Katrina

Katrina


Capítulo I

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I

POR el lado resguardado de la cabaña de su madre, donde estaba libre de nieve el suelo, la joven Katrina se hallaba en cuclillas junto a una cabra a la que, habiendo pillado desprevenida, hacía esfuerzos por dejar seca.

Los dedos de la muchacha exprimieron un hilillo de amarillenta leche que fue a caer en el cuenco de madera. La cabra era vieja. Le dolían las verrugas de las ubres. Balaba para que la dejaran en libertad. Fue preciso que Katrina le clavase los blancos y finos dientes en la grisácea oreja para obligarle a que se estuviese quieta y se dejara ordeñar.

La oreja del animal tenía un sabor picante; pero Katrina tarareó contenta y retorció los esbeltos hombros al sentir el cosquilleo del sol en la espalda a través del basto paño de su blusa borodina.

Detrás de ella, los árboles del bosque de la ciudad de Marienburgo —avanzada sueca de Livonia, próxima a la tenebrosa frontera rusa— susurraban tejo la nieve que empezaba a fundirse. Hilillos plateados como rastros de babosas se deslizaban por las negras ramas. La breve primavera rusa se había iniciado. La gruesa capa de nieve que todo lo cubriera durante el invierno se reblandecía y comenzaba a derretirse.

Lejos, a oriente, tronaban los cañones. Ni siquiera Miguel —seis años apenas y hermano de Katrina— prestaba ya gran atención a la artillería. Dos años duraba ya el asedio de Marienburgo. Durante todo aquel invierno de 1702, los rusos habían permanecido estacionados a media docena de millas allende el bosque.

—¡Katrina! —llamó Miguel, de pronto—. ¿Cuándo acabará mamá? ¡Quiero entrar!

Katrina hizo rebotar la ubre contra el cuenco, para exprimir la última gota.

—Si entras ahora —le dijo, con paciencia—, puedes tener la seguridad de que mamá te zurrará la badana. Y, con toda seguridad, Dakof te pegará también. Y, si Dakof te pega, lo hará con el látigo. Conque más vale que aguardes.

Le sonrió suavemente, con la roja y generosa boca. Tenía los ojos del color de verdioscuras aceitunas.

Miguel se la quedó contemplando, oscilando sobre las cortas y nada seguras piernas.

—Es que tengo hambre —anunció, al cabo.

Katrina le tendió el cuenco.

—¡Bébete esto!

Acercó la criatura la boca, observando a su hermana mientras bebía. La cabra se había alejado dando brincos, patirrígida de indignación; pero no tardó en detenerse para hundir el hocico en la negra tierra desnuda y morder la raíz de una col.

—¡Ésa es la cabra de Dakof! —dijo el niño, acusador, al apartar por fin Katrina el cuenco medio vacío.

—¡Chitón!

Se llevó un dedo a los sonrientes labios y sacudió la rubia cabellera. La pálida luz del sol encendió en ella dorados fueguecillos.

—Pero ¿por qué viene aquí Dakof? ¿Por qué vienen Chudof y Gorshkovin, y todos los otros? —inquirió Miguel, con chillona voz—. Pelean con mamá y le hacen daño. La he oído gritar de dolor.

Katrina habló con autoritaria suficiencia.

—Mamá no gritaba de dolor. Son todos amigos suyos y no le hacen daño alguno. Además, esos hombres le traen comida y vino, y hasta, a veces, un poco de dinero.

Miguel insistió:

—Si son amigos, ¿por qué no podemos entrar en casa cuando vienen ellos? Y sí que le hacen daño, porque…

Katrina le oprimió fuertemente la manita y echó a correr hacia los árboles.

—Vamos —dijo, arrastrándole consigo— gatearemos nuestro árbol y cabalgaremos sobre sus ramas por el cielo.

El dragón de caballería sueco —padre de la joven de dieciséis años y del pequeño Miguel— había muerto en una de las primeras salidas hechas contra los sitiadores, segada su vida por una alcancía rusa —¡invento del gigantesco diablo zar Pedro, a quien la leyenda atribuía una estatura de más de tres metros!

Desde aquella fecha, eran muchos los hombres a quienes la madre, Ana, habla llevado a la cabaña que se alzaba entre los negros árboles del bosque de Goreki. Y, en ocasiones tales, nunca dejaba de mandar a sus dos hijos que jugaran fuera, ni de volver de cara a la pared al icono.

