Katrina

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KATRINA » Capítulo XXVII

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Quieras que no, Erik se vió finalmente obligado a hacer de maestro de su hermano. Y toda la decrépita casita trepidaba, conmovida por los bárbaros saltos y vueltas que daban los muchachos sobre la raída estera durante aquellos ejercicios de danza que les dejaba empapados de sudor. Johan, bien arrimado en un rincón y llevándose una pequeña zampona a sus labios violáceos, proporcionaba, como mejor sabía, el acompañamiento musical imprescindible. A veces los muchachos se descoyuntaban de risa y lanzaban aullidos salvajes. Otras veces se enfurruñaban y la danza concluía en disputa. Erik juraba que era imposible que Gustav, con sus largas piernas y sus enormes pies, llegara a dominar nunca el noble arte de la danza; que él, en cambio, era ligero y flexible como un junco, y otras cosas por el estilo.

—Además —decía—, debes tener en cuenta que lo que ahora aprendes es la parte de la mujer. Cuando bailes con una chica deberás llevarla tú, y esto yo no te lo puedo enseñar.

—¡Diablo! ¿Y cómo voy a aprenderlo entonces? ¡Alguien, sin embargo, tendrá que enseñármelo!… A ver, deja ahora que te lleve yo un poco.

—Eso sí que no. Yo no quiero bailar como una mujer. Debes buscarte una chica que te enseñe.

—¿Y dónde la voy a encontrar?… ¡Mamá! ¡Mamá! ¡Tienes que enseñarme tú!

—Pero ¿te has vuelto loco? Hace más de veinte años que no he bailado —exclamó Katrina.

Pero si creía con ello que Gustav iba a desistir de lo que llevaba metido en la mollera, se equivocaba por completo. La hizo levantarse del rincón del hogar donde estaba sentada y la llevó al centro de la estancia con tal ímpetu, que las horquillas del cabello de Katrina volaron por todas partes.

—¡No importa! ¡Ven! ¡Tienes que enseñarme! —vociferaba.

—¡Pero, muchacho! ¡Dios mío de mi alma! ¡Déjame! ¿Qué van a decir las muchachas si las invitas de esta forma? ¡Si pareces un toro enfurecido!

—¡Nada, nada! Si yo quiero, bailo estupendamente. Vas a verlo. Siéntate, mamá, y fíjate. —Y entonces se inclinó ceremoniosamente, y, llevándose ambas manos al corazón, dijo: —¿Me hace usted el honor, señorita? —a la vez que ponía los ojos en blanco.

Katrina dejó escapar una carcajada y tuvo que rendirse.

Al fin, Gustav aprendió a bailar, y no tardó mucho en ser uno de los más entusiastas concurrentes de las salas de baile. Claro que nunca fué un bailarín consumado como Erik. Pero en cambio era mucho más popular entre los chicos. No podía menos de ser así dados su carácter efusivo y sus graciosas salidas; sus burlas espontáneas eran tan agudas y mordaces, que la gente casi le temía. Aún no había empezado a fumar, y en cuanto a la palabrota borrachera nunca había tenido significación para los buenos habitantes de Torsö. Pero Gustav estaba como embriagado de salud y juventud, hasta el punto de comportarse a veces como si estuviera realmente ebrio. Silbaba, cantaba, tamborileaba sobre tapas de olla y vasijas de lata, moldeaba figuras de nieve y las apostaba en lugares a propósito para asustar a la gente. Las sirvientas de las alquerías no sabían lo que iban a encontrar en los corrales cuando Gustav había penetrado allí.

Gustav tenía buen carácter, pero a veces se acaloraba con facilidad y entonces no se podía bromear con él. El propio Johan hubo de experimentarlo una vez. Gustav había ahorrado dinero para comprarse una escopeta, por la que suspiraba desde hacía mucho. Lo guardaba en un cajón de su cómoda. Un día se le ocurrió contarlo y vió que no estaba la cantidad completa.

—¿Quién me ha quitado el dinero? —gritó.

—¿Qué dices?

