Katrina

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KATRINA » Capítulo XXIX

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GUSTAV regresó de su viaje sin novedad. Pero se mostraba más pacífico, menos bullicioso que antes. Entre él y sus padres se cambiaron muy pocas palabras sobre el hermano que nunca más había de volver en su navío al puerto de Batviken. El muchacho trabajó todo el invierno como jornalero en casa de Nordkvist. Johan se había resfriado al empezar la estación, y se sentía tan débil, que a partir de entonces hubo de quedarse en cama. Le atormentaba una tos seca y persistente. «La tos de Beda», pensaba Katrina.

Estaba más quieto y taciturno que nunca; cada día se apartaba más del mundo y de la gente. Sentado en el lecho, con su endeble busto recostado sobre las almohadas, seguía, con la dulce y fiel mirada de siempre, los movimientos de Katrina, ocupada en los quehaceres domésticos. Se distraía mirando las láminas de los libros y los grabados de los periódicos que le traía ella. Cuando los había visto todos, se entretenía jugando con cerillas, con las cuales componía dibujos geométricos sobre la colcha. Había acabado por perder su afición a los caramelos y Katrina se veía obligada a mimarle como a un niño para lograr que tomara algún alimento.

Algo más tarde, entrados ya los fríos, llegó Einar. Había cambiado poco: tenía el rostro algo más bronceado; un tenue bigote rubio que le cubría el labio le daba un aspecto más viril. Al segundo día de su llegada, se fué va a trabajar a casa de Larsson. Continuaba taciturno y reservado, y apenas se instaló en la casa volvió a sumirse en sus estudios. Los dos muchachos vivían en la casa paterna, y cuando el tiempo era bueno se iban al trabajo de madrugada. Pocos días después de haber llegado, Einar se fué a la tienda y compró un servicio completo de vajilla y de utensilios de cocina. Con sus toscos modales acostumbrados, abrió el paquete y extendió los objetos sobre la mesa para que su madre los colocara.

—¿Todo esto es para nosotros? —preguntó Katrina, titubeando.

—¿Para quién iba a ser, si no? —gruñó Einar—. Ya es tiempo de que comamos y bebamos como personas.

Katrina cogió, sumisa, una servilleta y lo limpió todo, sin atreverse a dar las gracias a su hijo. En otra ocasión, poco después, asignó el muchacho a su madre una cantidad fija semanal, y, aparte de ello, solía llevar a menudo cosas a Klinten: un día comestibles; otro, una partida de leña, buena y seca, que Katrina agradeció con toda el alma, porque cada vez se le hacía más fatigoso salir a recoger troncos y ramas para encender la lumbre. En fin: casi podía decirse en definitiva que Einar mantenía a sus padres, o cuando menos, les proporcionaba alimentos y objetos de que hasta entonces se había carecido en aquel hogar.

Sin tal ayuda, el invierno que transcurría se hubiera pasado en Klinten en medio de la mayor pobreza. A consecuencia de la sequía de aquel año, las harinas y legumbres se habían puesto más caras de lo habitual; además, desde el otoño Katrina no trabajaba con la asiduidad y el vigor de antes; la muerte de su hijo había debilitado sus fuerzas, y Johan, poco menos que imposibilitado, necesitaba de cuidados continuos. Desde que su marido guardaba cama, Katrina se había impuesto el deber de tenerle limpio y bien cuidado; le había hecho camisas, y, comprando sacos vacíos, los había transformado en sábanas. Era su orgullo que siempre que viniera algún vecino a visitarle, hallara enfermo y lecho limpios y arreglados.

Katrina no tenía tiempo ni manera de pensar en sí misma. Sus ropas empezaban a ofrecer un aspecto tan miserable que casi se avergonzaba de aparecer ante los demás. Sus zapatos estaban rotos por todas partes, hasta el punto de que llegaba a pisar la nieve con los pies. Había pedido a Gustav que se los remendara; pero como el muchacho se iba de madrugada y no volvía hasta el anochecer, los zapatos se quedaban como antes.

Hasta que un día Einar compareció en casa con un par de zapatos nuevos, flamantes y recién engrasados. Y, sin abrir la boca, cogió los zapatos viejos, que su madre se había quitado, los echó al fuego, y puso los nuevos en el lugar de los otros debajo de la cama.

A la mañana siguiente Katrina alargó la mano, sacó los zapatos y los estuvo mirando dándoles mil vueltas. No cabía duda: eran soberbios. Pero volvió a dejarlos en su sitio y fué a calzarse unos zapatos viejos de Erik.

