Katrina

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KATRINA » Capítulo XXXIX

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EN la primavera siguiente, Saga dió a luz un niño, al que pusieron por nombre Herman.

Katrina bajaba con frecuencia a Sagaro y cuidaba de su nuevo nietecito. Pero allí se sentía una extraña. Los moradores de Sagaro se habían elevado a un nivel de vida que ella nunca había llegado a conocer, y la atmósfera que allí se respiraba se le hacía incómoda en extremo. Saga ya no era solamente Saga: ahora era también una

kaptenska y tenía varios criados para los trabajos caseros. Allí se leía, se escribía, y se hablaba de cosas superiores a la comprensión de una mujer de clase humilde. El chiquillo había de ser criado según los métodos modernos que prescribían los libros. Y Katrina no llegaba a entender cómo la joven madre, tan débil con los antojos de Greta, podía dejar a su hijito abandonado en un cuarto a obscuras, sin preocuparse en lo más mínimo de que se desgañitara llorando. El nacimiento de su propio hijo no había alterado en lo más mínimo los sentimientos que Einar y Saga mostraban por Greta. Ella seguía siendo la reina de la casa; y no olvidaban que, en definitiva, era la niña la que les había unido. Incluso hablaban ya de mandarla a estudiar a alguna ciudad para que llegara a ser algo extraordinario.

Algunos meses después de la partida de Gustav, Katrina recibió una carta en la cual éste le decía que había dejado el buque en que navegaba y que pensaba establecerse en Australia.

¡En Australia! A partir de ahora para Katrina sería como si ya hubiese muerto. Los buques partían para puertos lejanos; y alguna que otra vez echaban el ancla muy cerca de la tierra patria. Se sabía de algunos que habían vuelto de América. Pero de Australia, jamás… ¿Por qué habría resuelto Gustav establecerse en tierra? La vida en tierra nunca le había atraído. No: el verdadero motivo debía de ser que quería evitar cuanto le recordaba su suelo natal, y sus compañeros de tripulación no eran para él sino un constante recuerdo de lo que había dejado a sus espaldas.

«¡Por lo visto tienen que arrancarle a uno todo aquello en que pone cariño!», había exclamado un día Gustav, apenado por la muerte de su perro. Y aquellas palabras se habían revelado extrañamente proféticas. Parecía como si Gustav careciese de la facultad de conservar cuanto hallaba en el camino de su vida: todo huía de sus manos. ¿Dónde debía buscarse el origen de su mala suerte? ¿En la debilidad de Johan, en la miseria o en una simple fatalidad? La muerte de Erik había afectado a Gustav más aún que a Katrina. Luego, había sobrevenido aquel duro golpe, cuando el objeto de su primer amor, de un amor puro y sincero, le había sido arrancado de las manos. Después de lo cual todo se le había ido esfumando: planes, esperanzas, confianza en sí mismo y alegría de vivir.

¡En Australia! Katrina se enjugó sus ojos empañados y posó la carta en la mesa. Si ella le había perdido, él, no obstante, vivía allá su propia vida, y, por muy lejos que estuviera, la misericordia divina no dejaría de alcanzarle dondequiera que se hallase. Katrina sabía por experiencia que hasta en la amarga y dura tierra del dolor podían brotar las más hermosas flores. Hasta sobre las lisas rocas de la montaña lograban medrar los manzanos… ¡Quién sabe si en aquellas lejanas tierras brotarían para el hijo proscrito nueva dicha, nuevas fuerzas y nueva paz! ¡Qué importaba que el pensamiento de su madre no pudiera llegarle a él, más allá del amplio mar, al otro extremo del mundo! Dios reinaba también allí. También allí brillaba la estrella de Belén.

Katrina recibía cartas de Gustav con regularidad, pero a largos intervalos. Eran cartas breves, escritas en una mezcla de inglés y sueco y poco explícitas sobre la verdadera vida que llevaba su hijo. Pero siempre llegaba en ellas un extraño billete de Banco extranjero, por el cual le daban una cantidad exorbitante de moneda finlandesa: mucha más de la que le hacía falta para sus necesidades cotidianas, para azúcar y café.