—Pregunto que quién me ha robado dinero. Me falta más de la mitad.

—No es posible. ¿Quién te lo iba a quitar?

—El dinero no ha desaparecido solo. Seguramente se lo habrá llevado Erik… A él le gusta fumar y darse vida de gran señor… Alguien ha de pagarlo.

—Erik no ha robado en su vida un solo

penni. De eso te respondo yo —replicó la madre.

—¿Y no los habrás cogido tú?… A veces…, sin darle importancia…

—Si lo hubiera cogido, te lo hubiese dicho, lo sabes muy bien. Los habrás gastado tú.

—No…, te juro que no he gastado nada… ¡Ah! ¡Ya! Ha sido

él…, ese viejo inútil del rincón… Es él quien me ha robado el dinero. ¡Quién iba a ser!

La ira de Gustav creció aún. Con los puños levantados se lanzó sobre Johan, que completamente ajeno a aquel jaleo, estaba sentado apaciblemente junto a la lumbre.

—Yo no he tocado nada —protestó Johan débilmente.

—¿Que no lo has cogido tú? ¿Y quién va a fiarse de tus palabras? Siempre has sido un mentiroso… ¡Pero ahora te da también por ser ladrón! Nunca has cuidado de tus hijos como otros padres; has dejado que mamá trabajara como una esclava para alimentarnos. Y ahora que podemos juntar algún

penni con nuestro trabajo, tú nos los robas para ir a comprarte golosinas.

—Yo no he tocado nada; ya lo sabes tú, Katrina —replicó Johan con voz casi llorosa.

—Deja tranquilo a tu padre, Gustav. Él no ha tocado nada —dijo Katrina, tratando de imponerse.

—Estoy seguro de que no ha sido nadie más que él. ¿De dónde va a sacar el dinero para comprar sus caramelos? ¡Devuélveme el dinero en seguido o te rompo la crisma!

Gustav se había acercado a su padre: alto, corpulento, con el semblante encendido de ira, se levantaba amenazador ante Johan, aterrorizado y tembloroso.

—¡Dame el dinero!: ¿lo oyes?

Los recios puños se cernían amenazadores. Johan, asustado, se acurrucó en su rincón. Parecía un ratoncillo cogido en una ratonera a la puerta de la cual estuviera un gatazo dispuesto a echarle la zarpa.

—¡Katrina! —gritó despavorido.

—¡Ya, ya! Pide socorro a tu mujer. No has hecho otra cosa en tu vida —tronaba Gustav. Al mismo tiempo sus manos se aferraron como garfios a los hombros de su padre y, sacudiendo al infeliz como a un monigote, lo lanzó de un empujón casi al medio de la estancia. Johan, sin oponer resistencia, cayó al suelo. De sus bolsillos salieron algunas monedas de cobre que rodaron por el pavimento. La furia del muchacho se desbordó.

—¿Lo ves? ¿Lo ves? —aullaba—. ¡Ya sabía yo que era él el ladrón! Pero esta vez ha tropezado con uno que sabrá darle su merecido.

Johan intentó levantarse para huir, pero volvió a caer de rodillas, sin fuerzas. Gustav se le echó encima como un huracán; parecía que para el pobre Johan había llegado la última hora.

Katrina había permanecido hasta entonces como petrificada junto a la mesa; pero ahora se lanzó en auxilio de su marido. La figura gigantesca de su hijo, dominándolos a ambos, despertó en ella un estremecimiento de temor. «¿Se atreverá a levantar la mano también contra mí?», se preguntaba. Por un instante, llegó a creerlo. Gustav había alzado las dos manos: pero ante la mirada firme de su madre las dejó caer inmóviles sobre los muslos, encogió los hombros y, avergonzado, bajó la cabeza. Con los brazos caídos se dirigió a la ventana y quedó vuelto de espaldas. Katrina comprendió la lucha que sostenía interiormente. Ayudó entonces a levantarse a Johan y le llevó al sillón mecedora. Johan temblaba y lloriqueaba como un niño. Ella le sacudió los pantalones, le puso sobre las rodillas el cucurucho de caramelos y recogió las monedas que había esparcidas por la estera.

