Katrina

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KATRINA » Capítulo XXVII

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AQUELLA primavera llegaron a Klinten dos marineros: Einar y Gustav. Gustav, muchacho muy crecido para sus trece años, parecía haberse adaptado a la vida del mar: las pruebas a que se había visto sometido en su primer viaje no habían alterado en nada su buen humor. Aunque regresó en época bastante avanzada, reingresó en seguida en la escuela para terminar el último curso. Erik, por el contrario, había renunciado a seguir los estudios, alegando que era demasiado mayor y que le daba vergüenza ir con la cartera a las espaldas como un chiquillo. Katrina casi se alegraba de ello, porque el muchacho no parecía haber nacido para los libros, y mandarlo a la escuela vestido y calzado con relativa decencia suponía un gasto considerable; bastaba con que hubiese aprendido a leer y escribir.

A Einar se le veía raramente en casa. Era un muchacho activo, y sabía ingeniárselas para encontrar trabajo donde los otros no lo hallaban. Seguía siendo taciturno y solitario como antes; ahorraba cuanto podía e iba llenando la hucha; y de cuando en cuando la vaciaba para llevar al Banco su contenido. Cada semana daba un par de marcos a su madre. Al principio ella se sintió contenta, y le estaba agradecida por la ayuda que prestaba a la familia en un momento en que Johan no podía trabajar y necesitaba, en cambio, estar bien alimentado. Por lo demás, le parecía una prueba de consideración y aun de cariño por parte de aquel hijo suyo adusto y taciturno.

Pero llegó un tiempo en que la regularidad de aquel proceder empezó a turbar a Katrina. Unas veces la irritaba, otras la ponía triste. «Nunca me dice una palabra amable. No me confía sus aspiraciones ni sus penas —pensaba la madre—. Y paga su pensión como si fuera un extraño.» Había cumplido ya los diecisiete años, y entraba en la edad en que hubieran debido atraerle las diversiones propias de la juventud. Sin embargo, seguía rehuyendo toda compañía, no sabía bailar, no fumaba, no se le ocurría comprarse ropa nueva y seguía llevando el mismo vestido de la confirmación, que estaba ya completamente deformado.

En primavera, Gustav pasó sus exámenes y enseñó muy ufano a sus hermanos el certificado de estudios.

Erik se reía con cierto desdén; pero Einar contemplaba con envidia concentrada la triunfante alegría de su hermano menor.

—Siempre los hay mimados de la suerte. Yo nunca he podido ir a la escuela —dijo con amargura.

Y salió.

Katrina le vió irse consternada. Nunca hubiera imaginado que su hijo pudiese lamentarse de no haber ido a la escuela. Un poco más tarde le encontró solo y le interrogó con prudencia, temiendo exasperarlo.

—¿Te gustaría ir a la escuela, Einar?

—Me guste o no me guste, ahora ya es demasiado tarde —repuso, el muchacho, de mal humor.

—¡Cuánto lo siento, Einar! —dijo Katrina, en el tono sumiso que solía adoptar cuando hablaba con su hijo mayor—. Si lo hubiera sabido, te hubiese mandado como a los otros. ¡Pero quisiste embarcarte tan joven! Además, nunca creí que te importara gran cosa.

Einar guardó un largo y obstinado silencio. Luego dijo con brusquedad:

—No es nada fácil entrar en la Escuela de Náutica sin haber hecho ningún estudio.

«¡Ah!», suspiró Katrina, un poco más aliviada. Ahora comprendía que la idea de la escuela no la había sentido su hijo desde un principio. Era ahora cuando se daba él cuenta de que para realizar su ensueño de ser capitán se requería algo más que el dinero que había acumulado.