Porque él santo Rostro, lleno de dulzura pese a la tosquedad con que un artista desconocido lo pintara, llenaba siempre de turbación a la madre. Sabía ésta que el Ser representado en el icono reprobaba los pecados de la carne.

Por eso quemaba a veces, en desagravio, una candelilla de pescado —aterradora extravagancia ante la que siempre se tornaba pálida—, porque éste, simple pececillo grasiento y seco, le costaba una décima de copec, La candela ardía, chisporroteando grasientamente, la mitad de la noche, y los niños permanecían en vela para contemplar boquiabiertos semejante maravilla.

Pero, como el icono no parecía enternecerse, Ana acabó por resignarse a la perdición eterna y a los fuegos del infierno. Una cosa quiso impedir no obstante: que sobre Katrina y Miguel cayera la mancha. Y, para librarles de toda contaminación posible, los mandaba fuera de casa cada vez que la visitaba un hombre. En invierno, los niños se quedaban muy pegados a los rollizos de que estaba construida la cabaña, calentándose con las ráfagas de humo y vapor que se escapaban por entre las rendijas perlando con especie de cálido sudor los arrugados troncos.

En primavera, sin embargo, podían jugar por entre los árboles. Y allí fue donde los encontró Dakof cuando salió de la cabaña.

Dakof era hombre de importancia, mayordomo de la rectoría del pastor protestante Gluck, y amigo de emplear contra la servidumbre que le estaba subordinada el grasiento látigo pardo que le colgaba del cinturón.

Encontró a Katrina y Miguel cabalgando a lomos de su imaginario corcel, —la flexible rama de un árbol, no muy distanciada del suelo—.

—¡Eh! —bramó—. ¡Tu madre te llama, muchacha!

Contrajo los labios en una sonrisa que dejó al descubierto unos dientes achocolatados y pútridos como pasadas ciruelas.

Katrina se habla quitado las gruesas botas de invierno, de corteza de talo, para poder encaramarse. Dakof la asió brutalmente de los tobillos, arrancando a la muchacha un grito de alarma, y obligándola a rodear a Miguel con sus brazos para no perder el equilibrio al mecerse la rama. Al niño se le saltaron las lágrimas porque se le contagió el temor de su hermana.

—¡Estate quieto, Dakof! ¡Me estás haciendo daño!

—¡Bien que lo sé! —respondió el otro, haciéndosele más expansiva la sonrisa.

Tiró con fuerza, disfrutando al ver el mal rato que estaba pasando su víctima. Pero ésta logró desasirse por fin de un puntapié, y se encaramó bien alto, colocándose fuera del alcance de Dakof con Miguel entre sus brazos. Estaba jadeando.

El hombre la miró, socarrón.

—¡Podría alcanzarte con esto! —le dijo, dando una palmada en el látigo—. Pero mañana volveremos a encontrarnos… en el suelo, muchacha. Tu madre te llama… ¡Ya se encargará ella de decírtelo!

Le hizo un gesto a Miguel, no exento de bondad.

—¡Ah, muchacho!

Luego dio media vuelta y regresó a la cabaña, pisándole los talones la cabra. Katrina le siguió con la mirada.

—¡Cerdo! —murmuró, irguiéndose sobre la rama.

Y, como el mecerse en el aire había perdido ya todo su encanto, descendieron despacio para dirigirse a la vivienda. Katrina fue recogiendo en la falda pifias secas para la estufa por el camino.

Ana estaba repantigada en su asiento la mar de contenta. El cabello, antaño rubio como el de Katrina, griseaba ahora y estaba desgreñado. Sonrió al entrar los niños, se rascó con vigor por el abierto corpiño, y se miró los dedos luego, distraída.

—¡Entrad!, ¡entrad! Mira, Katrina: cuatro copecs…, ¡cuatro! ¡Y una botella de vino y dos panes de manteca de cerdo! ¡Dakof es muy generoso!

Dakof, de pie junto a la estufa, sonrió con cierto orgullo. Se había levantado el faldón de la túnica para calentarse las nalgas y darles masaje, y se estaba entregando a su pasatiempo favorito de sorberse las muelas.

Miguelín se puso a bailar alrededor de los panes y del vino. Katrina sonrió también al ver tanto esplendor. Luego, como siempre, se fue derecha al grano.

—¿Qué quiso decir Dakof… con lo de mañana?

Las pupilas de Ana se contrajeron.

—¿Mañana? —murmuró—. ¡Ah, sí, mañana!