Saga fué madre por segunda vez. Dió a luz un par de mellizos: un niño y una niña. Después de haber asistido por espacio de dos años a la escuela elemental, Greta fué mandada por sus padres adoptivos a que estudiase en Mariehamn, donde pasaba la mayor parte del año aprendiendo y convirtiéndose en una señorita culta. Aquel diablillo había sido muchas veces la desesperación de la anciana y fatigada Katrina; pero ello no era obstáculo para que ahora echara muy de menos su compañía. Le parecía como si con ella hubiese desaparecido el último lazo que la unía al mundo de los vivos. La hija de la pobre Serafia constituía para ella un recuerdo constante de los tiempos pasados, aquellos en que ella era joven aún y en que los demás necesitaban de sus fuerzas. Desaparecido Gustav, cada día miraba más a la niña como a hija de su hijo y, con ello, el cariño que sentía por ella crecía aun más.

Cuando Greta volvió a Torsö durante las vacaciones de verano, ya no era el diablillo de antes. Aunque el primer año de estancia en la ciudad no le había dado aún el deseable discernimiento, la había investido de la presunción que acompaña a una educación superficial. Se mostraba extremadamente cuidadosa en lo tocante al peinado y se pasaba el día delante del espejo. No perdía ocasión de zaherir a la pobre vieja, tan llana y sencilla como siempre.

—Abuela ni siquiera sabe hablar bien el sueco —decía con su acento petulante—. Abuela tiene los modales de una aldeana.

—Cuando haya pasado un par de años más en la escuela, cambiará por completo —decía Saga a Katrina, a manera de excusa.

—¡Ojalá sea así! —respondía Katrina secamente.

Pasaron los años. Se aproximaba el día en que Herman y los dos mellizos debían ingresar en el Liceo Åland, de Mariehamn. Einar y Saga hablaron detenidamente del caso y llegaron a la conclusión de que sobre la familia pesaba la amenaza de tener que vivir en eterna separación. En invierno, mientras Einar estuviera en casa, los hijos habrían de estar en Mariehamn; en verano, cuando ellos llegaran de vacaciones, él habría de hacerse a la mar. Así, que se vería condenado a vivir perpetuamente separado de sus hijos. Por otra parte, Saga tampoco veía con buenos ojos la perspectiva de abandonar a sus niños en manos extrañas durante la mayor parte del año. Por fin, decidieron lo que ya habían hecho muchos otros capitanes de Torsö: trasladarse a la ciudad. Pero como los medios de Einar no le permitían sostener una casa en la ciudad y otra en el campo, vendieron la villa de Västerby y compraron una casita en Mariehamn.

—Abuela, claro está, vendrá a vivir con nosotros —dijo Saga.

—Naturalmente —repuso Einar.

Katrina, arrastrando sus cansados pies, iba de la desordenada villa blanca, en donde todo estaba desmontado y embalado, a su pobre y silenciosa morada. ¡Qué pequeña la cocina! Parecía que se había reducido más desde que en todas las casas de la aldea se habían instalado otras más amplias y perfeccionadas. La estera estaba tan vieja que por todas partes se deshacía en hilachas, y sus colores tan vivos antaño, aparecían ahora desvaídos. El cubo de madera parecía una reliquia de tiempos prehistóricos. Las colchas de los lechos relucían gastadas por el uso, y la madera tosca asomaba bajo el barniz negro allí donde las manos y rodillas infantiles lo habían destruido con el roce. Y las ventanas, ¡qué pequeñas! Se diría que también se habían encogido. Pero, ¡cuántas esplendorosas salidas de sol había presenciado desde ellas! ¡Cuántas veces, subiendo al atardecer, cansada del trabajo, había visto los cristales encendidos por el sol crepuscular como si toda la casa estuviera llena de celestiales llamas! ¡Cuántas primaveras había visto la nieve derretida, convertida en bulliciosos riachuelos, bajar del monte saltando por las rocas! Largos otoños había estado allí oyendo el vendaval desencadenado en el mar, mientras contaba las luces que brillaban en la obscuridad del valle. ¡Y cuántas veces desde aquellas ventanas había saludado el retorno de sus navegantes! ¡Y cuántas otras les había despedido! Ellos habían partido y vuelto, pero ella nunca había abandonado aquel lugar. ¿Y había de abandonarlo ahora? ¡No! Aquello equivaldría a abandonar a los espíritus que permanecían allí sólo por ella…

