Katrina

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KATRINA » Capítulo XXXIX

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Katrina, pensando en las muchas horas que había dormido la muchacha, y como llevada por un deseo inconsciente de evocar algún recuerdo del pasado en medio de aquel mundo nuevo, dijo, de pronto:

—Es molesto levantarse muy de mañana, ¿verdad?

—¡Ay, abuelita! ¡No puedes figurártelo! —repuso Greta, riendo. Saga le hizo coro.

—Gustav pensaba lo mismo —añadió ella, sin darse cuenta de que decía algo fuera de lugar; hasta que el silencio absoluto con que fueron acogidas sus palabras le hizo comprender que había tocado un punto doloroso. Miró a Greta y vió que permanecía con la vista baja. ¿Sabía, pues, la muchacha que Gustav era su padre? ¿Pensaba en él con disgusto y prefería olvidar aquella realidad?

Después de la comida, acompañaron a Katrina al dormitorio que se le había preparado y la dejaron sola allí para que pudiera descansar. Mientras estaba acostada, la puerta se abrió sigilosamente, y, tras ella, asomó el rostro radiante de Greta.

—¿Duerme, abuela?

—No.

 

Greta entró, presurosa, en la habitación y cerró cuidadosamente la puerta tras sí.

—Abuela…, yo…, abuela… —empezó a decir, vacilante y con las mejillas cubiertas de rubor.

—Di. ¿Qué?

—¿Tienes todavía aquella fotografía que solías tener encima de la cómoda…, la fotografía de Gustav?

—Sí.

Greta se sentó en el borde de la cama, al lado de Katrina. En su hermoso rostro se reflejaban a un tiempo la timidez y la decisión.

—Abuela, ¿querrás dármela?

Katrina, algo sorprendida, se incorporó un poco. Pero la muchacha no se movió.

—¿La quieres?

—Sí. Deseo tenerla.

—Te la daré. En casa hay muchas fotografías de Gustav; claro que a ésta es a la que tengo más cariño. Pero si la deseas te la daré.

—¡Abuela!…

—Di.

—Gus… Gustav me habló una vez antes de marcharse… Es mi padre, ¿verdad?

—Sí.

—Mis padres están aquí, en esta casa…, para mí han sido siempre y siempre serán mis padres. Pero estoy contenta de saber que mi verdadero padre no me quería mal… Y lo sé: ¡sé que es así! yo creo que debe de haber sido muy desgraciado, abuela…

—Es verdad. Pero Dios es bueno y no abandona nunca a los que sufren.

—Sí… Abuela: Gus… mi padre me pidió que rezara por él todas las noches… y yo he rezado siempre, ¿sabes?… Pero quizá ahora ya no viva, ¿verdad?… Abuela, ¿no has tenido más noticias de él?

—No, hija mía. El verano último murió su manzano. Seguramente descansará ahora en paz.

—¿Me darás la fotografía, abuela? —repitió Greta en un susurro.

—Sí. Te la mandaré.

—Gracias. —Acto seguido se levantó y se fué. Pero al llegar a la puerta se detuvo, y, llevada de un impulso súbito, retrocedió y posó sus labios sobre la rugosa mejilla de la anciana—: ¡Gracias, abuela! —dijo. Y desapareció.

 

Había quedado acordado que, por la tarde, la familia llevaría a Katrina a ver la ciudad. Pero, inesperadamente, surgieron obstáculos. Un automóvil lleno de alegres jóvenes se detuvo al pie de la escalera para llevarse a Greta. Los tres hijos mayores, acompañados de la doncella, se fueron a la playa a bañarse. Lillan había de dormir su siesta cotidiana y Saga hubo de atender a unas señoras que habían venido para hablar de la organización de una fiesta de beneficencia. Katrina decidió, pues, atarse el pañuelo bajo la barbilla y salir sola, prometiendo estar en casa antes de la cena. Lentamente, anduvo de una calle a otra, deteniéndose, ora aquí, ora allá, para echar un vistazo en torno. Unas chiquillas le indicaron el camino que conducía a la Escuela de Náutica. Estuvo largo rato contemplando aquel sencillo edificio de madera, que difería muy poco de las otras casas particulares de la ciudad. Aquí era donde Einar había conseguido realizar los ensueños de su vida, donde había asentado sobre su obstinada cabeza la corona de capitán. Allá arriba, en la colina —la colina de Ohberg, dijeron las chiquillas— se levantaba la torre anexa a la Escuela. En la plaza del mercado, cercana al Puerto Oriental y aristocráticamente aislada, estaba la

Socielatshus. Los capitanes solían elogiar mucho las fiestas de la Sociedad. Pero Einar no tenía tiempo ni contaba con medios para frecuentarla.