Le dirigió una mirada de súplica a Dakof, que repuso con lento gesto afirmativo, carraspeando ruidosamente después.

—Podríamos hacer uso de tus servicios en casa, muchacha.

Se hurgó una muela con él romo pulgar, escupiendo a continuación:

—Oportunidades como ésta no se presentan todos los días, Katrina —dijo Ana, con urgencia—. Buena comida… y estufas calientes en invierno… Y Dakof… se mostraría muy generoso contigo, querida. Dice que te tiene mucho aprecio.

Soltó una risita. Estaba un poco bebida. Dakof se meció con afectación sobre los talones, una estúpida sonrisa en los labios.

—Tengo influencia en la rectoría, muchacha. Allí soy un personaje importante. Una recomendación mía puede contribuir mucho a hacerte feliz… o todo lo contrario.

—¿Cuánto me darán? —inquirió Katrina.

Aun cuando le latiera con violencia él pulso, aun cuando le martillearan las sienes y el corazón se le hundiese como un plomo en él estómago, Katrina sabía seguir siendo práctica.

—Eso habrá que verlo —respondió, expresivamente, él hombre. Se chupó, ruidosamente, las muelas—. Sí; eso habrá que verlo.

Aquella noche, Katrina estuvo desvelada. Yació con los ojos muy abiertos, fija la mirada en la helada oscuridad de la cabaña. Su hermanito dormía, caliente, a su lado, reflejando el blanco rostro la apacibilidad de su sueño. Cualquiera otra noche, ella hubiese dormido feliz también, contento el estómago con la comida que trajera Dakof; pero, ahora, estaba turbada. Un gran temor se abría paso en su mente como llama que se negara a apagarse, Todos sus esfuerzos por matarla resaltaron vanos. Persistió, cada vez más fuerte, hasta hacer luminosos y quebradizos sus desventurados pensamientos.

Le inspiraba miedo la grande y lóbrega casa. Y Dakof. Y el látigo que le colgaba, siempre a punto, de la cintura.

Miró en torno suyo a la incierta «luz del moribundo fuego». La cabaña era pequeña y sucia, y apenas abrigaba contra el cortante frío. Pero era un hogar —el único que había conocido durante su breve infancia—.

Se echó a llorar. Las lágrimas, al resbalar por las mejillas, abrieron en la mugre canales de blancura, descubriendo el color de las mejillas. Por fin, un poco antes del amanecer, se quedó dormida.

Una neblina gris se arremolinaba por encima del ancho río cuando, a la mañana siguiente, enderezó los pasos hacia la casa del pastor Gluck. Miguelín la acompañó hasta el puente. Ana aún no se había levantado.

—Adiós, Miguelín —le dijo, dándole un beso—. Sé bueno para con mamá.

Le vio alejarse, y asió la desigual barandilla del puentecillo de madera mientras aguardaba a que se perdiera en la distancia, haciendo esfuerzos por contener las lágrimas y luchando contra el impulso de correr tras de su hermano y regresar a la cabaña.

La casa de los Gluck se hallaba detrás de la iglesia, junto a las murallas de Marienburgo. Era un largo edificio de madera, pintado de encarnado y blanco, de cuyas altas torres en forma de cebolla habían arrancado a tiras la pintura el sol y las heladas invernales. Más de una vez había envidiado Katrina lo que tan espléndida mansión se le antojaba. Abrió la verja y dirigió la vista por la larga avenida arriba entre los árboles que la orillaban. No vio ni rastro de portero ni de guarda, y las oscuras ventanas del edificio le devolvieron, silenciosas, la mirada. Allá en el bosque, al otro lado de las murallas, tronaron de nuevo los cañones. Sonaban muy cerca en la quietud de la mañana.

Katrina se preguntó cómo se arreglarían sin ella Miguelín y su madre. Pero, cuando una nueva vida se inicia, la melancolía estorba. Conque sacó fuerzas de flaqueza y arqueó en sonrisa los nerviosos labios.

Un grito de terror surgió de pronto de detrás de unos matorrales lejanos la queja de un animal indefenso y espantado. Respondió sin vacilar a la llamada, corriendo rauda por la hierba húmeda de rocío en dirección al punto en que el lamento se alzara. Y vio, al llegar, a una niña más joven que ella, que golpeaba furiosa, con un palo, a un perrito al que tenía asido por el rabo. El animal se apretaba contra el suelo, buscando protección en vano, estremecido de temblor su cuerpo, emitiendo aullidos lastimeros.

