Katrina

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KATRINA » Capítulo XXV

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SE hallaban, pues, de nuevo en Bomarsund. Pero ahora la tierra estaba cubierta por el velo de la noche otoñal: en la obscuridad se oía el salvaje mugir de las olas.

Por unos momentos, se vieron rielar todavía en el agua las luces verde y roja del vapor, que no tardó en desaparecer detrás de una isla; y cuando los restantes pasajeros desembarcados se hubieron marchado de allí, Johan y Katrina se encontraron solos en el muelle. Envueltos en la obscuridad, caminaban por entre los escollos de la orilla hasta que encontraron su frágil embarcación. Desataron el cabo que la sujetaba y Katrina empuñó los remos mientras, inquieta, tendía la mirada por encima del mar, que estaba negro como la pez.

—Yo remaré —dijo—, pero no sé en qué dirección; eso tú lo sabrás.

—Por la obscuridad no te preocupes. Mientras la niebla no se nos eche encima, no perderemos el rumbo. Lo que ocurre es que el mar se ha puesto feo y amenaza ponerse peor.

—¿Crees que vamos a tener temporal?

—Me temo que sí, como decía el patrón Ante. Pero si nos damos prisa, quizá lleguemos antes a casa. Mejor será que me ponga yo a los remos.

—¡De ninguna manera, Johan! Tú no debes remar. ¡Déjame! Te prometo hacerlo bien; estáte tranquilo y dime sólo hacia dónde hemos de ir.

—Rema contra el viento; primero hacia el norte, hasta que lleguemos al

fjord de Torsö.

—¡Pero no me lo digas así! Indícamelo con el dedo y te entenderé mejor.

—¡

All right! ¡Serías un buen marinero! Da, pues, el golpe de remo fuerte y largo, y cuando lo tengas levantado vuelve la pala: así te cansarás menos.

El viento soplaba con fuerza. Pero no tardaron en salir del estrecho, bordeando Presto, y oyeron en seguida el rugido de las aguas del

fjord de Torsö. Johan iba señalando el rumbo en la obscuridad.

—Afloja, Katri; aguanta firme hacia el este, pero no remes tan fuerte con el remo derecho: la corriente nos lleva hacia el sur.

Katrina veía sólo inacabables tinieblas. No veía tierra ni mar; ni siquiera llegaba a darse cuenta de si la barca avanzaba o no. Le parecía que aquel mundo nocturno, negro como la pez, era sólo una inundación de aguas espumantes arremetiendo furiosas contra invisibles escollos que debían de emerger en algún punto, allá lejos, hacia el sur. Saladas salpicaduras de mar le azotaban el rostro. El agua empezaba a entrar en el bote. A cada instante debía cambiar los pies de lugar, porque notaba que el agua le penetraba en los zapatos.

—¡Duro con el remo de la izquierda! —gritó Johan.

Katrina empuñó con más fuerza el remo indicado, inclinando y levantando su cuerpo robusto con movimiento rítmico. Poco a poco, Johan volvió a gritarle:

—¡Rema más de la izquierda, Katri!

—¡Lo hago todo lo que puedo, Johan! Pero, ¿cómo vamos a llegar a casa así? ¿No te parece que lo que haremos remando de este modo será volver a Bomarsund?

—¡No! —exclamó Johan—, ¿No ves que el viento nos está empujando hacia el sur? ¡Mantén la proa al norte: de lo contrario, vamos a estrellarnos contra los escollos de alguna isla del sur!

A medida que se acercaban al

fjord, iba creciendo el oleaje; la pequeña embarcación se balanceaba sobre olas ya muy altas.

De pronto, Johan se levantó de un salto, empuñó un remo y, de pie, dió algunas bogadas poderosas.

—¡Esto se pone cada vez peor, Johan! —dijo Katrina con voz fuerte para dominar el fragor de la tormenta.

Johan no contestó. Los músculos de su rostro flaco y pálido estaban en rígida tensión; tenía los labios fuertemente apretados. Dejóse caer de nuevo sobre el banco de popa, mientras Katrina empujaba otra vez los remos y continuaba la tarea sobrehumana de hacer avanzar la vacilante barquilla.

Al poco rato, Johan se levantó por segunda vez y, echando casi a su mujer de espaldas, empuñó los remos, y con unos golpes rápidos y hábiles viró la barca contra el viento. En aquel preciso instante llegó una gigantesca ola que levantó el bote como una paja y lo dejó luego, sumido en una profunda depresión, hasta que una nueva ola volvió a elevarlo. Katrina, aterrada, se agarró en silencio al borde de la barquilla dejando los remos a su marido que había ocupado su lugar.