—Vamos, deja de llorar —le dijo suavemente. Luego se volvió hacia Gustav, que seguía inmóvil en la ventana. La voz de Katrina vibraba de indignación.

—¿No te da vergüenza lo que has hecho? ¡Un grandullón sano y fuerte como tú, levantar la mano contra su propio padre, débil y enfermo! Papá no te ha quitado ni un

penni, ¿lo oyes bien? —Su voz se iba haciendo más recia—. Si todos fuesen tan honrados como él, no habría en el mundo la maldad que hay. Tu padre estaba ya en esta casa mucho antes de que tú y de que yo misma viniéramos al mundo; y si no es lo bastante grande para que todos podamos vivir en ella en paz, piensa que el único que tiene derecho a permanecer bajo su techo es tu padre, ¡tenlo bien presente! En cuanto a lo que he trabajado yo y a lo que ha ganado él, es cosa que a ti no te importa. Lo que debes tener en cuenta es que de lo suyo y de lo mío te has alimentado en tal forma, que eres el muchacho más robusto de la aldea; y has ido a la escuela como tantos otros. No puedes quejarte de que te haya faltado nunca nada. El dinero con que tu padre ha comprado los caramelos se lo he dado yo… Y tú no tienes por qué entrometerte en ello. Es cosa suya y mía, y nada más.

Gustav se volvió lentamente. Tenía el rostro blanco como el papel. Katrina se estremeció. «Quizá he sido demasiado dura», se dijo.

—Creí que me los había quitado él —balbuceó Gustav. Y rompió a llorar.

Katrina creía que su hijo saldría para ocultar su abatimiento; pero en vez de eso, fué a sentarse en un ángulo del sofá y desahogó en lágrimas su pena. La madre sintió que se le aliviaba el corazón. La había horrorizado pensar que aquella fría muralla de retraimiento que la separaba ya de su primogénito pudiera ahora levantarse también entre ella y su hijo menor. Pero no: mientras se enfureciesen y llorasen cerca de ella, sentía que aun eran suyos.

Johan se balanceaba suavemente mientras paladeaba sus caramelos; pero no podía sentirse tranquilo del todo mientras no se hubiera restablecido la armonía de un modo definitivo y total. Katrina, como dando por olvidado el incidente, empezó a preparar la comida. Entró el gato y saltó a las rodillas de Gustav: éste le acarició el lomo, y el animalito arqueó el espinazo dejando oír su runrun. Gustav se iba apaciguando. De pronto se volvió hacia su madre.

—¿Ha estado hoy en casa Kalle Seffer? —preguntó.

—Sí; ha estado en casa —respondió Katrina.

—Entonces ha sido él quien se ha llevado el dinero. Esa gente siempre ha de poner la mano en lo que no es suyo.

—No digo que sí ni que no. El chico Kalle ha traído un poco de pan y, eso es verdad, se ha quedado un momento solo aquí. Pero si ha cogido el dinero, no habrá sido con mala intención. Los Seffer no roban por malicia; es en ellos como una especie de enfermedad. Son demasiado buenos para robar a los pobres.

Katrina hablaba con calma y seguridad. Gustav se secó las últimas lágrimas, y continuó sentado y silencioso. A poco se levantó, se metió en el bolsillo el dinero que le quedaba y bajó a la aldea.

Tardó mucho en volver. Katrina resolvió esperarle para la comida. Entre tanto llegó Erik del bosque con dos pequeñas ardillas, las desolló, extendió las pieles y las puso en la cocina a secar. Luego preguntó que qué había de comida. Pero Katrina quería esperar a su hijo menor. Recordando que se había guardado el dinero en el bolsillo, se preguntó si no habría formado el propósito de no volver; pero, confiando en el carácter franco y dócil del muchacho, esperaba que no habría llegado a tal extremo.