—Einar —le dijo su madre, después de pensarlo unos días—: ¿no te parece que aun podrías ir a la escuela, aunque fuera por poco tiempo? Otros hay también que han empezado siendo hombres hechos. Eskil Karlsson, de Langnäs, empezó a estudiar cuando ya tenía dieciocho años. El maestro está muy satisfecho de él, y estoy segurísima de que pondría todo su interés en ayudar a quienquiera que fuese, si viera que tiene buena voluntad para estudiar. ¿Quién sabe? Si te diera vergüenza mezclarte con los chiquillos, quizá te enseñaría a ti solo, por las noches…

Einar no contestó nada. Puso una cara hosca y miró al suelo. Al ver que no contestaba, la madre prosiguió, con más cautela aún:

—Si quieres, iré yo misma a hablar con el maestro, Einar… Si a ti te da vergüenza…

El muchacho frunció las cejas.

—No —dijo secamente—. Cuando quiera ir a la escuela me las compondré yo solo. Ya sabes que para las cosas mías no me hace falta nadie.

Katrina se sintió culpable, aunque no hubiera podido explicar en qué. Si Einar había embarcado tan niño, había sido por su propia voluntad. Claro que, si en ello había culpa, era más de ella que del muchacho. Nunca debía haber permitido que un chiquillo tomara por sí solo una tan grave resolución. ¡Ah, si ahora tuviera un medio de reparar aquel daño! ¡Si pudiera ayudarle a abrirse camino, a quitarle aquel eterno mal humor! Pero se sentía impotente.

En primavera, embarcaron los tres muchachos. Katrina se quedó sola con Johan, que no podía pensar en volver al mar. Erik, que cada día parecía refugiarse más en los consejos y en el apoyo maternos, le había preguntado humildemente si le parecía bien que volviera al trabajo. Katrina comprendió el valor que tenía aquella resolución del chiquillo. Quería buscar una nueva ocasión para probar sus fuerzas en el mar y demostrar lo que valía.

—Claro que me parece bien —le dijo ella.

Y esta vez Erik estuvo fuera todo el verano.

Ausentes sus tres hijos, Katrina habría permanecido en una soledad insoportable, si Johan, delicado e indefenso como un niño, no se hubiera visto obligado a quedarse en casa. El enfermo mejoraba; pero estaba aún extraordinariamente débil. Debía resguardarse de la lluvia y el viento, no podía fatigarse, y, sobre todo, se le había de tratar con el mayor cariño. El menor descubrimiento le sumía en una profunda postración. Pero la ternura maternal con que Katrina lo trataba, bastaba para hacerle recobrar el ánimo. La gente de la aldea se asombraba de que pudiese ser tan buena y tan paciente. Pero Katrina no se molestaba en decirles cuán fácil le resultaba en el fondo aquel esfuerzo. ¿Qué sabía la gente del tierno amor, de la devoción que se retrataba en los ojos de Johan, y que cada día la recompensaba con creces de lo que ella le daba?

El invierno siguiente, Erik se preparó para la confirmación. Había vuelto del mar contento, animoso y, cosa inesperada, mucho más fuerte y robusto. Durante el invierno creció de tal manera, que se le veía ya más alto que Einar y casi tanto como Gustav, aunque no tuviera la corpulencia de éste. Katrina, interiormente, daba gracias a Dios por haber hecho que su hijo segundo venciera la debilidad de que había sufrido en la infancia.

Durante el invierno. Einar, de pronto, se dió cuenta de que los consejos que le había dado su madre sobre la escuela no eran para despreciarse. Sacó los libros de Gustav, y, con toda su obstinada energía, se puso a estudiar. Un par de noches cada semana iba a ver al maestro para que le orientase. Katrina se sentía feliz; le parecía que, por fin, su hijo había encontrado un amigo a quien abrir su corazón. ¡Con cuánto placer hubiera tomado su pequeña parte en aquella expansión! Pero, como de costumbre, su propia dicha era lo que menos contaba para ella. Lo más importante era que en la vida de su hijo penetrara un rayo de luz. Einar estudiaba con tenacidad, sin darse punto de reposo; ni siquiera pensaba en descansar ni en disfrutar de aquellos meses de invierno que le quedaban antes de volver a las fatigas de la vida de a bordo. Cuando iba al bosque, se llevaba consigo el libro, y hasta trabajando aprovechaba cuantos momentos podía para darle una ojeada y repasar la lección. A veces, cuando iba a la granja guiando la carreta cargada de leña se le veía sentado encima, con las riendas en la mano, absorto, leyendo la lección en voz alta. Tan embebido estaba en su tarea, que no veía ni saludaba a los que encontraba a su paso. La gente se volvía a mirarlo asombrada, y, moviendo la cabeza, se decía que aquél siempre había sido un niño extravagante.