—¿Por qué no te pones los zapatos nuevos? —preguntó Johan.

—No; son demasiado buenos para mí; además, que no sé todavía si son para mí. Nadie me ha dicho que podía ponérmelos.

—Pero Einar los habrá comprado para que los lleves —insistió Johan.

—Si quiere que me los ponga, puede decirlo, y no echármelos ahí como se echa un hueso a un perro.

Los zapatos permanecieron así varios días debajo de la cama, como un mudo reproche. Gustav no se había dado cuenta de nada; pero Johan los miraba, los ojos de Katrina se deslizaban involuntariamente hacia aquel sitio, y Einar miraba de reojo, ora los zapatos nuevos, ora los viejos que calzaba su madre. Y nadie pronunciaba una palabra.

Katrina sufría lo indecible con aquellos zapatones, peores que los que Einar había echado al fuego. La nieve penetraba y se derretía en ellos, con lo cual llevaba todo el día los pies humedecidos. Sentía que el reumatismo empezaba a incomodarla. Johan, tan sensible de carácter, sufría presenciando la sorda pugna que se mantenía entre madre e hijo, y Katrina, por amor a su marido, hubiera querido ceder. Pero se había sentido herida en su pertinaz orgullo innato, y no quería doblegarse.

 

Un día Johan llamó a Einar. El muchacho se acercó a la cama de mal humor.

—¿Qué hay? —preguntó nervioso.

—Einar, esos zapatos, ¿los trajiste para tu madre?

—¿Para quién iban a ser?

—Es que aún no sabe si los compraste para ella o no. Díselo, Einar.

—¡Cómo no va a saberlo! —se limitó a decir el muchacho. Y se fué sin decir nada a Katrina de los zapatos.

A medida que avanzaba el invierno, el tiempo empeoraba, y Katrina comprendía que aquellos malditos zapatos amenazaban acabar con su salud. Una tarde estaba en la fuente aclarando la colada; hacía un tiempo húmedo y borrascoso. Empezó a mirar sus zapatos, y, de pronto, abandonó la ropa y entró en la casa. Los dos hermanos habían vuelto ya de su trabajo. Katrina entró firmemente resuelta. Se quitó los zapatos y, mirando a Einar con expresión de reproche, los arrojó al fuego con furia. Y con el mismo aire orgulloso sacó los zapatos de debajo de la cama y se los calzó. Luego fué a sentarse en medio de la estancia para abrochárselos. Durante su operación no cesó de dirigir miradas de despecho a su hijo, como diciéndole: «¡Parece mentira! ¡Obligar a tu madre a que se humille delante de ti!»

Gustav, que había comprendido al fin lo que ocurría, levantó los ojos, turbado y perplejo; pero, finalmente, no pudo dejar de reprochar a su hermano con la mirada. Cuando Katrina estuvo lista se puso en pie y volvió a marcharse dando un portazo. Todavía pudo oír a Gustav decir a su hermano mayor.

—¡Qué bonita manera de portarte! ¡Tratar a mamá como si fuera una mendiga!

—Una mujer que vive de limosnas no es mucho más que una mendiga.

—¡Tú te callas! —gritó Gustav, tan fuerte, que Katrina, que se hallaba todavía en la escalera, se sobresaltó—. Y si sigues hablando así —prosiguió—, tendrás que habértelas conmigo, a pesar de todo tu orgullo. Y cuidado con que sigas en casa con esos aires de ofendido, como si se te hubiese hecho quién sabe qué. ¡Cuando tú no estás aquí, todo parece distinto en casa!

Katrina volvió a la fuente y se puso de nuevo a lavar. Todavía sentía bullirle la ira, pero bajo su despecho latía un fondo de inquietud por sus hijos. Por regla general, Gustav mostraba un gran respeto hacia su hermano mayor, a quien toda la familia veía ya circundado con la aureola de capitán.