—¡Ve a popa, Katri! —le mandó Johan.

Ella, saltando el brazo de Johan, consiguió sentarse en el lugar que él había ocupado antes y desde allí se puso a observar cómo su marido maniobraba. A través de la obscuridad, con la escasa distancia que le separaba, podía ver que el rostro de Johan brillaba con una palidez de espectro. El marinero bogaba como arrebatado por la ira: a cada golpe de remo se levantaba casi de pie. Con rapidez inconcebible para ella, mediante dos recios golpes volvía el bote contra el viento para hacer frente a las olas encrespadas, y, en seguida, remando vigorosamente, lo empujaba unos metros adelante, hasta que el oleaje embestía de flanco la frágil embarcación amenazando volcarla. Pero llegó un momento en que las tinieblas parecieron querer arrojar sobre ellos una nueva y gigantesca ola; él quiso salvarla de frente, pero le flaquearon las fuerzas y cayó de bruces sobre los remos. Faltó poco para que éstos se le escaparan de las manos; pero, apoyándose en ellos con casi todo el cuerpo, consiguió retenerlos. Mientras tanto, la enorme mole que había intentado salvar se iba aproximando cada vez más alta, hasta que llegó al bote semejante a un acantilado y, entonces, deshaciéndose como una catarata, se derrumbó sobre ellos; milagro fué que la embarcación y sus tripulantes no quedaran deshechos bajo aquel húmedo y opresor abrazo.

La inmersión duró un instante, lo que dura un mal sueño; pero cuando los dos se encontraron de nuevo cara a cara, salidos como por milagro del abismo, les pareció que había durado una eternidad. Katrina se había aferrado con ambas manos a la borda. Tenía las piernas sumergidas en el agua; el pañuelo de la cabeza le había desaparecido, y el viento le lanzaba los cabellos al rostro. Johan volvía a ocupar su puesto y a manejar los remos con mano firme; y Katrina contemplaba atónita cómo aquel hombre enfermo y exhausto sacaba fuerzas de flaqueza para proseguir en su lucha contra la furia de los elementos.

De pronto, tuvo ella la sensación de que las tinieblas que les rodeaban se hacían más tupidas a la derecha del bote, en donde parecían elevarse semejantes a un negro muro que amenazara aplastarles; y al propio tiempo, llegó a sus oídos algo parecido al furioso batir de las aguas contra unos escollos.

—¡Johan! —gritó asustada—. ¡Tenemos la costa aquí delante!

—¡Lo sé, mujer! —exclamó él esforzándose para dominar con su voz el ruido del temporal—. ¡Hace media hora que avanzamos con bancos y escollos a sotavento!

Un instante después, Johan volvió a gritar:

—¡Ayúdame, Katrina! ¡Ayúdame o vamos a estrellarnos contra los peñascos!

Katrina se lanzó hacia adelante y, reuniendo ambos sus fuerzas, lucharon desesperadamente contra la furia de las olas, que amenazaba arrojarlos contra los desnudos picos de las rocas que asomaban a flor de agua. Estaban tan terriblemente cerca de ellos, que el agua que los batía entraba de rechazo en la barca. Katrina tenía la mente fija en la idea de que había llegado para ellos la última hora; pero Johan la animaba a proseguir en la lucha. Él, a pesar de la obscuridad, no apartaba los ojos de los cercanos peñascos. Katrina pensaba que debía de verlos, pero advertía que, al propio tiempo, vigilaba las olas que llegaban de la parte contraria, a las que recibía con los dientes apretados.

—¡Adelante!… ¡Duro!… ¡Sotavento!

Su voz llegaba en frases truncadas a los oídos de Katrina. Por fin, y tras inauditos esfuerzos, lograron alejarse de los peligrosos peñascos, y se extendió ante ellos el mar libre.

—¡Ahora suelta la barca! —gritó Johan; y dejó que el viento la empujara a la deriva.

Cruzaron rápidos frente al extremo de la orilla, y, en cuanto hubieron alcanzado la punta sudeste de la isla, Johan volvió a empuñar los remos y a remar con todas sus fuerzas para acercarse paulatinamente a tierra.