Hacía dos años que Einar navegaba en el mismo barco, y también aquella primavera volvió a embarcar en él. Durante el verano se le ascendió a tercer oficial; ascenso poco común tratándose de un marinero tan joven. Se le aumentó la paga hasta cuarenta marcos mensuales, el doble de lo que cobraba el primer año que había salido al mar. Erik había embarcado ya como marinero, pero Gustav hubo de continuar como pinche de cocina.

Al año siguiente, fué confirmado Gustav. Katrina no comprendía cómo habían transcurrido para ella los años: se encontraba de golpe con que sus hijos ya eran hombres hechos. En cuanto a ella, se sentía todavía joven y fuerte, y manejaba la hoz con la misma energía que antes, aunque con menos gracia y agilidad.

Año tras año, la familia de Elvira y Urho había ido creciendo, y ella había adquirido un aire más sentado. Urho navegaba unas temporadas, y otras se quedaba en casa, entregado a diversas ocupaciones para ganar el pan de los suyos.

En el mismo otoño en que Gustav se preparaba para la confirmación, Elvira, un día, subió inopinadamente a Klinten. Las dos mujeres habían sido siempre buenas amigas, pero casi siempre era Katrina quien iba a ver a la otra. Hacía tiempo que Elvira sólo subía rara vez a la parte alta de la aldea.

Katrina comprendió que Elvira tenía algo que decirle, pero, por discreción, no insinuó ninguna pregunta y esperó a que la otra se explicase. Tomaron café, salieron a ver los manzanos y hablaron de las cosas cotidianas. Luego se sentaron; las dos guardaban silencio. Elvira, acomodándose en la mecedora, exhaló un profundo suspiro y dijo por fin:

—¡Ay!… A Urho no hay manera de pararle los pies… Siempre se sale con la suya.

—¿Qué se le ha ocurrido hacer ahora? —preguntó Katrina sin inmutarse.

—Se va a América.

—¿Pero lo dices de verdad?

—Sí.

—No sabía yo que se le hubiese ocurrido eso.

—Hace mucho tiempo que lo lleva entre ceja y ceja. Ya sabes cómo es. Siempre le atrae lo nuevo; lo nuevo siempre. Si no fuera por mí, ya hace tiempo que andaría errante por esos mundos.

—Lo creo. Y ¿cuándo embarca?

Elvira hizo una pausa antes de contestar:

—Pienso que pronto: antes de Navidad.

Y así fué. Urho se dejó llevar por la corriente humana que emigraba hacia aquellas tierras de Occidente, donde, según se decía, bastaba con rascar el suelo con un cuchillo para encontrar oro.

En aquel mismo invierno murió el viejo Seffer. Katrina sintió en el alma la pérdida de aquel bueno y antiguo amigo. Kalle, como cabeza de familia, tomó posesión de la granja y adquirió las parcelas de dos de sus hermanos. Pero no pudo adquirir la propiedad entera. Dos de sus cuñados prefirieron quedarse con las suyas y las separaron del resto. La heredad, ya poco extensa de por sí, quedó, pues, más reducida y pobre que nunca. Sea como fuere, Kalle, por derecho de primogenitura, continuó habitando la casa solariega y heredó los edificios accesorios y las tradiciones familiares. Kalle siguió el mismo derrotero que su padre: envejeció prematuramente, y se volvió barbudo y sucio; pasaba por ladrón y chismoso, y socorría a los pobres. Katrina estaba satisfecha de ver que en la casa roja, circundada de una empalizada azul, sobrevivía aún algo del viejo Seffer. Y, por lo demás, otro Kalle iba creciendo a ojos vistas: Kalle el sexto, como su padre le llamaba.