—Me quedaré sola en mi vieja casa hasta que el Señor se digne llamarme —dijo, serenamente, a Saga y a Einar.

—¡Pero, mamá! ¡Tú no puedes quedarte sola aquí! —objetaron ellos.

—No estaré sola —repuso ella con una vaga sonrisa.

—Entonces, está bien; pero con la condición de que nos mandes aviso urgente si te ocurre algo. ¡Promételo!

—Lo prometo.

Y Katrina se quedó sola. Ella no era una mujer enfermiza, pero las fuerzas la iban abandonando lenta, implacablemente. Su abundante cabello, rubio un día, era ahora blanco como la nieve; le temblaban las manos, sus pies se movían con gran pesadez y los movimientos de su cuerpo iban haciéndose cada vez más torpes. Una noche, el huracán abatió la valla que cercaba la casita y ella no tuvo fuerzas para volverla a levantar. Permaneció derribada, y el viento fué esparciendo los maderos por la colina. No se ocupaba ya del jardincillo, con lo cual pronto la mala hierba creció más alta que las flores. La escalerilla, que ella misma había procurado siempre tener sólida y en buen estado, ahora se resquebrajaba y las ortigas asomaban por entre las hendeduras. La pequeña letrina estaba desvencijada y a merced de todos los vientos; el moho había invadido uno de los goznes de la puerta, que se mantenía en pie por milagro, sostenido sólo por el otro. Las paredes del hogar estaban negras de polvo y hollín; el techo estaba también negro, tiznado. Pero a la débil anciana le era imposible subirse a una escalera para blanquearlo con cal. La casita ya no estaba tan limpia, ni tan aseada su dueña. Y ahora, además, ¡se hacía tan pesado subir el agua por entre las rocas, y la leña del bosque estaba tan lejos! Para colmo, tenía la vista tan débil que ni siquiera veía lo que hacía falta limpiar. Iba a hacer calceta en las casas de la vecindad, y, mientras tanto, vigilaba a los pequeños. No podía hacer más. Pero tampoco le faltaban medios de vida. Con toda regularidad, Einar le mandaba una cantidad cada mes, y de cuando en cuando llegaba el billete extranjero de Gustav. Hacía tiempo que Katrina se había desprendido de la vaca. Le era demasiado fatigoso ir a ordeñarla y llevarle forraje. Además, ¡era tan poca la cantidad de alimento que ella necesitaba ahora!

De tiempo en tiempo, muy de tiempo en tiempo, Katrina, reuniendo sus fuerzas, se llegaba al camposanto. Un día encontró que allí se habían operado cambios importantes. Se habían trazado nuevos senderos entre las tumbas, y en vano buscó por todas partes la de Johan. Luego supo que uno de aquellos senderos cruzaba precisamente por encima de la que fuera fosa de su marido. Katrina se dejó caer en un banco y reclinó la espalda en el añoso tronco de una encina. Sus manos rugosas, surcadas de hinchadas venas azules, descansaban sobre sus rodillas; su mirada fatigada se tendía hacia el Langsund.

Pero ni aun en la lejanía se veía aparecer la nave de Johan. En su último viaje se había ido demasiado lejos de ella… Como tantos otros, por lo demás… Pero, ¿quién sabe?, tal vez no era aquella la dirección por donde debía buscarle; si apartaba la mirada de aquel promontorio, detrás del cual había visto desaparecer el navío, y la volvía hacia la parte opuesta de la isla, quizá no tardaría en descubrirle viniendo a su encuentro a toda vela.