—¡Hemos de abordar aquí! —gritó Johan; y Katrina, comprendiendo que se iban acercando a aguas más tranquilas, empuñó un remo para ayudarle.

El viento soplaba del sur con furia; eran precisos un trabajo ímprobo y una gran habilidad para deslizarse por entre los escollos de que estaba sembrada la orilla. Pero lo lograron felizmente, y en cuanto hubieron saltado a tierra, apresuraron a sacar el bote, que dejaron sobre una roca llana.

Silenciosamente, casi sin saber lo que hacían, empezaron a andar, a tientas, hacia el interior del islote. Cuando se hubieron alejado unos cien metros del mar, Johan se detuvo y se sentó en el suelo.

—Descansemos un poco… —dijo. Katrina, que se sentía agotada, se dejó caer sin más a su lado.

Permanecieron así una media hora, completamente exhaustos, y con el pensamiento demasiado absorbido por la pasada pesadilla para intentar hablar. Mientras sus músculos se distendían, escuchaban, como entre sueños, el rumor que en torno a ellos levantaban las aguas. Era todavía noche obscura; los árboles del islote silbaban y gemían agitados por el viento.

—¡De buena nos hemos librado esta vez, Katrina! —dijo por fin Johan—. Todavía no comprendo cómo hemos podido salimos de los arrecifes de Rannö.

—Sólo gracias a ti, Johan —repuso Katrina con dulzura.

—No, Katrina. Yo solo no hubiera salido de allí—. Y tras una pausa, añadió: —Aquí hace mucho frío; parece como si lloviznara, ¿verdad?

—Sí. Pero, ¿vive alguien en esta isla? ¿Dónde estamos?

—Aquí no hay nadie. Una vez vino a establecerse un viejo granjero; pero hace tiempo que le echaron. Estamos en el islote de Hällören.

—¿De Hällören? ¿No está detrás de Ekön?

—Sí. La maldita borrasca nos ha llevado muy lejos hacia el sur. ¡Vaya unas olas que nos mandaba ese cochino norte! Pocas veces las he visto tan grandes en este

fjord.

—¡En resumidas cuentas, buen viaje nos ha dado ese buen doctor! Procuremos meternos un poco más hacia adentro: quizá encontremos un lugar más resguardado.

Johan asintió, y avanzaron tierra adentro envueltos en la obscuridad, tropezando con raíces salientes, guijarros y tupidas matas. De pronto, Johan se detuvo y empezó a olfatear el aire como un perro.

—El viento empieza a soplar ahora del oeste. Tendremos que bajar a la orilla y arrastrar el bote un poco más adentro de la playa; de lo contrario corremos el riesgo de perderlo.

Volvieron a la playa, donde el mar seguía enfurecido. En la obscuridad, el bote no aparecía por parte alguna; lo buscaron por la playa, por los pelados peñascos batidos continuamente por las olas.

—¿Dónde lo hemos dejado? —preguntó Katrina.

Johan, que iba un poco adelante, se detuvo y lo observó todo a su alrededor.

—Debería de estar aquí. Aquí es donde hemos abordado: por entre estas rocas.

Avanzó unos pasos más, pero volvió a retroceder.

—No está.

Katrina se le unió jadeante.

—¿Que no está el bote? —gritó.

—No —repuso Johan en tono resignado—. Ha desaparecido.

Y volvió hacia el bosque con las manos en los bolsillos y la cabeza baja. Katrina le seguía sin hablar.

Se sentaron en una hendidura de las rocas, donde estaban algo más al abrigo del viento, que en aquellos momentos soplaba con la furia de un huracán. Uno y otro estaban demasiado deprimidos para entablar conversación. Más allá de la cima de una enorme peña divisaron el mar, y a la luz indecisa del alba pudieron darse cuenta de la violencia del temporal desencadenado. Las flexibles ramas de los olivos se doblaban hasta el suelo impulsadas por el viento, y de un pequeño soto de pinos gigantes situado en el centro de la isla llegaba un siniestro aullido que arrancaba el viento a los troncos y a las ramas.

Johan y Katrina estaban acurrucados como dos chiquillos miedosos, temblando, ateridos de frío bajo sus ropas empapadas de agua. Al poco rato sintieron azotados sus rostros por las primeras gotas de lluvia.

—Ya la tenemos aquí —dijo Johan dando diente con diente—. Ya sabía yo que para postre vendría la lluvia.