En otoño de aquel año, Einar no volvió a casa de sus padres. En Inglaterra emprendió una nueva ruta: embarcó en un transatlántico. Ahora viajaba a puertos lejanos, siguiendo itinerarios que duraban varios meses. Sus cartas llegaban más espaciadas. Pero Katrina sabía que el capitán Nordkvist, que era uno de los mejores accionistas de aquellos grandes navíos, retiraba cada mes una parte de la paga del muchacho y la ingresaba en el Banco. Así lo había dispuesto el propio Einar.

—¡Un muchacho tenaz como pocos! —decía Nordkvist a Katrina—. No desea más que ahorrar dinero… Si sigue así no tardarás mucho en verle capitán.

—Así lo espero, porque nunca ha pensado en otra cosa.

Al llegar el invierno, Erik y Gustav volvieron a casa. Gustav había crecido un palmo más: se había hecho tan alto que tenía que agacharse para pasar la puerta. Katrina, que también era alta de estatura, se veía pequeña al lado de su gigantesco hijo.

Erik había sido ascendido a un grado superior y atraía sobre sí la atención de toda la parroquia. Su buque había quedado amarrado en Mariehamn, y él llegó a casa a bordo del

Åland un anochecer de diciembre, precisamente cuando la mitad de la aldea, aprovechando el buen estado de la nieve, se había lanzado hasta el muelle deslizándose sobre patines. Por aquellos días, el vapor llegaba con gran irregularidad a causa de los hielos, que habían empezado a formarse. Algunas veces llegaba con doce horas de retraso; pero en la nueva sala de espera, que acababa de ser erigida sobre un saliente de roca que dominaba el desembarcadero, se pasaba el tiempo de modo agradable. En el interior no había ninguna lámpara, pero la lumbre de una gran estufa de mayólica que ardía en el centro, iluminaba la sala y reflejaba su luz sobre las paredes, de gruesas tablas de madera, en las que se veían grabados nombres, corazones y navíos. Al calor de aquel refugio se pasaba el tiempo en alegre intimidad. En la penumbra de los ángulos, donde el humo del tabaco hacía la atmósfera más densa, se oían las más diversas conversaciones. Al amparo de las sombras, muchachos y muchachas reñían amorosas contiendas, y cuando los tizones de la estufa amortiguaban su resplandor, se oía el rumor de algún beso. A veces, también se recitaban textos religiosos o se formaba algún coro que cantaba el

Arpa de Sión. Todo dependía de la clase de gente que estaba allí.

La noche en que se aguardaba a Erik, el tiempo, como se ha dicho, invitaba a correr sobre patines. Pero el mar, libre todavía de hielos, se extendía en la obscuridad de la noche invernal como una gran llanura negra. Johan y Katrina habían bajado al puerto y se habían sentado, el uno al lado del otro, en un banco adosado a la pared de la sala de espera. Johan dormitaba y cabeceaba continuamente, de tal modo que Katrina se veía obligada a tirarle de la manga para evitar que cayera al suelo. Desde algún tiempo ya no era el fanfarrón que divertía a sus convecinos con sus fabulosos relatos; esta vez, Gustav era el alma del grupo de muchachos que se agrupaban en la puerta.

Por fin, en la impenetrable obscuridad de las aguas, oyóse la esperada señal de la sirena, y todos se apresuraron a abandonar la sala para salir al muelle. Hubo cierto barullo, porque en aquella época del año el vaivén de pasajeros era enorme. Había marineros que regresaban a sus casas, vecinos de las islas que se apresuraban a terminar sus asuntos antes de que el vapor suspendiera sus viajes y quedase interrumpido el tráfico.