«Navegaré de puerto en puerto hasta que te encuentre…»

—Sí, Johan; ven pronto. Yo te espero.

 

Una mañana, Katrina halló derribado uno de los manzanos. Lo había abatido el viento. La capa de tierra y todas las raíces habían sido arrancadas de la roca. Katrina reunió sus últimas fuerzas y volvió a plantar el arbolillo; pero éste se marchitaba a ojos vistas. Era el árbol que los muchachos habían convenido en que fuera de Gustav. Desde entonces, Katrina ya no esperó recibir cartas de Australia. Y no llegaron más.

Katrina sólo vivía ya pensando en el mundo de su pasado y en el del próximo futuro; el del presente había dejado de atraerla. Y el recuerdo de Johan predominaba sobre todos los demás. Desde el lecho escuchaba, atenta, los vendavales de otoño y los aullidos de los lobos; y entonces recordaba aquellas noches en que ella y Johan, acostados uno al lado del otro, conversaban a obscuras con voz apagada, para no despertar a los pequeños. ¿Qué le importaban los pequeños ahora? Todos habían desaparecido; también Sandra había seguido su propia senda. Sólo le quedaba Johan, y su mayor deseo era volver a sentir su aliento, allí, junto a ella, sobre la misma almohada. Cuando quería hablar con Johan, se iba detrás de la casa y se sentaba en una pequeña piedra, frente a otra mayor en la que solía sentarse él. Allí era donde Johan había llorado sus lágrimas más amargas, lágrimas suyas, que él creía que nunca hubiera debido compartir con su mujer. Y allí permanecía aún su espíritu.

—Johan —decía Katrina—, ven pronto. Ya no hago nada aquí sino esperarte.

Y otras veces:

—Johan, acuérdate…

—¿Te acuerdas, Johan…?

 

Con todo, Katrina no dejaba de sentir algunas veces el peso de la soledad de su vejez. Y entonces se acordaba de Einar, de Greta, de Saga y de sus nietecitos. ¿Por qué no venían nunca a visitarla? ¿No sabían por ventura que sus días estaban contados? ¿Cómo sería ahora la pequeña Greta? Seguramente, ya una moza crecida; toda una señorita quizá. De sus restantes nietecitos, Katrina sabía muy poco; ignoraba incluso, a decir verdad, cuántos hijos había tenido Saga. Einar no tenía tiempo de ir a Torsö; se pasaba todo el año en el mar. Y su mayor deseo había sido siempre librarse de cuanto pudiera ligarle a aquellos humillantes tiempos de su infancia. ¿Sería feliz ahora?… Sí: Katrina tenía deseos de volverlos a ver a todos, de hablar con Saga, de ver cómo era ahora Greta y de dar unas palmaditas a los pequeños. Claro, a los chicos no les atraía venir a Västerby. Las camas de abuelita eran demasiado duras y nada cómodas para dormir. Pero ella, en definitiva, hubiera querido volver a verlos, al menos por última vez…

Katrina decidió emprender el viaje a Mariehamn. Otros más viejos que ella no titubeaban en tomar el vapor; y, además, ¡le habían rogado tantas veces que fuera! No le faltaba dinero para el viaje. Einar nunca la había dejado sin recursos. Sus vestidos estaban más bien pasados; pero en la ciudad no ignoran cómo visten las viejas campesinas.

Katrina no quiso correr el riesgo de no despertarse a medianoche; tampoco quería bajar a obscuras el camino de Batviken. Guardó, por lo tanto, el dinero en una punta de pañuelo, cogió algunos pares de medias para sus nietos y salió de casa al atardecer para ir a esperar el vapor en el muelle. Cansada y transida de frío, pasó las largas horas de la noche sentada en un incómodo banco de madera.