Apenas acababa de hablar, cuando un violento temporal de lluvia y granizo descargó sobre aquella tierra ya furiosamente azotada. Uno en pos de otro, Johan y Katrina corrieron a guarecerse bajo la copa de un árbol. Las anchas ramas bajas de un gigantesco abeto les ofrecían amparo: se precipitaron allí y se echaron jadeantes sobre el suelo cubierto de hojas que quedaba resguardado por aquel verde refugio. La lluvia no penetraba a través de las tupidas ramas del viejo abeto, pero el continuo fragor de la tormenta no cesaba de atronarles los oídos, y se sentían débiles y acobardados como dos bestezuelas que se hubieran refugiado en el bosque, huyendo del furor de los elementos que asolaba la tierra. Pronto se dieron cuenta de que el agua de la pendiente se escurría hacia el árbol y formaba un riachuelo a través del mullido lecho de hojarasca. Además, aquel suelo que al principio les había parecido seco, era, en realidad, frío y húmedo, y al poco rato de estar allí, un estremecimiento recorría sus cuerpos ya bastante entumecidos. Katrina advirtió que Johan estaba lívido, que le temblaba todo el cuerpo y le castañeteaban los dientes.

—Ven, Johan; ponte más a mi lado —le dijo.

Johan se arrastró hasta hallarse junto a su mujer; ésta le acogió en sus brazos, le estrechó la cabeza contra su seno, y procuró que su corta chaqueta les abrigara a un tiempo a los dos.

Poco después le oyó murmurar:

—¡Katri!

—¿Qué quieres?

—¿No estás enfadada conmigo?

—No. ¿Por qué habría de estar enfadada?

—Porque te he gritado de aquella manera cuando estábamos en el bote.

—¡Vamos! ¿Qué importaba aquello? Al contrario, lo que hacía es cobrar ánimos al ver que tenía un patrón tan enérgico —repuso Katrina bromeando.

—Es que cuando uno se encuentra con una mar como aquélla, pierde un poco el tino, y grita y ahueca la voz casi sin darse cuenta. No creas que estuviera enfadado. No: tú sirves para todo. Si hubieras nacido muchacho y te hubieras dedicado al mar, hubieses sido al cabo de poco tiempo el primer capitán. —Johan hablaba con los dientes apretados y sin apartar la cabeza del regazo de Katrina.

Ella le sonrió.

—No lo creas. Tal vez hubiera sido un buen campesino, pero nunca un buen marinero. Yo soy como todos los de mi familia: somos lentos en el pensar, porque queremos obrar a la segura.

—Pero has enseñado tantas cosas a nuestros campesinos… Más de una vez…

—Sí, ya sé… ¿Tienes mucho frío?

—Las piernas me pesan como troncos.

—¿Y cómo vamos a salir de aquí, Johan?

—En cuanto haya mejorado el tiempo pasará algún bote por ahí cerca y le llamaremos.

—¿Qué pensará Erik, solo, en casa?…

—No te apures por él; él está bajo techo.

—¡Qué mal tiempo para principios de otoño! ¡Figúrate, con tanto grano en gavillas!

—Es verdad… Me parece que ha dejado de llover. Fuera de aquí ya será día claro.

—Salgamos. Vamos a dar una ojeada.

Se levantaron, y, a gachas, por debajo las ramas, salieron al aire libre, donde se desentumecieron los entorpecidos miembros. Johan no podía con sus piernas y se sentó sobre una roca. Después de la lluvia, el mar se había calmado un poco; pero a la luz grisácea del cielo lluvioso, las olas, encrespadas y con sus turbios penachos de espuma, presentaban un aspecto siniestro. Ambos observaban el mar sin decir palabra.

—Y también hemos perdido la medicina —exclamó ella.

—¡Bah!… ¡Para lo que iba a servir aquel brebaje! —dijo Johan con desprecio—. Por lo que más siento todo esto es por la barca de Seffer —añadió.

—¿Crees que se habrá estrellado contra algún escollo?

—No me extrañaría que hubiera ido a encallar en alguna isla.

El día transcurría con lentitud. El frío no disminuía; continuaba lloviendo y el mar seguía agitado. Los dos náufragos erraban taciturnos de una parte a otra del islote; se sentaban en un lugar, y al poco rato se levantaban para ir a sentarse en otro. Mientras el tiempo conservase su mal cariz no había esperanza de avistar ninguna embarcación, porque aquel paraje estaba apartado de la ruta que seguían los grandes navíos; y en cuanto a las barcas de pesca, no se harían a la mar hasta que el tiempo hubiese mejorado. Johan y Katrina empezaban a sentir la comezón del hambre, pero ni uno ni otro se atrevían a confesarlo. Agua para apagar la sed sí la encontraban en abundancia en los huecos de las rocas.