Por fin llegó Gustav; llevaba un paquete bajo cada brazo. Silbando alegremente como de costumbre, fué a sentarse a la mesa, y, mientras Katrina vertía la sopa en la sopera, tomó los paquetes y puso uno en el plato de su madre y otro en el de su padre.

—¿Qué es eso? —preguntó Erik.

Katrina sonreía.

—¿No sabes que mañana es el cumpleaños de papá? —dijo ella. Abrió su paquete y encontró un rico corte de tela—. ¡Pero, Gustav, hijo mío! ¡Te habrá costado un dineral! —Y le tendió las manos por encima de la mesa para darle las gracias.

—No; no tiene importancia. ¿Te gusta? —preguntó Gustav.

—¿Qué si me gusta? ¡Es preciosa! Me haré una blusa para los domingos.

Johan, con curiosidad infantil, pero pálido y con cierto embarazo, abrió también su paquete y halló en él una cajita en forma de media luna y pintada de varios colores. Mudo de asombro la cogió con las dos manos.

—¡Chocolate! —exclamaron tres voces a coro.

—¡Sí, chocolate! —repetía Johan, dando vueltas a la cajita.

—Es una de las cajitas que había en el escaparate de la tienda a fines de otoño —dijo Katrina.

—Sí: Nordkvist había mandado traer cinco. Pero, ¿quién iba a comprar cosas tan caras? El capitán Svanström compró una para regalársela a su novia por Navidad; es la única que ha vendido, sin contar ésta, claro —dijo Johan, en el que volvía a asomar su antigua manía de grandezas.

Gustav se mostraba orgulloso y satisfecho. Erik, en cambio, parecía un poco mustio.

—Papá se la va a comer toda en un día —dijo.

—¡Quia!— exclamó Johan—. A lo menos me va a durar un mes.

Para terminar más felizmente aún la jornada, Katrina resolvió preparar algún dulce. Cada uno tuvo así su pastel relleno de pasas y con una corona de manteca. «Como en Nochebuena», pensaron todos, mientras, terminada la comida, sorbían el café. Sentían su espíritu fresco y ligero como el aire que ha sido purificado por la tempestad.

Un día, los dos muchachos dieron a su madre una agradable sorpresa. Katrina había estado trabajando en la aldea y volvió a casa al anochecer. Johan estaba sentado tranquilamente en el último peldaño de la escalera de entrada.

—No estés sentado ahí fuera, cogiendo frío, Johan —dijo Katrina—. Entra en casa.

—Los chicos me han hecho salir —replicó Johan.

—¡Válgame Dios! —exclamó Katrina, temiendo que hubiera ocurrido algún incidente desagradable. Pero Johan la tranquilizó.

—No es que estuvieran enfadados; pero se han puesto a preparar algo que no querían que yo viese.

—Supongo que habrán tramado alguna de las suyas —dijo Katrina, disponiéndose a entrar. Pero Gustav abrió apresuradamente la puerta e hizo retroceder a su madre a la escalerilla.

—¿Qué estáis haciendo? ¿Por qué habéis hecho salir a papá? —preguntó.

—Pronto lo sabrás. Pero ahora no entres.

Katrina no tuvo más remedio que sentarse sobre un montón de nieve junto a su marido, hasta que a sus hijos se les antojara dejarles la entrada libre. Oía ruidos y martillazos, y se preguntaba si tratarían de derribar la casa o qué otra barbaridad se les habría ocurrido.

Por fin, la puerta se abrió de par en par, y Katrina y Johan fueron magnánimamente invitados a entrar en la casa. Por todas partes flotaba el humo y el polvo; se respiraba un vaho de cal. Katrina miraba desconfiada de una parte a otra no esperando nada bueno, y devanándose los sesos para comprender la sonrisa maliciosa de sus hijos. «Habrán hecho alguna de las suyas», se decía. Finalmente, sus ojos se detuvieron en el hogar, y acto seguido juntó las manos maravillada.

—¡Muchachos! —exclamó.

Ellos se echaron a reír satisfechos.

—Hemos tramado una de las nuestras, ¿eh?

—¡Santo Dios! ¡Katri, si es más hermosa que la de los Larsson! —exclamó Johan.

