Katrina

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KATRINA » Capítulo XXVIII

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LA persistente sequía que reinó a principios del verano amenazaba echar a perder las cosechas. Antes de que llegara agosto, los campos habían adquirido un color amarillento bajo el sol abrasador, y los campesinos se vieron obligados a segar las raquíticas mieses. Las patatas apenas habían brotado y pasaban semanas sin que se viera en ellas el menor progreso. Nadie se atrevía a arrancar los nabos de aquella tierra seca como la piedra; los campos parecían eriales. Sólo la grama crecía lozana como siempre, invadiéndolo todo. Ni siquiera el grano que se había sembrado en primavera daba señales de medrar. Nordkvist y Svensson segaron algunos de sus campos de trigo y de avena; obtuvieron mucha paja, pero las espigas no dieron ningún rendimiento.

Katrina, a causa de aquella sequía, perdió uno de sus manzanos. Aunque cuidaba los árboles con la asiduidad de siempre e iba incluso a buscar agua al pantano para regarlos, no pudo evitar que uno de ellos muriera. Era el arbolillo al que los chicos llamaban «el manzano de Erik». Cuando Katrina vió que ya no quedaba esperanza, se decidió a arrancarlo, y la tierra donde había arraigado la aprovechó para los otros dos. Nunca había esperado que los tres arbolillos se desarrollaran mucho. Pero los dos que sobrevivieron prosperaban que daba gusto, y su vista proporcionaba un vivo placer a Katrina. También había sembrado una parcela de patatas y plantado flores donde había podido. La roca desnuda, bajo sus manos solícitas, había empezado al fin a florecer.

Desde hacía mucho acariciaba un sueño: el de pintar de rojo la casita. El pensamiento de poder ver su hogar destacando, como una flor encarnada, entre los cerros y bosques que le servían de fondo, le alegraba el corazón. Aquel color amarillento que tenía ahora lo encontraba triste, lúgubre como la imagen de la miseria; le parecía haber estado siempre prisionera entre sus paredes.

Había comprado pintura roja suficiente para la minúscula letrina, y la pintó por sus propias manos. Pero nunca pudo hacer frente al gasto que exigía el hacer lo mismo con toda la casa.

Muchas veces, sentada en el hueco de la ventana, contemplaba los árboles, bañados en una luz suave, y las caléndulas, que, con su encendido color, semejaban manchas de sol sobre la rojiza vertiente de la montaña; y procuraba imaginar lo que sería la casita enteramente pintada de aquel alegre y vivo color rojo, con las ventanas enmarcadas en blanco.

Ahora que ya había conseguido un buen fogón, pudo enjalbegar el techo y las paredes de la estancia principal: todo el interior respiraba así más alegría. Cada vez que encendía la lumbre y oía el retintín de los hierros de la cocina, colmaba de bendiciones a sus hijos. Pero como no había de cocinar más que para Johan y para ella, en realidad le parecía no tener trabajo. A Johan no se le despertaba el apetito; seguía débil y apenas podía con sus piernas. Hizo un esfuerzo para ir a trabajar en la recolección, pero la primera vez que hundió la horca en una gavilla para subirla al carro, cayó bajo su peso y quedó medio sepultado en el heno. Asustado y tembloroso, se arrastró hacia el borde del prado y se tendió a descansar. Después de lo cual no se aventuró ya a una segunda prueba, y permaneció sentado, mirando a los otros hombres en silencio.

Así transcurrió el verano. Gustav se había embarcado en la goleta

Arlan, e hizo algunos viajes rápidos y afortunados. Einar, por fin, había escrito desde Suramérica, adonde había llegado después de largos meses de travesía. Aún no sabía a ciencia cierta cuál sería el nuevo puerto de destino, pero creía que, tras algunas escalas, regresaría pronto a su patria. Sus cartas eran breves, y no tenían otro objeto que el de hacer saber a Katrina que estaba vivo.