Antes de oír sonar la sirena del vapor, al clarear la aurora, Katrina se había arrepentido mil veces de su propósito. Pero se sentía demasiado cansada para cambiar de parecer, marcharse otra vez y subir la cuesta. Permaneció sentada, y cuando llegó el vapor siguió a bordo a los otros viajeros. Pudo acomodarse en la popa, en un rincón del puente, y allí permaneció cuatro interminables horas, mientras el vaporcito se alejaba del archipiélago. El aire fresco que le acariciaba el rostro, la reanimó; a la luz del sol naciente, islas y escollos pasaban ante su mirada envueltos en la bruma. Miró a su alrededor. Tenía la vista muy débil. Pero todavía le permitió convencerse una vez más de que Åland era una tierra realmente hermosa. Sí, un país del cual sus habitantes podían sentirse con razón orgullosos. Allí estaba Ekön. Allí había ido a trabajar otra Katrina —una Katrina joven y animosa—, y de allí había ido y venido muchas veces, llevando consigo a sus hijos, a través del hielo. ¿Y Hällören, dónde estaría? Imposible reconocerlo entre aquel sinfín de islotes y escollos. ¡Ah, si Johan hubiese estado ahora aquí, en seguida habría sabido indicarle con el dedo todas las islas!

Llegó el cobrador, y Katrina le puso en las manos la bolsa que contenía todo su dinero. Él sabría lo que había de cobrar y le daría el billete que le tocaba. El buen hombre cogió la bolsa un tanto sorprendido, cobró lo que debía y le devolvió el sobrante.

Por fin, el vapor llegó a Mariehamn. Atracó en el Puerto Oriental, y Katrina cogió su paquete y saltó a tierra. Empezó a andar por la ciudad al azar, pues sabía el nombre de la calle donde habitaba Einar, pero ignoraba dónde se encontraba. Pronto vió una gran avenida que parecía extenderse de un extremo a otro de la ciudad: debía de ser la calle Mayor. En la parte opuesta, al final de esta calle, veía elevarse todo un bosque de mástiles de navíos. Aquél debía de ser el Puerto Occidental. Luego iría a dar un vistazo por los muelles. También quería ir a ver la Escuela de Náutica y el Hogar del Marinero. Pero lo que importaba ahora era encontrar a Saga, tomar una taza de café y, sobre todo, descansar, porque se sentía agobiada de fatiga.

Algunos transeúntes le indicaron la casa del capitán Nordman: una casita amarilla, en una calle muy quieta, a la que daban sombra dos hileras de árboles. La rodeaba un jardín, circundado a su vez por un seto, con hermosas plantas y vistosas flores tardías de verano. Debajo de un grupo de abedules había un columpio, igual, igual que el que el capitán Hjalmar Nordkvist había mandado instalar para sus hijos, y, esparcidos por el suelo, algunos juguetes. Entre dos fresnos, en cuyos troncos se veían claras huellas de rozaduras, colgaba una hamaca, sobre la cual había una manta y un libro. También, apoyada en la pared, se veía una bicicleta de niño. El conjunto daba una impresión de bienestar y comodidad, aun en aquellas horas matinales en que todavía no se veía a nadie de la casa. También había manzanos, de cuyas ramas colgaba copiosamente el fruto, de un amarillo brillante. ¿Era aquélla realmente la casa de Einar, de su hijo? ¡Si Johan hubiese podido verla! La casa era igual en dimensiones y estructura a las otras de la vecindad. Hasta tenía un balcón… Pero Katrina se sentía cansada: necesitaba entrar. Con todo, al ir a hacerlo la invadían ciertos temores. ¿Qué diría Saga al verla llegar de aquella manera, sin haberles mandado previo aviso? Quizá en aquel momento su visita no resultara del todo grata. Pero, si así fuese, la culpa sólo la tendrían ellos. ¡La habían instado tantas veces a que viniera! Por fin se decidió; al menos vería a los niños y le darían una taza de café; y que pensaran lo que quisieran.