—Debo confesaros la verdad: siempre me había hecho una gran ilusión tener esto —dijo Katrina—. Pero, ¿de dónde la habéis sacado?

—La hemos fabricado nosotros —repuso Gustav. Pero Erik fué quien descubrió el misterio.

—Se la hemos comprado al capitán Svensson. Él se hace instalar otra mayor.

—La verdad es que habéis tenido mucha maña para montarla.

—¡Oh! No ha sido muy difícil. Hemos quitado algunas tejas de la chimenea y nada más. Ahora podemos tirar esas trébedes viejas.

—No, no; tirarlas, no. Todavía pueden servir para calentar el agua de la colada —dijo Katrina.

—Enciende fuego, Katrina, y haz en seguida un poco de café en el fogón nuevo —dijo Johan entusiasmado.

Katrina puso manos a la obra.

—Sí, sí; vamos a hacer café —repuso sonriendo.

Los muchachos habían montado una especie de cocina económica. Aquella pequeña innovación daba a la casita un aspecto completamente nuevo. Ahora sí que Katrina podría tenerlo todo ordenado y limpio, y podría cocinar mejor y con menos fatiga.

—No sé, la verdad, cómo agradeceros lo que habéis hecho —decía Katrina a sus hijos.

—Prepáranos unos buñuelos para la cena —sugirió Erik.

—¡Eso! ¡Con mermelada de frambuesa! —añadió Gustav.

—Muy bien. Tendréis buñuelos hasta hartaros —prometió la madre.

 

La popularidad de Erik crecía a medida que transcurría el invierno. Hasta las hijas de los capitanes le miraban con buenos ojos; y, así, acabó por ser recibido en la propia casa del soberano de la isla. La sobrina ya un tanto madura del capitán Nordkvist, que ejercía de ama en la casa, gustaba de reunir, de vez en cuando, una tertulia de jóvenes admiradores; su más reciente favorito era Erik de Klinten. Le gustaba bailar con él y que la llevara en

sparkstötting, y terminó por invitarle a ir a casa de su tío, donde hicieron música juntos en la sala grande; luego fueron a tomar café en el comedor.

El pobre hijo del marinero se iba convirtiendo, pues, en la figura más destacada de toda la gente joven del lugar, llegando a hacer sombra a los hijos de los propietarios y a los capitanes jóvenes. Su amistad con el ama de casa del soberano de Batviken, un poco extraña a decir verdad, hubiera provocado la hilaridad de la gente a no ser por el respeto que imponía el nombre de Nordkvist. Sin embargo, no dejaba de hablarse en voz baja de aquella vieja chiflada que se volvía loca por los hombres, y del vanidoso petimetre que hubiera podido muy bien ser hijo suyo. Pero, como ya se ha dicho, la mágica aureola que envolvía el nombre de Nordkvist frenaba las lenguas y hacía que la frívola conducta de Erik fuese tolerada sin más; y, a fin de cuentas, no había quien no reconociese que el muchacho se había granjeado la general simpatía. Cuando, en alguna tertulia, Erik, a invitación de una muchacha, se ponía a tocar en el centro de la pieza, no faltaban viejos que sonrieran con desdén y jóvenes que torcieran el gesto y empezaran a conversar en voz alta; pero a medida que el violín cantaba bajo el arco de Erik, a medida que él marcaba el compás golpeando el suelo con el pie, a medida que los ojos se le iluminaban y que su sonrisa dejaba al descubierto la blancura de sus brillantes dientes, la atención de todos se concentraba en el muchacho y, al terminar la melodía, los hombres aplaudían tanto o más que las muchachas y le animaban a continuar.

Cada día eran más los que invitaban a Erik; su presencia era solicitada hasta en las fiestas más lucidas, porque todos reconocían que hacía las delicias de los invitados. No era, pues, de extrañar que estuviera en relación con lo mejor de la sociedad de la isla. Katrina se preguntaba adónde iría a parar todo aquello; y la gente de la aldea no volvía en sí de su asombro viendo cómo el hijo de Johan había sabido abrirse paso.