La última carta de Erik había llegado de Holanda, desde donde el navío había de emprender la ruta de Finlandia. Los días de verano transcurrían en Åland bellos y luminosos. El

Svea debía de acercarse a las costas finlandesas. Katrina fué a informarse a casa del viejo capitán Engman, propietario del buque. Pero no pudo saber nada; hasta aquel momento no se habían recibido aún noticias.

Transcurrió el tiempo; se sucedieron las semanas, y el

Svea no llegaba. No se sabía nada aún… No se tenía la menor noticia… Pero, ¿dónde estaría entonces el velero? Nadie podía decirlo con seguridad; a veces, sin embargo, los vientos contrarios prolongaban los viajes de manera aparentemente incomprensible. No había motivo de alarma: estaban a mediados del verano y en los mares del Norte no había sido señalada ninguna tormenta de importancia.

Transcurrió un mes. Luego, uno y medio. A poco, dos. Los habitantes de la isla dormían ahora menos tranquilos; y no vacilaban ya en comunicarse sus dudas. ¿Dónde, dónde se hallaría la embarcación?

La íntima ansiedad que había arraigado en los corazones de las familias y de los allegados de los ausentes, se convirtió pronto en un tormento. La esperanza —la burlona esperanza que trataba de persuadirles de que nada malo había ocurrido— no hacía sino prolongar el sufrimiento. La incertidumbre es lo más difícil de soportar. La verdad, por dolorosa que fuese, hubiera sido preferible a aquella lenta tortura. Los viejos marineros contestaban moviendo la cabeza en silencio, mientras los jóvenes razonaban sobre las diversas posibilidades que el

Svea tenía de haber naufragado aun en medio de la más hermosa calma estival.

Podía haber zozobrado por habérsele abierto una vía de agua. Pero, en tal caso, parecía increíble que la tripulación no hubiese echado mano de los botes de salvamento; y era de suponer que alguno de éstos hubiera logrado salvarse. Podía haber sufrido un choque; pero también en este caso hubiera llegado alguna noticia a Åland. Restos, salvavidas, algo que hubiera aparecido. En definitiva, sin embargo, no se había hecho ninguna luz sobre el asunto.

Sí, no cabía duda alguna: el barco había sido destruido por un incendio.

De un modo u otro, debía de haberse declarado fuego a bordo, propagándose con tal rapidez que no había dado tiempo a que se salvara ningún tripulante. Una terrible hipótesis, una dolorosa explicación para las esposas, los padres, los hermanos y las hermanas. Y, sin embargo, esta explicación tuvo un asenso tan unánime, que hasta los mismos que habían de vestir de luto la aceptaron como una realidad.

Una nube de tristeza invadió la isla, porque la catástrofe del

Svea alcanzaba a casi todos sus habitantes. Toda la tripulación, a excepción del primer oficial, era de Åland, y la mayor parte de la misma, de la propia Torsö. Los de Västerby habían perdido tres hombres: el joven capitán Engman, Erik de Klinten, y un muchacho de

Sjögard, barraca próxima a Batviken.

Transcurridos algunos meses y desvanecida en todos los espíritus la esperanza de que un poder milagroso volviera a conducir la nave a puerto, los Engman tomaron la iniciativa de rendir los últimos honores a las víctimas. Visitaron a las distintas familias que habían perdido algún deudo, y les propusieron la celebración en común de los funerales por las almas de los difuntos. La proposición fué unánimemente aceptada y se comunicó el propósito al párroco.

Johan y Katrina fueron invitados también. En aquella casita la desgracia había causado dolorosos efectos. Katrina se movía maquinalmente, y tenía los ojos secos y ardientes a fuerza de fijarlos persistentemente en las aguas de Batviken. Por allí vendría Erik. ¡Debía venir!… Johan había enflaquecido más aún, si cabía, y había perdido el poco apetito que le quedaba. Sus ojos, azorados e infantiles, muy abiertos como en un eterno estupor, imploraban con sus miradas la protección de Katrina. Pero Katrina parecía no reparar en él. Abatida, inconsciente, pasaba sentada horas enteras contemplando con ojos ya enjutos la hermosa cocina…, aquella cocina que Erik y Gustav habían montado. ¡Qué guapo se había puesto Erik! ¡Y qué buen corazón tenía! Al fin se había vuelto sano y robusto como los otros muchachos de su edad. ¿Por qué había de morir precisamente ahora, cuando la vida empezaba a sonreírle? ¿Por qué no había muerto cuando era un chiquillo débil y enclenque? ¿Por qué no cuando yacía en los brazos de su madre, tan insignificante y miserable que ella pedía a Dios que se lo llevara al Cielo? ¿Por qué?… ¿Por qué?