—¡Eh, vamos! —exclamó Katrina—. ¿Qué ha hecho ese pobre bicho para merecerse semejante trato?

Alzó la muchacha el rostro, reflejado el temor en los azules ojos. Llevaba vestido blanco y un lindo mantón de seda bordada. Una cinta morada le sujetaba los gruesos rizos, amarillos, como racimos de plátanos, por detrás de las orejas.

Katrina la reconoció al instante: era la hija menor del pastor Gluck, la señorita Veda. Y a ésta le bastó un segundo para darse cuenta, por la ropa de la recién llegada, que no se trataba de persona que pudiese ejercer sobre ella autoridad alguna.

—¡Fuera de aquí! —aulló—. ¡Fuera de aquí! ¿Cómo te atreves a dirigirme la palabra? ¡Qué osadía! (Le dirigió un golpe con el grueso palo, alcanzándola en el hombro). ¡Fuera de aquí he dicho! ¡Fuera!

Katrina retrocedió. Habría, a lo sumo, un par de años de diferencia entre ambas, y la otra estaba descargando los golpes a tontas y a locas, con violencia de energúmeno.

—¡Los campesinos y la chusma…, la servidumbre y los esclavos… han de dirigirse… a la puerta… de servicio… de… la… casa!

Katrina salió corriendo, con ronchas en los brazos y los hombros, donde algunos de los golpes la habían alcanzado.

El perrito intentó huir mientras tanto; pero tenía la columna vertebral partida y no pudo alejarse. Katrina oyó sus débiles y desesperados ladridos a los pocos instantes, y el repetido golpear del palo…

En el cobertizo de detrás de la rectoría había una puerta que chirrió al abrirla de un empujón la muchacha. Dentro, el estrecho corredor se hallaba casi por completo en tinieblas, encharcado el piso de piedra por el agua que rezumaban las verdosas paredes húmedas y blandas como empapado yeso. La luz se escapaba por las rendijas de otra puerta que encontró ella. Alzó la pesada tranca y se encontró en una cocina que el vapor y el humo del carbón vegetal llenaban de bruma. Pululaban por allí las moscas, rollizas y negras, posadas o volando soñolientas.

Por la parte superior plana de la estufa, cubierta de pieles viejas, sobresalían dos piernas. Unos trapos rozados y asquerosos sujetaban las botas de corteza, rotas. Al percibirse el sonido de las pisadas de la muchacha sobre el piso de apisonado barro, las piernas empezaron a retirarse.

—Bueno, y ¿tú qué quieres?

El de la voz retumbante asomó la cara por encima de la estufa. Un gato obeso, de piel amarilla a franjas, cayó al suelo.

—He venido a trabajar aquí —dijo Katrina—. Dakof lo sabe.

—Conque lo sabe Dakof, ¿eh?

El hombre bajó de la estufa y se dirigió a ella, arrastrando los pies. Era grandullón, pero tan sin forma como una patata. Tenía el rostro encendido por el calor de la estufa y salpicado de picaduras de viruelas llenas de porquería. Se frotó, soñoliento, las húmedas llagas abiertas en la raíz de los pelos de la dispersa barba.

—Conque dices que Dakof está enterado, ¿eh? Guiñó un ojo y alargó la mano hacia ella, temblando de borrachera, pero seguro, no obstante, de dónde tocar. Katrina retrocedió y pisó al gato. El animal soltó un estridente aullido, y la muchacha se alejó de él de un brinco, momento que aprovechó el hombre para asirla.

Le olía el aliento a guisado rancio. Logró apartar de él la cara y vio que había aparecido silenciosamente una mujer en la parte superior de la escalera que bajaba a la cocina. Estaba observando la escena solemne, con los brazos en jarras.

Se cruzó su mirada con la de Katrina, y descendió lentamente, como si cada paso hacia abajo fuese un rito. De una manera igualmente metódica, y sin decir palabra, cerró los puños y golpeó al hombre, que soltó inmediatamente a la joven y se quedó inmóvil, con estúpida sonrisa en los labios, mientras la mujer le pegaba.

Empezó a reír, estremeciéndose de hilaridad su panza. Los colorados puños de la otra continuaron machacando.

Se detuvo la mujer por fin, por falta de aliento.

—¿Dónde la encontraste, eh? ¿Quién es?

Se volvió hacia Katrina, con ferocidad.

—Ahí la tienes, Denka; pregúntaselo.

Volvió el hombre a reírse, retrocedió hacia la estofa, se encaramó a ella, y acomodó las obesas nalgas con aire de satisfacción.