 

Volvió la primavera a las islas Åland. Torsö despertaba al rumor de los martillazos que retumbaban en Batviken, de las risotadas de los marineros que paseaban por las calles, y al son de violines y acordeones que llegaba de los sotos de avellanos.

Erik y Gustav trabajaban en la bahía, cada uno en su barco respectivo. De cuando en cuando, Johan bajaba al muelle para dar una ojeada a aquella vida animada y activa de la que él había ya sido desterrado. Arropado con sus vestidos de invierno, iba a sentarse, silencioso y solitario, en una piedra, junto al desembarcadero; contemplaba los buques y escuchaba el ruido de los cables y de las cadenas de las áncoras. Algunas veces un capitán o un contramaestre se compadecía del viejo marinero y le llamaba a bordo. Allí Johan podía seguir más de cerca los trabajos preparatorios, sentía moverse bajo sus pies las tablas de cubierta y, si alguna vez se encontraba en el barco a la hora del rancho, comía un bocado con la tripulación.

Los domingos por la tarde, las muchachas, cogidas del brazo, bajaban al muelle para contemplar la flota de veleros. Un domingo, atraída por el hermoso tiempo que hacía, también Katrina salió a dar un paseo hasta el muelle.

Se sentó en una roca, junto al agua. Llevaba en la mano un pequeño ramo de ranúnculos que había cogido por el camino. No muy lejos de ella, un grupo de muchachas se había sentado en rocas y salientes. Iban ataviadas con sus vestidos nuevos de primavera, y no era de extrañar que, en un lugar donde abundaban los hombres, adoptasen maneras melindrosas y afectadas. Pero, en aquel momento, en tierra no se veía ni sombra de ser humano que llevara pantalones, hombre o chiquillo. Parecía que ya no les bastara con trabajar seis días a la semana, porque los domingos, en vez de descansar, a manera de diversión trepaban por palos y jarcias.

Vistos desde la orilla, parecían pequeños insectos subiendo y bajando entre aquella espesa maraña de velas y cuerdas.

Pero, aun a tanta distancia, los ojos de las muchachas eran capaces de reconocerlos todos, y seguían con entusiasmo las proezas de cada uno, que debían responder a alguna apuesta previa. Y los señalaban con el dedo, y reían, y acompañaban con gritos de terror o exclamaciones de júbilo las singulares acrobacias que cada uno realizaba.

—¡Mira! —exclamaban—. ¡Mira cómo se columpia allá arriba Fran, el hijo de Beda!

—Affe de Storby y Gustav de Klinten se han subido al botalón. ¡Oh…! Ahora se han colgado cabeza abajo.

—¿Quién es aquél que sube por el palo mayor?

—¿Creéis que va a llegar arriba?

—¡Claro que va a llegar!

—¿Veis? ¡Ya ha llegado!

—¡Oh…! ¡Ahora se ha tendido a lo largo de la cofa!

—¡Ha sido el más atrevido! Mira cómo agita las piernas y los brazos colgado en el aire.

Katrina no apartaba los ojos del temerario acróbata. Sentía cierta ansiedad al pensar en sus dos hijos: ¡quién sabe si en alguna noche de tormenta les tocaría subir hasta allí! Y casi llegaba a irritarla aquel muchacho temerario que tan inútilmente exponía la vida. En aquel instante oyó gritar a una de las muchachas:

—¡Es Erik! ¡Bravo. Erik!

Katrina sintió que aquel grito le desgarraba el corazón. ¡Dios Santo! ¡Si era Erik, si era su propio hijo aquel que estaba suspendido entre cielo y tierra!

Yerta, petrificada, casi sin aliento, miraba con ojos inmóviles al muchacho en el momento de iniciar el peligroso descenso. Ahora se agarraba al obenque; alcanzaba ya la gavia… Pero, ¿por qué no se deslizaba de una vez? No: había de prolongar el peligro colgándose de cabos y vergas.