Katrina bajó por la calle Mayor hasta llegar al Puerto Oriental. Había allí navíos más grandes y majestuosos que en el otro. Varios grandes buques estaban anclados en medio de la bahía y a lo largo de los muelles, allí donde las aguas parecían tener más profundidad. ¡Qué grandes eran aquellos navíos, con sus altos mástiles! Katrina se sentó en una piedra; y no se cansaba de mirar y admirar aquella soberbia Ilota. Sí: seguramente aquellos buques eran transatlánticos. Eran como los que se habían llevado a sus hijos muy lejos de allí. Pero nunca, jamás, volverían a traer a Gustav a su patria…

Cuanto más contemplaba las embarcaciones, más entristecida se sentía. Todos los azares de su vida volvían a revivir en su mente; y otra vez experimentaba el dolor de aquellas dolorosas despedidas. ¡Siempre, siempre marchándose…, y alguna vez para no volver más! Pero Johan no había embarcado nunca en buques tan grandes como éstos. Le eran tan extraños como a Katrina. Él vendría a recogerla en una embarcación pequeña… «Sí, Johan, ven; ven pronto; aquí ya no hago nada sino esperarte.»

Katrina se levantó y volvió a internarse en la ciudad. Se sentó en un banco de los que había en el estrecho camino que bordeaba la Explanada. A la izquierda, más allá de la plaza del mercado, brillaban las aguas azules a la luz del sol de otoño. No estaba, pues, muy alejada del Puerto Occidental.

¡Qué hermoso era estarse allí, reposando las piernas fatigadas! ¡Qué bien se estaba a la sombra de los altos y copudos tilos, el leve susurro de cuyas ramas calmaba el espíritu! Pasaban escasos transeúntes, lentos y distraídos, y el rodar de los coches y automóviles de las calles no turbaba la calma de aquel rincón apacible. Sí: allí encontraba reposo para sus miembros, pero no paz para su alma. Todo lo que le ocurría tenía un aire extraño para ella, y se sentía demasiado cansada para esforzarse en comprenderlo. Era ya vieja y la vida empezaba a escaparse de su cuerpo: esto era todo. Tan sólo entre los muertos podía ir a buscar a sus amigos; y allá, entre ellos, era donde debía ya estar. ¿Valía la pena seguir viviendo en este mundo, cuando veía que todo desaparecía sin dejar en él ninguna huella, como el rocío bajo el calor del sol? ¡Sin dejar ninguna huella! ¿Era esto verdad? No: no era así. ¿No hacía años que el viejo capitán Nordkvist yacía sepultado bajo tierra? Y sin embargo, ella veía su recia figura avanzando por la avenida, y oía el eco de sus carcajadas resonando bajo los árboles. No encarnado en una, sino en varias personas, transitaba él por la ciudad, y mandaba y disponía de las vidas tanto en mar como en tierra.

Así debía ser. El cuerpo de Johan descansaba bajo aquella capa de arena sobre la cual se había trazado un sendero. Innumerables pies pisoteaban su lugar de reposo y, sin embargo, vivía ahora en este mundo una vida más hermosa que nunca. Ahora viajaba, como verdadero capitán, en soberbios buques, por todos los océanos. Y al propio tiempo estaba allí, jugando como un chiquillo en la hierba de los jardines que se extendían a las puertas de la ciudad. Eran Johan y ella los que jugaban en aquellos jardines: era la sangre de ellos dos la que corría por las venas de sus nietecitos. La sangre de ambos, la de sus padres y abuelos. La vida, gracias sean dadas a Dios, sigue en este mundo su curso, no tiene fin…

En el Puerto Oriental sonó la sirena de un vapor. A poco, el

Åland iba a emprender el viaje de regreso. Si se marchaba en él, llegaría a casa hacia las once. Pero era tan fatigoso volver a emprender aquel viaje el mismo día… Además, había prometido a su nuera quedarse. Por otra parte habían de pasar tres largos días antes de que el vapor volviera y ella pudiese emprender el regreso a casa. No quería estar tanto tiempo, no… Katrina veía mentalmente la montaña soleada, la pequeña escalerilla, el hogar ennegrecido y la descolorida estera. ¡Ah, cómo se le iba el corazón hacia todo aquello! No le hubiera sido posible dormir en Mariehamn. Había de ir a casa, para dormir en su duro lecho. ¿Qué dirían Johan y todos los otros si volviesen a casa y no la hallaban allí? No, no podía estar más tiempo ausente: había de volver a su hogar, a su apacible casucha. Si se daba un poco de prisa, podía estar a bordo antes de que el vapor diese la tercera señal.