Katrina trató de abrir la puerta, pero todos sus esfuerzos fueron vanos. De momento quedó perpleja; pero en seguida recordó que la gente de la ciudad acostumbraba a vivir con las puertas cerradas. Llamó. Se oyeron pasos infantiles, la puerta se abrió lentamente, y apareció un niño que se quedó mirando a Katrina con sus grandes ojos azules. «¿Será Herman? —pensaba Katrina—. ¡Cómo ha crecido!»

—¿Está mamá en casa? —preguntó. Pero el chico ya había desaparecido y Katrina le oyó gritar:

—¡Mamá, mamá! ¡Ahí fuera hay una pobre vieja, una mujer del campo…!

—¿Qué vende? —se oyó decir a Saga. Katrina tosió ligeramente para aclararse la voz, y penetró en el vestíbulo un poco obscuro.

—Soy yo, Saga —dijo.

Su nuera apareció en el umbral de la puerta, con los brazos llenos de colchas y de fundas de almohadas. Abrió desmesuradamente los ojos y exclamó:

—¡Tía Katr…! ¡Abuela! ¡Qué sorpresa! ¡Entra! ¿Cómo estás? ¡Herman, saluda a la abuelita!

—Tal vez llegue en un mal momento; pero sólo quise ver a los chicos y saber cómo estáis vosotros. ¿Os molesto?

—¡No faltaba más! Al contrario: nos das una gran alegría… Vas a pasar unos días con nosotros… Perdona que no me encuentres aún vestida. Aquí, por la mañana, nunca se acaba con el trabajo. Ven y siéntate para tomar algo… No, no vayas a buscarlo a la cocina; la muchacha te traeré el desayuno. Ven aquí, al comedor; siéntate en el sofá.

—¿Dónde está Greta?

—¡Oh, Greta! Durmiendo todavía como un lirón. Esta noche ha ido a bailar y se ha acostado tarde: un baile que ha dado el cuerpo de bomberos. De modo que no la veremos hasta la hora de comer. Su habitación está en el segundo piso… Ahora hay que dejarla que se divierta un poco. Se ha pasado el invierno estudiando. ¿Sabes que es la primera de la clase? Todos esperamos que haga unos exámenes brillantísimos. Luego empezará a estudiar idiomas. Ya sabe perfectamente francés y alemán.

—¿De verdad?

—¡Vaya!… ¿Has visto a Herman, abuela? ¿Verdad que está crecido? Los gemelos también han crecido mucho. No conoces todavía a Lillan. Pronto va a cumplir tres años. Einar dice que es el único que se me parece. Tiene el cabello y los ojos obscuros. Es el predilecto de su papá… ¡Vas a ver a Greta, abuela! Es una hermosura. Ya se lleva las miradas de toda la ciudad.

—Ya… ¿Querrías darme una taza de café?

—¡Ah, es verdad! ¡Cuando una se pone a charlar!… ¡Ellen! Trae café en seguida para

Fru Johansson [23].

¿

Fru Johansson? Katrina miró a su alrededor. ¿Habría allí alguien más? Pero cuando la pulcra camarera entró con el servicio de café y lo dejó delante de Katrina, empezó a cruzar por su mente una vaga sospecha: la señora Johansson era ella misma, Katrina de Klinten. A decir verdad, allí no se encontraba a gusto. Todo le parecía extraño. ¿Por qué iría vestida Saga con aquella ancha bata floreada en vez de llevar faldas y blusa? ¿Y por qué tenía la cabeza llena de horquillas de acero? Sería para rizarse el cabello… ¡Le sentaban tan bien, en su tiempo, las trenzas y el cabello liso! ¡Y qué taza de café! Una tacita minúscula y delicadísima. Apenas podía una pasar el dedo a través de aquella pequeña asa de porcelana. No, no: Katrina no encontraba de su gusto todo aquello.

—¿Dónde están los gemelos? ¿Y la pequeña?

—Están jugando en el cuarto de los niños. Voy a hacerles bajar para que saluden a su abuelita.