Katrina y Johan, esperando acurrucados en un rincón del muelle, ofrecían un aspecto triste y miserable. Johan, como de costumbre, temblaba de frío, encorvaba los hombros como una ternera sorprendida en pleno campo por la lluvia otoñal. Katrina se sentía también helada, porque había tenido la imprevisión de bajar ligera de ropa. Una vieja chaqueta de punto, con las mallas tan dilatadas que por cada una podía pasar el dedo holgadamente y que apenas era posible abrochar sobre el pecho, no constituía en verdad un abrigo adecuado para defenderse del viento que soplaba del mar.

Por fin, el vapor atracó junto al muelle; se ataron las amarras, se tendió la pasadera, y los viajeros pudieron desembarcar y acudir a sus asuntos. Se produjo la acostumbrada confusión: a un tiempo subían y bajaban de a bordo sacos de sémola, fardos de azúcar o de pesca salada, latas de petróleo, potes de manteca y canastas de huevos. Un abastecedor del contorno había de embarcar cierto número de vacas, y los pobres animales se revolvían resistiéndose a entrar en la pasadera; se oyeron brutales juramentos, y cayeron tantos palos sobre los lomos de las bestias, que algunos de los campesinos que lo presenciaban protestaron indignados de que se maltratara de aquel modo a unas criaturas de Dios que ellos cuidaban con tanto cariño.

Erik apareció en la pasadera. Johan mostraba un aire indiferente, como si no hubiese reconocido al muchacho; Katrina, con los ojos desmesuradamente abiertos, permaneció pegada al suelo, en el obscuro rincón entre dos cobertizos donde se había situado, temerosa de que las luces del barco iluminaran a la harapienta campesina que era la madre de aquel señor. Porque el que desembarcaba era un verdadero señor, con una maleta en la mano. Avanzaba apuesto, erguido, recién afeitado, llevando sombrero hongo, cuello almidonado y un elegante gabán. Los que estaban en el muelle le miraban atónitos y con manifiesta envidia. Finalmente, Johan tocó en el brazo a Katrina.

—Es él —dijo en voz baja.

Entonces Katrina avanzó hacia su hijo, y, revistiéndose de valor, exclamó:

—¡Bienvenido, Erik!

El rostro del joven caballero se iluminó con una amplia sonrisa, que dejó al descubierto una hilera de blancos dientes. «Nunca me había dado cuenta de que Erik tuviera unos dientes tan hermosos», se decía Katrina mientras Erik estrechaba efusivamente las manos de sus padres con aire sencillo y desenvuelto, como si no tuviese nada de extraordinario el hecho de que un simple marinero vistiera con más elegancia que el más distinguido capitán. Su porte y su habla apenas habían cambiado y, mientras subían el camino de la aldea, Katrina —a no ser cuando miraba mucho a su hijo— iba recobrando la serenidad. Sin embargo, sentía la impresión de que un grupo de gente del país venía siguiéndoles; algunos jóvenes con

sparkstöttingar [17] se les adelantaron con moderada velocidad, para volver luego atrás y poder contemplar de nuevo al marinero recién llegado. Gustav se había quedado con el grupo formado por sus amigos y no vió a su hermano hasta que llegó a casa a la hora de tomar el café. Entró como un vendaval, según su ruidosa costumbre, y exclamó en seguida a grandes voces:

—¡Oh, oh! ¡Por fin ha vuelto el hijo pródigo! Pero, por lo que veo, no eras pródigo del todo, ¿eh? ¡Oh, oh! ¡Y viene hecho un pollo! ¡Rediablo, como diría Kalle Seffer: sombrero hongo, zapatos de charol y pañuelito en el bolsillo!

—¡Calla el pico! He vuelto como un señor, claro que sí… ¿Creías acaso que volvería con el traje viejo de cuando iba a la escuela, como ha hecho Einar tantos años? ¡Quia! Cuando se trabaja y se gana dinero, es para que la gente se entere. Hoy estamos vivos; sabe Dios mañana dónde estaremos.