Katrina cogió el paquete en el que había metido la bolsa y corrió hacia el muelle con toda la ligereza que sus piernas le permitían. Llegó sin aliento, en el momento preciso en que iban a retirar la pasadera. Los hombres se detuvieron y alguien de a bordo gritó:

—¡Ayudad a esa vieja a embarcar!

Katrina sintió que dos manos robustas la levantaban en vilo y, antes de que pudiese darse cuenta, se hallaba a bordo. Retirada la pasadera, el vapor se alejaba ya del muelle.

Entonces se arrepintió. ¿Qué había hecho? ¿Qué diría ahora Saga? ¡Qué horas de inquietud iba a causarle! En cuanto llegara a casa le mandaría aviso. A pesar de todo, en el fondo no le disgustaba haber tomado aquella resolución. En Mariehamn le habría sido imposible dormir.

Katrina llegó a Klinten entrada ya la noche. Estaba tan exhausta, que en cuanto llegó se tendió en el lecho. Al verse de nuevo en su hogar, lloraba de alegría. «Nunca más nadie ni por nada podrá persuadirme a salir de aquí», pensaba con indignación, como si hubiera emprendido aquel viaje por culpa de otro. Al día siguiente mandó un telefonema a Saga diciéndole que había llegado felizmente a Västerby; y al mismo tiempo echó al correo un sobre para Greta, con la fotografía de Gustav.

 

El otoño se acercaba velozmente. Los árboles se deshojaban, los días se iban acortando. Katrina apenas podía aventurarse a andar por la montaña bajo el fuerte viento. Las lluvias otoñales ponían los caminos peligrosamente resbaladizos. Con el cuerpo rígido a causa del reumatismo, pasaba en la cama la mayor parte del día. Las hijas de Lydia hacían por ella cuando podían hacer. Entraban a verla muy a menudo y le rogaban que les permitiese cuando menos avisar a Saga.

—Debería usted irse a Mariehamn, tía Katrina. No puede estar sola aquí todo el invierno —le decían.

Pero Katrina se obstinaba en su idea, y Lydia les dijo a sus hijas que no insistieran más.

—A tía Katrina no hay quien la saque de aquí —decía.

Iban a buscar leña para ella y le encendían el fuego para poder calentar la casita, porque con los crudos vientos de otoño aumentaba el frío.

—Le dejo un fuego magnífico. Toda la leña está dentro. Luego volveré para cerrar el tubo —dijo una de las hijas de Lydia a Katrina una noche muy fría.

—Gracias, hija —susurró la anciana—. Pero no es preciso que vuelvas. En casa te necesitarán. Yo me arreglaré por esta noche. Si hace falta, yo misma lo cerraré.

—¡Pero usted sola no podrá, tía Katrina!

—Sí, sí, puedo. Vete a casa, hija mía. Yo me arreglaré; y que Dios te lo premie.

La chica se fué y Katrina se quedó sola. A pesar del buen fuego, se sentía el frío. El viento aullaba en el conducto de la chimenea. «Podría cerrar ahora mismo el tubo», pensó Katrina. Y con grandes esfuerzos se deslizó de la cama y, arrastrando los pies, se acercó al hogar. Tiró de la cadenilla del respiradero y volvió a acostarse, abrigándose bien con las mantas a fin de entrar en calor. Dormitó un poco y volvió a despertarse con una sensación extraña. La cabeza le dolía terriblemente, y cuando intentó incorporarse sobre los codos, le pareció que toda la estancia daba vueltas. Dejóse caer otra vez en el lecho. Se le figuraba que había humo en la casa, pero no debía de ser así. ¿Acaso el viejo respiradero no funcionaría bien? Volvió a dormirse y tuvo entonces el más delicioso de los sueños.