Saga trajo cogidos de la mano a los dos mellizos, que iban ya a cumplir los cinco años. El niño tenía los mismos cabellos lisos y rubios y la misma carita redonda de Einar. La pequeña era viva, con una arrogante cabecita muy tiesa, que indicaba ya un carácter firme. Su cabello claro rodeaba de bucles sus rosadas mejillas y le colgaba en dos trenzas por los hombros, hasta llegarle casi a las rodillas.

—Ésta es el vivo retrato de su abuela, según aseguran todos los que te han conocido de joven —dijo Saga—. Y ésta es Lillan. Di: ¿verdad que se me parece?

—Sí. ¡Qué hermosura de chiquillos! ¡Que Dios te los conserve y no permita que se aparten del buen camino! Eso es lo más importante… Y Einar, ¿está fuera?

—Sí: embarcó para un largo viaje. Ahora es capitán de un gran buque que compró recientemente una nueva Compañía armadora. Einar es también accionista de la Compañía.

—Podéis dar gracias a Dios por todo lo que os ha dado.

—Sí. No podemos quejamos de la suerte. Pero tampoco hemos salido adelante sin más ni más. Einar trabaja sin descanso y no es nada agradable tener que vivir separados los mejores años de la vida. Pero, ¿para qué lamentarse? Ésa es la suerte de los marinos y de sus mujeres. Lo más importante es poder dar una buena educación a nuestros hijos y ahorrar algo para la vejez.

—Es verdad.

—Te quedarás unos días con nosotros, ¿no, abuela?

—Te lo agradezco mucho. La verdad, me sentiría demasiado cansada para volverme en seguida. Viniendo en el vapor, una se pasa la noche en vela.

Por fin, Saga fué a vestirse; pero no con una falda y una blusa «como era debido», sino con un lujoso traje adornado con encajes y botones, y zapatos de charol de tacón alto; al verla, Katrina se sintió más desazonada aún. Saga se había quitado las horquillas que llevaba en la cabeza y se había arrollado el pelo en la nuca. Con tantos rizos y bucles en torno a las mejillas y la frente, a Katrina se le figuraba más que nunca una extranjera.

Al mediodía se sirvió la comida (el

lunch, como lo llamaban ellos). «¿Por qué no hablará la gente el sueco como Dios manda?», pensaba la anciana, molesta. La camarera había ido a llamar a la «señorita Greta»; y antes de que Katrina se hubiese dado cuenta de nada, su antigua protegida aparecía en el umbral de la puerta del comedor y contemplaba sonriente a toda la familia, sentada ya a la mesa. Katrina exhaló un suspiro y sintió que se le desvanecía el poco ánimo que le quedaba. La que veían sus ojos era una verdadera belleza, una belleza como hay pocas… Pero a quien ella hubiera querido ver, era a su pequeña Greta.

La linda señorita avanzó para estrechar la mano de Katrina y, con una sonrisa que descubrió una hilera de hermosos dientes entre sus frescos labios rojos, dijo:

—Buenos días, abuela. ¡Bienvenida a Mariehamn!

Desde la otra parte de la mesa, Katrina observaba a hurtadillas a la jovencita. La boca encarnada de Serafia, los ojos brillantes de Serafia, el cutis fresco de Serafia, la nariz recta de Gustav, la figura y el porte de Gustav. «Y, sin embargo, ¡es tan distinta de Serafia y de Gustav como lo es el día de la noche!», pensaba.

Greta cuidaba de la pequeñita y la ayudaba a comer.

—Estoy contenta de ver otra morenita en la familia; antes, yo era la única oveja negra del rebaño —dijo a Katrina. Y otra vez aquella fresca sonrisa iluminó su rostro como un rayo de sol. Era imposible que aquella sonrisa no atrajera la mirada de todos. «La franca alegría de Gustav, que se ganaba los corazones», pensaba Katrina.

—¡Oh, mamá! ¡Si supieras lo que me divertí anoche! ¡No paré de bailar! Luego te contaré —exclamó Greta.

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