En realidad, los dos hermanos estaban contentísimos de volver a verse, por más que se hubieran dejado matar antes que dirigirse una palabra amable. Y Katrina les oía sonriendo, porque sabía que eran inseparables y que los insultos y las riñas no eran sino expansiones de su mutuo afecto. Ya en la misma primera noche, apenas se metieron en la cama que compartían, empezaron a armar su acostumbrada algazara nocturna, que Katrina oía con satisfacción y pesar a un tiempo. Consistía aquello en contarse uno a otro lo que habían visto y hecho durante el pasado verano y que, en resumidas cuentas, se reducía a unas cuantas aventuras ligeras y divertidas. Algunas de las tales aventuras no eran ciertamente muy adecuadas para oídos paternos; por ello eran contadas con cuchicheos y en la obscuridad de la noche. Katrina sólo lograba recoger alguna expresión suelta; pero la bulla que levantaba cada historieta era cada vez mayor. Gustav tenía un vozarrón de chantre que retumbaba como un trueno, mientras que la voz de Erik sonaba con timbre femenil. Unas veces soltaban una carcajada, otras ahogaban la risa, y se revolcaban de uno a otro lado del lecho haciendo crujir el jergón.

—¡Muchachos, basta de charlas! Ya es hora de dormir —decía Katrina.

—¡

All right! —contestaban ellos; pero al poco rato prorrumpían de nuevo en carcajadas. Y Katrina dejaba que se desahogaran un poco más.

—¡Ahora a callar, muchachos! Mañana debemos madrugar —se decidía a repetir por fin.

—Sí, sí… Ahora callemos —se decían uno a otro los dos hermanos.

Permanecían un par de minutos en silencio; pero de pronto volvía a oírse el rumor bajo las sábanas; una risilla ahogada, otra más fuerte, y, por fin, estallaba otra carcajada, sonora e interminable.

—¡Es lo más cómico que he oído en mi vida! —exclamaba Gustav desternillándose de risa.

—¡Oye, oye, que todavía no ha terminado! —gritaba Erik.

Johan se revolvía impaciente.

—¡Chicos! Papá necesita dormir. ¡A ver si calláis de una vez! —insistía Katrina.

—Sí, sí. Cállate, Gustav. Vamos a dormir.

—¡

All right!

Callaban por cinco minutos. Pero volvían otra vez los susurros, seguían luego la risilla y otra vez se armaba el alboroto.

Katrina no podía aguantarse de risa, y Johan tampoco. La casa estaba animada como en pleno día.

Al dar el reloj la una, Katrina se puso seria.

—Ahora a dormir todo el mundo: y esta vez de verdad.

—Sí, señora: a dormir todo el mundo; y esta vez de verdad —exclamó Erik, imitando una voz femenina.

Gustav se sintió acometido de un tal acceso de risa, que se revolcaba por la cama. Erik pateaba y daba palmadas. Katrina se sintió contagiada de nuevo; pero Johan, cansado ya, empezó a refunfuñar.

—¡Erik, Gustav!— exclamó Katrina con severidad—. Si no calláis ahora mismo, os echo fuera, a dormir en la nieve.

Sólo entonces la casa quedó sumida en un silencio absoluto. Al llegar la mañana, los dos causantes de la perturbación dormían como lirones, y costó más trabajo despertarles del que había costado hacerles callar la noche anterior.

Erik tenía un sinfín de cosas que enseñar a los suyos y a los habitantes de la aldea, quienes no volvían en sí de su estupor. De su maletín empezaron a salir camisas inglesas, suaves como la seda, corbatas de todos colores, un traje castaño completamente nuevo con un pliegue en el pantalón que sobresalía como un cuchillo, un sombrero también castaño para hacer juego, y zapatos y calcetines del mismo tono. Y cuando se vestía con todas estas prendas, se ponía en el dedo una sortija de sello. Naturalmente tampoco le faltaba reloj. Y no bajaba ni una tarde a la tienda sin afeitarse y cambiarse la camisa. Aquel invierno, Katrina no paró de lavar y cepillar en toda la semana.