Pero Katrina sabía que Gustav ponía sin cesar en parangón el proceder de Einar con el de su hermano desaparecido, con quien había llegado a hacer tan buenas migas durante el pasado invierno. Gustav no era muchacho para soportar a la larga sin revolverse a un compañero adusto y altanero como Einar. Katrina recordaba el arrebato de ira que había tenido con Johan y temía que ahora se dejara arrastrar por una cólera semejante contra su hermano. «Parece como si los dos —pensaba ella— hubieran heredado mitad por mitad mi temperamento: el uno la ligereza y la alegría, y el otro la melancolía y la gravedad.» Por lo demás, Gustav tenía buena parte del carácter infantil y confiado de Johan. El pobrecillo de Einar, en cambio, llevaba todo el peso de las continuas amarguras y del amor propio herido que habían lacerado el corazón de Katrina antes de que su hijo viniera al mundo. «Es culpa mía y no suya», se decía.

Gustav salió y se aproximó a la fuente. Tenía la mirada hosca y el semblante colérico. Con aire violento, se puso a ayudar a su madre a aclarar la ropa en el agua helada. Finalmente, empezó a hablar desahogando su irritación.

—Einar se cree una gran cosa porque tiene algunos marcos en el Banco; pero si sigue con esos humos nunca podrá tratarse con nadie.

—Sin embargo, sus superiores están muy satisfechos de él; trabaja y sabe cumplir —repuso Katrina, con prudencia.

—Trabaja mucho, eso sí. Pero la vida de un hombre no se reduce a trabajar. La vida de un hombre sin amigos y sin ninguna compañía sería un infierno.

—Sí, eso es verdad. Pero, ¿qué quieres? Einar es muy reservado, y no puede ser distinto de como es.

—¿Y quién le impide hablar a su gusto? ¡Qué distinto era todo el año pasado, cuando Erik estaba en casa! ¿Te acuerdas de cuando bailábamos? ¡Cómo nos divertíamos entonces! —Y al nombrar a su hermano muerto, la voz de Gustav sonaba triste y opaca. Katrina sintió que las lágrimas se agolpaban a sus ojos.

—Sí. Erik siempre estaba alegre —dijo con dulzura.

Cuando la ropa estuvo aclarada, Katrina la metió en un cubo y la llevaron entre los dos. Gustav se fijó en los pies de su madre.

—Llevas unos zapatos magníficos, mamá. Einar sabe lo que compra; en eso hay que hacerle justicia.

Por el tono de su voz, Katrina comprendió que había olvidado su resentimiento hacia su hermano. Y se sintió tan feliz, que perdonó a su otro hijo, tan áspero y taciturno.

Iban a entrar por la puerta cuando Einar salió para marcharse. Pero Katrina, con rostro risueño, le llamó.

—No te vayas, Einar; voy en seguida a preparar el café. Me has comprado unos zapatos magníficos; y además son completamente impermeables. Gracias, Einar, no sabes cuán agradecida te estoy.

Einar se detuvo, sorprendido; permaneció un momento indeciso, pero acabó por sentarse y tomó el café en compañía de los suyos. Con semblante sombrío, no cesaba de mirar al suelo; pero parecía ahora como si todo su mal humor se hubiese concentrado más en él mismo que en los demás.

Al propio tiempo, Einar se alistó en un transatlántico, y, apenas empezó el deshielo, embarcó para Mariehamn, donde el buque estaba anclado. Katrina le preparó el mejor equipo que pudo y se esforzó en mostrarse amable y contenta para hacer a todos un poco más alegres aquellos últimos días. Recordando a Erik pensaba que, a cada separación, ella y sus hijos nunca sabían si volverían a verse.

Einar parecía menos retraído; pero se notaba que la lucha que sostenía en su interior no llegaba a decidirse. En lo más íntimo de su corazón, quizá hubiera querido abrirse a los suyos, mostrarse amable y cariñoso; pero el orgullo y la timidez le inmovilizaban. Nunca se había ocupado mucho de su padre, y ahora, en el momento de partir, apenas le saludó con un movimiento de cabeza. Pero al llegar al camino, dejó plantado a Gustav, que debía acompañarle hasta el

fjord de Torsö, y, volviendo sobre sus pasos, corrió hacia la casa. Se acercó al lecho y tendió la mano a su padre:

—¡Adiós, papá!

Johan se echó a llorar.

—Gracias por haberme estrechado la mano, hijo mío. No volveré a verte, Einar…

—¡Vamos! ¿Crees que quiero seguir el mismo camino de Erik?

—No, pero cuando vuelvas yo ya estaré lejos de aquí.

—No debes decir esas cosas, papá.

—¡Oh…, no creas que tengo miedo a la muerte! Sandra, tu hermanita, ya está allí… Bien: te deseo que te toque un buen barco cuando seas capitán.

—Gracias. Adiós.

—Adiós…, capitán.

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