—¿Bien?

La mujer miró torvamente a Katrina. La palabra era una orden.

—Me mandó Dakof —anunció la muchacha—. Y ése… —echó una mirada al hombre, que jadeaba como un perro sediento— me agarró en cuanto entré.

—¡Ése! —La mujer escupió hacia la estufa—. No tiene lo bastante para mí. ¡No tiene nada que desperdiciar en ti!

Miró, con ferocidad, a Katrina.

De pronto echó hacia atrás la cabeza, bramando:

—¡Gerda-a-a-a!

Tan estentóreo fue el grito, que Katrina volvió a brincar de sobresalto.

Le respondieron desde fuera del cuarto. Entró una muchacha, empujando la pesada puerta con la espalda. Iba cargada con un gran cubo de madera y salpicaba agua sucia al moverse. Tendría aproximadamente la misma edad de Katrina; pero estaba consumida de tanto trabajar. Se limpió él sudor de la cara contra el hombro del vestido.

Al ver a Katrina, le brillaron los ojuelos.

—¿Es ésta la nueva? —rió, con flaca pero estridente voz—. Otra para eso, ¿eh?

Katrina le sonrió, con la esperanza de haber hallado una amiga. La sonrisa no recibió más respuesta que una mirada prolongada y aguda.

—Vamos —dijo Gerda, con amargura—. ¡Ya te enseñaré!

Se dirigió a la otra puerta, la abrió y arrojó él contenido del cubo al oscuro y húmedo corredor. Luego condujo a la muchacha escalera arriba.

—¿Ha de hacer ésta todo lo que hacía Esme? —preguntó, desde el último escalón de arriba—. Va a tener gracia la cosa —miró, con malevolencia, a Katrina—; pero ¡maldita la que le encontrarás tú!

Se movió sin prisas para esquivar el taco de madera que le arrojó Denka con asesina intención. Éste se estrelló contra la puerta medio cerrada a sus espaldas y Katrina dio un respingo.

Se hallaban en el vestíbulo ahora —un lugar de espaciadas columnas poblado de gayo colorido— el de las colgaduras encarnadas, azules, oro y púrpura, y el del mosaico del suelo. La escalera era de mármol. Katrina la tocó con curiosidad al subir por ella. Jamás había visto mármol hasta entonces; ni siquiera en la Iglesia.

Las puertas de pálido azul que daban a las alcobas estaban todas cerradas. Gerda se detuvo junto a una de ellas y escuchó, antes de hacer girar el dorado tirador sin hacer ruido.

La estancia era grande y carecía de ventilación. Había en ella dos camas muy altas, con adornos de encaje blanco, y cubiertas con seda azul, bajo un solo y vaporoso pabellón. Las colgaduras de los lados tenían franjas azules y blancas, y sofás y sillas estaban cubiertos del mismo material. Brillaban espejos en todos los sitios vacantes de la pared.

Gerda cerró la puerta tras echar una mirada cuidadosa corredor abajo, luego se arrojó sobre el lecho más cercano, retorciéndose con voluptuosidad sobre el cómodo y mullido colchón. Aquél era, evidentemente, uno de sus secretos placeres.

A Katrina la fascinaron los espejos. Se acercó al más próximo con cierta reverencia y temor. Una cara extraña la contempló desde su fondo. Las manos, los pies y el cuerpo se los conocía ya. Pero nunca se había visto la cara.

Se contempló los ojos verdes claros, y movió los labios para observar la resultante sonrisa expansiva. Estaba encantada de sí misma.

Gerda saltó de la cama y desarrugó la cubierta.

—Como nos encuentren aquí, ¡nos matan! —dijo. Y marchó a la puerta para dirigir otra mirada corredor abajo antes de abrir uno de los armarios ornamentales. Pasó la mano por la hilera de vestidos de rico colorido y las capas de pieles. Katrina percibió el olor de flores marchitas y de perfumes aceitosos que emanaba del armario.

Gerda sacó la ondeante falda de un vestido de terciopelo azul y blanco y la extendió delante de sus delgadas piernas. Katrina se acercó, fascinada.

—Oh, es precioso —murmuró, tocando el suave tejido.

Los dedos de Gerda le pellizcaron inmediatamente la muñeca con ferocidad.

—¡Entremetida! —dijo—. Déjalo en paz, ¿oye? ¡Vulgar mujerzuela!

