes de que él embarcara. Se instalaron en Sagaro. Pero Einar había puesto muebles nuevos en varias de las habitaciones, había mandado pintar toda la casa, y ampliado considerablemente el jardín, anexionándole otro terreno que compró.

La pequeña Greta se trasladó también definitivamente a Sagaro. Einar decidió adoptarla. Desde ahora fué, pues, como una hija suya y de Saga, y empezó a llamarles papá y mamá.

Einar estaba en la flor de la virilidad. Era un capitán ya maduro y cada vez obtenía el mando de mejores navíos. Fué adquiriendo una parte en varias embarcaciones y ampliaba de año en año sus negocios. Sus anchos hombros y el enérgico corte de su boca revelaban al hombre que alcanzaba lo que se había propuesto y que estaba dispuesto a no dejar que se le escapara de las manos. Y en sus ojos azules brillaban destellos de una felicidad que había conquistado como por milagro.

Pero los pensamientos de Katrina volaban hacia su hijo menor, errante sin sosiego por todos los mares del mundo. Ahora se daba perfecta cuenta de que les había estado engañando a todos… incluso a ella misma. Sus pobres fanfarronadas no habían sido más que una ficción. Aquel desprecio por Saga y aquella indiferencia por su hija no habían sido sino una máscara bajo la cual ocultaba otros sentimientos. Había renunciado al hogar, a su buen nombre, al respeto que de todos hubiera merecido, a fin de que sobre la familia de Sagaro no se cerniera una sola nube que empañara el cielo de su felicidad.

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