Katrina se volvió abandonada. No se ocupaba más de bajar a la aldea y buscar trabajo. Dejaba que Johan se arreglara solo; no hacía más que los quehaceres domésticos absolutamente imprescindibles. Un día subió el capitán Engman para preguntar si en la oración fúnebre de la iglesia había de figurar también el nombre de Erik. Katrina despertó. Sí, sí: claro que había de figurar. Pero, mientras preparaba la ropa de Johan y la suya para asistir a los funerales, recayó de nuevo en su estupor.

Un día triste y nublado de septiembre, los feligreses, más graves que de costumbre, se congregaron en el templo. Todos sabían que la ceremonia era en sufragio de la tripulación del

Svea. Los fieles, respetuosamente, permanecieron detrás para ceder los sitios delanteros a las familias de las víctimas, que vestían de luto riguroso.

Katrina y Johan avanzaron con ellas. Alguien les indicó un banco frente al altar.

Empezaron los santos oficios de costumbre, aunque un tanto abreviados. Luego el párroco subió al púlpito y durante un rato guardó silencio, contemplando a los devotos. Todos sabían lo que había de seguir… El sacerdote leyó el nombre de los marineros, la edad y el pueblo a que pertenecían: los fué leyendo uno tras otro; luego anunció su muerte, acaecida en un día y un lugar sólo conocidos por Dios. Finalmente pronunció un sermón basado en las palabras:

El mar devolvió los muertos que guardaba en su seno.

En la iglesia reinaba un silencio sepulcral. La voz grave y vibrante del párroco adquiría acentos conmovedores. Ante aquella tremenda tragedia, quedaba borrada toda diferencia de clase y jerarquía. La muerte los había reunido a todos. Por fin, Katrina pudo desahogar su acerbo dolor derramando lágrimas en las que halló algún consuelo. A un lado tenía a Johan, deshecho también en lágrimas; al otro a la

kaptenska Engman, que desahogaba en sollozos su propio dolor. Mientras el párroco pronunciaba su oración no hubo en la iglesia nadie que no llorase. El propio sacerdote no pudo evitar que las lágrimas surcaran sus mejillas rugosas.

—Y ahora recemos por ellos —exclamó con voz trémula.

Entre suspiros y sollozos, todos los asistentes se arrodillaron, inclinando la cabeza. Terminados los rezos se pusieron en pie y entonaron un salmo en el que se exaltaba la resurrección y la victoria de la vida y la luz sobre la muerte. El órgano emitía sus armoniosos sones, y los fieles lo seguían; al principio lo hicieron con voz suave y vacilante, luego más potente y fervorosa, hasta que el canto se elevó, atronador, hacia el techo estucado de blanco en el que se balanceaba la pequeña nave en miniatura.

Con aquel canto terminó la ceremonia, y los feligreses empezaron a salir. A medida que lo hacían, se iban estacionando, como de costumbre, en la plazuela; pero esta vez no se mostraban animados ni sonrientes. Con semblante grave y sobrias palabras iban a estrechar la mano de los que llevaban luto, y, cumplido este deber, cada uno se marchaba a su hogar respectivo.

Hombres y mujeres ya ancianos, personas desconocidas, encopetados caballeros y señoras con sombrero de plumas, se acercaron a estrechar la mano a Johan y a Katrina, que permanecían en el prado junto a las familias restantes. Tranquilos, serenos, siguieron solos el camino de su casa. Y aquella noche, cuando se recogieron, lloraron los dos juntos. Los embates de la vida les habían soldado uno a otro más que nunca.

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