Cuando anocheció de nuevo, volvieron a guarecerse bajo las ramas del hospitalario abeto. Katrina recogió grandes ramas de pino, las recubrió con hojarasca y preparó como mejor supo una cama para los dos. El musgo estaba demasiado húmedo para ser utilizado como lecho.

—Por primera vez en mi vida me gustaría que fueras fumador, Johan, porque así llevarías fósforos en el bolsillo y podríamos encender fuego y secarnos la ropa —decía Katrina mientras con las ropas mojadas y frías se tendía en aquel lecho incómodo.

Apenas pudieron dormir: el frío, el fragor del mar y los rumores del bosque les tuvieron toda la noche en vela.

El cielo amaneció un poco más despejado. Hacia el mediodía, el sol logró romper la bruma y deshizo los últimos nubarrones. Por fin, los dos náufragos podían abrigar la firme esperanza de avistar alguna embarcación; así, no se alejaban de la orilla y escrutaban continuamente el horizonte del

fjord por donde pudiera aparecer el ansiado socorro… El hambre se convertía ya en un vivo tormento. En todo el día anterior no habían probado bocado y el día del viaje lo habían pasado ya con un alimento muy ligero. Las únicas substancias comestibles a que podían recurrir eran hierbas que crecían entre el musgo de las grandes peñas y algunos hongos brotados después de la lluvia.

El día declinó: el sol se puso y llegó otra noche: el mar que rodeaba las islillas permanecía desierto. Ni una sola barca apareció a los ojos de los dos náufragos de Hällören. Cada vez más desolados, permanecieron sentados en las rocas que bordeaban la orilla, avizorando el mar, hasta que la noche cerrada sólo les permitió distinguir el contorno de las islas más cercanas. Entonces, deprimidos y silenciosos, volvieron a recogerse bajo la copa del abeto, su refugio nocturno.

Hacia la madrugada, llegó distintamente a sus oídos el ulular bien conocido de la sirena de un vapor. Despertaron estremecidos, pero continuaron ambos inmóviles, creyendo cada uno que el otro dormía aún. A poco, Johan murmuró cautamente:

—Katri.

Katrina se volvió al momento, como buscando una posición más cómoda. Johan estiró también sus miembros entumecidos.

—¡Ah! ¿Estás despierta?

—Sí. ¿Has oído la sirena del

Åland? ¿Vendría de Batviken?

—No. Se oía al este de Langnäs. Viene de Abo.

—¡Hay que ver! Ha hecho todo el largo viaje hasta Abo mientras nosotros estábamos metidos aquí como dos estúpidos. Si nos hubiéramos arriesgado a dejar la barca en Bomarsund y hubiésemos tomado el vapor hasta Torsö, habríamos llegado en pocos minutos y sin ninguna fatiga.

—Es verdad. Seffer podía haber esperado a que le devolviésemos el bote una vez hubiéramos vuelto a casa. Desde allí podíamos tomar el vapor correo hasta Bomarsund y volver luego en el bote. Mientras que ahora, seguramente se habrá perdido.

—Es lo más probable. Voy a acercarme a la orilla para ver si por casualidad se avista alguna barca.

Katrina recorrió la orilla en todas direcciones escrutando el horizonte. Aun reinaba la obscuridad; pero era indiferente, porque ella sabía que en aquel absoluto silencio, oiría los golpes de remo por poco que una barca se aproximase. Sobre las copas de los árboles de las islas, vió una clara lucecita roja que avanzaba lentamente. «¿Será el sol?», se preguntaba. «La luna no puede ser.» En aquel momento, un estridente aullido de sirena hendió el aire y entonces comprendió que se trataba del vapor que realizaba el servicio entre las islas, y que la lucecita roja era el faro del palo mayor.

El buque se aproximaba a Batviken. Poco después, Katrina volvió al bosquecillo.

Johan se incorporó fatigosamente bajo las ramas del abeto, y se sentó un momento en el suelo, restregándose la frente y haciendo toda suerte de muecas.

—¡Me duele la cabeza, diablo! —dijo.

—¿Sabes qué día de la semana es hoy?