—¡Señor, Señor, Señor! —Con aquella brevísima plegaria, Katrina rezó fervorosamente, como nunca había rezado en su vida, mientras su hijo se hallaba colgado entre los cabos. Finalmente, Erik descendió hasta cubierta y ella, entonces, le perdió de vista. Le pareció que le quitaban un peso enorme de los hombros y exhaló un suspiro de alivio.

—Yo no puedo hacer nada para evitar que corra estos riesgos; pero, ¡Dios mío!, al menos que yo no lo vea ni lo sepa —decía para sí. Sin embargo, desvanecido ya el peligro y viendo la admiración que su hijo despertaba entre las muchachas presentes, no dejó de sentirse íntimamente lisonjeada. «Hay que reconocer que es valiente y ágil —pensaba con orgullo—. Y que si a Gustav le da por hacer lo mismo, no se va a quedar atrás…»

Más tarde, aquella misma noche, el desaliento se apoderó de ella nuevamente; temores de toda índole la asaltaban de continuo. Si el viento resultaba propicio, era muy posible que Erik se hiciera a la mar a la mañana siguiente. ¿Por qué no volvía a casa la última noche que pasaba con los suyos? Sólo Dios sabía cuán feliz era ella teniendo a sus hijos a su lado. La vida del mar entrañaba peligros que ella nunca hubiera podido sospechar. Nadie podía decir si el navío que zarpaba volvería a puerto.

La tristeza oprimía más su corazón. Se encontraba sola, y aquella parte alta de la aldea, ¡estaba tan desierta, reinaba en ella tal silencio! Sólo el rumor de algún riachuelo que bajaba de los cerros y el piar de algún pajarillo, llegaban de los contornos. El sol aparecía extrañamente envuelto en nubes, aunque el resto del cielo permanecía sereno. Katrina no sabía explicarse por qué precisamente ahora se sentía tan triste y desfallecida; los muchachos se marchaban y volvían desde hacía años; debía va haberse acostumbrado a ello. Sin embargo, esta vez sentía como si en su corazón se reunieran las amarguras de las despedidas de todas las primaveras pasadas. Las lágrimas empezaron a fluir de sus ojos: dulces y lentas primero, no tardaron en surcar abundantemente sus mejillas. Sentada a la mesa, con la cabeza entre las manos, dejó correr su llanto libremente.

Erik había entrado en silencio. Katrina no le oyó; pero había intuido su presencia. El muchacho, apoyado en la pared del hogar, con las manos cruzadas a la espalda, se quedó contemplando a su madre. Varias veces sintió el impulso de preguntarle qué le ocurría; pero, sin saber por qué, no pudo. Luego fué a sentarse silenciosamente al otro extremo de la mesa. Katrina levantó sus ojos anegados en lágrimas, que se cruzaron con los de su hijo en una mirada larga y triste.

—¿Por qué lloras, mamá? —preguntó finalmente Erik con dulzura.

—No lo sé, Erik… Sólo sé… que siento una tristeza tan grande porque mañana te vuelves a marchar…

Erik no contestó. Tras un prolongado silencio, Katrina dijo:

—Prométeme que escribirás a menudo. Erik.

—Te lo prometo. Escribiré siempre que pueda.

—Gracias, Erik.

—Ya lo verás, mamá.

—No te embarques para viajes largos… No lo hagas… Te lo suplico.

—No temas. No he pensado nunca en eso… Hasta creo que un viaje largo sería mi fin.

—¿Por qué?

—No lo sé… Me lo imagino así… Dime, ¿crees que mi manzano vivirá hasta el fin del verano?

—¿Tu manzano? ¿Y por qué no? ¿Por qué se te ocurre pensar en tu manzano precisamente hoy?

—No sé por qué… Pienso que no vivirá hasta el fin del verano.

—¡Ya lo creo que vivirá! Justamente es el más robusto de todos. No temas; yo lo cuidaré. Y puede que cuando vuelvas, en otoño, te encuentres con que ya ha dado manzanas. Están lo bastante crecidos para que florezcan.

—Sí, mamá… Oye…

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