A Erik sólo le faltaba una cosa: dinero. En la cuenta de su paga habían quedado muy pocos marcos, y como había empezado a fumar, sus pocos ahorros se evaporaron en seguida y Katrina se vió obligada a proporcionarle pequeñas cantidades; porque él no se dió la pena de buscarse trabajo en todo el invierno. Vagabundeaba todo el día por el bosque con una escopeta vieja, con el pretexto de ir a cazar ardillas; pero Katrina no pudo ver nunca ninguna pieza cobrada. Gustav, cuyo mayor placer consistía en remar de una a otra isla, se creía ahora obligado a trabajar para poder dar algo a su madre por la alimentación. La holgazanería de Erik le sublevaba, y Katrina no se aventuraba a dar ninguna moneda al mayor en presencia de Gustav. Ella no acababa de convencerse de que Erik estuviera tan sano y mostrase tanto vigor en el trabajo como el que más; por eso hacía la vista gorda y le dejaba haraganear. Además, no conseguía librarse de cierto sentimiento de vanidad maternal; porque no era sólo el vestir forastero lo que daba a Erik un aire de señor. Katrina se había dado cuenta de que hasta llevando la ropa de trabajo, las chicas se volvían a mirarle. No había pantalón de fustán ni chaqueta raída que pudieran ocultar la gracia de sus piernas derechas y airosas, ni alterar el aire esbelto y grácil de sus hombros. Su rostro enjuto, de nariz recta, tenía el encanto de un retrato antiguo, y su abundante cabello, incluso cuando al volver del bosque lo llevaba despeinado y revuelto, caía en hermosos rizos de color castaño.

En las fiestas de la aldea, las muchachas acudían a su lado como las mariposas a la luz, y en los bailes se le buscaba como si se tratase del hijo de un capitán. Dotado de una agilidad natural, no había baile que no dominara a la perfección. ¿Quién había de decir que en Klinten iba a florecer aquella elegancia? En las fiestas de Navidad, cuando los convecinos se invitaban unos a otros a tomar café, Katrina solía sentarse en el rincón donde estaba amontonada la leña, en la sala de las mujeres; pero sus ojos se levantaban con frecuencia de su labor de calceta para contemplar a su bien plantado hijo, rodeado como un héroe por un corro de chicas, y despertando con ello la manifiesta envidia de los demás muchachos. ¡Cuán difícil le era dominar su vanidad de madre y evitar que, de cuando en cuando, se dilataran sus labios en una sonrisa de orgullo!

Gustav, en cambio, estaba furioso y decía que le avergonzaban los aires de señor que adoptaba Erik. Pero, en realidad, lo que sentía era envidia de la consumada habilidad de su hermano en toda clase de bailes. Gustav se había dado cuenta de que la mejor manera de romper la indiferencia de un grupo de muchachas coquetas era invitarlas a bailar. No había chica que no supiera y no deseara bailar, pero eran pocos los muchachos que lo hiciesen. Gustav no deseaba en manera alguna hacer vida de anacoreta como Einar. Quería disfrutar de la juventud y comprendía que lo primero que necesitaba para ello era aprender a bailar. Pero del dicho al hecho… ¡No todos los muchachos vienen al mundo con la agilidad de pies de Erik! Gustav se había obstinado en un problema de muy difícil solución, y cada vez que contemplaba sus enormes pies perdía casi la esperanza. Lo más difícil era encontrar una muchacha que se prestase a hacer de profesora, puesto que no tenía ninguna hermana. «¡Si Sandra viviera ahora!», suspiraba. Era demasiado tímido para brindar sus largos y pesados miembros a alguna de aquellas delicadas criaturas, misteriosas e irritables, que llenaban la sala, y a las cuales devoraba con los ojos sin llegar nunca a comprenderlas. Pero ¡que esperaran!; ¡ya les llegaría su hora! En cuanto hubiese aprendido a bailar, se presentaría en las salas de baile con la misma desenvoltura con que ahora entraba Erik, ¡y verían entonces todas aquellas mocosas que parecían ahora burlarse de él! Pero, ¿cómo solucionar lo primero?

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