—Salimos de casa el martes… Debe de ser viernes… ¡Justo! El vapor recala los viernes.

—Es verdad. ¿Qué te parece? Ha pasado ya casi toda la semana.

—Sí —repuso Johan.

Permanecía sentado en el suelo, mientras su mujer, de pie sobre una roca, seguía vigilando el mar.

—Estamos haciendo aquí la misma vida que Robinson Crusoe —dijo Johan.

—¿Cómo? ¿Quién era ése?

—Un muchacho que escapó de su casa para navegar y que, cuando su barco zozobró, llegó nadando a una isla deshabitada, en donde vivió años y más años completamente solo.

—¡Ah!… ¿Y era de Åland?

—Me parece que sí. Oí hablar mucho de él cuando navegaba.

—¿Y tenía casa… y padres?

—Claro. ¿No te digo que se escapó de casa?

—Como tantos otros… En cuanto se les mete el mar en la cabeza es peligroso querer llevarles la contraria… Eso, por lo menos, me digo yo cuando pienso en Erik.

—¡Bah! Ya sabes tú bien cómo se debe tratar a los hijos. ¡Que me lo digan a mí! Eres la mujer más lista de todo Åland.

—Ya me lo has dicho otras muchas veces.

—¡Oh! ¡Porque es la verdad! Y eso no soy sólo yo, que al fin y al cabo soy un exagerado y un embustero, quien lo dice. Lo aseguran todos, hasta el capitán Nordkvist… —y al decir esto, se interrumpió de improviso, como si se le ocurriera un pensamiento—. ¡Al diablo con Nordkvist! Ahora tendrá que apañarse sin nosotros; cuando menos por unos días —agregó, cambiando de tono. Y, acto seguido, recayó en un silencio obstinado. Katrina, que advirtió el cambio de su marido, permaneció pensativa y volvió de nuevo a explorar el archipiélago.

El día fué caluroso; brilló el sol y la tierra quedó completamente seca después de la lluvia. Uno y otro experimentaban cada vez más la atroz mordedura del hambre; empezaban a sentirse fatigados y exhaustos, aunque comían cuantas hierbas y hojas encontraban a mano. Katrina había observado que hasta los pozos más profundos se iban secando por efecto del sol; pero nada dijo a Johan sobre aquel terrible y secreto descubrimiento: que podía llegar el momento en que se quedaran sin agua para beber.

—Nunca hubiese imaginado que el mar pudiera estar tan desierto —dijo a su marido cuando, sentados otra vez en la orilla, escrutaban en vano la inmensidad del agua, en la que no aparecía el menor indicio humano de vida. De vez en cuando, entre las islas, se divisaba alguna embarcación grande, muy lejana; pero con aquéllas no cabía contar: a tanta distancia no había la menor esperanza de que pudieran oírles.

—Hemos ido a parar a un sitio poco frecuentado —explicaba Johan—. Las embarcaciones no siguen esta ruta sino casualmente, y para los pescadores esto está muy internado en el archipiélago; en cuanto a los campesinos, en esta época andan demasiado atareados en los trigales para dedicarse a remar sólo por gusto.

Y, por tercera vez después del naufragio, el sol se hundió en el horizonte, desapareciendo con él por aquel día toda esperanza de salvación; el abatimiento empezaba a pesar amargamente sobre los dos esposos. Permanecían callados largos ratos, sin apartar su mirada de aquel plácido paisaje. Islas e islotes se reflejaban, mar adentro, en la inmensa superficie inmóvil, sobre la cual el sol, en su ocaso, tendía una capa de oro, mientras por detrás de los bosques y las rocas la noche iba subiendo lenta, muy lentamente… Pero en los bruñidos picos del arrecife resplandecía aún el oro rojizo del crepúsculo.

 

«

Al marinero le atrae el mar infinito

Y el rumor poderoso de las olas…».

 

empezó a cantar Johan de pronto, con su voz entrecortada. Katrina se volvió a mirarle. El encendido arrebol del horizonte iluminaba el rostro de su marido con un débil y efímero destello. A Katrina le pareció descubrir en aquel canto un acento lúgubre.

—Ven. Vamos a ver si encontramos algo que comer —le dijo para distraerle.

Johan siguió durante un corto trecho; pero se detuvo de pronto y se echó a reír.

—¡Mira! Mira cómo me tiemblan las piernas. ¡Por vida de…! ¡Lo mismo que las del capitán Engman!

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