Estaba en pleno verano, en la época de la trilla: el sol brillaba esplendoroso en un cielo inmaculado. Ante sus ojos se extendía un idílico paisaje, que era, a la vez, de Åland y de Österbotten. Los campos estaban llenos de gente joven y feliz; unos segaban, otros ataban gavillas. Y también bailaban, con grandes haces de espigas en los brazos; las mujeres llevaban la cabeza adornada con flores. Infinidad de chiquillos jugaban bajo los árboles, de cuyas ramas colgaban las manzanas más grandes y hermosas que jamás hubiesen visto ojos humanos. Riachuelos de plata se deslizaban serenos entre márgenes floridas, y los pajarillos trinaban en las ramas. De pronto, Katrina se encontró entre personas que le eran familiares. Reconoció a su anciano padre. Allá estaba, sopesando en las manos un manojo de espigas de centeno. Masticaba una pajuela dorada que le pendía de la boca sobre la barba gris. Katrina sonrió: el viejo parecía la satisfacción en persona. Reconoció a muchos otros: los había de Österbotten, los había de Åland. ¿No era Sanna aquélla que saltaba entre los demás chiquillos? ¡Cómo resplandecían de alegría sus ojitos azules! Súbitamente, los pequeñuelos se volvieron, irguieron sus cuerpecitos y, riendo y agitando los brazos, miraron hacia el borde del campo: por el camino del mar subía un grupo de hombres. Marineros, sin duda. Saludaron con alborozo a los campesinos y luego entonaron una alegre canción de mar. También en aquel grupo descubrió Katrina gente conocida. ¡Dios Santo! ¿Pues no era Erik aquel que sonreía mostrando una hilera de hermosos y brillantes dientes? Y Gustav caminaba al lado de él, rodeándole el cuello con el brazo. ¡Qué bien cantaban, moviendo los pies a compás, todos a la vez! El aire estaba lleno de canciones. Por el ancho campo se extendían los ecos de una música ultraterrena, que penetraba en el alma y elevaba el espíritu hacia alturas de una beatitud jamás soñada. Katrina sentía que todas aquellas personas le eran queridas, queridas por igual, y a todas hubiera deseado estrecharlas contra su corazón con igual ternura. Pero otra cosa atraía ahora su pensamiento. Una navecilla entraba en la bahía a velas desplegadas, surcando ligera las ondas. Su proa relucía como el oro y sus velas brillaban al sol, blancas como la nieve. Las olas jugaban en torno al casco con refulgencias de plata. Un hombre esbelto, erguido, empuñaba el timón. Katrina corrió hacia la playa. Era Johan que llegaba con su nave: había terminado la larga espera y la promesa había sido al fin cumplida.

N

O

T

A

S

[1] Región de Finlandia situada hacia la parte alta del golfo de Botnia. - (

N. del T.)

[2]

Frun: La señora. - (

N. del T.)

[3] Zaguán o pequeño vestíbulo un poco elevado, al que dan acceso unos peldaños de madera. - (

N. del T.)

[4]

Kaptenska: esposa de capitán. (

N. del T.)

[5] Kaptenskor: plural de

kaptenska. - (

N. del T.)

[6] Holmar, plural de

holme, islote (

N. del T.)

[7] Klint, picacho, peñasco; Klinten, el picacho, el peñasco. Siguiendo la costumbre del país, Johan y los demás lugareños son llamados por el nombre del lugar en que moran. - (

N. del T.)

[8] Elsa del Fondo. - (

N. del T.)

[9] Como es sabido en Finlandia existen dos idiomas oficiales; el sueco y el finés. La presente obra está escrita en sueco con diversos modismos de origen finés. - (

N. del T.)

[10]

Bod, tienda. Literalmente, Janne de la tienda. - (

N. del T.)

[11]

Mor, madre. (

N. del T.)

[12] Langsundet: es decir, el estrecho largo. Brazo de mar. - (

N. del T.)

[13] El marco finlandés equivale a unos veinticinco céntimos españoles. - (

N. del T.)

[14] Medida de capacidad para líquidos equivalente a unos tres litros. (

N. del T.)

[15] Plural de

kappe: medida equivalente a 5 kilos y cuarto. - (

N. del T.)

[16] La fortaleza rusa de Bomarsund fué edificada por el emperador Nicolás I, y dominaba la entrada de los golfos de Botnia y Finlandia. - (

N. del T.)

[17] Plural de

sparkstottiug: especie de patín trineo individual sobre el cual se asienta un pie mientras se le empuja con el otro apoyado en el suelo. Es algo parecido a nuestro patinete. - (

N. del T.)

[18] Es decir, pequeño Gustav. - (

N. del T.)

[19] Elmer del Fondo. - (

N. del T.)

[20]

Gustavsdotter: hija de Gustav;

Gustavsson: hijo de Gustav. - (

N. del T.)

[21] Consejero de Navegación. - (

N. del T.)

[22] La autora se refiere, por supuesto, a la guerra de 1914-18. - (

N. del T.)

[23] La señora Johansson. - (

N. del T.)

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