Se oyó un ruido en el corredor. Gerda, rápida como un hurón dejó caer el vestido del gancho a la gruesa alfombra y salió disparada por la puerta. Katrina dio un traspié por encima del terciopelo y corrió tras ella.

Gerda estaba aplastada contra la pared del otro cuarto, estremecida de risa.

—Creí que te habían pillado —dijo—. La señorita Veda te hubiese matado de haberte pillado tocando sus vestidos. —Soltó una risa—. ¡Hay que ser rápida cuando anda la señorita Veda por ahí!

Aquella otra habitación era mucho mayor. Enormes arañas, llenas de rollizas velas amarillas, pendían del techo. Pesadas colgaduras festoneaban las paredes. El excesivo lujo del cuarto resultaba empalagoso.

Junto a la enorme caverna blanca que era la cama, había una jaula dorada, dentro de la cual se hallaba un enano, sentado sobre un taburete, de espaldas a las muchachas. Lucía un uniforme chillón de terciopelo rojo adornado de brocado de oro. Y le caía sobre los hombros en ondulantes rizos una hermosa cabellera roja que brilló cuando le hizo volver la cabeza el ruido: dé la puerta al abrirse.

Tenía el ancho rostro hinchado y fofo por la falta de aire, sol y ejercicio.

Se alzó del taburete, pasó por encima de un diminuto orinal dorado, y metió la bulbosa e hirsuta nariz por entre los barrotes de la jaula.

—¡Gerda! —susurró, con avidez—. ¿Has venido a ponerme en libertad?

Gerda rió, maliciosa.

—¿Pues quién sabe, señor Grog? Puede que sí, puede que no.

—¡Por favor! —suplicó el enano.

La cara era a la vez fea y cómica. Tenía los ojos tan tristes y tan bolsudos por debajo como un perro sabueso.

—¿Por qué está encerrado ahí? —quiso saber Katrina, llena de compasión.

—¡Si serás mala pécora ignorante! Todas las señoras tienen un enano junto a la cama para que les arregle el pelo.

—Pero ¿por qué en una jaula?

—Porque es la única manera de que sepan dónde encontrarle cuando le necesitan.

—Cada vez que entras, Gerda, me lo prometes. ¿Estás intentando partirme el corazón acaso?

La voz del enano era resonante, y parecía impropia de su minúscula estatura, porque apenas medía noventa centímetros.

Gerda soltó su estúpida risa habitual.

—Los fenómenos y los monos no tienen corazón.

—Suéltame —suplicó el enano asiendo los barrotes con los regordetes dedos.

—Quizá la próxima vez lo haga —repuso Gerda, marchándose del cuarto sin dejar de reír.

Katrina se quedó atrás, fascinada. El enano volvió hacia ella los ojos con renovada esperanza. Exhaló un profundo suspiro.

—La llave —dijo—. La señora la guarda en esa arquilla. ¡Déjame verla, por lo menos!

La arquilla de oro se hallaba sobre la mesa, triplicada su imagen en los espejos. Al tender Katrina la mano hacia ella, tiró un frasco azul, que se hizo añicos a sus pies, vertiendo un perfume aceitoso penetrante:

—No te preocupes —se apresuró a decir el enano—. No te preocupes… ¡Dame la arquilla!

Katrina nunca había visto una llave ni sabía lo que era. Los campesinos cerraban las puertas de sus cabañas con trancas de madera. Le tendió la arquilla al enano. Pero nada veía, ni pensaba en otra cosa, que la valiosa ruina que se estaba extendiendo por la alfombra.

Al agacharse a recoger los trozos de cristal, la voz del enano sonó de nuevo, musical y profunda, a la altura de su oreja. Se hallaba fuera de la jaula. La puertecilla dorada estaba abierta. Chucherías y joyas yacían esparcidas donde las vertiera en su apresurado afán por dar con la llave de su encierro.

Marcó unos cuantos pasos de baile, metió la pierna por entre los barrotes y, con estudiada mala intención, derribó de un puntapié el orinal. Luego se llenó los bolsillos de joyas.

—Pero ¿qué estás haciendo? —preguntó la muchacha, boquiabierta.

El enano no le repuso. Saltó sobre la mesa de tocador, derribando, a puntapiés, más frascos azulados. Arrancó de un soporte una cerilla larga de combustión lenta.

—¡Ahora mirá esto! —exclamó, encendiendo una vela.

Se quitó la peluca de la calva cabezota y la acercó a la llama. Miro, a continuación, a su liberadora con una sonrisa.

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